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Authors: Patricia Cornwell

Tags: #novela negra

Post Mortem (22 page)

BOOK: Post Mortem
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Marino me recordó una vez más que el asesino había entrado por una ventana, esta vez la del dormitorio que daba al jardín de la parte de atrás.

—Es la del fondo, en el primer piso —me estaba diciendo.

—¿Su teoría es la de que se encaramó al magnolio más cercano a la casa, subió al tejado del porche y, desde allí, alcanzó la ventana?

—Es más que una teoría —replicó Marino—. Estoy totalmente seguro. No pudo haberlo hecho de ninguna otra manera a no ser que llevara una escalera de mano. Es muy fácil encaramarse al árbol, subir al tejadillo del porche y alcanzar desde allí la ventana. Lo sé porque yo mismo lo he probado. Lo hice sin ninguna dificultad. Lo único que hace falta es que el tipo tenga la suficiente fuerza como para agarrarse al borde del tejadillo desde esa gruesa rama —me la señaló— e izarse hacia arriba.

La casa disponía de ventiladores en el techo, pero no tenía aire acondicionado. Según una amiga de fuera de la ciudad que solía visitarla varias veces al año, Patty dormía a menudo con la ventana de la habitación abierta. Se trataba de elegir entre la comodidad y la seguridad. Y ella había optado por lo primero.

Marino dio lentamente la vuelta en la calle y nos dirigimos al noreste.

Cecile Tyler vivía en Ginter Park, el barrio residencial más antiguo de Richmond donde hay unas monstruosas casas victorianas de planta y dos pisos rodeadas de porches lo bastante anchos como para patinar en ellos, con torretas y dentículos en los aleros. En los patios abundan los magnolios, los robles y los rododendros. Las enredaderas trepan por los porches y las glorietas de la parte de atrás. Me estaba imaginando salones oscuros al otro lado de las ventanas, descoloridas alfombras orientales, muebles y sobrepuertas con enrevesados adornos y toda suerte de cachivaches en los rincones y las esquinas.

Por nada del mundo hubiera querido vivir allí. Hubiera experimentado la misma sensación de claustrofobia que me provocaba la planta del caucho y el musgo negro de Florida.

Era una casa de ladrillo de planta y primer piso, más bien sencilla en comparación con las de sus vecinos. Se encontraba exactamente a nueve kilómetros y medio de la casa de Patty Lewis. Bajo el sol poniente, la pizarra relucía como el plomo. Las persianas y las puertas habían sido rascadas con papel de lija a la espera de la nueva pintura que Cecile les hubiera aplicado de haber vivido lo bastante.

El asesino entró a través de una ventana del sótano situada detrás de un seto de boj en el ala norte de la casa. La cerradura estaba rota y, como todo lo demás, se hallaba a la espera de que la arreglaran.

Era una encantadora negra recién divorciada de un dentista residente en Tidewater. Trabajaba como recepcionista en una agencia de colocaciones y estudiaba de noche para completar sus estudios de ciencias empresariales. La habían visto con vida por última vez sobre las diez de la noche de un viernes de hacía una semana, unas tres horas antes de su muerte según mis cálculos. Aquella noche había cenado con una amiga en un restaurante mexicano del barrio y después había regresado directamente a casa.

Su cuerpo fue encontrado el sábado por la tarde. Hubiera tenido que salir de compras con su amiga. Su automóvil estaba en la calzada particular de la casa y, al ver que no se ponía al teléfono ni abría la puerta, su amiga se preocupó y miró a través de las cortinas ligeramente descorridas de la ventana del dormitorio. No era probable que la amiga olvidara fácilmente el espectáculo del cuerpo desnudo y atado de Cecile sobre la cama revuelta.

—Bobbi —dijo Marino—. Es blanca, ¿sabe?

—¿La amiga de Cecile?

Había olvidado su nombre.

—Sí. Bobbi. La amiga rica que descubrió el cuerpo de Cecile. Siempre iban juntas a todas partes. Bobbi tiene un Porsche de color rojo y es una rubia despampanante que trabaja como modelo. Acudía muy a menudo a la casa de Cecile y a veces se iba a primera hora de la mañana. Me parece que las dos estaban muy encariñadas la una con la otra, si quiere que le diga mi opinión. Me extraña un poco, no sé cómo decirlo. Las dos eran guapísimas y hubieran tenido que atraer a los hombres por docenas...

—A lo mejor, ésa es la respuesta —dije en tono de hastío— si sus sospechas sobre las mujeres son fundadas.

Marino esbozó una leve sonrisa. Me estaba volviendo a poner un cebo.

—Mire, yo creo —añadió— que, a lo mejor, el asesino, mientras merodeaba por el barrio en su automóvil, vio a Bobbi subiendo a su Porsche rojo una noche a última hora. A lo mejor, pensó que vivía aquí. O, a lo mejor, una noche la siguió cuando se dirigía a casa de Cecile.

—¿Y asesinó a Cecile por equivocación? ¿Porque pensó que Bobbi vivía aquí?

—Simplemente estoy haciendo conjeturas. Tal como ya he dicho, Bobbi es blanca. Todas las demás víctimas son blancas.

