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Authors: Charlaine Harris

Unos asesinatos muy reales (12 page)

BOOK: Unos asesinatos muy reales
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—¿Qué tal está tu madre, Roe? —me preguntó.

—Muy bien, gracias.

—¿Os habéis recuperado del susto de los bombones? No tuve ocasión de preguntarte la otra noche.

Sally nos llamó a las dos para entrevistarnos cuando leyó los informes policiales sobre el incidente. Mi madre y yo habíamos sido tan escuetas como corteses, descubrimos más tarde al comparar las versiones. Yo consideraba que mi nombre había aparecido en la prensa hacía demasiado poco, y mi madre creía que todo ese episodio era demasiado sórdido como para hablar del tema. (Además, como mujer con carrera, ella pensaba que un intento de envenenamiento no sería bueno para el negocio).

—Sally, no estaba asustada, porque no sabía, entonces como ahora, que nadie quisiera hacernos daño a mi madre y a mí. Seré franca, Sally: eres mi amiga aparte de periodista, y la verdad es que no tengo muy claro con quién vengo hablando últimamente.

Sally se volvió para encararme. No estaba enfadada, pero la determinación brillaba en su mirada.

—Ser periodista en un periódico modesto no quiere decir que no lo sea de verdad, Roe. Eres una Teagarden, así que todo lo que te pase es noticia por partida doble. Tu madre es una de las mujeres más prominentes de la ciudad y tu padre es muy conocido. Mi jefe no mantendrá el acuerdo de silencio con la policía durante mucho más tiempo. ¿Responde eso a tu pregunta? Ahí viene Lillian. ¿Has leído este libro sobre bordado florentino?

Parpadeé y volví a coger pie.

—No, Sally, ni siquiera sé coser un botón. Deberías preguntar a mi madre cualquier cosa sobre costura. O a Lillian —añadí ágilmente mientras mi compañera arrastraba su carro hasta el otro extremo de las estanterías.

Lillian, cuyo sentido del oído es tan fino como el de un murciélago, se volvió al oír su nombre y vino hacia nosotras. Las dos no tardaron en enzarzarse en una confusa conversación acerca del punto francés y el bordado de pabilo. Algo entristecida, volví con mis labores. Me pregunté si Sally decidiría volver a ser sencillamente mi amiga cuando dejase de ser noticia.

Cuando miré el reloj y vi que eran las cuatro y debía salir a las seis, me di cuenta de que debía ponerme a pensar qué me pondría para ir al Carriage House con Robin. Dijo que me recogería a las siete, lo que me daba una hora escasa para llegar a casa, ducharme, maquillarme y vestirme. No hubo problemas con las reservas; los martes no eran días especialmente complicados en el restaurante, y teníamos hora para las siete y cuarto. Pero aún tenía que decidir qué ponerme. Acababa de recoger de la lavandería el vestido de seda azul marino. ¿Llevé a reparar las sandalias a juego cuando me di cuenta de que tenían una tira suelta? Desesperada, lamenté no haber comprado los zapatos negros que había visto en la tienda de la madre de Amina esa mañana. Tenían unos lazos en la parte trasera del tacón y me parecieron preciosos. ¿Tenía tiempo para ir a comprarlos?

Poco a poco fui consciente de que alguien hablaba con un zumbido de monótona voz desde el otro lado de la estantería. Solo podía ser Lillian. Por supuesto, cuando saqué un volumen de la «perspectiva humorística de la vida con animales dentro y fuera de casa» de un veterinario que habían dejado en la 364, por el hueco pude ver la redonda cara de mi compañera.

—Creo que deberíamos ganar más dinero —dijo Lillian con mal humor—. Y creo que deberían consultarnos antes de asignarnos los turnos de noche, aparte de que nunca debieron contratar a ese jefe bibliotecario.

