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Authors: Charlaine Harris

Unos asesinatos muy reales (2 page)

BOOK: Unos asesinatos muy reales
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Invocó todos los hechos relacionados con la llamada en forma de preguntas concisas que condujeron a una sensible conclusión; se trataba de una broma pesada de uno de los socios del club, o quizá del hijo de uno de ellos, ya que la voz parecía bastante juvenil cuando Sally la puso bajo su escrutinio.

Me sentí estafada, aunque también bastante aliviada.

Sally sacó una bandeja y un par de cajas de galletas de la sala de conferencias pequeña. Explicó que las había dejado allí al llegar y de repente sintió la urgencia de las dos tazas de café que se había tomado después de la cena.

—Creía que ni siquiera podría atravesar el pasillo hasta el servicio —dijo, poniendo los ojos en blanco.

—¿Cómo van las cosas en el periódico? —pregunté tan solo para que Sally siguiese hablando mientras me recuperaba del susto.

Me costaba superar esa llamada tan fácil y lógicamente como Sally. Mientras la seguía hacia la sala más amplia y ella relataba la pelea que había tenido con su nuevo editor, aún podía sentir el regustillo metálico de la adrenalina en la boca. Tenía los brazos con la carne de gallina y me arrebujé en el jersey.

Mientras ordenaba las galletas sobre la bandeja, Sally empezó a contarme cosas sobre las elecciones que se celebrarían para encontrar a alguien que acabara el mandato de nuestro alcalde, que había muerto de forma inesperada.

—Se quedó tieso en el mismo despacho, según cuenta su secretaria —comentó como si tal cosa mientras ordenaba una nueva fila de Oreos—. ¡Y eso que solo llevaba un mes en el cargo! Se acababa de comprar un escritorio nuevo. —Meneó la cabeza, no sé si porque lamentaba la muerte del alcalde o el desperdicio del escritorio nuevo.

—Sally —dije, sorprendiéndome a mí misma—, ¿dónde está Mamie?

—¿A quién le importa? —repuso ella con franqueza. Me apuntó con una ceja arqueada.

Sabía que debería reírme, ya que Sally y yo ya habíamos hablado del desagrado que compartíamos acerca de Mamie, pero no me molesté en hacerlo. Sally empezaba a irritarme, ahí, con ese aspecto sensible y atractivo, su sinuosa permanente broncínea, el traje caro bien llevado y los también caros zapatos que le sentaban como un guante.

—Al aparcar —dije con bastante tranquilidad— vi dos coches; el tuyo y el de Mamie. Reconocí el suyo porque tiene un Chevette como el mío, pero blanco en vez de azul. Ambas estamos aquí, así que ¿dónde está Mamie?

—Ha colocado las sillas y ha preparado el café —explicó Sally después de pasear la mirada por los alrededores—. Pero no veo su bolso. Quizá se haya ido a casa a por algo que haya olvidado.

—¿Y cómo no nos hemos topado con ella?

—Oh, y yo que sé. —Sally empezaba a compartir mi irritación—. Ya aparecerá. ¡Siempre lo hace!

Las dos nos reímos, tratando de disipar nuestro disgusto mutuo en lo divertido que nos parecía que Mamie Wright se empeñase en acudir a todos los eventos a los que asistía su marido, formar parte de todos los clubes a los que se apuntaba y compartir su vida hasta las últimas consecuencias.

Bankston Waites y su gran amor, Melanie Clark, entraron justo cuando posaba el cuaderno de notas sobre el estrado y deslizaba el bolso por debajo. Melanie era administrativa en la aseguradora del marido de Mamie y Bankston era responsable de préstamos del Associated Second Bank. Llevaban saliendo un año, tras descubrir su interés mutuo durante las reuniones de Real Murders, si bien habían ido juntos al instituto de Lawrenceton unos cuantos cursos por delante de mí sin que saltaran las chispas.

