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Authors: Charlaine Harris

Unos asesinatos muy reales (17 page)

BOOK: Unos asesinatos muy reales
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—Oye, ya que estamos hablando…, uno de los polis dijo que ayer estuviste en la escena del crimen. —Sabía que Sally había visto mi foto con Lizanne en el periódico. Ya empezaba a pasarse—. ¿Quieres contarme lo que pasó mientras estuviste allí? —preguntó, aduladora—. ¿Es verdad que descuartizaron a Arnie?

—Me pregunto si eres la persona adecuada para encargarse de esta historia, Sally —dije después de una larga pausa en la que medité furiosamente.

Sally se quedó sin aliento, como si su corderito se hubiese vuelto para darle un mordisco.

—A fin de cuentas, formas parte del club y supongo que todos estamos implicados, de un modo u otro, ¿no? —Y Sally tenía un hijo que también era socio y que no podía considerarse del todo normal.

—Creo que puedo mantener la objetividad —declaró fríamente—. Y no creo que formar parte de Real Murders te convierta automáticamente en… sospechosa.

Al menos había dejado de hacerme preguntas.

Alguien llamó al timbre de la puerta.

—Tengo que dejarte, Sally —dije amablemente, y colgué.

Sentí un poco de vergüenza propia mientras me dirigía hacia la puerta. Sally estaba haciendo su trabajo, pero lo cierto es que me estaba costando encajar su repentino cambio de amiga a periodista y el mío de amiga a fuente de información. Al parecer, el que otros «hicieran su trabajo» implicaba que mi vida tenía que dar un vuelco.

Pero no olvidé mirar por la mirilla. Era Arthur. Su aspecto era tan mortecino como el mío momentos antes. Sus arrugas parecían más profundas. Parecía diez años mayor.

—¿Has comido algo? —le pregunté.

—No —admitió tras pensárselo—. Nada desde las cinco de esta mañana. Es a la hora que me levanté para ir a la comisaría. —Deslicé una silla de debajo de la mesa de la cocina y él se sentó lentamente.

Es complicado hacer de buena ama de casa cuando la visita llega sin previo aviso, pero metí en el microondas un sándwich congelado de jamón y queso, vertí unas patatas de bolsa y conseguí armar una ensalada un poco deprimente. Aun así, Arthur pareció alegrarse de ver el plato y se lo comió todo después de una silenciosa plegaria.

—Come tranquilo —dije y me busqué una ocupación haciendo café y despejando la encimera. Resultaba un extraño intervalo doméstico. Me sentí más yo misma, menos atormentada, desde que me paré a ayudar a Lizanne. Quizá el turno de noche en el trabajo acabase siendo normal. Y volvería a casa para dormir, horas y horas, en un camisón limpio.

Apurado el plato, Arthur tenía mejor aspecto. Cuando fui a quitarlo de la mesa, él me agarró de la muñeca y tiró de mí para sentarme en su regazo y besarme. Fue largo, exhaustivo e intenso. La verdad es que lo disfruté mucho. Pero quizá estaba yendo demasiado rápido para mi gusto. Cuando nos separamos en un mutuo y silencioso acuerdo, me levanté y traté de pausar un poco la acción respirando hondo.

—Solo quería notar algo agradable —dijo él.

—Me parece muy bien —respondí, un poco insegura, y le serví una taza de café, señalándole el sofá. Me senté junto a él, a una distancia prudente, aunque no excesiva.

—¿Algo va mal? —lo tanteé.

—Bueno, va, ahora que tengo un matarratas a la espalda. Por supuesto, nuestro experto en huellas ha tenido que repasar todo mi coche y ahora tengo que deshacerme de todos los polvos. Estoy seguro de que no sacará nada. El coche de Melanie Clark estaba limpio como una patena. He completado el registro de la casa de los Buckley y he preguntado en el vecindario por si alguien vio algo. Lo único que encontré en la casa es un cabello largo que seguramente sea de Lizanne. Tenemos que tomar una muestra suya para cotejarlo. Y que esto no salga de aquí. El arma aún no ha aparecido, pero está claro que fue un hacha o algo parecido.

