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Authors: Charlaine Harris

Unos asesinatos muy reales (14 page)

BOOK: Unos asesinatos muy reales
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—Estoy de acuerdo —dijo él.

—Esta persona no actúa por ninguno de los famosos motivos que escribió Tennyson Jessie
[12]
—proseguí—. Debe de ser alguien que actúa conforme a lo que siempre ha querido hacer. Por alguna razón, ahora se ve con la posibilidad de hacerlo.

—Un socio del club.

—Un exsocio —dije tristemente, y le conté a Robin lo del encuentro de la noche del domingo.

Necesitábamos cambiar de tema; ¿es que no había más cosas aparte de asesinatos? Robin, bendito sea, debió de ver que no podía más y empezó a hablarme de su agente y el proceso que se sigue para publicar un libro. Me hizo reír con anécdotas sobre firmas de libros que había soportado y yo le correspondí con historias de gente que venía a la biblioteca para hacer unas preguntas de lo más extrañas. Lo cierto es que pasamos una velada muy agradable, y aún estábamos en nuestra mesa cuando los Crandall y los Buckley pagaron la cuenta y se fueron.

Como el Carriage House estaba al sur de la ciudad, tuvimos que pasar junto a nuestras casas para meternos en el camino privado. Había un hombre de pie frente a la hilera de casas, en la acera. Cuando pasamos por delante, volvió su pálido rostro hacia nosotros. Bajo la luz de una farola creí reconocer a Perry.

Pero me distrajo el beso que me dio Robin cuando llegamos a mi puerta trasera. Fue tan inesperado como delicioso, y la disparidad de nuestras alturas dejó de tener ninguna importancia. Quizá su petición de salir no había sido tan impersonal como me había figurado en un principio; su beso estaba cargado de entusiasmo.

Subí mis escaleras tarareando una melodía y sintiéndome muy atractiva. Al entrar en mi habitación a oscuras, eché un vistazo por la ventana. No había nadie en la calle.

Esa noche llovió. Me despertaron las gotas que no dejaban de repiquetear en la ventana. Veía los destellos de los relámpagos filtrarse a través de las cortinas.

Bajé las escaleras y comprobé que estaban los cerrojos echados. Escuché y solo oí la lluvia. Miré por las ventanas y solo vi lluvia. Frente a la casa, donde estaba la farola, vi cómo el agua discurría rápidamente por la leve pendiente de la calle hasta el desagüe del otro extremo de la manzana. Nada más se movía.

Capítulo 11

Levantarme para ir al trabajo la mañana siguiente no fue tarea fácil. Me sorprendí tarareando en la ducha y me puse más sombra en los ojos de lo habitual, pero la falda vaquera, la blusa a rayas y el pelo recogido me sentaron como un uniforme reconfortante. Lillian y yo nos pasamos toda la mañana enmendando libros en un cuarto sin ventanas. Conseguimos que fuese llevadero intercambiando recetas o debatiendo sobre la proeza académica de su criatura de siete años. Si bien mi parte de la conversación se limitó a varias exclamaciones de aprobación y admiración en los momentos apropiados, no me vino mal. Puede que un día tuviera mis propios hijos, ¿quizá unos rubios regordetes? ¿O gigantes narigudos con el pelo de fuego? Y seguramente le diría a todo el que se me cruzase lo maravillosos que eran.

Me agradó levantarme de la mesa de trabajo y estirarme antes de irme a casa para almorzar. Me había costado tanto levantarme y había tomado un desayuno tan frugal que tenía mucha hambre e intentaba visualizar el contenido de mi nevera mientras giraba la llave de la cerradura de casa. No me sobresaltó escuchar una voz procedente de mis espaldas, sino que me fastidió el no poder hincarle el diente a algo inmediatamente.

—¡Roe! ¡Teentsy dijo que estarías a punto de volver! Oye, tenemos un problemilla en casa —decía el viejo señor Crandall.