La madre de Bankston me dijo la semana anterior en la tienda de alimentación que cualquier día se esperaba un anuncio importante de la pareja. Hizo especial hincapié en ese punto, ya que yo misma había salido unas cuantas veces con Bankston más de un año antes y quería asegurarse de que él iba a quedarse fuera de la circulación. Si se mordía las uñas ante el inminente anuncio, era la única. En Lawrenceton no quedaba nadie de la edad de Bankston y Melanie en edad casadera, salvo ellos mismos. Bankston tenía treinta y dos años y Melanie, uno o dos más. Bankston tenía el pelo ralo y rubio, un agradable rostro redondo y unos ojos ligeramente azules; no destacaba en nada especial. O al menos así había sido siempre. Por primera vez me di cuenta de que los músculos de los hombros y los brazos se hacían notar por debajo de las mangas de la camisa.

—¿Has estado haciendo pesas, Bankston? —pregunté, sorprendida. Podría haber estado más interesada si hubiese hecho gala de la misma iniciativa cuando salíamos juntos.

Él parecía algo ruborizado, pero no le desagradaba la observación.

—Sí, ¿se nota mucho?

—Yo sí lo noto —dije con genuina admiración. Resultaba difícil creer que Melanie Clark fuese la motivación de tan revolucionario cambio en la vida sedentaria de Bankston, pero no cabía duda de ello. Quizá su absorción con él era tan completa debido al hecho de que no tenía más familia que reclamase su devoción. Sus padres, ambos hijos únicos, habían muerto años atrás, su madre, de cáncer, y su padre, atropellado por un camión.

En ese momento, Melanie, la motivadora, parecía disgustada.

—¿Qué opinas de todo esto, Melanie? —le pregunté apresuradamente.

Ella se relajó visiblemente cuando di muestras de reconocer su estatus de propietaria. Anoté mentalmente que debía cuidar mis palabras cuando ella estuviese delante, ya que Bankston vivía en una de «mis» casas. A buen seguro, Melanie sabía de la relación que Bankston y yo habíamos mantenido en el pasado, y no le costaría nada hacerse ideas incorrectas sobre nuestra relación arrendador-arrendatario.

—El ejercicio ha hecho maravillas en Bankston —declaró con naturalidad. Pero había un tufillo inconfundible en sus palabras. Melanie quería transmitirme un mensaje específico: Bankston y ella estaban manteniendo relaciones sexuales. Me sorprendió un poco su empeño por que yo me enterara. Sus ojos brillaron, denotando que había un fuego interior que contrastaba con la serenidad aparente. Bajo su melena lisa y negra de corte conservador, bajo su sencillo vestido, Melanie estaba guerrera. Era de caderas y pechos generosos, pero de repente los vi como debía de verlos Bankston: como símbolos de fertilidad en vez de impedimentos. Y tuve otra revelación: no solo se estaban acostando, sino que lo hacían a menudo y de manera exótica.

Observé a Melanie con más respeto. Cualquiera capaz de engañar al escrutinio colectivo de Lawrenceton delante de sus mismas narices bien se lo había ganado.

—Alguien llamó por teléfono antes de que llegaras —empecé diciendo, y me prestaron una atención deliberada. Pero antes de poder contarles el asunto, oí un estallido de risas desde la puerta que se abría. Mi amiga, Lizanne Buckley, entró acompañada por un pelirrojo muy alto. Verla allí fue toda una sorpresa. Era de las que se leían los libros de un año para otro, y sus aficiones, si es que las tenía, no incluían los crímenes.

—¿Qué demonios hace ella aquí? —inquirió Melanie. Parecía desconcertada, y decidí que teníamos a una nueva Mamie Wright en ciernes.

