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Authors: Laura Gallego García

Tags: #Narrativa, #Juvenil

Donde los árboles cantan (23 page)

BOOK: Donde los árboles cantan
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—Viaaana —dijo Uri por tercera vez, y ella por fin se relajó entre sus brazos, sintiendo la fresca suavidad que emanaba de su piel y su intenso olor a bosque.

«¿Quién eres?», pensó por enésima vez. «¿De dónde has salido?». Pero no dijo nada, porque sabía que él no la entendería. Sin embargo, tuvo la sensación de que quizá no tardaría mucho en ser capaz de responderle.

Así, abrazados, los encontró Airic, que acababa de regresar del pueblo. Su rostro se ensombreció al verlos.

—Viana, ¿qué hacéis? —preguntó con cierta brusquedad. Ella se separó de Uri con las mejillas encendidas.

—¡Ha aprendido a decir mi nombre! —exclamó entusiasmada.

—Vaya, si, es una gran noticia —masculló Airic—. Pero deberías volver al campamento, señora. Lobo y yo traemos nuevas.

—¿Sobre los bárbaros? ¿Sobre Robian? —inquirió ella, levantándose con el balde cargado de agua. Uri se apresuró a sostenerlo en su lugar para que ella no forzara su muñeca herida.

Airic negó con la cabeza.

—Mejor será que os lo cuente él.

Intrigada, Viana regreso al campamento, acompañada por Uri. Airic los miraba de reojo y con mala cara. La muchacha sabía que él nunca había confiado en el chico del bosque, pero era la primera vez que parecía mostrar abiertamente su hostilidad hacia él.

—Airic, ¿qué pasa? —preguntó por fin ella, cansada de su hosco silencio—. Uri es inofensivo ¿sabes?

El chico negó con la cabeza.

—Tal vez —dijo—, pero vos merecéis alguien mejor. Viana se detuvo perpleja.

—¿Alguien mejor? —repitió.

—Sois una dama —explicó Airic—, y él es un… es un salvaje.

Ella lo contemplo un momento. Después se echó a reír.

—Airic, solo somos amigos.

—Como vos digáis —repitió el muchacho—, pero se toma demasiadas confianzas, creo yo. Ningún hombre debería atreverse a acercarse a vos con tanto descaro.

—No sabe lo que hace… —trató de explicarle Viana con paciencia.

—Porque es un salvaje —reiteró el muchacho, tozudo. Viana no insistió.

Encontraron a Lobo desplumando una perdiz frente a la puerta de su choza. Viana se sentó a su lado y lo contempló con expectación.

—Airic dice que hay novedades —le soltó.

—Airic podría haber mantenido la boca cerrada —replicó lobo.

—Tiene derecho a saberlo —se defendió el muchacho.

—¿A saber qué? —insistió ella.

—Han ocupado la casa de vuestra familia, mi señora —soltó Airic a bocajarro.

—¿Qué? ¿Hay bárbaros viviendo en Rocagrís? —saltó Viana.

—No te escandalices —dijo Lobo—. Ya sabíamos que eso iba a suceder antes o después. Y cierra la boca, que te van a entrar moscas.

Viana trató de calmarse. Su mentor tenía razón: desde el día en que el rey Harak había repartido entre sus hombres los señoríos de Nortia, la muchacha había supuesto que tarde o temprano llegaría aquel momento. Sin embargo, Rocagrís había permanecido abandonado desde su partida, y en el fondo de su corazón había albergado la esperanza de que continuara así hasta que ella estuviese en situación de reclamarlo de nuevo… por quimérico que pudiera parecer.

Pero la muerte de Holdar y la llegada de Robian a Torrespino habían precipitado las cosas.

Respiró hondo.

—¿Y quién vive allí ahora? Se trata de Robian, ¿verdad?

Lobo dejó escapar una seca carcajada.

—¿Te refieres a tu amorcito, Robian culo al aire? ¿Crees en serio que Harak le entregaría un castillo como ese a un hombre con semejante apodo?

