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Authors: Patricia Cornwell

Tags: #novela negra

Post Mortem (18 page)

BOOK: Post Mortem
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El hecho de que Lucy no supiera nada de todas aquellas cosas era una triste trasgresión de la tradición. Seguramente, cuando regresaba de la escuela, entraba en una silenciosa e indiferente casa donde la cena era un engorro que se aplazaba hasta el último momento. Mi hermana jamás hubiera tenido que ser madre. Mi hermana jamás hubiera tenido que ser italiana.

Untándome las manos con aceite de oliva empecé a trabajar la masa hasta que me comenzaron a doler los músculos de los brazos.

—¿Sabes enroscarla como hacen en la televisión? —preguntó Lucy, interrumpiendo su tarea y mirándome con los ojos muy abiertos.

Le hice una demostración.

—¡Toma ya!

—No es difícil —dije mientras la masa se extendía lentamente sobre mis puños—. El truco consiste en mantener los dedos bien doblados para no hacer agujeros.

—Déjame probar.

—No has terminado de rallar el queso —dije con fingida severidad.

—Por favor...

Lucy bajó de su taburete y se acercó a mí. Tomando sus manos en las mías se las unté con aceite de oliva y se las cerré en puño. Me sorprendió que sus manos tuvieran casi el mismo tamaño que las mías. Cuando era chiquita, sus puños no eran más grandes que unas nueces.

Recordé cómo extendía las manos hacia mí cuando la visitaba, cómo me agarraba el dedo índice y sonreía mientras una extraña y maravillosa sensación de calor me llenaba por dentro. Envolviendo la masa alrededor de los puños de Lucy, la ayudé a darle torpemente la vuelta.

—Cada vez es más grande —exclamó la niña—. ¡Qué bonito!

—La masa se extiende a causa de la fuerza centrífuga... tal como antes ocurría con el cristal. ¿Has visto aquellos antiguos cristales de ventana ondulados?

Lucy asintió con la cabeza.

—El cristal giraba en un disco plano...

Ambas levantamos la vista al oír el crujido de la gravilla bajo unos neumáticos en la calzada. Un Audi de color blanco se estaba acercando y la alegría de Lucy empezó a empañarse de inmediato.

—Oh —dijo en tono abatido—. Es él.

Bill Boltz estaba descendiendo del vehículo y sacando dos botellas de vino que había en el asiento del pasajero.

—Te gustará mucho —dije, depositando hábilmente la masa en el recipiente—. Tiene muchas ganas de conocerte, Lucy.

—Es tu novio.

Me lavé las manos.

—Simplemente hacemos cosas juntos y colaboramos...

—¿No está casado? —preguntó Lucy, observándole mientras se acercaba a la puerta.

—Su mujer murió el año pasado.

—Ah —una pausa—. ¿Cómo?

Le besé el cabello y salí de la cocina para abrir la puerta. No era el momento de responder a semejante pregunta. No estaba muy segura de cómo se lo iba a tomar Lucy.

—¿Ya te estás recuperando?

Bill sonrió y me besó levemente en la mejilla.

—Apenas —contesté, cerrando la puerta.

—Ya verás cuando te tomes unos cuantos vasos de esta mágica sustancia —dijo, sosteniendo en alto las botellas como si fueran trofeos de caza—. De mi bodega privada... te encantará.

Le rocé el brazo con la mano mientras él me acompañaba a la cocina.

De espaldas a nosotros, Lucy estaba rallando queso subida a su taburete. Ni siquiera levantó los ojos cuando entramos.

—¿Lucy?

Rallando queso.

—¿Lucy? —me acerqué a ella con Bill—. Te presento al señor Boltz; Bill, ésta es mi sobrina.

Lucy interrumpió a regañadientes lo que estaba haciendo y me miró directamente a los ojos.

—Me he rascado el nudillo, tita Kay. ¿Lo ves? —dijo, mostrándome la mano izquierda.

