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Authors: Laura Gallego García

Tags: #Narrativa, #Juvenil

Donde los árboles cantan (36 page)

BOOK: Donde los árboles cantan
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La bajaron por una escalera húmeda y resbaladiza hasta los calabozos. En aquel tétrico lugar había encerrado el rey Radis a los enemigos de Nortia en tiempos pasados, tiempos que ahora parecían muy lejanos. Viana y Belicia se estremecían de horror cada vez que pensaban en él. A menudo inventaban historias en las que sus amados, el apuesto Robian y el valiente príncipe Beriac, derrotaban a caballeros desaprensivos o a bandidos malcarados y los llevaban a aquellas mazmorras, por el bien del reino y de todas las doncellas en apuros del mundo.

Pero Viana jamás había soñado algo así, ni en sus peores pesadillas: nunca habría imaginado que, tiempo después, Belicia estaría muerta y ella se vería conducida hasta aquellas mazmorras por una pareja de rudos bárbaros.

Sin embargo, cuando la arrojaron al interior de un calabozo pequeño y maloliente, Viana había dejado ya de pensar en las ironías del destino.

La imagen de Uri sangrando no se le iba de la cabeza; aquella extraña sustancia blanca fluyendo del corte que Harak le había hecho, tan similar a la savia de los árboles cantores…

«¿Te parece que un humano podría sangrar así?», había dicho el brujo. Naturalmente que no, reconoció Viana para sus adentros.

Cerró los ojos, inspiró profundamente, contó hasta tres y asumió que tendría que aceptar lo imposible.

Que Uri no era una persona.

Y todas las piezas encajaron de golpe.

«Pero ¿cómo es posible?», se preguntaba Viana, encogida sobre sí misma en un rincón de su mazmorra. «¿Cómo podría un árbol trasformarse en un ser humano… aunque se tratara de un árbol que canta?»

Sin embargo, era la única explicación que tenia algún sentido. Los árboles cantores se había visto atacados por los bárbaros, sin posibilidad de huir ni de defenderse. Por esa razón habían enviado a uno de los suyos a buscar ayuda, un árbol joven que se había transformado en ser humano, adoptando la forma de sus enemigos para encontrar la manera de luchar contra ellos. Un humano un tanto extraño: con la piel del tono de la corteza de los árboles, y el pelo del color de sus ramas en primavera… y en otoño, comprendió de pronto Viana, excitada, al recordar el cambio en el pelo de Uri: se había oscurecido al final del verano, como sucedía con las hojas de los árboles. ¿Se le caería también? Viana apartó de su mente la imagen de Uri calvo; tenia cosas más importantes en que pensar.

Entendió también por qué, cuando había hallado al extraño muchacho en el bosque, este no sabia hablar, ni comer, ni tampoco caminar: después de todo, no lo había hecho nunca. Había logrado arrastrarse hasta el río, experimentando por primera vez sensaciones como el hambre, la sed o el cansancio. Había metido sus pies en el agua, de la misma manera que habría buscado el preciado liquido con sus raíces, sin saber que debía beber por la boca, ya que jamás antes había tenido una. Y probablemente habría muerto de sed en mitad del río si Viana no lo hubiese encontrado allí.

De modo que todas las cosas que había ido aprendiendo… realmente las aprendía, como un bebé recién nacido. No las recordaba. No tenía nada que recordar, puesto que no había olvidado su pasado, ni su misión. Sencillamente necesitaba descubrir cómo comportarse en un mundo de humanos antes de ser capaz de ayudar a los suyos.

Por ese motivo, también, había sido siempre Uri: porque como árbol, y dado que su especia carecía de lenguaje articulado, nunca había tenido más nombre que el que Viana le había regalado.

La muchacha se estremeció entre las sombras de su prisión. Uri había experimentado muchas cosas como humano… había aprendido muy deprisa… y también había conocido el amor.

Ignoraba si los árboles tenían sentimientos a la manera de los humanos. Al menos en lo que tocaba a los árboles cantores, sí poseían cierta inteligencia.

¿Podrían amar sin corazón? «Mi gente no siente esto», había dicho Uri. «No siente así». Pero ahora era humano… y se había enamorado de una humana.

¿Cuánto había de árbol en Uri, y cuánto de hombre? Ya hablaba y reía como un humano. Y, posiblemente, amaba como tal.

Pero no tenía sangre, sino savia.

La misma preciada savia que los bárbaros extraían a los árboles para mayor gloria de su rey.

Y Uri lo sabía. Era muy consciente de cuáles eran las propiedades de su sangre, de su savia: con ella había curado la herida del hombro de Viana.

La muchacha se preguntó, con un poco de amargura, por qué Uri le había ocultado tantas cosas acerca de su origen. Quería pensar que al principio el chico no sabía expresarse bien y, por otro lado, tampoco ella había sabido formular las preguntas adecuadas ni comprender la verdad que subyacía en sus comentarios chapurreados a medias. Y más adelante… as adelante, quizá, el amor que sentía por Viana y el dolor que le producía la idea de separarse de ella había influido, sin duda, en su decisión de guardar silencio.