—¿Sam Clerrick? ¿Noches? —interrogué atolondradamente, sin saber muy bien por dónde empezar con mis preguntas. Lillian había sido una de las mayores admiradoras de Sam Clerrick hasta ese momento, al menos hasta donde yo sabía. El señor Clerrick me parecía duro e inteligente, pero me reservaba mi juicio sobre su capacidad de gestionar al personal.

—Oh, ¿no lo has oído? —contestó Lillian con placer—. Claro, con tantas emociones fuertes que tienes últimamente, no me extraña que no te hayas enterado de los asuntos mundanos.

Puse los ojos en blanco.

—Al grano, Lillian.

Lillian movió sus anchos hombros con expectación.

—¿Sabías que el consejo de administración se reunió hace dos noches? Sam Clerrick estuvo allí, por supuesto, y dijo que, en su opinión, no se había explotado adecuadamente la apertura nocturna de hace cuatro años, cuando fue todo un fiasco, ¿lo recuerdas? Quiere que vuelva a intentarse durante un tiempo, con la plantilla que tenemos ahora. Así que, en vez de abrir una noche a la semana, abriremos tres durante un mes de prueba.

Cuatro años atrás, Lawrenceton era una ciudad más pequeña, y abrir más de una noche después de las seis de la tarde solo había servido para engrosar la factura de la luz y el aburrimiento de unos cuantos bibliotecarios. Nuestro horario nocturno semanal era ideal para quienes tuvieran turnos laborales fuera de lo normal y no pudieran acudir a la biblioteca en las horas normales. La actividad no había sido tan escasa en esas noches, pensé justamente, y con el reciente aumento de la población local, otra intentona me parecía bastante razonable. Aun así, me fastidiaba un poco que me cambiasen el horario.

Por otra parte, últimamente me costaba considerar mi trabajo como lo más importante de mi vida.

—¿Cómo va a hacerlo sin aumentar la plantilla? —pregunté sin demasiado interés.

—En vez de dos bibliotecarios por noche, trabajaremos en equipos de un bibliotecario y un voluntario.

Los voluntarios eran de lo más variado. Generalmente solían ser hombres y mujeres mayores o mujeres de mediana edad que disfrutaban con los libros y se sentían como en casa en una biblioteca. Una vez formados, eran toda una bendición, salvo el diminuto porcentaje que aceptaba el trabajo para ver a sus amigos y cotillear. Ese porcentaje no tardaba en aburrirse y dejarlo de todos modos.

—Yo me apunto —le dije a Lillian.

—Hoy sabremos algo más oficialmente —prosiguió ella, decepcionada ante mi reacción—. Hay una reunión de la plantilla a las cinco y media, así que Perry Allison te relevará en el mostrador de devoluciones. Vaya —dijo, mirando su reloj con un gesto demasiado obvio—, ¿no va siendo hora de que vayas para allá?

—Sí, Lillian, sé la hora que es —respondí con elaborada paciencia—, y ya me voy.

Nos turnábamos para la reposición así como para casi cualquier otra tarea, ya que la plantilla era demasiado pequeña para permitir cualquier tipo de especialización, si bien rebosante de individuos que no dudaban en dejar claras cuáles eran sus preferencias. Mal haría si fuese a correr escaleras abajo solo porque Lillian había mirado su reloj, así que proseguí:

—Estoy dispuesta a dar otra oportunidad al horario nocturno. Tener más tiempo libre durante el día también puede ser una ventaja. —«Ya que mi calendario social nocturno tampoco es que tenga lista de espera», aunque no sentí la necesidad de compartir eso con Lillian.

Me alivió el hecho de que la reunión no tuviese lugar después del cierre de las seis. Entonces recordé con certeza que las sandalias que iban a juego con el vestido de seda azul tenían la tira suelta.

—Demonios —susurré mientras colocaba un libro en su sitio con tal fuerza que el del otro lado salió disparado al suelo.

