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Authors: Patricia Cornwell

Tags: #novela negra

Post Mortem (17 page)

BOOK: Post Mortem
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Miré a mi alrededor. Todos evitaban mirarme a los ojos. Boltz mantenía la mandíbula firmemente apretada y estaba estudiando con aire ensimismado su café. Ni siquiera quería dirigirme una tranquilizadora sonrisa.

Amburgey volvió a estudiar sus notas.

—La más peligrosa es Abby Turnbull, lo cual no constituye ninguna novedad. No gana premios por su pasividad —dijo. Dirigiéndose a mí preguntó—: ¿Se conocen ustedes?

—Raras veces supera la barrera de mi secretaria.

—Ya —dijo Amburgey, pasando distraídamente otra página.

—Es peligrosa —sentenció Tanner—. El
Times
forma parte de una de las más grandes cadenas del país. Disponen de servicio telegráfico propio.

—Bueno, no cabe la menor duda de que la señorita Turnbull es la autora de los mayores daños. Los demás periodistas se limitan a repetir sus primicias y a divulgar por todas partes los detalles —dijo lentamente Boltz—. Lo que ahora tenemos que averiguar es de dónde demonios saca la mercancía —volviéndose hacia mí, añadió—: Convendría examinar todos los canales. Por ejemplo, ¿qué otras personas tienen acceso a sus archivos, Kay?

—Se envían copias a la oficina del letrado municipal y a la policía —contesté serenamente.

Él y Tanner eran el letrado municipal y la policía.

—¿Y qué me dice de las familias de las víctimas?

—Hasta ahora, no he recibido ninguna petición de los familiares de las mujeres y, en casos de este tipo, lo más probable es que enviara al familiar a usted.

—¿Y las compañías de seguros?

—Si lo piden. Pero, a raíz del segundo homicidio, di instrucciones a mis colaboradores de que se abstuvieran de enviar informes, exceptuando su despacho de usted y la policía.

—¿Alguien más? —preguntó Tanner—. ¿Qué me dice del departamento de Estadística Vital? ¿Acaso no utilizaban los datos de su oficina y le pedían que les enviara copias de todos los informes DML—1 y de todos los informes de autopsia?

Me pilló desprevenida y no pude contestar de inmediato. Estaba claro que Tanner se había preparado muy bien para la reunión. No había ninguna razón para que tuviera conocimiento de todos aquellos detalles domésticos.

—Dejamos de enviar informes a EV cuando nos informatizamos —contesté—. Los datos se los enviamos cuando empiezan a trabajar en su informe anual...

Tanner me interrumpió con una sugerencia cuyo impacto tuvo el mismo alcance que el del cañón de una pistola.

—Bueno, pues entonces nos queda su ordenador —Tanner removió con aire ausente el café de su vaso de plástico—. Supongo que el acceso a su base de datos será muy restringido.

—Ésa iba a ser mi siguiente pregunta —musitó Amburgey.

Fue un momento terrible. Casi pensé que ojalá Margaret no me hubiera revelado aquella intrusión en el ordenador.

Estaba tratando desesperadamente de encontrar alguna respuesta a la pregunta cuando, de pronto, me invadió una sensación de pánico. ¿Hubieran podido atrapar antes al asesino y aquella joven e inteligente cirujana estaría todavía viva si no se hubieran producido aquellas filtraciones? ¿Y si la anónima «fuente médica» no fuera una persona sino el ordenador de mi despacho?

Creo que pasé uno de los peores momentos de mi vida cuando tuve que confesar:

—A pesar de todas las precauciones, parece ser que alguien ha tenido acceso a nuestros datos. Hoy hemos descubierto pruebas de que alguien ha intentado recuperar el caso de Lori Petersen. Ha sido un intento inútil porque sus datos aún no se han introducido en el ordenador.

Nadie dijo nada.

Yo encendí un cigarrillo. Amburgey lo miró con desagrado y después dijo:

—Pero los tres primeros casos sí están ahí.

—Sí.

—¿Está segura de que no ha sido alguno de sus colaboradores o tal vez el jefe de alguno de los distritos?

—Estoy razonablemente segura.

Otra pausa de silencio. Después, Amburgey preguntó inquisitivamente:

—¿Podría esta persona, quienquiera que sea, haber accedido anteriormente a la base de datos?

—No puedo estar segura de que no haya ocurrido. Tenemos por costumbre dejar el ordenador en respuesta modem para que tanto Margaret como yo podamos marcar después del horario normal. No tenemos ni idea de cómo alguien de fuera pudo averiguar la contraseña.

—¿Cómo han descubierto ustedes lo ocurrido? —preguntó Tanner, perplejo—. Lo han descubierto hoy. Si hubiera ocurrido antes, se habrían dado cuenta.

—Mi analista de informática lo ha descubierto porque dejó conectado el eco inadvertidamente. Los mandos aparecían en la pantalla. De otro modo, no nos hubiéramos dado cuenta.

Los ojos de Amburgey parpadearon mientras la furia le congestionaba el rostro.

