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Authors: Patricia Cornwell

Tags: #novela negra

Post Mortem (24 page)

BOOK: Post Mortem
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Lucy me miró con los ojos llenos de lágrimas.

—Te has llevado el modem porque ya no te fías de mí.

No supe cómo responder. No podía engañarla, y decirle la verdad hubiera significado reconocer que no me fiaba de ella.

Lucy había perdido totalmente el interés por el batido de leche y se estaba mordiendo el labio inferior con los ojos clavados en la superficie de la mesa.

—Me llevé el modem porque no sabía si eras tú —confesé—. No hice bien. Hubiera tenido que preguntártelo. Pero es que estaba dolida. Me dolía pensar que tú hubieras podido quebrantar nuestra mutua confianza.

Me miró largo rato. Parecía complacida y casi contenta.

—¿Quieres decir que te dolió que yo hiciera una cosa mala? —preguntó como si eso le otorgara el poder o la confirmación que tan desesperadamente necesitaba.

—Sí. Porque yo te quiero mucho, Lucy —contesté; era la primera vez que se lo decía con claridad—. No quería herir tus sentimientos, de la misma manera que tú no querías herir los míos. Perdóname.

—No te preocupes —la cuchara tintineó contra el cristal del vaso mientras ella removía el batido de leche y exclamaba alegremente—: Además, ya sabía que lo habías escondido. A mí no me puedes ocultar nada, tita Kay. Lo vi en tu armario. Miré mientras Bertha estaba preparando el desayuno. Lo encontré en un estante al lado de tu revólver del 38.

—¿Y tú cómo sabías que era un revólver del 38? —pregunté sin pensar.

—Porque Andy tiene un revólver del 38. Era el que había antes que Ralph. Y lleva un revólver del 38 aquí, en el cinturón —dijo Lucy, señalándose la región lumbar—. Es propietario de una casa de empeños y por eso lleva un revólver del 38. Me enseñó cómo funcionaba. Sacaba todas las balas y me dejaba disparar contra el televisor. ¡Bang! ¡Bang! ¡Es estupendo! ¡Bang! ¡Bang! —añadió, apuntando con el dedo contra el frigorífico—. Me gusta más que Ralph, pero creo que mamá se cansó de él.

¿Y así la iba a mandar yo a su casa al día siguiente? Mientras le echaba un sermón sobre las armas de fuego y le explicaba que no eran juguetes y que con ellas se podía hacer daño a la gente, sonó el teléfono.

—Ah, sí —Lucy lo recordó mientras me levantaba de la silla—, llamó la abuela antes de que regresaras a casa. Dos veces.

Era la última persona con quien hubiera querido hablar en aquellos momentos. Por mucho que tratara de disimular mis estados de ánimo, ella siempre los adivinaba y no me dejaba en paz.

—Te noto deprimida —dijo mi madre cuando apenas habíamos intercambiado un par de frases.

—Estoy cansada.

Otra vez me empezaría a dar la lata con lo de mi trabajo.

La estaba viendo como si la tuviera delante. Estaría sin duda recostada en su cama contra varios almohadones, mirando la televisión. Yo tengo la tez de mi padre. Mi madre, en cambio, es morena y ahora tiene el cabello negro entrecano, enmarcándole un mofletudo rostro redondo en el que destacan unos grandes ojos castaños detrás de unas gafas de gruesos cristales.

—Pues claro que estás cansada —dijo—. Lo único que haces es trabajar. Y esos casos tan horribles de Richmond. Ayer el
Herald
publicó un reportaje sobre ellos, Kay. Me he llevado la mayor sorpresa de mi vida. No lo he visto hasta esta tarde, en que la señora Martínez pasó por aquí y me lo enseñó. Ya no recibo el periódico del domingo con todos esos anuncios, ofertas y yo qué sé. Abulta tanto que no lo puedo ni manejar. La señora Martínez vino a enseñármelo porque publica tu fotografía.