Lizanne (Elisabeth Anna) Buckley era la mujer más guapa de Lawrenceton. No necesitaba esforzarse lo más mínimo para que todos los hombres se le echaran a los pies, y nunca lo hacía. Ella nunca dudaba en pasarles por encima, tranquila y sonriente, sin bajar nunca la mirada. Era amable, a su manera pasiva y lánguida, y concienzuda, siempre que no se le exigiera demasiado. Su trabajo como recepcionista y telefonista en la compañía eléctrica le sentaba como un guante (y a la compañía también). Los hombres pagaban sus facturas sin dilación y con una sonrisa dibujada en la cara, y cualquiera que se pusiese quisquilloso al teléfono era remitido a instancias superiores en el tótem de mando. En persona, nadie se ponía quisquilloso. Para el noventa por ciento de la población era sencillamente imposible mantener el enfado ante la presencia de Lizanne.

Pero era de las que requieren un entretenimiento constante por parte de sus novios, y el pelirrojo alto de nariz ganchuda y gafas de montura metálica parecía muy empeñado en ello.

—¿Sabes quién es el que viene con Lizanne? —pregunté a Melanie.

—¿No lo reconoces? —Su sorpresa era un poco sobreactuada.

Así que se suponía que debía conocerlo. Volví a examinar al recién llegado. Llevaba pantalones holgados y una chaqueta deportiva marrón claro en combinación con una camisa blanca sencilla. Tenía unas manos y unos pies enormes y su pelo bastante largo flotaba sobre su cabeza en un halo cobrizo. Tuve que agitar la cabeza.

—Es Robin Crusoe, el escritor de novelas de misterio —dijo Melanie, triunfante.

La administrativa de una aseguradora metiéndole un gol a la bibliotecaria en su propio campo.

—Parece distinto sin la pipa en la boca —indicó John Queensland por detrás de mi hombro derecho. John, nuestro adinerado promotor inmobiliario y presidente, iba inmaculado, como de costumbre: traje caro, camisa blanca, el pelo color crema suave y su personalidad afilada como una flecha. Se había vuelto una persona más interesante para mí desde que salía con mi madre. Sentía que debía de haber más sustancia debajo de esa apariencia tan estereotipada. Después de todo, era un experto en Lizzie Borden
[3]
. ¡Y estaba convencido de que era inocente! Un auténtico romántico, si bien lo ocultaba de maravilla.

—¿Y qué está haciendo aquí? —pregunté en plan práctico—. Con Lizanne.

—Lo averiguaré —respondió John inmediatamente—. Tengo que darle la bienvenida de todos modos, como presidente del club. Por supuesto que los visitantes son bienvenidos, aunque no recuerdo que hayamos tenido ninguno antes.

—Espera, tengo que contarte lo de la llamada —dije apresuradamente. El visitante me había distraído—. Cuando llegué hace unos minutos……

Pero Lizanne me había divisado y ya se dirigía hacia nuestro pequeño grupo arrastrando a su célebre acompañante.

—Roe, os he traído compañía esta noche —anunció Lizanne con su agradable sonrisa. Nos presentó a todos con soltura, ya que Lizanne conoce a todo el mundo en Lawrenceton. Mi mano acabó engullida en la grande y huesuda del escritor, y vaya si me la estrechó. Eso me gustaba; odio que la gente te dé una mano lánguida y te deje el trabajo a ti. Levanté la mirada hacia su boca rugosa y sus pequeños ojos avellanados. El conjunto me agradaba.

—Roe, te presento a Robin Crusoe, que acaba de mudarse a Lawrenceton —dijo Lizanne—. Robin, esta es Roe Teagarden.

Me dedicó una elogiosa sonrisa, pero estaba con Lizanne, así que no saqué conclusiones.

—Pensé que Robin Crusoe era un seudónimo —me murmuró Bankston al oído.

—Yo también —susurré—, pero se ve que no.

—Pobre tipo, sus padres debían de estar mal de la cabeza —comentó Bankston con una risa disimulada, hasta que, por mis cejas arqueadas, se dio cuenta de que estaba hablando con alguien que se llamaba Aurora Teagarden
[4]
.