Viana enrojeció, mientras Airic se reía con disimulo.

—¿De verdad lo llaman así?

—Oh, sí —respondió lobo con fruición—. A estas alturas no hay nadie en Nortia que no conozca su desafortunado encuentro con la muchacha a la que ofendió delante de toda la corte barbará.

—Pero, ¿cómo es posible? —murmuró Viana—. Robian no se lo mencionaría a nadie, y su criado tampoco, si sabe lo que le conviene.

Lobo lanzó una carcajada.

—Y dime, ¿acaso yo debía guardarme semejante información por alguna razón en particular?

—¡Lobo! —exclamó ella, escandalizada—. ¡No me digas que lo has ido contando por ahí!

—¿Y por qué no?

Viana abrió la boca para replicar, pero comprendió que no tenía argumentos para rebatirle. Todavía no estaba segura de si le gustaba o no la idea de que Robian fuera ridiculizado en toda Nortia, por lo que optó por volver al tema principal.

—Entonces —dijo—, si no es Robian, ¿quién está viviendo en mi casa?

—Otro de los jefes barbaros, con su familia —respondió Lobo—. Pero eso no es importante, Viana. Hazte a la idea de que no recuperarás Rocagrís a no ser que Harak y los suyos vuelvan al infierno de hielo al que pertenecen.

Viana no respondió enseguida. Parecía muy entretenida dibujando círculos en la tierra con un palito, como si estuviera muy lejos de allí. Sin embargo, cualquiera que la conociera bien podía adivinar que estaba maquinando algo.

—Bueno —dijo por fin—. Entonces, si no se van por voluntad propia, habrá que invitarlos a marcharse, ¿no?

Lobo dejó de desplumar la perdiz y la miró fijamente.

—¿Y cómo piensas hacer eso?

Viana alzó la vista por fin y clavó en él la mirada de sus ojos grises.

—Dímelo tú —replicó—. Tú eres el que lleva meses preparando una revuelta, ¿no es así?

Esta vez le tocó a Lobo sorprenderse. Viana sonrió.

—¿Crees que no me he dado cuenta? Sé que no vas a seguir conformándote con emboscadas y pequeñas incursiones. Ese tipo de acciones pueden molestar a Harak, pero no le harán daño de verdad. En el campamento hay cada vez más gente y todo el mundo está entrenando muy duro; incluso aquellos que jamás habían empuñado un arma están aprendiendo a pelear. Además, varios de tus hombres de confianza se han ido sin dar explicaciones, y corre el rumor de que los has enviado al sur en calidad de mensajeros. Imagino que quieres pedir apoyo a los soberanos de los reinos meridionales, y no soy tonta, Lobo; no necesitas tantos guerreros para acabar con una patrulla o robar un cargamento de cerveza. Todo el mundo parece estar al tanto de un secreto que yo he tenido que deducir sola. ¿Por qué me quieres mantener apartada de todo esto?

—Tengo que irme a… —intervino Airic, incómodo—. Bueno, tengo que irme —concluyó de forma abrupta.

Ni Lobo, ni Viana le respondieron, aunque Uri lo despidió con la mano. Lobo suspiró.

—No creo que estés preparada para esto, eso es todo.

—¿Por qué? —se indignó ella—. Soy buena con el arco y con el cuchillo, tú lo sabes.

—No se trata de eso, eres desobediente e indisciplinada, y te tomas la guerra contra los bárbaros como si fuera un asunto personal.

—¿Y no lo es?

—Si quieres unirte a nosotros, no. Verás, es extremadamente difícil convertir en un ejército a una pandilla de inútiles como la que zanganea en este campamento. Y ya que eres tan lista y observadora, te habrás dado cuenta de que, en efecto, eso es justamente lo que estoy tratando de hacer aquí. Algo así, Viana, solo funciona cuando todos los hombres trabajan al unísono y obedecen órdenes sin cuestionarlas. Y tú ya has actuado por tu cuenta demasiada veces. No puedo arriesgarme a que tengas otra de tus brillantes ideas y nos pongas en peligro a todos. Así que quédate aquí y cuida de tu mascota del bosque; yo tengo cosas importantes que hacer y no puedo permitir que me distraigas con tus cuentos para niños.