Solté un bufido.

—La verdad es que yo no te hubiera reconocido. Es una fotografía muy mala, la tomaron de noche, pero debajo figura tu nombre, desde luego. Y no llevas sombrero, Kay. Parecía que llovía o hacía mal tiempo, y tú allí sin sombrero. Tantos gorros de ganchillo que yo te he hecho y tú ni siquiera te tomas la molestia de ponerte uno de los gorros que te hace tu madre para que no pilles una pulmonía...

—Mamá...

Mi madre siguió hablando como si tal cosa.

—¡Mamá!

Aquella noche no estaba de humor para aguantarlo. Aunque un día llegara a ser una Maggie Thatcher, mi madre se empeñaría en seguir tratándome como a una niña de cinco años que no tiene el suficiente sentido común como para protegerse contra la lluvia.

Después vino la tanda de preguntas como lo que comía y sobre el número de horas que dormía.

Cambié bruscamente de tema.

—¿Cómo está Dorothy?

—Bueno, por eso precisamente te llamaba —contestó mi madre tras una leve vacilación.

Tomé una silla y me senté mientras la voz de mi madre se elevaba una octava y me anunciaba que Dorothy se había ido a Nevada... para casarse.

—¿Y por qué a Nevada? —pregunté estúpidamente.

—¡Vete tú a saber! Vete tú a saber por qué tu única hermana se reúne con un tipo al que sólo conoce a través del teléfono y de pronto llama a su madre desde el aeropuerto y le dice que se va a Nevada para casarse con él. Ya me dirás tú cómo puede tu hermana haber hecho una cosa así. Cualquiera diría que tiene en la cabeza un revoltijo de macarrones en lugar de cerebro...

—¿Qué clase de tipo? —pregunté, mirando a Lucy, la cual me estaba observando a su vez con expresión consternada.

—Pues no sé. Un ilustrador creo que dijo, debe de ser el que hace los dibujos de sus libros. Estuvo en Miami hace unos días para asistir a una convención y se reunió con Dorothy para hablar del proyecto que ahora, tienen entre manos o algo por el estilo. Ni me preguntes. Se llama Jacob Blank. Un judío, lo sé, aunque Dorothy no me lo podía decir, claro. ¿Por qué iba a decirme que se va a casar con un judío a quien yo no conozco, que le dobla en edad y se dedica a hacer dibujitos para niños, por el amor de Dios?

No dije nada.

Enviar a Lucy a casa en medio de otra crisis familiar hubiera sido impensable. Sus ausencias de casa se habían prolongado otras veces, siempre que Dorothy tenía que abandonar precipitadamente la ciudad para asistir a alguna reunión de tipo editorial o tenía que emprender un viaje de investigación o participar en alguna «charla» sobre sus libros, que siempre se prolongaba más de la cuenta. Lucy se quedaba con su abuela hasta que la escritora errante regresaba finalmente a casa. Puede que hubiéramos aprendido a aceptar aquellas descaradas faltas de responsabilidad. Puede que incluso Lucy las aceptara. Pero, ¿una fuga? Aquello ya pasaba de la raya.

—¿No dijo cuándo regresaría? —pregunté, apartando el rostro de Lucy y bajando la voz.

—¿Cómo? —exclamó mi madre—. ¿Decirme a mí una cosa así? ¿Por qué iba a decirle a su madre semejante cosa? ¡Oh!, ¿cómo ha podido hacerlo, Kay? Ya es la segunda vez. ¡Le dobla en edad! ¡Armando le doblaba en edad y mira lo que le pasó! Cayó muerto al borde de la piscina antes de que Lucy tuviera edad de montar en bicicleta...

Me costó bastante calmarla. Tras colgar el aparato, me quedé con las consecuencias.

No sabía cómo darle la noticia a Lucy.

—Tu madre estará ausente algún tiempo de la ciudad, Lucy. Se ha casado con el señor Blank, el que ilustra sus libros para el...

