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Authors: Laura Gallego García

Tags: #Narrativa, #Juvenil

Donde los árboles cantan (22 page)

BOOK: Donde los árboles cantan
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—Es una larga historia —dijo—. ¿Tenéis por ahí un trozo de pan? Creo que le gustará más que la sopa. Todavía no le he enseñado a usar la cuchara.

—¿No sabe usar la cuchara? —dijo Airic, mirándolo con desconfianza—. ¿Por qué no habla? ¿Y por qué tiene el pelo verde?

—No tiene el pelo verde… —empezó Viana; pero entonces se dio cuenta de que, en efecto, a la escasa luz del atardecer, el cabello rubio de Uri mostraba un tono verdoso—. Bueno, quizá un poco. Creo… creo que ha perdido la memoria, o algo parecido. Lo encontré en el bosque y me lo he traído porque… bueno, porque habría muerto si no lo hubiese rescatado.

Hubo un coro de murmullos y de exclamaciones ahogadas. Todo el mundo miró a Uri con curiosidad y algo de compasión, aunque el recelo no había desaparecido de sus ojos. Viana no podía reprochárselo: Uri era demasiado raro, y ahora, a la luz de la hoguera, sus diferencias se hacían todavía más patentes.

La muchacha había acabado por acostumbrarse a su aspecto, con aquella piel moteada y aquel pelo salvaje, y también a sus extravagancias. Pero sus amigos estaban contemplando al muchacho del bosque por primera vez. Como ella misma cuando lo había hallado desnudo en el río.

Una de las niñas, sin embargo, lo observaba con fascinación. Viana la conocía: se llamaba Levina y era la hija de Alda.

—¡Háblanos de él, Viana! —le pidió—. ¡Cuéntanos qué has visto en el Gran Bosque!

—Eso puede esperar —dijo una voz con gravedad, y Viana alzó la cabeza de su plato de sopa para mirar con expresión culpable a Lobo, que acababa de llegar; era él quien había hablado.

—Lo siento —dijo inmediatamente.

—Ya puedes sentirlo —gruñó Lobo—. ¿Es que no me escuchas cuando hablo? Te dije que internarte en el bosque era una mala idea. ¿Sabes cómo perdí esta oreja? Cuando era un mozo, yo también quise averiguar qué había más allá. No hice caso de las advertencias de mi padre y me escapé al Gran Bosque, ¿y sabes qué? Me salió al paso un oso que era el doble de grande que yo. Tuve suerte de escapar con vida, pero me arrancó la oreja de un zarpazo. Ese día aprendí dos cosas: que uno siempre debe escuchar a sus mayores y que cabrear a un oso no es una buena idea. Y en cuanto a ti…

Viana agachó la cabeza porque sabía lo que venía a continuación. Y no se equivocó.

Lobo siguió abroncándola delante de todos. Comenzó por decir que era una inconsciente y una cabezahueca, y que si hubiese muerto en el bosque lo habría tenido bien merecido, por irresponsable. Viana aguantó el chaparrón como mejor pudo, con las mejillas encendidas. Sabía que iba para largo, de modo que trató de tomárselo con calma.

Sin embargo, la reprimenda duró menos de lo que había imaginado. De pronto, un sonido interrumpió la perorata de Lobo: una especie de grito extraño que sorprendió a todos… incluso a la persona que lo había lanzado.

Se trataba de Uri. No entendía lo que estaba sucediendo entre Lobo y Viana, pero parecía incómodo y molesto por la situación. Cuando Lobo se volvió hacia el muchacho, atónito, este se plantó ante Viana como si quisiera defenderla. No realizó, sin embargo, ningún gesto agresivo o desafiante. Se limitó a quedarse de pie ante ella.

—Ya basta, Uri —lo tranquilizó ella—. Todo está bien, ¿de acuerdo? Cálmate.

Reacio, el chico se sentó de nuevo a su lado, sin dejar de lanzar miradas de soslayo a Lobo. Este lo contempló desconcertado.

