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Authors: Charlaine Harris

Unos asesinatos muy reales (4 page)

BOOK: Unos asesinatos muy reales
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—Nos reunimos una vez al mes —dije con voz accidentada— para hablar de un caso famoso de asesinato, normalmente uno antiguo.

El sargento parecía estar meditándolo profundamente.

—¿Hablar? —inquirió amablemente.

—Eh…, a veces sencillamente lo reseñamos, quién murió y a manos de quién. Nuestros socios tienen intereses muy variados. —A mí me interesaba más la víctima—. Otras veces —proseguí con torpeza—, dependiendo del caso, decidimos si la policía arrestó a la persona correcta. O, si el asesinato quedó sin resolver, discutimos sobre quién podría haber sido el culpable. A veces solo ponemos una película.

—¿Una película? —El sargento arqueó las cejas, acompañando con un leve gesto de la cabeza para que desarrollase ese punto.

—Como La delgada línea azul, o alguna basada en un caso auténtico. A sangre fría…

—Pero nunca —preguntó con delicadeza— una snuff movie
[6]
, ¿verdad?

—Por Dios —dije con disgusto—. Por Dios, no. ¿Cómo puede siquiera pensarlo? —interrogué desde mi ingenuidad.

—Bueno, señorita Teagarden, estamos ante un asesinato de verdad, y tenemos que hacer preguntas de verdad —sentenció con una expresión para nada agradable. Nuestro club había ofendido en algo la sensibilidad de Jack Burns. ¿Qué pensaría de Arthur, un oficial de policía y miembro del mismo? Pero, al parecer, no iba a estar exento de trabajar en la investigación hasta cierta medida—. Bien, señorita Teagarden —prosiguió Jack Burns, colocándose de nuevo la máscara y con la voz tan cremosa como un buñuelo—. Voy a dirigir esta investigación y mis dos detectives de homicidios intervendrán en ella. Arthur Smith nos ayudará, ya que les conoce a todos. Sé que colaborará al máximo con él. Me ha dicho que sabe un poco más de todo esto que los demás, que recibió una llamada telefónica y descubrió el cadáver. Puede que tengamos que volver a hablar de esto en más de una ocasión, así que le ruego que tenga paciencia. —Y, por su cara, supe que tendría que presentarme cada vez que se me requiriese sin perder un minuto.

Visto lo visto, sentía que Arthur Smith era como un amigo de toda la vida, aunque solo fuese por lo tranquila que me sentía a su lado, en comparación con ese gélido hombre y sus terribles preguntas. Precisamente emergió por detrás de su sargento, la expresión neutra y la mirada cauta. Había escuchado al menos una parte de nuestra conversación, que habría parecido rutinaria de no ser por los modales amenazadores de Burns.

—Señorita Teagarden —dijo Arthur con brusquedad—, ¿te gustaría unirte a los demás en la sala de conferencias? Te ruego que no hables con ellos acerca de lo que ha pasado aquí. Y gracias por todo.

Con Gerald probablemente lamentándose en la sala pequeña y Mamie muerta, no me quedaba más remedio que unirme a los demás, salvo que quisiera que me quedase en el servicio.

Con un retortijón de emociones, de entre las que predominaba el alivio, abrí la puerta y sentí una mano en el brazo.

—Lo siento —murmuró Arthur. Por encima de su hombro vi la chaqueta a cuadros del sargento dándome la espalda mientras mantenía la puerta de acceso abierta para dar paso a agentes uniformados cargados con material—. Si no te importa, pasaré a verte mañana por la mañana para hablar del asunto Wallace. ¿Irás a trabajar?

—Mañana libro —respondí—. Estaré en casa.

—¿A las nueve sería muy temprano?

—No, estará bien.

Cuando accedí a la sala más amplia, donde mis compañeros de club estaban encerrados en un mar de ansia, me dio por pensar en la inteligencia a la que se enfrentaba Arthur Smith. Alguien se había esmerado artísticamente en una especie de arte vil. Alguien había lanzado un desafío a cualquiera que estuviese dispuesto a recogerlo. «Averiguad quién soy si podéis, estudiantes aficionados del crimen. Yo me he graduado en la vida real. Esta es mi obra».