Porque Uri era un árbol, y Viana era humana.

Inspiró profundamente. Sentía un agudo dolor en el corazón cada vez que pensaba en ello: en que ambos eran diferentes y no podrían estar juntos. Quizá era eso lo que Uri había comprendido y no quería compartir con ella… para no hacerla sufrir de forma innecesaria. Pero él parecía convencido de que tendrían que separarse tarde o temprano. ¿Cuándo había pensado decírselo?

«Tal vez nunca», pensó Viana, alicaída. «Quizá tenía intención de desaparecer misteriosamente en la noche, regresar a su bosque y no volver a mi lado nunca más».

Luchó por contener las lágrimas. Una parte de ella se sentía todavía sumamente confusa ante lo que acababa de descubrir, pero otra se rebelaba contra el destino. Sí, Uri podía ser un árbol… o haberlo sido en sus orígenes. Pero ahora… ahora era humano, como ella. Ahora podían estar juntos. Nada podría impedírselo salvo, quizá, la lealtad de Uri hacia los suyos y sus propios reparos al respecto. Viana estaba dispuesta a obviar la verdadera naturaleza de Uri, a no decírselo a nadie, a fingir que siempre había sido humano… con tal de estar con él. Pero ¿seria capaz él de renunciar a su bosque… por ella?

«Salva a mi pueblo», le había pedido. Al llegar al corazón del bosque, Viana había creído que los suyos habían desaparecido, quizá huyendo de los bárbaros, tal vez exterminados por ellos.

No había comprendido lo que Uri estaba tratando de decirle: aquel era su pueblo. Los árboles cantores que sufrían un horrible tormento a manos de los bárbaros que los desangraban lentamente. Era a ellos a quienes había que salvar.

Quizá… si ayudaba a Uri a cumplir su misión… entonces él quedaría libre y podría estar con ella.

Pero primero tendría que rescatarlo.

Era extraño, pensó. El brujo había entendido desde el principio quien era Uri. Pero ¿por qué tenia tanto interés en él? Después de todo, ya disponía de muchos otros árboles en el Gran Bosque. Ninguno de ellos tenía forma humana, eso era cierto… Sin embargo… ¿en qué lo diferenciaba eso de los demás? ¿Era su sangre… su savia… mejor que la de los otros? ¿Qué pensaba hacer el brujo con él? ¿A dónde se lo había llevado, y por qué? Había dicho que le arrancaría el corazón del pecho. Pero, sin dudas, era solo una forma de hablar. No podía estar diciéndolo en serio. ¿O sí?

Comprendió de pronto, angustiada, que ella no podía hacer nada por él. Estaba prisionera de los bárbaros, y Harak le había condenado a muerte.

Respiró hondo, asustada. Por ella, por Uri… por Nortia. Había descubierto la verdad acerca de Uri demasiado tarde. Si lo hubiera sabido antes… tal vez habría actuado de otra manera. Pero todas las decisiones que tomaba, todo lo que hacia… acababa conduciéndola al desastre, de una manera o de otra.

«No todo», se recordó de pronto, esbozando una sonrisa cansada. «He conocido a Uri. Me he enamorado otra vez. Algunos dirían que Uri no es un pretendiente adecuado para una dama de mi linaje, pero Robian sí lo era y, sin embargo…».

Cerró los ojos. No se arrepentía de lo que sentía por Uri. Fuera lo que fuese. Él valía la pena. Lo que habían compartido juntos… no tenía precio.

Pensó entonces que quizá no volviera a verlo nunca más, y en esta ocasión no fue capaz de reprimir las lágrimas.

Capítulo XIV

Del final que tuvo la historia de la doncella Viana de Rocagrís.

Siguió llorando durante buena parte de la noche y el día siguiente.

Sus carceleros creyeron que se quejaba del cruel destino que la aguardaba y que sería efectivo al ponerse el sol. Pero Viana lloraba por Uri, por lo que habían vivido juntos y por los instantes que ya no corpartirían. Durante un instante de lucidez, trató de buscar la forma de escapar de su prisión, pero enseguida se dio cuenta de que resultaba inútil. La puerta estaba firmemente cerrada y era sólida y pesada. El minúsculo ventanuco, por el que se filtraba un rayo de luz, estaba demasiado alto y, de todas maneras, era demasiado pequeño para que pudiera salir por él. Las paredes carecían de grietas o de losas sueltas. El techo estaba hecho de piedra maciza.

No había modo de salir de allí. De lo contrario, las historias que había inventado junto a Belicia, cuando eran niñas, no habrían incluido un final feliz: el encierro de los rufianes del reino en las mazmorras de Normont había sido siempre definitivo.

Cuando los bárbaros acudieros a buscarla para su ejecución, Viana ya se había resignado a su destino. Una parte de ella incluso se sentía aliviada, porque por fin podría dejar de luchar. Lo cierto era que estaba cansada de ir siempre a contracorriente. Pero lo sentía mucho por Uri. Lo que más deseaba en esos momentos, pensó mientras la conducían al cadalso, era saber que él iba a estar bien, que alguien lo rescataría de las garras de Harak y lo devolvería a su bosque. Odiaba la idea de morir sin haber podido hacer nada por él. No solo no lo había ayudado a salvar a su pueblo, sino que además lo había entregado involuntariamente a sus enemigos.