—¿De dónde has sacado a este zagal, Viana?

—Iba a contárnoslo cuando has venido tú a interrumpir la fiesta, Lobo — intervino Garrid—. No seas tan duro con la chica: ha estado más de una semana en el Gran Bosque y ha vuelto para contarlo. No sé vosotros, pero yo me muero por saber qué ha visto allí.

—Árboles —respondió Viana tras una pausa en la que sorbió lentamente su sopa, pensativa—. Pero no cantaban —añadió con una sonrisa; sin embargo, nadie entendió el comentario, porque ninguno de ellos había estado presente en aquella celebración del solsticio en la que Oki había hablado del manantial de la eterna juventud—. Bueno, en realidad no he encontrado nada extraordinario en el Gran Bosque. Es muy frondoso, y más allá de sus límites he descubierto plantas y animales que nunca antes había visto. Pero nada de seres mágicos ni sobrenaturales. Salvo que él sea uno de ellos, por supuesto… algo de lo que aún no estoy segura — concluyó, señalando a Uri con el mentón.

El muchacho mordisqueaba un pedazo de pan, sentado muy cerca de Viana, sin percibir, aparentemente, que estaban hablando de él.

—Pero, ¿quién es? —insistió Airic—. No me gusta; tiene un aspecto muy raro.

—No sé quién ni qué es —respondió Viana; todos, incluso Lobo, la escuchaban atentamente—. Lo encontré medio muerto en un arroyo. No habla nuestro idioma… y yo diría que no sabe hablar. En realidad, hay tantas cosas que desconoce… que prácticamente hay que enseñárselo todo, como si fuera un niño pequeño.

—Pobrecillo, es retrasado —dijo Alda, compadecida.

—No lo creo —la contradijo Viana—, porque aprende muy deprisa. Es listo, de verdad. Es solo que… no sé. Es como si todas las cosas le sucedieran por primera vez. Yo creo —añadió bajando la voz— que ha perdido la memoria. Ha olvidado cómo comportarse y lo está aprendiendo todo de nuevo.

Sus oyentes se miraron unos a otros, incrédulos.

—Ah, si —dijo entonces Dorea—, eso puede pasar. Recuerdo el caso de un mozo de cuadra que recibió un buen golpe en la cabeza y se olvidó hasta de su nombre.

—Exacto —asintió Viana, agradecida de que su nodriza mencionara el incidente.

—También puede suceder algo así cuando alguien recibe una impresión muy fuerte —intervino uno de los soldados—. Conocí una vez a una muchacha que se había quedado muda tras ver cómo unos bandidos asesinaban salvajemente a su familia. Pasó tanto miedo que se olvidó de casi todo, como si en el fondo no quisiera recordar algo tan terrible.

Viana contempló a Uri, intrigada. ¿Por qué habría perdido la memoria?

¿Habría sido un golpe o una experiencia traumática? ¿O algo más?

—Al final, decidí traerlo conmigo —concluyó— porque no habría sido capaz de sobrevivir solo en el bosque. Como no sé su nombre, lo llamo Uri.

—Como el duende de los cuentos —dijo Levina.

—Sí, en efecto —sonrió Viana—. Lo he llamado así porque me recuerda a un duende. Por esa piel y ese pelo. Pero es demasiado grande para ser un duende y, además, tiene las orejas normales. Por no hablar que se mueve por el bosque como si fuera chafando huevos.

Todos se rieron; Uri levantó la cabeza y sonrió, y las llamas arrancaron reflejos verdes de sus extraños ojos. Pero Lobo no parecía convencido.

—¿Y qué vas a hacer con él? —quiso saber.

—¿Hacer? —repitió Viana sin entender.

—Cuando recupere la memoria… ¿lo vas a devolver al lugar de donde vino? La muchacha parpadeó, desconcertada.

—No lo había pensado —admitió—. En realidad, en el lugar del que vino no hay nada. Estaba solo en el bosque, Lobo. Ya te lo he dicho.