Sentí la urgencia instintiva de ocultar mis pensamientos. Despejé la mente de mis malos pensamientos y traté de mirar a los ojos a mis compañeros, que me aguardaban tensamente en la sala. Pero Sally Allison era una profesional a la hora de captar miradas esquivas, y vi cómo entreabría la boca al encontrarse con la mía. Sabía, sin lugar a dudas, que me iba a preguntar si había encontrado a Mamie Wright. No era ninguna tonta. Negué firmemente con la cabeza y ella no se acercó.

—¿Estás bien, pequeña? —preguntó John Queensland, avanzando con la dignidad que era la piedra angular de su carácter—. Tu madre se va a molestar mucho cuando sepa… —Pero como John, que era un pomposillo, por así decirlo, no tenía ni idea de lo que iba a oír mi madre, tuvo que callarse. Me interrogó con la mirada.

—Lo siento —dije con un leve graznido. Agité la cabeza con irritación—. Lo siento —repetí con más fuerza—. No creo que el detective Smith quiera que diga nada antes de que habléis con él. —Lancé a John una ligera sonrisa y fui a sentarme en una silla junto a la cafetera, procurando ignorar las miradas indignadas y los murmullos de disconformidad que se disparaban en mi dirección. Gifford Doakes no paraba de caminar de acá para allá, como una fiera enjaulada. Los policías de fuera parecían estar poniéndole muy nervioso. El novelista Robin Crusoe parecía más bien anhelante y curioso; Lizanne sencillamente destilaba aburrimiento. LeMaster Cane, Melanie y Bankston, al igual que Jane Engle, hablaban entre sí en susurros. Por primera vez, me di cuenta de que otro socio del club, Benjamin Greer, no había venido. Su asistencia era errática, como su vida en general, así que no le di especial importancia. Sally estaba sentada junto a su hijo, Perry, cuya fina línea de la boca estaba retorcida en una sonrisa muy particular. El ascensor de Perry no paraba en todos los pisos.

Me puse una taza de café lamentando que no fuese un trago de bourbon. Pensé en Mamie llegando temprano a la reunión, disponiéndolo todo, preparando cada café para no tener que bebernos el horrible brebaje de Sally… Estallé en lágrimas y derramé el café en mi jersey amarillo.

Esos horribles zapatos turquesa. Seguía sin poder quitarme de la cabeza ese zapato derecho sobre el suelo.

Oí un dulce murmullo que me alivió y supe que Lizanne Buckley había venido en mi ayuda. Me tapó generosamente de las miradas del resto de la sala con su propio cuerpo. Oí el arrastrar de una silla y vi un par de largas y delgadas piernas enfundadas en unos pantalones. Su acompañante, el novelista pelirrojo, la estaba ayudando y luego tuvo el tacto de alejarse. Lizanne se posó sobre la silla y se acercó a mí. Su mano, con la manicura hecha, depositó un pañuelo en el amasijo nervioso que era la mía.

—Pensemos en otra cosa —dijo Lizanne en voz baja, aunque firme. Parecía muy segura de que yo fuese capaz de algo así—. Tonta de mí —continuó ella, encantadora—. No consigo interesarme en las cosas que le gustan a Robin Crusoe, como los asesinatos. Así que si a ti te gusta más, tienes vía libre. Creo que os entenderíais muy bien. Él no tiene ningún problema —añadió apresuradamente, por si me daba por pensar que me estaba ofreciendo mercancía dañada—. Pienso que sería más feliz contigo, ¿no crees? —preguntó persuasivamente. Estaba convencida de que lo que me hacía falta para sentirme mejor era un hombre.

—Lizanne —contesté con un par de sollozos ahogados—, eres maravillosa. No sé de nadie que te supere. No quedan muchos solteros de nuestra edad en Lawrenceton con los que salir, ¿verdad?

