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Authors: David Lozano

Tags: #Terror, Fantástico, Infantil y Juvenil

El viajero (76 page)

BOOK: El viajero
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El gusano, por su parte, estaba cada vez más cerca, aunque el impacto de sus bramidos se veía eclipsado por la fuerza de las respiraciones de los perseguidos, que aun sin resuello mantenían la velocidad de sus movimientos. La paulatina claridad los animaba con el impulso de un último aliento.

Estaban a punto de lograrlo. Entre tropiezos y empujones, fueron surgiendo de aquella boca rocosa que los regurgitó de forma desordenada sobre un entorno conocido. Cayeron por una suave pendiente, rodando bajo un cielo apagado pero, en cierto modo, pacificador, el cielo de una región todavía hostil aunque cada vez más lejana del núcleo del Mal. A cierta distancia se erigía el gran portón que identificaron con una inmensa alegría: el Umbral de la Atalaya. No pudieron evitar los gritos; todos salvo Michelle, a quien aquel panorama continuaba resultándole siniestro.

El entusiasmo no les había hecho olvidar que el peligro no había desaparecido, al menos de momento. No sabían si el gusano saldría de aquella madriguera subterránea, así que se levantaron sin tiempo para disfrutar de aquel soñado encuentro con la superficie y continuaron su carrera, preparándose para enfrentarse a aquella larva carnívora de grandes dimensiones, que no tardaría en alcanzar el final del túnel, a juzgar por los sonidos que surgían de la sima. No obstante, llegó un momento en que aquella escalada de ruidos agresivos alcanzó una cota en la que se mantuvo, sin que el animal saliese a la luz.

Todos se habían detenido a una distancia prudencial y permanecían escuchando los movimientos invisibles de aquel ser grotesco. No podían creerlo. El gusano se había detenido en el último tramo del túnel. Oían sus bufidos rabiosos, veían su silueta carnosa y abultada erguirse bajo la penumbra de la entrada, impotente a pesar de la cercanía de sus víctimas. No saldría, no podía hacerlo.

Lo habían logrado.

Aunque deseaban celebrarlo, continuaron su huida. La presencia del monstruo, acechando entre las sombras de aquel agujero, no había perdido su poder amenazante y no se sentían tranquilos al alcance de su vista. ¿Y si terminaba por lanzarse fuera de aquella grieta, azuzado por los movimientos de ellos? Prefirieron desaparecer de allí, no querían abusar de la suerte.

Poco después, se atrevieron a abrazarse. Incluso Michelle se animó a compartir aquellos gestos. Comprobó que Beatrice seguía ofreciendo una temperatura gélida, pero no le importó. El único que se mantuvo al margen de aquella efusividad fue Marc, fiel a su obsesión por esquivar cualquier contacto con sus compañeros. El niño observaba el portón amurallado de la Atalaya con gesto inquieto, tenso.

—Tranquilo, estamos a punto de conseguirlo —procuró serenarlo Pascal—. Ya ha pasado lo peor. Pronto estarás con tu familia.

Marc no contestó.

El Viajero dirigió entonces la mirada hacia el horizonte negro de aquella región del Mal limítrofe con la Tierra de la Espera. Dos mundos separados cuyo único acceso desde la zona de los vivos seguirían vigilando Caronte y su terrible perro de tres cabezas. Pascal sonrió, satisfecho. Todo cuadraba, por fin su mente iba asimilando aquella realidad múltiple en la que él se movería a partir de ahora. Empezaba a entender cómo funcionaba todo. Por algo era el Viajero. Ansiaba poder contar a Michelle tantas cosas...

Pero lo primero era retornar a su mundo, comprobar que su límite de tiempo en aquellas tierras no se había agotado.

Continuó su paseo visual por el horizonte. Lo hacía sin ninguna intención concreta, tal vez solo como despedida de aquel territorio que esperaba no volver a pisar jamás. Pero lo que vio interrumpió su fugaz complacencia: sobre el manto oscuro que tapizaba la distancia se recortaba un conjunto tembloroso de siluetas que se movían mientras iban aumentando de tamaño. Pascal tragó saliva. Se estaban aproximando. A toda velocidad.

El Viajero notó cómo los latidos de su corazón empezaban a desbocarse. El peligro no había terminado. Todavía no. Entrecerró los ojos y percibió a lo lejos un avance tosco, torpe, en aquel grupo de criaturas borrosas que se desplazaban con la cohesión de una manada. Ya conocía aquella forma de cazar.

Carroñeros.

—Tenemos que salir de aquí. Ya.

Su frase, pronunciada en el tono serio y contenido que presagia sin estridencias una tormenta, hizo que Michelle, Marc y Beatrice se interrumpieran y volvieran hacia él unos rostros sobresaltados.

—¿Qué pasa? —preguntó alarmada Beatrice.

Pascal señaló con el brazo en dirección a la nueva amenaza, mientras enfundaba su daga y se reajustaba la mochila en su magullada espalda. No hizo falta más para que todos reaccionaran de forma drástica. Por una vez, Michelle no precisó mayor información para darse cuenta de que lo que se acercaba constituía un riesgo mortal.