Le sangraba un poco un nudillo.

—Vaya por Dios. Ven, iré por una tirita...

—Un poco se ha caído en el queso —añadió casi al borde de las lágrimas.

—Me parece que vamos a necesitar una ambulancia —anunció Bill, levantando súbitamente a Lucy de su taburete y entrelazando los brazos bajo sus muslos. La niña quedó sentada en una posición extremadamente ridícula—. Rerrrrrr... rerrrrrrr... —chirrió como una sirena mientras se acercaba con ella al fregadero—. Tres-uno-seis con una urgencia... una niña preciosa con un nudillo ensangrentado —ahora estaba hablando con un operador de comunicaciones—. Por favor, que la doctora Scarpetta esté preparada con una tirita...

Lucy empezó a mondarse de risa, se olvidó momentáneamente de su nudillo y miró con adoración a Bill mientras éste descorchaba una botella de vino.

—Hay que dejarlo respirar —le explicó a Lucy—. Mira, ahora está más áspero de lo que estará dentro de una hora. Como todo en la vida, el tiempo lo hace madurar.

—¿Puedo tomar un poco?

—Bueno —contestó Bill con fingida seriedad—, a mí me parece bien si tu tita Kay no dice lo contrario. Pero no queremos que empieces a hacer tonterías.

Yo estaba recubriendo la pizza con salsa y colocando encima de ésta las carnes, las hortalizas y el queso parmesano. Como broche final, le puse unos trocitos de mozzarella y la introduje en el horno. Muy pronto el fuerte aroma del ajo llenó la cocina mientras yo preparaba la ensalada y ponía la mesa y Bill y Lucy conversaban y se reían.

Cenamos tarde y el vaso de vino que se tomó Lucy resultó ser una bendición. Cuando empecé a quitar la mesa, vi que tenía los ojos medio cerrados y se estaba cayendo de sueño, a pesar de que por nada del mundo hubiera querido separarse de Bill, el cual se había ganado por entero su corazón.

—Es muy curioso —le dije a Bill cuando ya la había acostado en su cama y ambos nos encontrábamos sentados junto a la mesa de la cocina—. No sé cómo lo has conseguido. Estaba preocupada por su reacción...

—Creías que me consideraría un rival —dijo Bill, esbozando una leve sonrisa.

—Vamos a decirlo así. Su madre entra y sale constantemente de relaciones con prácticamente cualquier cosa que lleve pantalones.

—Lo cual significa que no le queda demasiado tiempo para su hija.

Bill volvió a llenar los vasos.

—Es una apreciación más bien moderada.

—Lástima. Esta niña tiene algo especial y es más lista que el hambre. Habrá heredado tu inteligencia. ¿Qué hace todo el día mientras tú trabajas? —preguntó Bill, tomando lentamente un sorbo de vino.

—Bertha está aquí. Lucy se pasa horas y horas en mi escritorio, aporreando las teclas de mi ordenador.

—¿Se divierte con juegos?

—Más bien no. Creo que sabe más de eso que yo. La última vez que la sorprendí, estaba programando con Basic y reorganizando mi base de datos.

Bill estudió su vaso de vino y después preguntó:

—¿Puedes utilizar tu ordenador para marcar el de tu oficina?

—¡Ni se te ocurra pensarlo!

—Bueno —dijo Bill, mirándome fijamente—. Sería mejor. Pero puede que sea una vana esperanza.

—Lucy no sería capaz de hacer semejante cosa —dije en tono ofendido—. Y no estoy muy segura de que fuera mejor, caso de ser cierto.

—Mejor tu sobrina de diez años que un periodista. Te podrías quitar de encima a Amburgey.

—A ése nunca me lo podré quitar de encima —repliqué.

—Es verdad —dijo Bill—. Su único objetivo cuando se levanta por la mañana es fastidiarte.

—Estoy empezando a pensar que sí.

