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Authors: Charlaine Harris

Unos asesinatos muy reales (13 page)

BOOK: Unos asesinatos muy reales
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El señor Buckley y yo estuvimos muy ocupados hasta la hora del cierre, atendiendo a un aluvión de clientes de todas las edades, que venían a hacer trabajos escolares o a devolver libros después del trabajo. Tanto trabajo me devolvió a mi ser, como si tener un objetivo a corto plazo me sirviese de bálsamo.

Arthur Smith me estaba esperando junto a mi coche. Tenía tanta prisa por llegar a casa y prepararme que no pude evitar lamentar verlo allí delante en un primer momento.

—No quería interrumpirte en tu trabajo a menos que fuese estrictamente necesario —dijo con su tono serio.

—No pasa nada, Arthur. ¿Tienes noticias nuevas? —Pensé que quizá el laboratorio ya había analizado lo que quisiera que contenían los bombones.

—No, los análisis aún no han concluido. ¿Tienes un momento?

—Eh…, bueno, unos minutos.

Para mi deleite, no parecía sorprendido por mi falta de tiempo.

—Bien, si no te importa podemos entrar en mi coche o dar un paseo alrededor de la manzana.

Escogí el paseo. Por alguna razón, no quería que Lillian Schmidt me viera en un coche acompañada de un hombre en medio de un aparcamiento. Así que anduvimos por la acera en esa fresca noche. No puedo mantener el paso de algunos hombres, ya que mis piernas son tan cortas que les obligan a contenerlo, pero Arthur parecía adaptarse bien.

—¿Qué esperabas de la reunión del domingo? —me preguntó a bocajarro.

—No lo sé. Un milagro. Deseaba que alguien tuviese una idea que evaporara toda esta pesadilla. Pero, en vez de ello, alguien mató a Morrison Pettigrue. Todo un éxito de reunión, ¿eh?

—Planearon esa muerte antes de la reunión. Lo que me reconcome es que yo estaba sentado en la misma sala que el asesino, horas antes del asesinato, y no tuve ninguna intuición. A pesar de saber que había un asesino entre nosotros. —Se paró, meneó la cabeza con violencia y siguió andando.

—¿Alguno de tus compañeros piensa como tú, que una sola persona está haciendo todo esto?

—Me está costando convencer a los otros detectives acerca de las similitudes de los dos casos con otros más antiguos. Y desde lo de Pettigrue están menos receptivos, a pesar de que, cuando vi la escena, les dije que era una copia del asesinato de Jean-Paul Marat. Les faltó reírse en mi cara. Hay mucho loco de derechas que desearía ver muerto a un comunista confeso. Solo un par de detectives están dispuestos a creer que los dos crímenes están relacionados.

—Hoy he visto a Lynn Liggett en la biblioteca. Supongo que me estaba investigando.

—Estamos investigando a cualquiera remotamente implicado —dijo Arthur llanamente—. Liggett solo hace su trabajo. Se supone que yo he de averiguar dónde estuviste la noche del domingo.

—¿Tras la reunión?

Asintió.

—En casa. En la cama. Sola. Sabes que no tengo nada que ver con el asesinato de Mamie, los bombones o la muerte de Morrison Pettigrue.

—Lo sé. Te vi cuando descubriste el cuerpo de la señora Wright.

Sentí una ridícula oleada de calidez y gratitud porque alguien me creyera.

Ya llegaba tarde y tenía que prepararme, así que dije:

—¿Querías contarme algo más?

—Soy un hombre divorciado sin hijos —dijo Arthur de sopetón.

Asentí, alucinada. Intenté mantener un aire de curiosidad inteligente.

—Una de las razones por las que me divorcié era que mi mujer no soportaba el hecho de que, en el trabajo policial, a veces no podía cumplir con los planes que habíamos hecho. Incluso en Lawrenceton, que no es ni mucho menos Nueva York, o siquiera Atlanta.