Lizanne parecía desconcertada. Sin duda ella no había notado escasez alguna de hombres con los que salir. Me preguntaba de dónde venían todos los que acababan saliendo con ella. Probablemente conducían desde muy, muy lejos.

—Gracias, Lizanne —dije, sin poder hacer nada.

El sargento Burns apareció en el umbral de la puerta y examinó la estancia. Estaba segura de que memorizaba todas y cada una de las caras presentes. Por el fruncimiento de su ceño al ver a Sally Allison, debía de saber que era periodista. Pareció contrariarse más aún cuando vio a Gifford Doakes, que paró en seco sus paseos a ninguna parte y le devolvió una mirada llena de hostilidad.

—Vale, amigos —dijo tajantemente, mirándonos más bien como si fuésemos unos extraños degenerados pillados medio desnudos—, ha habido una muerte.

Eso ya no impresionaba a nadie. A fin de cuentas, todos los que estábamos allí teníamos costumbre de recopilar pistas. Aun así, hubo un zumbido de desconcierto tras el anuncio de Burns. Unas cuantas reacciones quedaron marcadas. Una extraña sonrisa se dibujó en la cara de Perry Allison, y fui más consciente que nunca de que, en el pasado, Perry pasó por lo que a la gente le dio por llamar «problemas nerviosos», si bien desempeñó su trabajo en la biblioteca correctamente. Su madre contemplaba su expresión con evidente ansiedad. El rostro del escritor pelirrojo se encendió de emoción, aunque procuró mantenerse en los lindes de la decencia. Nada de todo aquello le tocaba en lo personal, por supuesto. Acababa de llegar a la ciudad, apenas conocía a nadie y era su primera visita a Real Murders.

Lo envidiaba.

Me pilló mirándolo, observando su emoción, y se puso rojo.

Burns dijo claramente:

—Les voy a llevar a la sala de al lado de uno en uno, y uno de nuestros agentes de uniforme les tomará declaración. Luego podrán irse a casa, aunque tendremos que volver a vernos más adelante, supongo. Empezaré con la señorita Teagarden, ya que es quien ha pasado por el peor trago.

Lizanne me apretó la mano cuando me levanté para irme. Al cruzar el pasillo, vi que el edificio estaba atestado de policías. Jamás imaginé que había tanto agente uniformado en Lawrenceton. Estaba aprendiendo muchas cosas esa noche, de un modo u otro.

Mi toma de declaración habría sido interesante de no encontrarme tan alterada y cansada. Después de todo, llevaba años leyendo acerca de los procedimientos policiales, sobre los interrogatorios a todos los posibles testigos de un crimen, y allí estaba, siendo interrogada por un policía de verdad acerca de un crimen de verdad. Pero la única impresión que me llevé fue la de la minuciosidad. Me hicieron cada pregunta dos veces, de maneras distintas. La llamada, por supuesto, se llevó una buena parte de la atención. La pena era que tenía muy poco que decir al respecto. Me preocupé un poco cuando irrumpió Jack Burns y preguntó persistentemente por Sally Allison, sus movimientos y su comportamiento, pero no me quedó más que asumir que, como Sally y yo habíamos sido las primeras en pisar el escenario del crimen (aunque en ese momento no teníamos la menor idea), recibiríamos el tratamiento más intenso.

Me tomaron las huellas también, lo que habría sido muy interesante bajo otras circunstancias. Al salir de la sala, eché una mirada a la cocina sin quererlo. Mamie Wright, ama de casa y amiga de los tacones altos, estaba siendo procesada como la «víctima del asesinato». No sabía del paradero de Gerald Wright. Como la sala de conferencias estaba vacía, lo debían de haber llevado a casa, o quizá a la comisaría. Claro que sería el principal sospechoso, pero no hallaba consuelo en esa idea.