Aquellas palabras cayeron sobre Viana como un jarro de agua fría, pero Lobo no las suavizó. Con un resoplido, se levantó y fue a llevarle la perdiz a Alda, sin despedirse. Viana tampoco hizo el menor comentario, aunque parpadeaba para contener lágrimas de rabia e indignación.

Uri, sin embargo, le dijo a Lobo adiós con la mano. Viana se quedó mirándolo y él le dedicó una radiante sonrisa.

—Parece que eres el único que no está enojado conmigo —comentó con un suspiro—, quizá Lobo tenga razón y debería quedarme aquí, cuidando de ti, mientras otros van a la guerra. Pero eso ya lo hice una vez y no me gustó lo que sucedió después.

Sin embargo, tenía que admitir que Lobo la conocía muy bien. Era cierto que sus motivos para unirse a la lucha contra los bárbaros eran fundamentalmente de índole personal. Quería recuperar su patrimonio, pero sobre todo quería vengarse de los barbaros por todo lo que le habían hecho padecer. Quizá debería empezar a comportarse de otra forma para que Lobo se diese cuenta de que estaba dispuesta a cambiar con tal de unirse a los rebeldes.

Y lo intentó. Hasta Lobo se percató de ello. Empezó a entrenar con los soldados para aprender a manejar una espada, y por las noches se sentaba junto a ellos a escuchar relatos de batallas. Obedecía hasta la más mínima orden de su mentor, y ya no volvió a mencionar el manantial de la eterna juventud ni a escaparse al pueblo por su cuenta.

No obstante, había dos asuntos que seguían requiriendo parte de su atención y que la apartaban de los demás, impidiendo que se integrase completamente en el grupo.

El primero de ellos era, naturalmente, Uri. Ahora que había empezado a aprender algunas palabras, Viana, entusiasmada por sus progresos, pasaba mucho tiempo con él, enseñándole a comportarse y, sobre todo, a hablar. Y poco a poco, el joven empezó a hacerse entender. Aprendió términos de uso cotidiano y empezó a construir frases sencillas. Viana le preguntó cómo se llamaba de verdad y de dónde procedía. A la segunda pregunta, Uri respondía que había venido del bosque, pero se mostraba incapaz de ser más preciso. A la otra, sin embargo, contestaba desconcertado que él, por supuesto, se llamaba Uri.

—Tú sabes —le decía dolido, como si no entendiera por qué su amiga parecía haber olvidado su nombre de repente.

—No, no —respondía Viana—. Uri es el nombre que yo te puse. Pero tú debías de tener uno propio… antes de conocerme a mí.

El chico la miraba sin comprender, y Viana conservaba la esperanza de que sería capaz de contestarle cuando supiera hablar mejor. También le preguntaba por su pasado y la gente a la que había dejado atrás, pero Uri tampoco parecía tener nada que contarle.

—Yo en el bosque —le explicaba pacientemente.

—Sí, pero… ¿no tienes amigos? ¿Y familia?

—Familia en el bosque —insistía Uri—. Amigos, tú —concluía con una radiante sonrisa.

Viana estaba cada vez más convencida de que el pobre Uri había perdido completamente la memoria. Sus primeros recuedos se remontaban al momento en que ella lo había encontrado en el bosque. Todo lo anterior se había borrado de su mente, quizá para siempre.

Sin embargo, la muchacha no dejaba de intentar averiguar más cosas. Así, una noche, sentados cerca del fuego, le preguntó entre susurros:

—Uri, ¿por qué estás aquí?

—Contigo —respondió él, como si fuera evidente.