Un segundo después, corrían hacia el Umbral de la Atalaya. Pascal comprobó con preocupación la rapidez con la que los carroñeros habían cubierto buena parte de la distancia que los separaba. Ya se oían sus gemidos, sus llamadas feroces, el chasquido de sus dentelladas en el aire. Iban a toda máquina, dotados de una arrolladora fuerza de bestias con la que ninguno de los cuatro fugitivos podía competir. Estaban destrozados, exhaustos hasta un límite inimaginable. En lo físico y en lo psicológico. Sin aquel estímulo que suponía la imagen del Umbral de la Atalaya, que los atraía con el magnetismo de un anuncio de la tierra prometida, habrían sido incapaces de intentar superar esa última prueba.

Pero contaban con aquel impulso y obligaron a sus piernas a un nuevo esfuerzo. Tenían que cruzar el Umbral, eso los salvaría. Aunque los carroñeros eran criaturas que también se movían por la Tierra de la Espera, hasta el mismo acceso sagrado llegaba uno de aquellos senderos luminosos que las criaturas malignas no podían profanar. Si lograban alcanzarlo, el viaje por la Oscuridad habría terminado. Definitivamente.

Corrían entre quejidos, pero corrían. Detrás, cada vez más cerca, los carroñeros estiraban sus extremidades putrefactas, avanzaban a diferentes ritmos en función de sus grados de degeneración. Había muchos, más de cincuenta. Y todos hambrientos.

La puerta quedaba cada vez a menor distancia. Ya distinguían el majestuoso arco de piedra y, sobre él, la construcción ovalada que cobijaba a los centinelas, enhiesta sobre la muralla con la soberbia actitud del poder. Incluso ya llegaba hasta ellos la sensación atemorizante que emanaba de aquel hierático monumento, un efecto propio de todo puesto de naturaleza fronteriza.

Estaban a punto de conseguirlo. Solo unos pocos metros más.

La solemnidad del enclave les transmitió una nítida impresión de inseguridad, que los inundó con un interrogante afilado: ¿les dejarían pasar?

Ya alcanzaban la arcada de piedra que marcaba los confines del Mal, cuando un violento relámpago estalló sobre el cielo negro, iluminando el vano de aquella entrada durante un fugaz instante. Aquella explosión de luz delató algo que no era visible en la penumbra de las tinieblas: una desafiante hilera de hombres de complexión poderosa y atavíos militares bloqueaba el paso. Algo que no había ocurrido cuando Pascal y Beatrice abandonaron la Tierra de la Espera. ¿Por qué habían hecho acto de presencia los centinelas en aquel preciso momento? ¿No iban a dejar pasar al Viajero y sus compañeros?

Comenzó a llover torrencialmente un líquido turbio que formaba charcos pegajosos. Ellos no cejaban en su marcha, ahora más difícil, con el sonido de fondo de los carroñeros. No tenían ni idea de lo que harían al llegar frente a los centinelas, pero el ritmo de sus perseguidores no permitía frenar ni, mucho menos, detenerse.

Otro relámpago atravesó el cielo, una efímera cicatriz de luz en la noche.

Los cuatro, en su agónica carrera entre chapoteos, habían vuelto a ver lo mismo: decenas de corpulentas figuras de más de dos metros de altura y rostros cubiertos con yelmos terroríficos se mantenían quietas, de pie, en posición defensiva. Sus musculosos brazos sostenían enormes alabardas de plata, que refulgían con los centelleos al igual que las corazas macizas que protegían sus cuerpos. Sus manos aparecían embutidas en guantes metálicos cubiertos de agudas espinas. No se apartaban ni tampoco acentuaban su actitud fiera; se mantenían estáticos a pesar de las frenéticas circunstancias, mientras el grupo estaba a punto de alcanzar el Umbral de la Atalaya. ¿Qué iba a ocurrir?

Al fin, Pascal, Michelle, Beatrice y Marc se vieron obligados a parar en seco, a escasos metros de aquella imponente barrera humana iluminada de forma intermitente por los relámpagos. La manada de carroñeros, que en su avance desordenado superaba ya el centenar de miembros, empezó, pues, a ganar terreno con cada segundo que transcurría; sus víctimas estaban todavía fuera del protector sendero iluminado, al otro lado del Umbral. En el lado oscuro. Mientras tanto, los centinelas se interponían en el camino de la salvación, como un inamovible muro.

¿Así, de aquella forma tan patética, se disponía a terminar la increíble aventura que habían vivido? ¿Iban a ser devorados a las puertas de la Tierra de la Espera, a escasa distancia de lo más parecido a un refugio que podía encontrarse en aquel mundo?

—¡No lo entiendo! —chilló Beatrice, aterrada ante la proximidad de los carroñeros—. ¿Cómo es posible que los centinelas no dejen pasar al Viajero? ¡No tiene sentido!

—¡Centinelas! —gritaba Pascal improvisando de pura desesperación ante la inminente llegada de los monstruos, en medio de la lluvia y los truenos—. ¡Soy el Viajero! ¡Abrid paso, os lo ruego!