—¿Y no te has preguntado cómo llegó hasta allí?

—Por supuesto que me lo he preguntado —replicó Viana, enfadada—. Pero él no está en condiciones de responder, me temo.

Lobo sacudió la cabeza, no muy convencido.

—¿Y no crees que quizá alguien lo eche de menos? Tal vez haya más como él.

Viana reflexionó.

—Si es así, yo no los he visto. De modo que no sabría a dónde llevarlo de vuelta —recordó la columna de humo que había visto elevarse desde el corazón del bosque, pero no mencionó ese detalle—. Además —añadió—, tengo la sensación de que él quería venir aquí.

—¿Cómo lo sabes? —dijo Lobo—. ¿Acaso te lo ha dicho él?

Viana negó con la cabeza, pero no respondió. Rememoró el momento en el que había reemprendido su viaje hacia el corazón del bosque y Uri había reaccionado como si no quisiera volver allí. Por el contrario, se había mostrado bastante animado cuando Viana había cambiado el rumbo para dirigirse hacia la parte civilizada de Nortia.

—Cuando recupere la memoria —dijo—, tal vez pueda regresar a casa por sí solo o, al menos, decirnos quién es y de dónde procede. —«Y quizá pueda guiarme hasta el manantial de la eterna juventud» pensó, pero no lo dijo en voz alta.

—¿Y si no recupera la memoria? —preguntó Alda, contemplándolo con preocupación.

—Por lo menos, le enseñaré a comportarse como una persona. Ya sé que con ese aspecto es difícil que pueda vivir en el pueblo, pero quizá aquí, en el bosque, no llame tanto la atención.

Lobo había dejado de inspeccionar a Uri para volverse de nuevo hacia Viana.

—¿Y tú? —preguntó, como si le hubiese leído la mente—. ¿Encontraste lo que habías ido a buscar?

Viana enrojeció. Le daba vergüenza confesar en público que creía en la historia de Oki.

—No llegué lo bastante lejos —se limitó a contestar—. Tuve que regresar antes de tiempo por culpa de un imprevisto —añadió, y le mostró la mano lesionada.

La venda se había caído, y tenía la muñeca bastante hinchada. Al verla, Dorea lanzó una exclamación y corrió a examinarla.

Viana se dejó hacer, feliz de estar de nuevo en casa. Vivir a su aire había sido una experiencia interesante, pero allí, en el campamento, se sentía más segura. Y era una sensación agradable.

No hablaron más aquella noche, porque Uri se había quedado dormido junto a Viana. Costó muchísimo despertarlo para llevarlo hasta una de las chozas y, además, cuando se dio cuenta de que lo iban a separar de la muchacha, se debatió con tanta furia que no quedó más remedio que permitirle dormir a la entrada de la cabaña de las mujeres.

—No os preocupéis —les dijo Viana—. Es como un niño pequeño. No tiene malicia ni siente atracción por las mujeres, al menos todavía.

—Vaya —dijo Levina decepcionada—. Yo creía que estaba enamorado de ti.

Viana respondió con una carcajada.

—No, cariño. Es que soy la única que conoce aquí. Está un poco asustado, es natural.

Aquella primera noche, sin embargo, todos durmieron inquietos en el campamento. Todos menos Uri, que cayó en un profundo sueño del cual solo fue capaz de despertarlo la luz de la mañana.

Los días siguientes transcurrieron dentro de una tranquilidad que a Viana le resultaba enojosa. Mientras no se le curara la muñeca, no podría ir a cazar, de modo que se veía obligada a quedarse en el campamento todo el día. Entretanto, los hombres de Lobo seguían luchando contra la autoridad de Harak, asaltando carretas de comida destinadas a las casas señoriales, atacando las forjas que reparaban sus armas y herraban sus caballos u hostigando a los destacamentos de bárbaros que patrullaban los caminos y custodiaban los puentes. Como nuevo señor de Torrespino, Robian se esforzaba por darles caza; pero la gente de Lobo siempre resultaba ser más rápida, más astuta y más audaz. Todo ello estaba socavando la poca confianza que Harak pudiera haber depositado en el joven duque de Castelmar. Y Viana se alegraba de ello. Se lo tenía bien merecido, pensaba.