—Dios mío —dijo Lillian de manera triunfal mientras se inclinaba para recogerlo—. ¿Qué mosca te ha picado, eh?

Mis labios pronunciaron otra cosa aparte de «demonios», pero no lo articulé con la voz.

Solía disfrutar de mis turnos de recepción. Tenía que estar en el gran escritorio del lateral de la entrada. Respondía a las preguntas y recibía los libros, cobraba la tarifa si los devolvían pasado el plazo, les volvía a colocar la respectiva tarjeta y los depositaba en los carros para luego volver a colocarlos en sus respectivas estanterías. También administraba la salida de los volúmenes de la biblioteca. Y si el trabajo se acumulaba, me ponían un ayudante.

Hoy era un día tranquilo, y menos mal, porque mi mente no se centraba en el trabajo y discurría por sus propios caminos. Qué cerca había estado mi madre de comerse ese bombón. Cómo me había mirado la cara de Mamie desde esa posición imposible, de espaldas. Cómo me alegraba de no haber visto la parte delantera. Cómo la importancia de ser el descubridor de un cadáver le había dado a Benjamin un nuevo pretexto para la vida tras la muerte de sus ambiciones políticas. Cómo me alegraba de salir con Robin esa noche. Cómo me gustaban los ojos azules de Arthur Smith.

Arranqué mis pensamientos de ese torrente agridulce y me dispuse a intercambiar una conversación banal con el voluntario que compartía puesto conmigo en el mostrador: Arnie, el padre de Lizanne Buckley, un jubilado de pelo blanco y sesenta y seis años a la espalda y una mente como una correa de acero. Una vez que el señor Buckley se interesaba en un tema, leía todo lo que podía encontrar sobre el mismo y no olvidaba apenas nada. Cuando daba por concluido su interés, lo hacía del todo, pero se convertía en una especie de autoridad en ello. En esa tranquila y cálida tarde, el señor Buckley confesó que empezaba a tener dificultades para encontrar otro tema en el que interesarse. Le pregunté cómo daba con ellos en otras ocasiones y él me respondió que surgían de forma casual.

—Por ejemplo, cuando veo una abeja sobre mis rosas. Entonces me digo: «¡Caramba! ¿No es esa abeja más pequeña que la que sobrevuela la otra rosa? ¿Serán de la misma especie? ¿Acaso esta especie solo recoge polen de las rosas? ¿Cómo es que no crecen más rosas en estado salvaje si las abejas transportan el polen?». Así que me da por leer sobre abejas, y puede que sobre rosas también. Pero últimamente, no sé, no parece surgir nada.

Simpaticé con su perspectiva y le dije que, ahora que empezaba a mejorar el tiempo y podría dar más paseos, los temas no tardarían en aflorar.

—A la vista de lo que ha estado pasando en esta ciudad últimamente —comentó el señor Buckley—, he pensado que podría ser interesante investigar sobre asesinatos.

Le lancé una mirada afilada, pero vi que no se refería a la relación de los socios de Real Murders en una serie de crímenes.

—No es mala idea —dije al cabo de un rato.

—Pero se han llevado todos los libros —comentó.

—¿Qué?

—Se han llevado casi toda la bibliografía sobre asesinos y asesinatos —explicó pacientemente.

Bien pensado, tampoco era muy de extrañar. Todos los socios de Real Murders —bueno, los antiguos miembros— sin duda se estaban preparando para lo que quiera que pudiese ocurrir.

Pero cabía la posibilidad de que alguien estuviese preparando el terreno para que eso mismo ocurriese precisamente.

Era enfermizo. Pensé en ello un momento y luego tuve que apartar mis ideas. No alcanzaba a visualizar, no me atrevía, a algún conocido mío hurgando en esos libros en busca de ese viejo asesinato para realizar su siguiente imitación, su retorcida recreación en el cuerpo de alguno de sus conocidos.