—¿No eres sospechoso?

—Bueno, si alguna vez lo fui, ya no es el caso. Yo estaba llamando de puerta en puerta con otro detective, haciendo preguntas sobre el caso Wright, mientras asesinaban a los Buckley. Bien pensado, justo antes de la última reunión, cuando mataron a Mamie Wright, yo estaba fichando a un conductor ebrio en la comisaría. Conduje a la reunión directamente desde allí. Y Lynn juró que el matarratas no estaba en el coche la mañana que pasamos visitando casas.

—Bien —dije—. Alguien tiene que salir de sospechas.

—Y doy gracias a Dios por ser yo, ya que el departamento necesita a todos los hombres para resolver esto. Tengo que irme. —Se levantó, recuperando el aire de cansancio.

—Arthur,… ¿qué hay de mí? ¿Alguien cree que sea yo?

—No, cielo. Al menos no desde lo de Pettigrue. Su bañera era una de esas de patas de animal, de las que no tocan el suelo, y él era un hombre alto, de uno noventa. Tú no podrías haberle metido en la bañera sola, ni hablar. Y en Lawrenceton mucha gente sabría si habías estado viéndote con alguien que pudiera ayudarte con el cuerpo. No, creo que Pettigrue te ha despejado de las dudas que pueda tener casi todo el mundo.

Me exasperaba que mi nombre hubiese surgido en boca de gente que ni siquiera conocía, gente que hubiese llegado a pensar seriamente que sería capaz de matar a alguien de una forma tan brutal. Aun así, con todo, me sentí mucho mejor después de hablar con Arthur.

Nos despedimos con un leve apretón de manos y me senté para perderme un poco en mis pensamientos. Había llegado el momento de sentir menos y pensar más. Había coleccionado más sentimientos en la última semana que en todo el año.

El cabello que encontró la policía era probablemente marrón, ya que, si como cabía esperar era de Lizanne, su pelo era de un rico castaño. ¿Quién más podría haber dejado un cabello así?

Bueno, era una de las socias de Real Murders con un tono de pelo similar. Afortunadamente para mí, había pasado toda la mañana arreglando libros con Lillian Schmidt. Melanie Clark tenía una melena corta y rala marrón, y Sally, a pesar de que el suyo era más corto y liviano, también podía ser una candidata. ¿No sería curioso que Sally hubiese cometido todos esos asesinatos para poder hacerse eco de ellos como periodista? Una idea descabellada. Me obligué a no perderme más en el hilo de mis elucubraciones. El pelo de Jane Engle era gris. Entonces pensé en Gifford Doakes, que tenía el pelo largo y suelto, aunque a veces se lo recogía en una coleta, para disgusto de John Queensland. Gifford daba miedo y le interesaban mucho las masacres…, y su amigo, Rey- naldo, haría seguramente todo lo que Gifford le pidiera.

Pero alguien debería haber visto entrar en la casa de los Buckley a alguien tan extravagante como Gifford.

Bueno, descartando la posible pista del cabello por el momento, ¿cómo se las había arreglado el asesino para entrar y salir? Una vecina había visto entrar a Lizanne, muy poco antes de mi llegada como para hacerles a los Buckley lo que les hicieron. Así que alguien había estado en posición de ver la fachada de la casa familiar al menos durante una parte de la mañana. Sopesé otros enfoques e intenté imaginar una vista aérea de la parcela, pero la geografía no se me da nada bien, y mucho menos la aérea.

Seguí sentada un rato, dándole más vueltas al asunto, y me sorprendí varias veces yendo con paso automático hasta la puerta del patio para comprobar si Robin había vuelto de la universidad. El cielo amenazaba con lluvia y la temperatura refrescaba por momentos. Las nubes habían formado una barrera gris uniforme.