Mientras subía al estrado, paseó la mirada por la multitud que se había reunido en la plaza buscando algún rostro amigo para gritarle: «¡Salva a Uri!», y expresar así su voluntad final. No vio a nadie conocido, pero se sorprendió al descubrir numerosos gestos de compasión y simpatía hacia ella. Muchas mujeres lloraban, y algunas personas parecían querer transmitirle su apoyo. Había, en general, mucha tensión en el ambiente. Los bárbaros, y especialmente el verdugo, que esperaba con su hacha junto al tajo cubierto de sangre seca, eran el blanco de miradas abiertamente hostiles.

«Están conmigo», comprendió Viana, sintiendo una extraña calidez por dentro.

«Lamentan mi muerte. Me aprecian. Eso significa que… ¿me conocen? ¿Saben acaso quién soy?»

Buscó a Harak con la mirada, deseando descubrir si aquello lo alteraba o molestaba de alguna manera, pero ni él ni el brujo estaban presentes. Viana interpretó este hecho como una manera de demostrar al pueblo que la muchacha rebelde no era importante para él. Ni siquiera merecía que la considerara un enemigo. No era ni mejor ni peor que un criminal común, nadie por quien un rey debía preocuparse.

Era también una forma de decirle a Viana que todo lo que había hecho no había servido para nada.

Sintió de nuevo ganas de llorar y apretó los dientes con rabia. No debía desfallecer ahora, pese a que Harak le había asestado un último golpe con el que no contaba. Trastabilló cuando la obligaron a arodillarse y casi cayó de bruces sobre el tajo. El verdugo la colocó correctamente y aferró el mango de su hacha.

«Todo ha terminado», pensó Viana, afligida. «Madre, padre, Lobo… Uri… Lo siento tanto…».

—¡Larga vida a Viana de Rocagrís! —se oyó de pronto una voz estentórea entre la multitud.

—¡Larga vida… larga vida! —corearon varias.

Viana abrió los ojos, pensando que aquella consigna no tenía mucho sentido, dadas las circunstancias. Descubrió que el público parecía enfurecido, como si no se resignara a ver morir a su heroína ante sus ojos. Un huevo podrido voló desde algún lugar de las primeras filas; Viana no llegó a ver dónde acertaba, pero oyó el impacto y la subsiguiente maldición del verdugo. De pronto, y como si se hubiesen puesto de acuerdo, los ciudadanos de Normont empezaron a tirar más huevos a los bárbaros del cadalso. La propia Viana estuvo a punto de recibir un impacto, pero no le importó. Sonrió para sí y lamentó que Harak no estuviese presente. Le habría encantado verlo reaccionar ante aquella lluvia de huevos pestilentes.

Los bárbaros rugieron ante la afrenta y trataron de contener a la multitud. El verdugo, intentando recobrar la dignidad perdida, hizo caso omiso de la insurrección de su público y tomó de nuevo el hacha.

Y justo en aquel momento, algo voló hacia él con rapidez y precisión mortales.

No era un huevo, pero los bárbaros no lo descubrieron hasta que fue demasiado tarde. El verdugo no tuvo tiempo de emitir el menor sonido. Sus ojos se abrieron con sorpresa y el mango del hacha resbaló entre sus dedos. Aún pudo bajar la cabeza para contemplar, incrédulo, el astil de la flecha que sobresalía de su pecho, antes de caer pesadamente sobre Viana.

La joven ahogó un gemido. No entendía lo que estaba sucediendo porque, arrodillada como estaba con la cabeza en el tajo, tenía una visión muy limitada de la situación. Pero sintió el peso del verdugo sobre ella, y su primera reacción fue sacudírselo de encima.

Los guardias no se lo impidieron. Estaban demasiado desconcertados, divididos entre sus denodados esfuerzos por contener a la multitud y el hecho de que no entendían por qué se había derrumbado el verdugo.

Entonces más flechas silbaron en el aire y fueron ensartando a los bárbaros, uno tras otro. Los asistentes a la ejecución soltaron un grito unánime:

—¡Larga vida a Viana de Rocagrís!

Y asaltaron el cadalso. Sacaron los garrotes, porras y dagas que habían estado ocultando bajo sus ropas y se abalanzaron contra los pocos guardias que quedaban con vida.

Viana, sin comprender aún lo que estaba pasando logró quitarse de encima el cuerpo sin vida del verdugo y contempló, confundida, la flecha que adornaba su pecho. Alguien la empujó a un lado en medio de la turba, y sintió de pronto que la agarraban con fuerza del brazo.

—¡Ay! —protestó.

—¿Te vas a dejar rescatar, o no? —le espetó entonces una voz que conocía muy bien.

Viana lo miró, incrédula. Su salvador ocultaba su rostro bajo una capucha oscura, pero ella sabía quién era.

—¿Lobo?

—Los agradecimientos después, pequeña. Salgamos de este nido de bárbaros.

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