—No, quiero decir… ¿a dónde ibas cuando te encontré? ¿Por qué estabas desnudo en medio del bosque?

Los ojos verdes de Uri parecieron desenfocarse un momento, como si estuvieran recordando algo lejano.

—Yo… —empezó; pero le faltaban las palabras—. Voy lejos —dijo por fin.

—¿A dónde? —insistió Viana—. ¿Lo recuerdas?

—Aquí —concluyó él. Parecía que quería explicarle más cosas, pero no sabía cómo.

—No te preocupes —lo tranquilizó ella—. Ya me lo contarás más adelante, cuando puedas. Si es que puedes —añadió en voz baja.

Los progresos de Uri, sin embargo, no terminaban de hacerle olvidar el asunto que mantenía su mente ocupada, y que sospechaba que terminaría por dar al traste con sus esfuerzos por ser aceptada como miembro del grupo de rebeldes.

No podía dejar de pensar en Rocagrís, ahora en manos de los bárbaros, y en todas las cosas que había dejado atrás. Hacía ya mucho que no echaba de menos sus vestidos, su laúd o sus labores de bordado. Ni siquiera la comodidad de su habitación o las suculentas comidas que solían disfrutar ella y su padre en tiempo mejores. Incluso en la época en la que le leía aquellas novelas de romance y caballería que tanto le gustaban parecía haber quedado olvidada.

Sin embargo, si hubiera podido rescatar algo de todo lo que había perdido, sin duda habría elegido las joyas de su madre, el único recuerdo que le quedaba de ella. Pensaba mucho en aquel estuche de terciopelo que había ocultado bajo una losa debajo de su cama. Se preguntaba si los bárbaros lo habrían encontrado, y, en caso de que lo hubieran hecho, qué habría sido de aquellas alhajas que tanto valor tenían para ella. Y se imaginaba una y otra vez entrando furtivamente en su antiguo dormitorio para recuperarlas.

Tantas veces lo imaginó que llegó un momento en que supo que no tardaría en hacerlo de verdad. Y cuando llegó a esta conclusión suspiró, pesarosa.

Porque sabía perfectamente que, si llevaba a cabo su plan, Lobo jamás la admitiría en las filas de los rebeldes.

De modo que aún dudó un par de días más antes de tomar la decisión definitiva. Sí, regresaría a casa a buscar las joyas de su madre. Y tendría que hacerlo a escondidas porque, de conocer sus planes, Lobo no se lo permitiría. Como tantas otras cosas, reconoció con amargura. «Es cierto que se trata de una empresa peligrosa», pensó, «y que él tiene razón al decir que todo lo que planeo conlleva sus riesgos… igual que ir a la Fiesta del Florecimiento o buscar el manantial de la eterna juventud. Pero son cosas que quiero hacer, y que nadie va a hacer por mí». Era muy consciente de que si ella no regresaba a casa por la joyas de la familia, nadie más lo haría. Y no podía permitir que se perdieran para siempre. La simple idea de que una mujer bárbara luciera sobre su pecho el collar de esmeraldas de su madre le ponía los pelos de punta; además, sabía que aquellas piezas podrían sufrir un destino peor: podrían desmontarlas, fundir el oro y la plata y vender las piedras a cualquier mercader. Siglos de historia de su familia habían pasado por esas joyas.

«Iré a buscarlas», resolvió. «Aunque Lobo me prohíba unirme al ejército rebelde después».

Una vez lo hubo decidido, se sintió mucho mejor, y empezó a planear su escapada. La parecía demasiado arriesgado viajar sola hasta Rocagrís, pero tampoco sabía a quién pedir que la acompañara. Lobo, por supuesto, estaba descartado. Dorea no le sería de mucha utilidad; además, aunque la vieja nodriza conocía muy bien el valor de aquellas joyas para ella, encontraría su plan demasiado peligroso. Garrid era una buena opción, pero estaba demasiado enfrascado en la organización del ejército rebelde y no pospondría aquella tarea sin una buena razón.

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