Me puse la chaqueta y salí justo en el momento en el que llegaba su coche. Robin emergió de él con un montón de papeles. ¿Por qué no llevaba un maletín?, me pregunté.

—Oye, cámbiate de calzado y ven conmigo —sugerí.

Apuntó hacia los míos con su ganchuda nariz.

—Vale —consintió agradablemente—. Permite que deje estos papeles dentro. Alguien me ha robado el maletín —me dijo por encima del hombro.

Lo seguí, dándole unas palmadas.

—¿Aquí? —pregunté, atónita.

—Bueno, desde que me mudé a Lawrenceton, y estoy bastante seguro de que fue aquí, en el aparcamiento —dijo mientras abría la puerta trasera de su casa.

Lo seguí adentro. Había cajas por todas partes, y lo único que había ordenado era la mesa del ordenador, con un equipo encima, con unas unidades de disco y una impresora al lado. Robin dejó de golpe los papeles y se perdió por las escaleras, para volver segundos más tarde con unas zapatillas deportivas.

—¿Qué tienes en mente? —preguntó mientras se las ataba.

—He estado pensando. ¿Cómo pudo entrar el asesino en la casa de los Buckley? Las cerraduras no estaban forzadas, ¿verdad? Al menos los periódicos de esta mañana no mencionaban nada. Así que puede que los Buckley dejaran la puerta abierta y el asesino los sorprendió dentro, o quizá llamó al timbre y lo dejaron entrar, o a ella. Pero, en fin, ¿cómo abordó la casa el asesino? Lo que pretendo es volver allí y echar un vistazo. Apuesto a que entró por detrás.

—Entonces ¿vamos a ver si podemos hacerlo nosotros?

—Eso había pensado. —Pero mientras abandonábamos la casa de Robin, empecé a sentir mis dudas—. Oh, quizá no deberíamos. ¿Y si alguien nos ve y llama a la policía?

—Entonces les diremos sencillamente lo que estábamos haciendo —dijo Robin razonablemente, consiguiendo que sonara muy fácil. Claro que su madre no era la promotora inmobiliaria más renombrada de la ciudad y, por si fuera poco, una líder social, reflexioné.

Pero tenía que hacerlo. Había sido idea mía.

Así que salimos del aparcamiento, Robin por delante y yo siguiéndolo, hasta que miró hacia atrás y redujo el paso. El aparcamiento daba a una calle que discurría junto al apartamento de Robin. Giró a la derecha y yo lo seguí, y en la esquina doblamos hacia el norte para recorrer las dos manzanas por Parson, hasta la casa de los Buckley. Quizá, mientras pasaba por allí conduciendo, de camino al almuerzo el día anterior, los estuvieran asesinando. Me puse a la altura de Robin en la siguiente esquina, estremeciéndome en el interior de mi liviana chaqueta. La casa estaba en la siguiente manzana.

Robin miró la calle, pensativo. Yo observé la bocacalle cercana. Ninguna casa daba a la carretera.

—Por supuesto, el callejón de la basura —dije, disgustada conmigo misma.

—¿Qué?

—Esta es una de las zonas viejas, y hace años que no se reforma esta manzana —expliqué—. Hay un callejón entre las casas que dan a Parson Road y las que dan a Chestnut que discurre en paralelo a Parson. Lo mismo pasa con este bloque de al lado. Pero si vas al sur, hacia nuestra manzana, verás que lo han reformado, con nuestros apartamentos por un lado y la recogida de la basura en la misma calle.

Bajo el cielo gris cruzamos la bocacalle y llegamos a la entrada del callejón. El día anterior me había sentido tan visible y perseguida que resultaba espectral lo invisible que me sentía en ese momento. Ninguna casa daba a ese callejón, poco tráfico. Al avanzar por el callejón de grava, resultó evidente cómo el asesino había entrado en la casa sin ser visto.

—Y casi todo el recorrido está vallado, lo que bloquea la visión del callejón —constató Robin— y del patio trasero de los Buckley.