La joven sabía que no le estaba permitido unirse a aquellas expediciones, lo cual la llenaba de frustración. Pero su forzada inactividad, que en un principio le pareció un fastidioso inconveniente, terminó por resultarle agradable. Pasaba los días enseñando a Uri cómo debía comportarse. Le encontró un atuendo más apropiado y le mostró cómo vestirse, cómo comer y cómo emplear la mayor parte de utensilios cotidianos que tenían en el campamento. Sin embargo, y aunque el muchacho atendía a sus lecciones con gran interés, nada le fascinaba más que el lenguaje. Podía pasarse horas enteras mirando cómo hablaban otras personas y tratando de imitarlas. Al principio dejaba escapar sonidos, gorjeos y exclamaciones variadas, pero de repente una tarde dijo:

—Daaaa.

Se sorprendió de lo que había hecho, se rio y volvió a decir:

—Daaaa. Dadadaaaa.

Y paso el resto del día practicando su nuevo hallazgo. Por la noche ya había conseguido decir «tatata» y después paso a «bababa» y «papapa». Dorea no daba crédito a lo que oía.

—Es como un bebe que estuviera aprendiendo a hablar —dijo—. Exactamente igual. Solo que él avanza mucho más deprisa que cualquier niño que yo haya visto antes.

—Quizás es porque no está aprendiendo de verdad —aventuró Viana—, sino solo recordando algo que ya sabía y que había olvidado por completo.

—Pudiera ser, mi señora. En cualquier caso, siento curiosidad por descubrir qué cosas nos dirá cuando pueda comunicarse en nuestro idioma.

También Dorea se había encariñado con el extraño muchacho del bosque. Era difícil no hacerlo, se dijo Viana una noche mientras lo observaba dormido junto al fuego. Siempre se estaba riendo, todo le parecía nuevo y maravilloso y era, al mismo tiempo, impulsivo, entusiasta y enternecedoramente tierno.

Y adoraba a Viana. Iba con ella a todas partes, pero había dejado de seguirla como un perrillo faldero. Simplemente, la acompañaba como si fuera su amigo más leal… como lo que había sido Robian… o lo que debería haber sido.

Pero era diferente, claro. Porque Uri no era como Robian. Dorea tenía razón al decir que en muchos aspectos se comportaba como un bebe que estuviese descubriendo el mundo.

Sin embargo, la primera palabra con sentido que dijo hizo que el corazón de la muchacha empezara a palpitar más deprisa mientras un inoportuno rubor cubría sus mejillas.

Sucedió unos días después de que Uri iniciara sus balbuceos. Ambos habían ido al rio para llenar un cubo de agua para el puchero. Viana se inclinó junto a la orilla y recordó el día en que había encontrado al muchacho medio muerto en el bosque. Estaba tan sumida en sus pensamientos que la corriente por poco le arrebató el balde de las manos. Uri lo recogió antes de que se le escapara, y los dedos de ambos se encontraron en el agua. Viana quiso retirar las manos, pero él se las estrecho con fuerza y rio, encantado, como si aquello fuera un nuevo y maravilloso juego.

Y entonces dijo:

—Viaaana.

Y se rio otra vez.

La muchacha, emocionada, no reaccionó enseguida. Uri frunció el ceño, sin duda creyendo que no lo había hecho bien, y repitió:

—Viaaana.

Ella comprendió que debía darle una respuesta.

—Si —asintió, parpadeando para retener las lágrimas—. Si, Uri. Soy Viana.

Uri volvió a reír, entusiasmado, y la abrazó, cogiéndola totalmente por sorpresa. El primer impulso de Viana fue quitárselo de encima, pero se contuvo porque entendía que el gesto no era más que una demostración de afecto que carecía de segundas intenciones.

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