Amburgey había sido nombrado para aquel cargo en plena campaña de protesta de la comunidad negra, la cual se quejaba de que la policía se tomaba con indiferencia los homicidios a no ser que las víctimas fueran blancas. Después, un concejal negro del ayuntamiento fue tiroteado en su automóvil, y tanto Amburgey como el alcalde debieron de suponer que el hecho de presentarse a la mañana siguiente sin previo aviso en el depósito de cadáveres les ganaría las simpatías de los negros.

Quizá las cosas no hubieran salido tan mal si Amburgey hubiera hecho alguna pregunta mientras me observaba efectuar la autopsia al cadáver y después hubiera mantenido la boca cerrada. Sin embargo, combinando la medicina con la política, se sintió obligado a revelarles a los periodistas que esperaban en el exterior del edificio que «la profusión de heridas de perdigones» en la parte superior del pecho del concejal «revelan que se efectuaron disparos a quemarropa con una escopeta de caza». Cuando los reporteros me entrevistaron más tarde, expliqué con la mayor diplomacia posible que la «profusión» de orificios en el pecho era, en realidad, la huella del tratamiento que la víctima había recibido en la sala de urgencias del hospital donde le habían insertado agujas de ancho calibre en las arterias subclavias para transfundirle sangre. La herida mortal del concejal era un pequeño orificio de disparo de escopeta en la nuca.

Los reporteros se lo pasaron en grande con el gazapo de Amburgey.

—Lo malo es que él es médico —le dije a Bill— y sabe lo bastante como para pensar que es experto en medicina legal y puede dirigir mi departamento mejor que yo, cuando lo cierto es que la mayoría de sus opiniones son una pura mierda.

—Y tú cometes la equivocación de hacérselo ver.

—¿Y qué quieres que haga? ¿Que le dé la razón para que los demás piensen que soy tan incompetente como él?

—No es más que un simple caso de envidia profesional —dijo Bill, encogiéndose de hombros—. Suele ocurrir.

—Yo no sé qué es. ¿Cómo demonios te explicas tú estas cosas? La mitad de las cosas que hacen o sienten las personas no tiene sentido. Que yo sepa, igual podría recordarle a su madre.

Mi cólera se estaba intensificando por momentos. Por la expresión del rostro de Bill me di cuenta de que le estaba mirando con rabia.

—Oye —protestó Bill, levantando la mano—, no te enfades conmigo que yo no tengo la culpa.

—Has estado allí esta tarde, ¿no?

—¿Y qué esperabas? ¿Tengo que decirles a Amburgey y a Tanner que no puedo asistir a la reunión porque tú y yo salimos juntos?

—Por supuesto que no podías decirles eso —dije en tono dolido—. Pero tal vez yo quería que lo hicieras. Tal vez yo quería que le propinaras un puñetazo a Amburgey o algo por el estilo.

—No hubiera sido mala idea. Pero no creo que me fuera muy beneficioso en el momento de la reelección. Además, tú dejarías probablemente que me pudriera en la cárcel. Y ni siquiera me pagarías la fianza.

—Depende de la cuantía.

—Mierda.

—¿Por qué no me lo dijiste?

—Decirte, ¿qué?

—Que se iba a convocar la reunión. Tú debías de saberlo desde ayer.

Quizá lo sabías desde hacía varios días, estuve a punto de decirle, ¡y por eso ni siquiera me llamaste este fin de semana! Me abstuve de decírselo, pero le miré con dureza.

Bill estaba estudiando de nuevo su vaso de vino. Tras una pausa, contestó:

—No vi ninguna razón para decírtelo. Sólo hubiera conseguido preocuparte y, además, tuve la impresión de que la reunión sería una pura formalidad...

—¿Una formalidad? —le miré sin poderlo creer—. Amburgey me ha amordazado y se ha pasado la mitad de la tarde destripando mi despacho, ¿y a eso lo llamas tú una formalidad?