Tomando con aire distraído un abrecartas de esmalte, pasó el pulgar por su hoja durante unos momentos que se me antojaron interminables.

—Bueno —dijo al final—, supongo que será mejor que echemos un vistazo a sus pantallas. A ver qué clase de datos ha podido averiguar este individuo. Es posible que no tenga nada que ver con lo que han publicado los periódicos. Estoy seguro de que eso es lo que vamos a descubrir. También quiero revisar los cuatro casos de estrangulación, doctora Scarpetta. Me están haciendo un montón de preguntas. Necesito saber exactamente qué es lo que ocurre.

Permanecí sentada con gesto impotente. No podía hacer nada. Amburgey estaba usurpando mi puesto, estaba abriendo los delicados asuntos que se manejaban en mi oficina para someterlos a un examen burocrático. La idea de que él revisara los casos y contemplara las fotografías de aquellas mujeres brutalmente maltratadas y asesinadas me hacía temblar de cólera.

—Puede usted revisar los casos, pero no se pueden fotocopiar ni pueden ser sacados de mi oficina. Por motivos de seguridad, por supuesto —añadí fríamente.

—Les echaremos un vistazo ahora mismo —dijo Amburgey, mirando a su alrededor—. ¿Bill, Norm?

Los tres hombres se levantaron. Mientras salíamos, Amburgey le dijo a la recepcionista que ya no volvería aquel día. La mirada anhelante de la chica siguió a Boltz hasta que éste desapareció por la puerta.

7

E
speramos bajo el cálido sol a que hubiera una pausa en el tráfico de la hora punta, y cruzamos corriendo la calle. Nadie hablaba; yo caminaba varios pasos por delante de ellos, guiándoles hacia la parte posterior del edificio. La entrada principal ya estaría cerrada en aquellos momentos.

Les dejé en la sala de reuniones y fui a recoger las fichas que guardaba en un cajón cerrado de mi escritorio. Oí a Rose ordenando papeles en la estancia contigua. Habían pasado las cinco y todavía estaba allí. Me consolé un poco. Se había quedado porque quizá intuyera que algo malo habría ocurrido para que Amburgey me hubiera llamado a su despacho.

Cuando regresé a la sala de reuniones, los tres hombres habían acercado sus sillas. Me senté frente a ellos, fumando en silencio y retando a Amburgey a que me pidiera que me retirara. No lo hizo y yo seguí sentada donde estaba.

Transcurrió otra hora.

Se oía el rumor de las páginas y los informes hojeados, de los comentarios y las observaciones hechas en voz baja. Las fotografías se distribuyeron en abanico sobre la mesa como si fueran naipes. Amburgey estaba tomando numerosas notas con su apretada caligrafía. En determinado momento, varias fichas resbalaron desde las rodillas de Boltz y cayeron sobre la alfombra.

—Yo las recogeré —dijo Tanner sin demasiado entusiasmo, desplazando su silla a un lado.

—Ya las tengo.

Boltz parecía irritado cuando empezó a recoger los papeles diseminados a su alrededor y bajo la mesa. Él y Tanner tuvieron la amabilidad de clasificarlo todo según los números correspondientes a cada caso; yo les miraba sin decir nada. Amburgey siguió escribiendo como si nada hubiera ocurrido.

Los minutos tardaban una eternidad en transcurrir mientras yo esperaba sentada.

De vez en cuando me hacían alguna pregunta. Pero, en general, los hombres se miraban y hablaban entre sí como si yo no estuviera presente. A las seis y media entramos en el despacho de Margaret. Me senté ante el ordenador, activé la respuesta modem e inmediatamente apareció la pantalla de los casos, una bonita creación anaranjada y azul diseñada por Margaret. Amburgey consultó sus notas y me leyó el número del caso de Brenda Steppe, la primera víctima.

Entré y pulsé la tecla de recuperación. El caso apareció casi instantáneamente.

En realidad, la pantalla de los casos incluía más de una docena de tablas conectadas entre sí. Los hombres empezaron a examinar los datos que llenaban la pantalla anaranjada, mirándome cada vez que deseaban que pasara la página.

Dos páginas más adelante, los cuatro lo vimos al mismo tiempo.

El apartado titulado «Prendas, efectos personales, etc.» era una descripción de lo que llevaba el cuerpo de Brenda Steppe, incluidas las ataduras.

Escritas en letras negras figuraban las palabras «cinturón de tela beige alrededor del cuello».

Amburgey se inclinó en silencio sobre mis hombros y deslizó el dedo por la pantalla.

Abrí la ficha del caso de Brenda Steppe y señalé que yo no había dictado aquellas palabras en el informe de la autopsia y que en mis archivos figuraban mecanografiadas las palabras «un par de pantys color carne alrededor del cuello».

—Sí —dijo Amburgey, refrescándome la memoria—, pero eche un vistazo al informe del equipo de rescate. Allí figura anotado un cinturón de tela beige, ¿no?