—Conocí a Robin cuando vino a contratar los servicios de la luz —le estaba comentando Lizanne a John Queensland. John agasajaba como era debido a Robin Crusoe, feliz de tener a un personaje tan conocido en nuestro pequeño pueblo. Le señalaba que, si deseaba, se quedase mucho tiempo y todas esas cosas. John le presentó a Sally Allison, que estaba departiendo con nuestro socio más reciente, un oficial de policía llamado Arthur Smith. Si Robin era un tipo larguirucho, Arthur era bajo y recio, con una melena basta, rizada y pálida y la mirada decidida del toro que se sabe el macho más poderoso de la manada.

—Eres afortunada de haber conocido a un escritor tan famoso —le dije a Lizanne, celosa. Aún sentía la necesidad de hablar con alguien acerca de la llamada, pero Lizanne no era la persona más adecuada. Seguro que ni siquiera sabía quién era Julia Wallace. Y resultó que tampoco sabía quién era Robin Crusoe.

—¿Escritor? —dijo con indiferencia—. Estoy aburrida.

La observé, incrédula. ¿Aburrida con Robin Crusoe?

Una tarde, cuando había ido a la compañía eléctrica a pagar mi recibo, me confesó: «No sé por qué, pero por mucho que me guste un hombre, tras salir con él una temporada, me cansa un poco. Me cuesta mucho actuar como si me siguiese interesando, y al final tengo que decirle que ya no quiero salir más con él. Siempre se molestan», añadía con una agitación filosófica de su brillante melena negra. La solitaria de Lizanne nunca se había casado, vivía en un diminuto apartamento cerca de su trabajo y comía en casa de sus padres todos los días.

Robin Crusoe, escritor deseable, llamaba la atención junto a Lizanne. Ella parecía… adormecida.

Se materializó de nuevo a su lado.

—¿En qué parte de Lawrenceton vives? —pregunté, ya que el nuevo parecía muy consciente de que no bailaba al son de la música local.

—En Parson Road. En un adosado. Me quedo allí hasta que lleguen mis muebles, espero que mañana. El alquiler es muy bajo y el sitio es mucho mejor que cualquier otro cerca de la universidad.

De repente sentí que una oleada de alegría me invadía.

—Pues creo que soy tu arrendadora —señalé, pero después de comentar la coincidencia una mirada al reloj me perturbó. John Queensland me estaba lanzando una mirada de lo más elocuente sobre el hombro de Arthur Smith. Él era el encargado de abrir la reunión en su calidad de presidente, y ya estaba listo.

Miré a mi alrededor, contando las cabezas. Jane Engle y LeMaster Cane habían llegado por su propio pie y charlaban mientras se preparaban sendas tazas de café. Jane era una bibliotecaria escolar jubilada que realizaba sustituciones tanto en la biblioteca del colegio como en la pública, una solterona sorprendentemente sofisticada especializada en asesinatos victorianos. Lucía su pelo gris en un moño y jamás se vestía con pantalones. Parecía dulce y frágil, como el encaje entrado en años, pero después de treinta años de experiencia con estudiantes, era tan dura como un sargento de marina. Su ídolo era Madeleine Smith, la sensual joven envenenadora escocesa que algunas veces me suscitaba preguntas acerca de su pasado. LeMaster era nuestro único socio afroamericano, un corpulento hombre de mediana edad con barba y enormes ojos marrones que regentaba un negocio de limpieza en seco. LeMaster estaba muy interesado en los asesinatos con motivaciones raciales de la década de los sesenta y principios de los setenta, los asesinatos de Zebra en San Francisco y el tiroteo de Jones-Piagentini en Nueva York, por ejemplo.

Perry Allison, el hijo de Sally, también había venido y había tomado asiento sin hablar con nadie. Lo cierto es que no formaba parte de Real Murders, pero, para disgusto mío, había acudido a las dos últimas reuniones. Ya lo veía bastante en el trabajo. Perry hacía gala de un molesto conocimiento sobre asesinos en serie, como los estranguladores de Hillside y el asesino de Green River, cuyas motivaciones eran claramente sexuales.

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