—Estoy seguro de que lo ha hecho impulsado por lo que tú le has dicho sobre la profanación de tu ordenador, Kay. Y eso yo no lo sabía ayer. Y ayer tú tampoco lo sabías, qué demonios.

—Comprendo —dije fríamente—. Nadie lo sabía hasta que yo lo dije.

Silencio.

—¿Qué estás insinuando?

—Me pareció una coincidencia increíble que lo descubriéramos pocas horas antes de que él me convocara a su despacho. Se me ha ocurrido la curiosa idea de que a lo mejor él sabía...

—Puede que lo supiera.

—No cabe duda de que eso me tranquiliza.

—De todos modos, da igual —añadió Bill—. ¿Qué importa que Amburgey supiera lo de tu ordenador cuando entraste esta tarde en su despacho? A lo mejor, alguien dijo algo... tu analista de informática, por ejemplo. Y el rumor subió hasta el piso veinticuatro y se convirtió en una nueva preocupación para él. En este caso, tú no has metido la pata porque has tenido la astucia de decirle la verdad.

—Yo siempre digo la verdad.

—No siempre —dijo Bill—. Mientes habitualmente sobre nosotros... por omisión...

—Puede que él lo supiera —añadí, cortándole bruscamente—. Quiero oírte decir que tú no lo sabías.

—No lo sabía —dijo Bill, mirándome fijamente—. Lo juro. Si hubiera sabido algo, te hubiera avisado de antemano, Kay. Hubiera corrido a la primera cabina telefónica...

—Y hubieras atacado como Superman.

—Vaya —dijo Bill en voz baja—. Y ahora encima te burlas de mí.

Estaba interpretando el papel de muchacho herido. Bill tenía muchos papeles y los sabía interpretar de maravilla. A veces, me resultaba muy difícil creer que estuviera tan profundamente enamorado de mí. ¿Y si fuera otro de sus papeles?

Creo que interpretaba un papel de principal protagonista en las fantasías de la mitad de las mujeres de la ciudad, y el director de su campaña lo había aprovechado muy bien. Las fotografías de Bill se distribuyeron por todos los restaurantes y los escaparates de las tiendas y se clavaron en todos los postes telefónicos de las manzanas de casas de la ciudad. ¿Quién podía resistirse a aquel rostro? Era asombrosamente guapo, tenía un cabello rubio como la paja y el rostro perennemente bronceado gracias a las muchas horas que se pasaba cada semana en su club de tenis. Hubiera sido muy difícil no mirarle sin disimulo.

—No me estoy burlando de ti —dije en tono cansado—. Lo digo en serio, Bill. No empecemos a discutir.

—Me parece muy bien.

—Estoy harta. No tengo ni idea de lo que puedo hacer.

Al parecer, él ya lo había pensado porque me dijo:

—Sería conveniente que intentaras descubrir quién ha estado manipulando tus datos —una pausa—. Y mejor todavía si pudieras demostrarlo.

—¿Demostrarlo? —le miré con recelo—. ¿Me estás insinuando que tienes un sospechoso?

—No me baso en ningún hecho.

—¿Quién? —pregunté, encendiendo un cigarrillo.

Bill miró a su alrededor.

—Abby Turnbull ocupa el primer lugar de mi lista.

—Pensaba que me ibas a revelar alguna novedad.

—Lo digo completamente en serio, Kay.

—Ya sabemos que es una reportera muy ambiciosa —dije en tono irritado—. La verdad es que ya estoy empezando a cansarme de oír hablar tanto de ella. No es tan poderosa como todo el mundo cree.

Bill posó con fuerza su vaso de vino sobre la mesa.

—Vaya si lo es —replicó, mirándome fijamente—. Esta mujer es una maldita víbora. Sé que es una reportera muy ambiciosa, pero lo grave es que es mucho peor de lo que la gente imagina. Es malvada, tergiversa las cosas sin piedad y es extremadamente peligrosa. La muy bruja no se detiene ante nada.

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