Estaba inmóvil como una estatua. Extendí los brazos para atraerla hacia mí...

—En estos momentos se encuentran en Nevada...

La silla experimentó una brusca sacudida hacia atrás y golpeo la pared mientras Lucy se apartaba de mí y huía corriendo a su habitación.

¿Cómo podía mi hermana hacerle a Lucy una cosa semejante? Estaba segura de que jamás se lo podría perdonar, esta vez había ido demasiado lejos. Bastante mal lo pasamos cuando se casó con Armando cuando apenas tenía dieciocho años. Se lo advertimos. Hicimos todo lo posible por disuadirla. Él casi no hablaba inglés y tenía edad suficiente para ser su padre. Nos olían a chamusquina su riqueza, su Mercedes, su Rolex de oro y su lujoso apartamento en primera línea de playa y, como muchas de las personas que aparecen misteriosamente en Miami, llevaba un tren de vida que no tenía ninguna explicación lógica.

Maldita fuera Dorothy. Ella sabía muy bien el tipo de trabajo que yo desarrollaba y cuánto esfuerzo me exigía. ¡Sabía que en aquellos momentos no consideraba conveniente tener a Lucy conmigo dada la tensión que me estaban provocando aquellos casos! Pero ya estaba todo previsto y Lucy me engatusó y consiguió convencerme.

—Si te resultara una molestia, Kay, la envías para acá y arreglaremos las cosas de otra manera —me había dicho dulcemente—. De veras. Está deseando venir. No habla de otra cosa últimamente. Es que te adora. El ejemplo más genuino de adoración a un héroe que yo he visto en mi vida.

Lucy estaba rígidamente sentada en el borde de su cama, mirando al suelo.

—Espero que se estrelle el avión y se maten —fue lo único que me dijo mientras la ayudaba a ponerse el pijama.

—No puedes hablar en serio, Lucy —alisé bajo su barbilla la colcha con estampado de margaritas—. Puedes quedarte aquí conmigo algún tiempo. Será bonito, ¿no crees?

Lucy cerró fuertemente los ojos y se volvió de cara a la pared.

Me notaba la lengua seca. No había palabras capaces de aliviar su dolor; por consiguiente, me pasé un rato mirándola en silencio sin decir nada. Poco a poco, me acerqué a ella y le acaricié la espalda. Su aflicción pareció desvanecerse gradualmente hasta que, al final, empezó a respirar profundamente como cuando uno duerme. Le besé la cabeza y cerré suavemente la puerta de su habitación.

Mientras bajaba por el pasillo en dirección a la cocina, oí el rumor del automóvil de Bill.

Alcancé la puerta antes de que él tuviera tiempo de llamar al timbre.

—Lucy está durmiendo —le dije en un susurro.

—Ah —replicó remedando mi susurro en tono burlón—. Lástima... habrá pensado que no merecía la pena esperarme levantada...

De repente, Bill se volvió, siguiendo la dirección de mi sorprendida mirada. En la calle, los faros delanteros de un automóvil doblaron la curva y se apagaron de inmediato mientras un vehículo que no pude distinguir se detenía bruscamente y hacía marcha atrás. El motor rugió, acusando el esfuerzo.

Los guijarros y la gravilla saltaron a su alrededor mientras daba media vuelta más allá de los árboles y se perdía en la noche.

—¿Esperas a alguien? —preguntó Bill en voz baja, escudriñando la oscuridad.

Sacudí lentamente la cabeza.

Bill consultó su reloj y me empujó suavemente al interior del recibidor.

Siempre que acudía al departamento de Medicina Legal, Marino aprovechaba para aguijonear a Wingo, probablemente el mejor técnico de autopsias con quien yo hubiera trabajado jamás y sin duda el más sensible de todos ellos.

—...Sí. Es lo que se llama un encuentro en la fase
Ford
...—estaba diciendo Marino en voz alta.