Me volví, resignada a posponer mi almuerzo.

—¿Y qué problemilla es ese, señor Crandall?

El hombre no era elocuente para nada, a excepción de las armas, así que acabé por comprender que, si quería enterarme del problema que tenía Teentsy con la lavadora, tendría que acompañarlo.

No era justo que me sintiese utilizada según la conveniencia de los demás; al fin y al cabo era mi deber. Pero llevaba la mañana deseando irme a comer sin la voz de Lillian martilleándome los oídos. Además, al ser miércoles, debía de haber un nuevo ejemplar del Times en mi buzón. Suspiré en silencio y crucé el pequeño patio a la zaga del señor Crandall.

La lavadora y la secadora de los Crandall se encontraban en el sótano, por supuesto, como ocurría en las cuatro viviendas adosadas. Se llegaba mediante un empinado tramo de escaleras rectas, abierto al vacío por un lado de no ser por el discreto pasamano. Bajé las escaleras con Teentsy justo detrás relatándome la catástrofe de la lavadora con precisión milimétrica. Al llegar abajo, vi que se había formado un charco de agua. Me invadió una profunda desazón. Supe en ese momento que tendría que pasar mi hora del almuerzo buscando un fontanero.

A pesar de que tenía todas las probabilidades en contra, di con uno a la primera llamada. Los Crandall contemplaban admirados cómo arreglaba una cita para que Ace Plumbing les hiciese una visita en la siguiente hora. Como Ace era una de las empresas de fontanería que mi madre empleaba para todos los trabajos de sus propiedades, quizá no fuera tan extraña su buena disposición, pero conseguir que se pasaran inmediatamente, ¡eso sí que era asombroso! Cuando colgué el teléfono y vi cómo Teentsy ponía ante mí un filete acompañado de patatas y judías verdes, vi el lado alegre de ser la administradora de la propiedad.

—Oh, no es necesario —dije sin mucha convicción, pero cedí. Las calorías y el colesterol no contaban en la cocina de Teentsy, así que sus platos eran absolutamente deliciosos, sazonados con ese plus de culpabilidad.

Teentsy y Jed Crandall parecían encantados por contar con una visita. Menuda pareja, ella con su abundante pecho, voz infantil y rizos canosos, y Jed con su expresión dura como una piedra.

Mientras comía, Teentsy se puso a garrapiñar un dulce y el señor Crandall (no era capaz de llamarlo Jed) hablaba de la granja que había vendido el año anterior y lo acertado que había sido para ellos vivir en la ciudad, a tiro de piedra de todos sus médicos, allegados y nietos. Aunque no parecía muy convencido, y pude notar que se moría por tener algo que hacer.

—Vaya muchacho apuesto el que te acompañaba la otra noche —dijo Teentsy pícaramente—. ¿Os lo pasasteis bien?

Estaba dispuesta a apostar que Teentsy sabía exactamente a qué hora me trajo Robin a casa.

—Oh, sí, muy bien —contesté con tono evasivo. Paseé la mirada por su cocina-comedor. El mío estaba forrado de libros, mientras que el de los Crandall, con pistolas. Yo prácticamente no sabía nada de armas y me alegraba fervientemente de que así fuera, pero hasta yo sabía que eran de diferentes tipos y épocas. Empecé a preguntarme por su valor y enseguida me vi preocupándome por la cobertura del seguro de mi madre sobre artículos de ese tipo. ¿De quién sería la responsabilidad en caso de robo, por ejemplo? Aunque el ladrón que estuviese dispuesto a robarle a Jed Crandall tendría que estar hecho de una pasta muy dura.

Y pensando en riesgos y seguridad en general, mis pensamientos fueron derivando en otra dirección. Observé la puerta trasera de los Crandall. Habían añadido dos cerrojos extra.

Posé el tenedor sobre la mesa.