El patio de los Buckley era uno de los pocos que no estaban vallados. Las casas adyacentes contaban con vallas de metro y medio. Nos detuvimos justo detrás del patio, junto a los cubos de basura, con una vista clara sobre la puerta trasera. Había camelias y rosas por todas partes. Eran las favoritas de la señora Buckley y ella misma las había plantado. En su cubo de basura —qué pensamiento más escalofriante— probablemente estaba el algodón con el que se quitaba la pintura de labios, restos del café que bebieron esa mañana, desechos de vidas que ya no existían.

Sí, su basura seguía allí. La basura de todo Parson se recogía el lunes. Los mataron el miércoles. Me estremecí.

—Vámonos —dije. Mi humor había cambiado. Se me habían pasado las ganas de jugar a los detectives.

Robin se giró lentamente.

—¿Y qué harías? —preguntó—. Si no quisieras ser observada, ¿dónde aparcarías el coche? ¿Dónde? ¿Por dónde entramos al callejón?

—No. Es una calle estrecha, y alguien podría recordar haber tenido que maniobrar para sortear el coche aparcado.

—¿Y qué hay del extremo norte del callejón?

—No, hay una gasolinera justo enfrente, muy concurrida.

—Entonces —dijo Robin, avanzando con paso resuelto— habría que ir por aquí. Si tuvieses un hacha, ¿dónde la pondrías?

—Oh, Robin —exclamé, nerviosa—. Vámonos ya, por favor.

Salimos del callejón tan inadvertidos como habíamos entrado, al menos que yo supiera, y me felicité por ello.

—Yo —prosiguió Robin— la habría dejado en uno de esos cubos de basura a la espera de ser vaciados.

Por eso Robin era tan buen escritor de misterio.

—Estoy segura de que la policía los ha registrado —dije con firmeza—. No pienso quedarme aquí a hurgar en todos los cubos de basura. Entonces sí que alguien llamaría a la policía. —¿Lo harían? Hasta el momento, nadie se había percatado de nuestra presencia.

Alcanzamos el extremo del callejón, el lugar por el que habíamos entrado.

—Si no aparcases aquí, podrías cruzar la calle y entrar por el siguiente callejón —especuló, pensativo—. Incluso podrías aparcar más lejos, reduciendo las probabilidades de ser visto y que te relacionen.

Así que nos deslizamos por la estrecha calle hasta el siguiente callejón. Este había sido ensanchado cuando construyeron unos apartamentos nuevos. Tenían los aparcamientos en la parte de atrás, y habían construido una zanja de drenaje a lo largo del callejón para evitar su inundación. Había bocas de alcantarillado en las cunetas que daban acceso a los espacios privados. Pensando, me dije que, si tuviese que ocultar un hacha, lo haría en una de esas bocas. Me pregunté si la policía había registrado esa manzana.

Era un callejón demasiado silencioso y solitario, y empecé a tener la desconcertante sensación de que Robin y yo éramos las dos únicas personas que quedaban en Lawrenceton. El sol asomó brevemente entre las nubes y Robin me cogió de la mano, así que me esforcé para sentirme mejor. Pero cuando se agachó para atarse los cordones de una zapatilla, empecé a mirar por las bocas de alcantarilla.

Nadie había tocado la boca que teníamos justo al lado. Las hojas de roble melojo que habían bloqueado parcialmente el conducto estaban casi alineadas, apuntando en la misma dirección, por la torrencial lluvia que había caído la noche anterior. Pero la siguiente…, alguien había trasteado esa boca, no cabía duda. Alguien había apartado las hojas con tanta fuerza que también se había llevado el barro que había debajo. Puede que la policía la hubiese registrado, pero seguro que ninguno de los agentes era tan bajo como yo y no pudo ver el leve destello del interior, un destello arrancado por un efímero e inesperado rayo de sol. Y seguro que sus brazos no eran tan largos como los de Robin, de modo que no habrían podido estirarlos para sacar…

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