Un agente de prominente barriga que había llegado al mismo tiempo que él volvió a soltar una risotada.

Wingo enrojeció de rabia mientras enchufaba la sierra eléctrica al cordón amarillo que colgaba por encima de la mesa de acero.

Ensangrentada hasta las muñecas, musité:

—No haga caso, Wingo.

Marino miró al agente y yo me preparé para el numerito de burla mordaz.

Wingo era más sensible de lo que hubiera sido conveniente, y yo a veces sufría por él. Se identificaba tanto con las víctimas que más de una vez lloraba cuando los casos eran especialmente dramáticos.

Aquella mañana se había producido una cruel ironía de la vida. La víspera, una joven había acudido a un bar de una zona rural y, cuando regresaba a pie a su casa hacia las dos de la madrugada, un vehículo la había atropellado, arrastrándola varios metros. El agente de vigilancia de tráfico que examinó sus efectos personales encontró en su billetero el papelito de una galletita china de la fortuna que decía: «Pronto tendrá un encuentro que cambiará el curso de su vida».

—A lo mejor, estaba buscando al señor Palanca de Automóvil...

Estaba a punto de llamarle la atención a Marino cuando su voz quedó ahogada por el rumor de la sierra, semejante al del taladro de un dentista, mientras Wingo empezaba a aserrar el cráneo de la muerta. El polvo de hueso se esparció por el aire mientras Marino y el agente se dirigían al otro extremo de la sala donde en la última mesa se estaba llevando a cabo la autopsia del último homicidio por arma de fuego cometido en Richmond.

Cuando cesó el rumor de la sierra y se retiraron los huesos del cráneo, yo interrumpí mi tarea para examinar rápidamente el cerebro. No se registraban hemorragias subdurales ni subaracnoides...

—No tiene gracia —dijo Wingo, iniciando su habitual letanía—, no tiene ninguna gracia. ¿Cómo puede alguien burlarse de una cosa así...?

El cuero cabelludo de la mujer estaba desgarrado, pero eso era todo. La causa de la muerte habían sido las múltiples fracturas de la pelvis y un golpe en las nalgas tan violento que la huella de la rejilla del vehículo había quedado grabada en su piel. No la había atropellado algo cercano al suelo como, por ejemplo, un automóvil deportivo. Pudo haber sido un camión.

—Lo guardó porque debía de significar mucho para ella. Como si necesitara creerlo. A lo mejor, por esto fue al bar anoche. Buscaba al que había esperado durante toda su vida. El encuentro. Y resultó que un conductor borracho se la llevó por delante y la ha enviado al patio de las malvas.

—Wingo —dije en tono cansado mientras empezaba a tomar fotografías—, sería mejor que no se imaginara ciertas cosas.

—No puedo evitarlo...

—Tiene que aprender a evitarlo.

Wingo miró con expresión dolida hacia el lugar donde se encontraba Marino, el cual sólo se daba por satisfecho cuando conseguía herirle. Pobre Wingo. Casi todos los representantes del rudo mundo de las fuerzas del orden estaban desconcertados por su actitud. No se reía de sus chistes, no le hacían demasiada gracia los relatos de sus batallitas y, sobre todo, era diferente.

Alto y espigado, llevaba el cabello negro muy planchado a los lados, con una especie de moño de cacatúa por arriba y un ricito en la nuca. Poseía una delicada apostura acentuada por las prendas de diseño que lucía y los suaves zapatos europeos de cuero que calzaba. Hasta las batas de trabajo azul añil que él mismo se compraba y lavaba tenían estilo. No tonteaba. No le molestaba que una mujer le dijera lo que tenía que hacer. Nunca parecía mostrar el menor interés por averiguar qué aspecto tenía yo bajo mi bata de laboratorio o mis austeros trajes sastre. Me encontraba tan cómoda a su lado que, en las pocas ocasiones en que había entrado accidentalmente en el vestuario mientras yo me ponía la bata de trabajo, apenas me había fijado en él.

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