Hizo una pausa a la espera de una respuesta, así que dije, insegura:

—Claro.

—Así que he pensado que quiero salir contigo. —Sus profundos ojos azules se clavaron en mí con efectos devastadores—. Pero surgirán cosas, y a veces te sentirás decepcionada. Deberías tener eso en cuenta de antemano si también quieres salir conmigo. No sé si es así, pero quería dejarlo bien claro.

Pensé: a) era de una franqueza admirable, b) ¿tenía ese tío ego, o qué?, c) como había dicho «No sé si es así», al menos albergaba una esperanza, aunque lo más probable era que hubiese sido un tanteo, y d) sí que quería salir con él, pero no desde una posición de debilidad. Arthur respetaba la fuerza de los demás.

Me llevó unos minutos elaborar todos esos pensamientos. Unos días antes, le habría dado un «sí» timorato, pero desde entonces había vadeado alguna que otra tempestad y creía que podía aspirar a más.

Miré mis pies mientras avanzaban por la acera y dije:

—Si me estás pidiendo salir insinuando que tu trabajo es más importante que los planes que podamos hacer juntos, no puedo aceptar una relación tan… desequilibrada. —Seguí observando mis pies, que avanzaban con firmeza. Los zapatos de Arthur eran brillantes y oscuros, y durarían al menos veinte años—. Pero si me dices que el departamento de policía tiene prioridad durante una crisis, puedo llegar a comprenderlo. Si no estás poniendo una tirita antes de la herida para cubrirte las espaldas cuando no te apetezca aparecer. —Inspiré profundamente. Hasta aquí, los zapatos no se habían largado en otra dirección—. Entonces vale. Además, esto parece un poco excluyente, ya que nunca hemos salido juntos. Me gustaría ir poco a poco.

Había subestimado a Arthur.

—He debido de sonar asquerosamente egoísta —se excusó—. Lo siento. ¿Te apetecería salir conmigo alguna vez?

—Sí —contesté. No sabía qué hacer a continuación. Lo miré de reojo y vi que sonreía—. ¿A qué he accedido exactamente? —pregunté.

—A menos que me asignen alguna cosa ineludible, no olvides que el departamento está en medio de una investigación criminal. —¡Como si fuese a olvidarlo!—. ¿Te parece el sábado por la noche? Tengo una máquina de palomitas y un aparato de vídeo.

Nada de primeras citas en el apartamento de un hombre. Por Dios, al menos podría llevarme a alguna parte en nuestra primera cita. No me apetecía hacer un pulso. Mi experiencia era limitada, pero algunas cosas ya las sabía. Además, quizá no pudiese echar el pulso con Arthur, y no quería empezar una relación así.

—Quiero ir a patinar —dije lo primero que se me pasó por la cabeza.

Arthur no podría haberse mostrado más aturdido si le hubiese dicho que quería saltar desde la azotea de la biblioteca. ¿Por qué había dicho eso? Hacía años que no patinaba. Volvería llena de cardenales después de demostrar mi proverbial torpeza.

Pero puede que él también.

—Es muy original —dijo Arthur lentamente—. ¿Estás segura de que es lo que quieres?

Decidida, asentí con gravedad.

—Vale —contestó él con firmeza—. Te recogeré el sábado a las seis. Si te parece bien. Luego, cuando nos hayamos dado todos los golpes necesarios, podemos ir a cenar. Eso dando por sentado que me darán una noche libre en medio de tres investigaciones. Aunque es posible que, para entonces, ya las hayamos resuelto.

—Vale —asentí. Eran unas condiciones aceptables.

Terminamos de rodear la manzana y cada uno se subió a su coche. Observé cómo Arthur salía del aparcamiento mientras agitaba la cabeza hacia sí. Reí en voz alta.

Odiaba llegar tarde a mi cita con Robin. Tuve que pedirle que me esperara abajo mientras me daba los últimos retoques.