Busqué rápidamente el informe del equipo de rescate y lo examiné. Tenía razón. El auxiliar, al describir lo que había visto, mencionaba que la víctima estaba atada con cordones eléctricos alrededor de las muñecas y los tobillos y llevaba «una prenda parecida a un cinturón tirando a color canela» alrededor del cuello.

En un intento de ayudar, Boltz sugirió:

—Tal vez alguna de las mecanógrafas repasó los datos mientras los mecanografiaba, vio el informe del equipo de socorro y anotó equivocadamente lo del cinturón... en otras palabras, no se dio cuenta de que había una discrepancia con lo que usted había dictado en el informe de la autopsia.

—No es probable —objeté—. Mis mecanógrafas saben que los datos sólo tienen que proceder de los informes de laboratorio y de autopsia y del certificado de defunción.

—Pero es posible, porque el cinturón se menciona —dijo Amburgey—. Consta en la ficha.

—Por supuesto que es posible.

—En tal caso —terció Tanner—, la fuente de este cinturón beige, que se citaba en el periódico, sería su ordenador. Puede que un periodista haya estado consultando su base de datos o haya tenido a alguien que lo hacía por él. La información era inexacta porque había una imprecisión en los datos que usted tenía en su oficina.

—O puede que la información se la diera el miembro del equipo de socorro que anotó la presencia del cinturón en su informe —dije yo.

Amburgey se apartó del ordenador y dijo fríamente:

—Confío en que tome usted medidas para garantizar el carácter confidencial de los archivos de su oficina. Dígale a la chica que se encarga de su ordenador que cambie la contraseña. Haga todo lo que sea necesario, doctora Scarpetta. Y espero su informe escrito sobre todo este asunto.

Se encaminó hacia la puerta y se detuvo el tiempo suficiente como para decirme:

—Se entregarán copias a quienes corresponda y después ya veremos si tomamos medidas adicionales.

Tras lo cual, se retiró seguido de Tanner.

Cuando todo lo demás me falla, me dedico a cocinar.

Algunas personas salen después de una jornada espantosa y se relajan dándole a una pelota de tenis en una pista o se descoyuntan los huesos siguiendo un cursillo de preparación física. Yo tenía una amiga en Coral Cables que se escapaba a la playa con su silla plegable y se libraba de la tensión tomando el sol y leyendo una novelucha ligeramente pornográfica que en su ambiente profesional no hubiera leído ni loca, pues era juez de un tribunal de distrito. Muchos policías que conozco ahogan sus penas bebiendo cerveza en el local de la Hermandad Policial.

Yo nunca he sido especialmente aficionada al deporte y no había ninguna playa como Dios manda a una distancia razonable. Emborracharse nunca servía de nada, mientras que la cocina era un lujo que no estaba a mi alcance por falta de tiempo la mayoría de los días y, aunque la cocina italiana no es mi único amor, sí es la que mejor se me da.

—Utiliza la parte más fina del rallador —le estaba diciendo a Lucy sobre el trasfondo del ruido del agua del grifo en el fregadero.

—Es que me cuesta mucho —se quejó la niña, resoplando.

—El queso curado parmesano-reggiano es muy duro. Ten cuidado con los nudillos, ¿de acuerdo?

Terminé de lavar los pimientos verdes, las setas y las cebollas, los sequé y los coloqué sobre la tabla de picar. Sobre uno de los quemaderos de la cocina se estaba calentando a fuego lento una salsa que había elaborado el verano anterior a base de tomates frescos, albahaca, orégano y varios dientes de ajo majados. Siempre guardaba una buena provisión en el congelador para momentos como aquél. Una salchicha de Lugano se estaba secando sobre una servilleta de papel al lado de otras servilletas de papel en las que descansaban unos dorados bistecs. La masa de alto contenido en gluten se estaba hinchando bajo una servilleta húmeda, y en un cuenco se veía una mozzarella de leche entera importada de Nueva York y todavía envuelta en su salmuera cuando yo la compré en mi charcutería preferida de la avenida West. A temperatura ambiente este queso es suave como la mantequilla y, cuando se derrite, forma unos hilos deliciosos.

—Mami siempre las compra envasadas y les añade un montón de porquerías —dijo Lucy casi sin resuello a causa del esfuerzo—. O las compra ya hechas en la tienda.

—Es una pena —repliqué, hablando completamente en serio—. ¿Cómo puede comerse estas porquerías? —dije mientras empezaba a picar—. Tu abuela antes hubiera preferido que nos muriéramos de hambre.

A mi hermana nunca le ha gustado cocinar. Jamás he comprendido por qué. Algunos de los momentos más felices de nuestra infancia transcurrían alrededor de la mesa. Cuando nuestro padre estaba bien, se sentaba en la cabecera de la mesa y nos llenaba ceremoniosamente los platos con grandes montículos de humeantes espaguetis o
fettuccine
o, los viernes, de
frittata.
Aunque fuéramos pobres, en casa siempre había pasta y vino en abundancia y a mí me encantaba regresar de la escuela y ser recibida por los deliciosos aromas y los prometedores rumores que se escapaban de la cocina.

BOOK: Post Mortem
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