No creía que él fuese el asesino. Creía que el culpable, fuese hombre o mujer, fue quien hizo la llamada al Centro de Veteranos, y dudaba mucho de que Gerald Wright hubiese recurrido a métodos tan sofisticados en el supuesto de querer matar a su mujer. Podría haberla enterrado en su sótano, como Crippen
[7]
, pero no habría acabado con ella en el Centro de Veteranos para luego llamar y alertar al resto de los socios del club sobre sus acciones. En realidad Gerald no parecía tener mucho sentido de la diversión, por llamarlo de alguna manera. Ese asesinato tenía un extraño componente de travesura. Habían colocado a Mamie como una muñeca, y la llamada era como una burla infantil y un reto para ver si podíamos atraparlo.

Mientras me dirigía hacia el coche muy despacio, no paraba de darle vueltas a la llamada. Sin duda era una señal para alertar al club de que el asesinato había sido planeado y ejecutado por uno de sus miembros. Mamie Wright, esposa de un agente de seguros de Lawrenceton, Georgia, había sido apaleada hasta morir y dispuesta copiando del asesinato de la esposa del empleado de una aseguradora de Liverpool, Inglaterra. El asesinato había sido perpetrado en el lugar donde se reunía el club y la misma noche en que lo hacía para hablar de ese mismo caso. Puede que alguien de fuera tuviese una cuenta pendiente con nosotros, aunque no era capaz de imaginar qué. No, alguien había decidido divertirse a nuestra costa. Y estaba segura de que era alguien conocido, con toda probabilidad uno de los socios de Real Murders.

Casi no me creía que tuviese que caminar hasta mi coche sola, conducirlo hasta casa sola y entrar en ella, las luces apagadas, sola. Pero entonces recordé que todos los miembros de Real Murders, vivos o muertos, exceptuando a Benjamin Greer, estaban bajo investigación policial en ese mismo momento.

Yo era la persona más segura de Lawrenceton.

Conduje lentamente, tomé precauciones extra en las intersecciones con stop y puse los intermitentes mucho antes de realizar la maniobra. Estaba tan cansada que temía parecer ebria si me paraba una patrulla de carreteras…, si es que quedaba alguna en las calles. Sentí una inyección de alegría al aparcar el coche en el espacio que me era tan familiar, introducir la llave en la cerradura y adentrarme en mi territorio. Sorteando las brumas del cansancio, marqué el número de mi madre. Cuando descolgó le dije que, oyese lo que oyese, me encontraba bien y no me había pasado nada horrible. Corté todas sus preguntas, dejé el auricular descolgado y vi que el reloj de la cocina marcaba las nueve y media. Asombroso.

Me arrastré escaleras arriba quitándome el jersey y la camiseta mientras avanzaba. Me las arreglé para quitarme el resto de la ropa, ponerme el camisón y arrastrarme dentro de la cama antes de que el sueño me golpeara como un martillo.

A las tres de la madrugada me desperté empapada en sudor. Había soñado con un primerísimo plano de la cabeza de Mamie Wright.

Alguien se había vuelto loco, o es que era increíblemente depravado. O ambas cosas.

Capítulo 4

Abrí el grifo del todo para que el agua saliese bien caliente y me metí en la ducha. Eran las siete de una fría mañana de primavera y mi primer pensamiento consciente fue: «Hoy no tengo que ir al trabajo». El siguiente fue: «Me ha cambiado la vida para siempre».

La verdad es que nunca me había pasado nada del otro mundo; nada reseñable, ni para bien ni para mal. El divorcio de mis padres no fue agradable, pero hasta yo pude acabar viendo que era lo mejor para ellos. Para entonces ya me había sacado el carné de conducir, así que ya no tenían que llevarme de un lado para otro. Puede que el divorcio me hubiese vuelto más cauta, pero la cautela no tiene nada de malo. Gozaba de una vida ordenada en un mundo complicado, y si alguna vez sentía que ejercía el tópico de la bibliotecaria de pueblo, bueno, el caso es que también albergaba vivir otros papeles. En las películas, algunas veces esas bibliotecarias, con el pelo recogido en un moño, despertaban y se soltaban la melena, se desprendían de las gafas y se bailaban un tango.

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