Había comprado los zapatos y estaba encantada conmigo misma. Robin no pareció sorprendido o desconcertado por tener que esperarme, pero no pude evitar sentirme grosera y en cierta desventaja, como si hubiese podido mostrar algo mejor después de tanta preparación. No obstante, mientras me contemplaba en un espejo de cuerpo entero antes de bajar, comprobé que no me había ido tan mal. No había tenido tiempo para arreglarme el pelo, así que decidí dejármelo suelto con el flequillo hacia atrás con una horquilla esmaltada. El vestido de seda azul era sobrio, pero al menos conseguía enfatizar mis encantos más visibles.

Me sentía muy insegura antes de bajar las escaleras, muy tímida cuando Robin alzó la mirada. Pero parecía complacido y dijo:

—Me encanta tu vestido. —Con su traje gris no parecía la persona sociable que se había bebido mi vino o el profesor de universidad por quien había sentido deseos pélvicos después de comer en el restaurante, sino más bien el escritor relativamente famoso que era.

Hablamos del asesinato de Pettigrue en nuestra mesa del Carriage House, donde la camarera pareció reconocer vagamente su nombre. Aunque a lo mejor pensaba en el personaje literario. Lo pronunció como «Cur-so» y nos dio una buena mesa.

Le pedí que me hablara de su trabajo en la universidad y de cómo lo compaginaba con la escritura, preguntas a las que probablemente ya había respondido antes. Me di cuenta de que era una persona acostumbrada a ser entrevistada, a ser reconocida. Me sentí mejor cuando recordé que Lizanne me lo había «legado», y justo cuando pensaba eso vi que Arnie y Elsa, los padres de Lizanne, estaban sentados en una mesa frente a nosotros. Les acompañaban los Crandall, propietarios de la vivienda a la derecha de la mía.

Sentí que tenía una obligación social, así que les presenté a Robin y nos acercamos a su mesa.

Arnie Buckley se levantó como un resorte y estrechó la mano de Robin con sumo entusiasmo.

—¡Oh, Lizanne nos ha hablado mucho de usted! —dijo—. Nos enorgullece que un escritor tan famoso como usted haya decidido mudarse aquí, a Lawrenceton. ¿Le gusta? —El señor Buckley siempre había sido miembro de la Cámara de Comercio de Lawrenceton y confeso defensor de su localidad.

—Es un lugar emocionante —respondió Robin honestamente.

—Bien, bien, pues tendrá que pasarse por la biblioteca. No es tan sofisticada como las que podrá encontrar en la capital, pero ¡a nosotros nos gusta! Elsa y yo somos voluntarios. ¡Hay que ocupar el tiempo con algo ahora que estamos jubilados!

—Yo ayudo con la venta de libros —matizó Elsa modestamente.

Elsa era la madrastra de Lizanne, pero había sido tan hermosa como probablemente fue su madre biológica. Arnie Buckley era un tipo afortunado en lo que a mujeres se refería. Ahora canosa y con arrugas, Elsa seguía siendo una mujer de compañía y aspecto agradables.

No sabía que los Buckley fueran amigos de los Crandall, pero pude ver dónde radicaba la atracción. Al igual que el señor Buckley, Jed Crandall no era de esos jubilados capaces de quedarse sentados, sino todo un nervio, fácil de encender y de apaciguar. A su mujer siempre la habían llamado Teentsy
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, y aún se ceñía al apelativo, si bien superaba a su marido en unos veinte kilos.

Teentsy y Jed mantenían con Robin la típica conversación de vecinos, pidiéndole que les hiciera una visita. Teentsy dejó claro que, como era un pobre soltero (y ahí dejó caer una mirada de soslayo hacia mí), podría quedarse sin comida en un momento u otro, en cuyo caso no debería dudar en llamar a su puerta, que a ellos les sobraba, ¡y ella era la viva prueba!