Permanecimos un instante en silencio, contemplando la casa.

Aquella mezcla racial también me desconcertaba un poco. Tres blancas y una negra. ¿Por qué?

—Y otra cosa —añadió Marino—. Me he estado preguntando si el asesino no tendría varias candidatas para cada asesinato cual si fueran los platos de un menú, y elegía la que le resultaba más asequible. Es curioso que, cada vez que mataba a una, ella tenía la ventana abierta o rota o con el pestillo descorrido. Se trata, en mi opinión, de una circunstancia fortuita, como si él hubiera pasado por allí buscando a alguien que estuviera sola y cuya casa no estuviera debidamente protegida. O, a lo mejor, tenía una lista de varias mujeres y direcciones, y echó un vistazo a varias casas en una misma noche hasta que encontró la que más le convenía.

No me gustaba.

—Yo creo que atacó a cada una de estas mujeres porque eran objetivos concretos que él se había fijado de antemano —dije—. Creo que primero debió de vigilar las casas y, a lo mejor, ellas no estaban o tenían las ventanas cerradas. A lo mejor, el asesino visitaba habitualmente la zona donde vivía su siguiente víctima y la atacaba cuando se le presentaba la oportunidad.

Marino se encogió de hombros mientras analizaba la idea.

—Patty Lewis fue asesinada varias semanas después que Brenda Steppe. Y Patty también se ausentó de la ciudad una semana antes de su muerte para ir a visitar a una amiga. Por consiguiente, es posible que lo intentara aquella semana y no la encontrara en casa. Claro. Puede que fuera eso. ¿Quién sabe? Tres semanas después atacó a Cecile Tyler. Pero a Lori Petersen la mató exactamente una semana después... ¿Quién sabe? A lo mejor, se le presentó la ocasión en seguida. La ventana estaba abierta porque el marido había olvidado cerrarla. Quizás el asesino había establecido contacto con Lori Petersen pocos días antes de matarla y, al no haber encontrado la ventana abierta el fin de semana anterior, había decidido probar de nuevo al siguiente.

—El fin de semana —dije—. Eso parece muy importante para él. Atacar el viernes a última hora de la noche o el sábado a primera hora de la mañana.

Marino asintió con la cabeza.

—Sí. Todo está calculado. Yo creo que es porque trabaja de lunes a viernes y tiene el fin de semana libre para hacerlo y poder serenarse después de haberlo hecho. Creo que también le gusta por alguna otra razón. Es una manera de desconcertarnos. Al llegar el viernes, sabe que los habitantes de la ciudad, las personas como usted y como yo, están tan nerviosos como un gato en mitad de una carretera.

Vacilé un poco, pero, al final, decidí plantear el tema.

—¿Cree usted que se está produciendo una escalada en su esquema de actuación? ¿Que los asesinatos son cada vez más frecuentes porque está nervioso, tal vez a causa de la publicidad que los rodea?

Marino tardó un poco en contestar. Después dijo en tono muy serio:

—Es un maldito adicto, doctora. En cuanto empieza, ya no puede detenerse.

—¿Quiere decir que la publicidad no influye para nada en su actuación?

—No —contestó Marino—, yo no he dicho eso. Lo suyo es actuar con sigilo y mantener la boca cerrada y puede que no se mostrara tan seguro si los reporteros no le facilitaran las cosas. Los reportajes sensacionalistas son un regalo para él. No tiene que esforzarse en hacer nada. Los reporteros lo recompensan y se lo dan todo hecho. Si nadie escribiera nada, se irritaría y, a lo mejor, actuaría con más temeridad. Al cabo de algún tiempo puede que empezara a enviar notas, a hacer llamadas telefónicas o cualquier otra cosa con tal de despertar la atención de los reporteros. Y entonces puede que cometiera algún fallo.

Permanecimos en silencio unos instantes.

De pronto, Marino me pilló desprevenida.

—Me parece que ha estado usted hablando con Fortosis.

—¿Por qué?

—Eso de la escalada y de que los reportajes le ponen nervioso y le impulsan a actuar con más frecuencia.

—¿Se lo ha dicho él?

Marino se quitó las gafas ahumadas y las dejó sobre el tablero de instrumentos. Cuando me miró, observé que en sus ojos se había encendido un leve destello de cólera.

—No. Pero se lo ha dicho a un par de personas con las cuales estoy estrechamente relacionado. Por una parte Boltz y, por otra, Tanner.

—¿Y usted cómo lo sabe?

—Porque tengo mis confidentes en el departamento, de la misma manera que los tengo en la calle. Sé exactamente lo que está pasando y cómo acabará... quizá.

Ambos permanecimos sentados en silencio. El sol se había ocultado por detrás de los tejados de las casas y unas alargadas sombras se estaban extendiendo por los jardines y la calle. En cierto modo, Marino acababa de abrir un resquicio en la puerta de la mutua confianza. Lo sabía. Me estaba diciendo que lo sabía. Me pregunté si me atrevería a empujar la puerta para abrirla de par en par.