Perry se acercó al mostrador para relevarme y que pudiera asistir a la reunión, que se me antojaba tan irrelevante que casi cogí mi jersey y salí por la puerta principal. Además, tenía una cita esa noche. De repente, mis expectativas por esa cita se disolvieron. Al menos parte de mi bajón podía atribuirse a Perry; definitivamente se encontraba en una de sus fases de angustia. Sus labios estaban apretados en una línea hosca, y esto redoblada la profundidad de sus arrugas buconasales.

De repente sentí lástima por Perry, y le dije:

—Eh, nos vemos luego. —Lo hice con el tono más amable que pude sacar mientras pasaba junto a él de camino a la sala de conferencias. Lo lamenté cuando él sonrió de vuelta. Ojalá hubiese mantenido la seriedad. Su sonrisa era depravada y engañosa como la de un tiburón. Podía imaginarlo como el fantoche victoriano de Neal Cream, que daba píldoras envenenadas a las prostitutas y se quedaba mirando, deseando ver cómo se las tragaban.

—Ve a la reunión —dijo con voz desagradable.

Me fui aliviada al tiempo que Arnie Buckley emprendía la batalla perdida de mantener una conversación con Perry.

Sin ningún entusiasmo, me dejé caer sobre una horrible silla metálica de la sala de conferencias de la biblioteca y escuché las novedades que ya conocía. El señor Clerrick, con su habitual eficiencia y falta de conocimiento sobre la especie humana, ya había preparado los nuevos cuadrantes de horarios y los estaba distribuyendo, en vez de dar a todos la oportunidad de digerir y debatir el nuevo horario.

Me tocaba el jueves, de seis a nueve, con el señor Buckley apuntado provisionalmente como voluntario. A los voluntarios aún no les habían preguntado individualmente si estaban dispuestos a trabajar por las noches, si bien su presidente había accedido, al menos en principio. El señor Clerrick iba a poner un anuncio en el periódico para compartir con la clientela las emocionantes noticias (de hecho, esas fueron sus palabras).

—¿Vas a salir con nuestro nuevo escritor residente esta noche? —preguntó Perry con tono sedoso cuando regresé al mostrador.

Me pilló por sorpresa; por una vez, tenía la mente muy centrada en el trabajo.

—Sí —dije llanamente, sin pensarlo—. ¿Por qué?

Había dejado entrever mi desagrado; un error. Tenía que haber mantenido la superficie amistosa.

—Oh, por nada —contestó Perry alegremente, pero empezó a sonreír, una sonrisa tan falsa y desagradable que, por primera vez, me hizo sentir un poco de miedo.

—Ya me encargo yo del mostrador —le dije—. Puedes volver a tu trabajo. —No sonreí y mantuve la voz plana; ya era demasiado tarde para disimulos. Por un terrible instante, pensé que no se iría nunca, que la terrible lobreguez que proyectaba la mente de Perry lo volvía tan imprudente como para mantener juntos los retazos superficiales de su vida.

—Hasta luego —se despidió Perry tras borrar completamente su sonrisa.

Observé cómo se marchaba con piel de gallina.

—¿Te ha dicho algo desagradable, Roe? —me preguntó el señor Buckley. Tenía todo el aspecto belicoso que un anciano de pelo blanco podría desplegar.

—No, la verdad. Es cómo lo ha dicho —repuse, deseosa de ser sincera, pero procurando no alterar al padre de Lizanne.

—Ese chico tiene una mente venenosa —declaró el señor Buckley.

—Es verdad. Bueno, hablando de los nuevos horarios…

No tardamos en volver a ocuparnos y las cosas volvieron a su cauce, al menos en la superficie; pero estaba más convencida que nunca de que la mente de Perry Allison era retorcida como una serpiente y que las frecuentes visitas de su madre a la biblioteca eran mecanismos de control. Sally Allison era consciente de las serpientes que poblaban su mente y temía que pudieran colarse por los crecientes huecos del estado mental de Perry.

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