—¿Le interesan las armas? —preguntó Jed alegremente.

—El señor Jed tiene una buena colección —le dije a Robin apresuradamente, pensando que no le vendría mal estar al tanto.

—Bueno, a veces, desde un punto de vista profesional. Soy escritor de novelas de misterio —explicó cuando los Crandall no pudieron disimular su estupor, si bien los Buckley asentían vigorosamente, benditos sean.

—Entonces ¡pásese por casa, no sea tímido! —le animó Jed Crandall.

—Muchas gracias, ha sido un placer conocerlos —dijo Robin a la mesa en general, recibiendo a cambio un coro de «encantados» y «un placer igualmente» antes de regresar a nuestra mesa.

El encuentro despertó la voraz curiosidad de Robin, y al hablarle de los Crandall y los Buckley empecé a sentirme más cómoda. Hablábamos de su nuevo trabajo cuando llegó la comida. Cuando empezamos a comer, ya estaba lista para sacar el tema de los asesinatos.

—Jane Engle ha venido hoy a la biblioteca con una teoría bastante sólida bajo el brazo —comencé, y le comenté la similitud de «nuestro» caso con el de Cordelia Botkin. Se quedó intrigado.

—Jamás había oído hablar de ese caso —dijo cuando nos sirvieron la ensalada—. ¡Qué libro podría sacar con esto! A lo mejor me animo a escribirlo; mi primer libro basado en hechos reales.

Robin gozaba de una mayor distancia del caso. Era nuevo en la ciudad, no conocía a las víctimas personalmente (a menos que pudiéramos incluir a mi madre en el saco) y probablemente tampoco conocía al perpetrador. Me sorprendía que los crímenes le parecieran tan emocionantes, hasta que, después de tragarse un trozo de tomate, explicó:

—¿Sabes, Roe?, escribir sobre crímenes no quiere decir que tengas una experiencia directa. Esto es lo más cerca que he estado nunca de un asesinato real.

Yo podría haber dicho lo mismo desde el punto de vista de una lectora. Había sido una aficionada a los crímenes, tanto reales como de ficción, durante años, pero aquella había sido mi experiencia más cercana a la muerte violenta.

—Pues yo espero no acercarme más —dije abruptamente.

Estiró su mano sobre la mesa y cogió la mía.

—Es poco probable —señaló cautelosamente—. Sé lo de los bombones envenenados. Bueno, aún no sabemos si lo estaban, ¿verdad? Espeluznante. Pero también impersonal, ¿no crees? La situación de tu madre encaja a duras penas con el caso Botkin, no tanto como Mamie Wright con el caso de Julia Wallace. Por eso la escogieron.

—Pero los mandaron a mi dirección —dije, permitiendo de repente que el miedo me abrumara, como si lo hubiese estado conteniendo todo ese tiempo—. Querían implicarme a mí. Mi madre encajaba en el patrón, aunque eso no habría sido de ningún consuelo si hubiera muerto —añadí sin paños calientes—. Pero el envío a mi casa… fue un intento deliberado de… matarme. O, al menos, de que fuese testigo de la muerte de mi madre, o que lo pasase mal, dependiendo de lo que contuvieran los bombones. Eso no encaja en ningún patrón. Se trata de algo muy personal.

—¿Qué clase de persona haría tal cosa? —se preguntó Robin.

Lo miré a los ojos.

—Ese es el quid de la cuestión, ¿no? —dije—. Por eso nos gustan tanto los antiguos asesinatos. Desde una distancia segura, podemos elucubrar sobre las personas capaces de hacer cosas así sin remordimientos. Prácticamente todo el mundo es capaz de matar a otra persona. Supongo que yo también, si me viese acorralada. Pero estoy segura, he de estarlo, de que no muchos son capaces de sentarse a planear la muerte de otros como parte de un juego que el asesino ha decidido emprender. He de aferrarme a eso.

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