—Señor Jed, tenemos que hablar de esos cerrojos nuevos —dije amablemente.

Efectivamente, había leído el contrato de alquiler con mucho cuidado. Su dura expresión entrada en años adquirió un tono avergonzado al instante.

—Oh, Jed —le riñó Teentsy—. Te dije que tenías que hablar con Roe de esos cerrojos.

—Bien, Roe —dijo su marido—, ya ves que esta colección de armas necesita más protección de la que puede dar un solo cerrojo en la puerta de atrás.

—Entiendo cómo te sientes e incluso estoy de acuerdo —respondí con tacto—, pero sabes que, si decides poner más cerrojos, tienes que darme la llave. Y si decides mudarte, sabes que los cerrojos se quedan con las llaves. Por supuesto, espero que eso nunca ocurra, pero deberías darme las llaves ahora.

Mientras el señor Crandall refunfuñaba algo sobre que la casa de un hombre es su castillo y que eso iba en contra de darle las llaves a otra persona —incluida una chica tan maja como yo—, Teentsy se levantó y se puso a hurgar en uno de los armarios de la cocina. Encontró enseguida un puñado de llaves y se puso a repasarlas con preocupación.

—Siempre me digo que tengo que repasar estas llaves y tirar las viejas que ya no necesitamos, y como estamos jubilados no debería faltarme el tiempo, pero aún no me he puesto —me explicó—. Bien, seguro que estas dos son las copias de los cerrojos nuevos… Toma, Jed, pruébalas para asegurarnos.

Mientras su marido las probaba en los cerrojos, ella recorrió el manojo con dedos impotentes.

—Esta parece la llave de esa vieja camioneta. Esta no sé de qué es… Ya sabes, Roe, ahora que lo pienso, una de estas es de ese apartamento de al lado que tiene alquilado ahora el señor Waites. Seguro que te acuerdas de Edith Warnstein, la anterior inquilina. Nos dio una copia porque decía que siempre se le olvidaban las llaves cuando salía y tú estabas en el trabajo.

—Bueno, tráemela cuando la encuentres, no hay prisa —dije. El señor Crandall me entregó las copias, que resultaron ser buenas, y agradecí a Teentsy el maravilloso almuerzo, sintiéndome un poco culpable por «invadir su castillo» después de que me dieran de comer. A veces es muy duro ser tan concienzuda. Me sentí mucho mejor al comprobar que mi partida coincidía con la llegada del fontanero. A juzgar únicamente por su aspecto —barba de dos días, un pañuelo de colores vivos cubriendo unos rizos de pelo negro y mono de mecánico Day-Glo—, yo no le habría confiado mi lavadora, pero llevaba su maleta de herramientas con tanta seguridad, y tuvo el gesto de apuntar concienzudamente los gastos a la cuenta de mi madre, que me fui sintiendo que había hecho un buen servicio.

Casi choco literalmente con Bankston cuando salía del patio de los Crandall. Llevaba su bolsa de golf y parecía recién duchado. Saltaba a la vista que había estado haciendo unos hoyos en el club de campo. Pareció sorprenderse al verme.

—¿Problemas de fontanería con los Crandall? —preguntó, indicando con la cabeza la furgoneta del fontanero.

—Sí —dije distraídamente tras echar un vistazo al reloj—. ¿Tu lavadora secadora funciona bien?

—Oh, claro. Oye, ¿cómo llevas los problemas de los últimos días?

Bankston intentaba ser amable, pero yo no tenía ni el tiempo ni las ganas de charlar.

—Bastante bien, gracias. Me he alegrado cuando supe que Melanie y tú os casáis —añadí, recordando que le debía un poco de cortesía—. No tuve la oportunidad de decirte nada la otra noche, cuando nos reunimos en mi casa. Enhorabuena.