—Boltz, Tanner y las autoridades correspondientes están furiosos por las filtraciones a la prensa —dije cautelosamente.

—Pues ya pueden prepararse para sufrir un ataque de nervios. Son cosas que ocurren. Sobre todo, cuando se vive en la misma ciudad que la «querida Abby».

Esbocé una triste sonrisa. Qué comentario tan acertado. Si le revelas tus secretos a la «querida Abby» Turnbull, ella los publica todos en el periódico.

—Es un problema muy gordo —añadió Marino—. Tiene una línea directa que la conecta con el mismo corazón del departamento. No creo que el jefe dé un solo paso sin que ella se entere.

—¿Y quién se lo dice?

—Digamos que tengo mis sospechas, pero aún no dispongo del material suficiente como para poder hacer algo al respecto, ¿está claro?

—Usted sabe que alguien ha estado manipulando el ordenador de mi oficina —dije como si fuera algo del dominio común.

—¿Desde cuándo? —me preguntó, arqueando bruscamente una ceja.

—No lo sé. Hace unos días alguien intentó recuperar la ficha del caso de Lori Petersen. Fue una suerte que lo descubriéramos... un fallo de mi analista de informática nos permitió ver reflejados en la pantalla los mandos que había pulsado el intruso.

—¿Está diciendo que alguien puede haberlo estado haciendo desde hace varios meses sin que usted lo supiera?

—Eso es lo que estoy diciendo.

Marino permaneció en silencio, pero sus facciones se endurecieron.

—¿Eso modifica sus sospechas? —le pregunté.

—Pues sí —contestó lacónicamente.

—¿Eso es todo? —pregunté, exasperada—. ¿No tiene nada más que decirme?

—No. Excepto que debe de estar usted a punto de quemarse. ¿Lo sabe Amburgey?

—Lo sabe.

—Y Tanner también, supongo.

—Sí.

—Vaya —dijo Marino—. Creo que eso explica un par de cosas.

—¿Como qué? —mis temores paranoicos aumentaban por momentos y Marino se había percatado de mi inquietud—. ¿Qué cosas?

Marino no contestó.

—¿Qué cosas? —volví a preguntar.

—¿De veras quiere saberlo?

Marino volvió lentamente la cabeza para mirarme.

—Creo que será mejor.

La firmeza de mi voz disimulaba un temor que se estaba transformando rápidamente en pánico.

—Bueno, pues se lo diré de la siguiente manera. Si Tanner supiera que usted y yo hemos salido a dar un paseo juntos esta tarde, probablemente me arrancaría la placa.

Le miré con sincera perplejidad.

—¿Qué está usted diciendo?

—Verá, esta mañana me he tropezado con él en jefatura. Me llamó para mantener una breve conversación conmigo, me dijo .que él y algunos mandos están tratando de eliminar las filtraciones y me aconsejó mucha discreción a propósito de las investigaciones. Como si hiciera falta decírmelo. Pero es que me dijo otra cosa que, en aquel momento, me pareció un poco incomprensible. El caso es que no debo decirle a nadie de su departamento, es decir a usted, nada de lo que está ocurriendo.

—Pero, ¿qué...?

—Nada relacionado con la investigación —añadió Marino— ni con lo que nosotros pensamos. A usted no se le tiene que decir ni una sola palabra. La orden de Tanner es que recibamos los informes médicos que usted nos facilite, pero no le demos a usted ni los buenos días como quien dice. Asegura que se han divulgado demasiados datos por ahí y que la única manera de acabar con todo eso es no decirle nada a nadie, excepto a aquellos de nosotros que tengamos que saberlo para poder seguir trabajando en los casos...

—Exactamente —dije yo, enfurecida—. Y eso me incluye a mí. Estos casos entran dentro de mis competencias... ¿O acaso alguien lo ha olvidado?

—Tranquila —dijo Marino, mirándome fijamente—. Estamos sentados aquí, ¿no?

—Sí —contesté más calmada—. Estamos sentados.

—A mí me importa una mierda lo que diga Tanner. A lo mejor, está un poco preocupado por lo de su ordenador. No quiere que culpen a la policía de haber facilitado información confidencial al departamento de Medicina Legal y de las fugas que se hayan podido producir desde allí.

—Por favor...

—Puede que haya otra razón —musitó Marino como hablando para sus adentros.

Pero, cualquier cosa que fuera, estaba claro que no tenía intención de decirme nada.

Puso bruscamente el automóvil en marcha y nos dirigimos al río hacia Berkley Downs en la zona sur de la ciudad.

Durante unos diez, quince, veinte minutos (no me fijé demasiado en el tiempo) no nos dijimos ni una sola palabra. No tuve más remedio que permanecer sentada, contemplando el raudo paso de las calles a través de la ventanilla. Me sentía el blanco de una cruel broma de mal gusto o de una conspiración de la cual todo el mundo estaba al corriente menos yo. Mi sensación de aislamiento me estaba resultando insoportable y mis temores eran tan hondos que ya no me fiaba de mi criterio, ni de mi agudeza intelectual ni de mi razón. Creo que ya no estaba segura de nada.

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