—Gracias, Roe —dijo con su típica actitud intencionada—. Tuvimos la suerte de llegar a conocernos de verdad. —Sus ojos azules lanzaban destellos, y tenía claro que eran el reflejo de los fuertes sentimientos de Melanie. Estaba un poco celosa, a decir verdad, y la peor parte de mí misma se preguntaba qué era lo que tenían que llegar a «conocer de verdad» mutuamente dos personas tan apáticas. Se hacía tarde.

—Enhorabuena —repetí alegremente, y el sentimiento era sincero en su mayor parte—. Tengo un poco de prisa.

Corrí a mi casa para dejar las llaves de los Crandall en mi llavero «oficial» y, a pesar de que me quedaba poco tiempo para llegar a la biblioteca, me tomé un instante para etiquetarlas.

Llegaría tarde de todos modos.

Conduje hacia el norte por Parson Road, de regreso a la biblioteca. La casa de los Buckley me pillaba de camino, a la izquierda.

Por pura coincidencia, Lizanne salía por la puerta justo cuando pasaba yo por delante con mi coche. Yo miraba a la izquierda para admirar las flores que decoraban el jardín delantero de la familia. En ese momento se abrió la puerta y una figura salió trastabillando. Supe que era Lizanne por el color de su pelo y la silueta, además de que era la casa de sus padres. Pero nada en su postura o actitud delataba a la Lizanne que yo conocía. Se desplomó en el umbral de la puerta, aferrándose como podía a la barandilla de hierro forjado negro que descendía junto a los peldaños de ladrillo rojo.

Que Dios me perdone, pero una mitad de mi ser deseaba seguir conduciendo para llegar al trabajo, víctima de la ignorancia del momento, pero la otra mitad que pensaba que una amiga podía necesitar ayuda era la que controlaba el coche. Aparqué el coche enfrente y crucé la calle y el césped temiendo llegar hasta ella y descubrir por qué tenía el rostro contorsionado y tenía las medias manchadas, especialmente a la altura de las rodillas.

Ni se dio cuenta de mi presencia. Sus largos dedos, con las uñas delicadamente arregladas, se aferraban a su falda y el aire entraba y salía de sus pulmones produciendo un terrible sonido. Tenía la cara manchada de lágrimas, aunque ya no lloraba. A tenor del olor, había vomitado recientemente. Su lánguida, dulce y casual belleza se había evaporado.

La rodeé con el brazo y traté de olvidar el amargo olor, pero mi estómago también empezó a revolverse. El delicioso almuerzo de los Crandall amenazaba con deshacer camino. Cerré los ojos un instante. Cuando los abrí, ella me estaba mirando, los dedos tensos como garras.

—Los han matado, Roe —dijo con una terrible claridad—. Papá y mamá están muertos. Me arrodillé para asegurarme y tengo la ropa manchada de la sangre de papá.

Guardó silencio y perdió la mirada en su falda. A sabiendas de mi impotencia en esa espantosa situación, dejé que mis pensamientos derivasen hacia lo que de verdad se me daba bien: hallar el patrón, el terrible e impersonal patrón en el que alguien estaba intentando encajar a las víctimas por la fuerza. En esta ocasión teníamos a Lizanne, un padre y una madrastra muertos de forma sangrienta y a plena luz del día.

Me preguntaba dónde estaría el hacha.

—Acababa de entrar por la puerta de atrás para almorzar con ellos, como todos los días —dijo de repente—. Cuando cerré la puerta y no respondían, abrí la delantera. Toma, esta es la única llave que tengo. Ellos…, había sangre por todas las paredes.

—¿Las paredes? —murmuré estúpidamente, inconsciente de lo que iba a decir hasta que hubo salido por mi boca.

—Sí —dijo seriamente, defendiendo una horrible verdad—. Las paredes. Papá está en el sofá, Roe, el que usa para ver la televisión, y está, está… Y mamá está arriba, en el cuarto de invitados, en el suelo, junto a la cama.

La estreché con todas mis fuerzas y ella se arrebujó en mí.

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