Pascal ni siquiera tenía la seguridad de estar siendo oído. Aquel arrecife armado continuaba sin alterar un ápice su posición. Beatrice y Michelle se sumaron a las súplicas de todas las maneras posibles, obteniendo el mismo resultado desolador. Nada. Marc se mostraba más encogido que nunca, envuelto en su mutismo.

Los carroñeros estaban ya a punto de caer sobre ellos. La algarabía de sus aullidos, como hienas rabiosas, era insoportable.

El Viajero fue consciente de que el tiempo de los ruegos había terminado. Con semblante severo se dio la vuelta, dando la espalda a los centinelas. No moriría sin luchar, sin oponerse. Se dispuso a desenfundar su daga decidido a resistir hasta el final, defendiendo a quienes dependían de él en aquel instante: Michelle, Beatrice y el niño.

Pascal saboreó aquella primera y única ocasión de demostrar que, por fin, había vencido su patológica inseguridad. Y eso que estaba aterrorizado. Lanzó una última mirada a Michelle, cargada de significado. Había muchas cosas que decir, pero, para variar, faltaba tiempo. La suya había sido una historia condenada al fracaso, un fracaso reforzado por unas circunstancias que habían impedido con tesón implacable que Michelle pudiera responder a la oferta sentimental de Pascal. El Viajero todavía llegó a plantearse si se podía luchar contra el destino; a lo mejor él no había sabido hacerlo y por eso iba a morir allí, tan lejos de casa. Al menos lo afrontaría por Michelle, por un amor que nunca llegó a materializarse pero que a él lo movió con la misma fuerza que si lo hubiera hecho.

Michelle le devolvió la mirada entre lágrimas, capaz de apreciar aquel gesto en medio del miedo que trepaba por su garganta.

—Poneos detrás de mí —les advirtió el Viajero con voz grave—. Aguantaré lo que pueda. Si en algún momento el paso queda libre, cruzadlo. No me esperéis. Beatrice, de ti depende la velocidad; llévalos contigo en ese caso.

Pero solo el niño obedeció aquellas instrucciones. Beatrice, resuelta a pesar de su debilidad, había dirigido sus ojos a Michelle al escuchar las palabras de Pascal. Ambas se entendieron sin necesidad de decir nada y se pusieron de inmediato a rebuscar por el suelo. En seguida se erguían, con piedras y palos en las manos. Lucharían al lado de Pascal. No le dejarían solo.

Los carroñeros ya estaban allí, una oleada de su aliento fétido los cubrió. Los separaban pocos metros.

—¡Con eso no podréis hacer nada...! —se quejó Pascal para imponerse al griterío salvaje, con los ojos enrojecidos, insistiendo en su estrategia—. ¡Por favor, retroceded hasta los centinelas!

Ellas, soportando a duras penas los temblores del pánico, se mantuvieron firmes junto a él. No respondieron.

Diez segundos para que los carroñeros se abalanzaran sobre ellos. Ni uno más. Aquello era el final de la aventura más alucinante que ningún ser humano había vivido jamás. Pascal se dijo que, al menos, la muerte de un héroe garantizaba otro tipo de inmortalidad: la de las leyendas.

¿Hablarían de ellos en el futuro?

Se dio cuenta de que aquella cuestión le traía sin cuidado. Lo que importaba era el presente, justo lo que estaban a punto de arrebatarles a mordiscos.

El Viajero cortó sus reflexiones. Era hora de combatir, cada uno se encomendaba a sus propios protectores en un vertiginoso ritual espontáneo. Pascal desenfundó la daga y sintió su calor con una intensidad abrumadora. El arma intuía que se enfrentaba al mayor despliegue enemigo, y se preparaba. Sin embargo, en aquel punto se rompió la rutina de otras luchas, pues su filo perfecto se iluminó en tonos verdes, algo que nunca había sucedido, con una potencia tal que los cuatro fugitivos se vieron obligados a cerrar los ojos, mientras los carroñeros se detenían asustados ante aquel fenómeno misterioso.

Tras Pascal, aquel halo verdoso que parecía haber congelado la escena se fue extendiendo en láminas etéreas, hasta confundirse con los brillos que emanaban de las armas de los centinelas. Ante aquella insospechada manifestación de reconocimiento, los solemnes soldados comenzaron a abrir filas para permitir el acceso de aquel grupo a la Tierra de la Espera. Ningún salvoconducto era más eficaz que una de sus propias armas, y era eso lo que Pascal sostenía, sin saberlo, entre las manos.

El silencio que se había impuesto era absoluto. Las fieras habían enmudecido, adormecidas por aquel ambiente fascinante que constituía una barrera de tintes mágicos cuyo efecto se mantuvo mientras Pascal y sus impactados compañeros atravesaban el Umbral de la Atalaya. Lo hicieron, admirados ante todo lo que estaba ocurriendo, por el pasillo que formaban los fornidos cuerpos de los centinelas, que volvieron a cerrar filas una vez los cuatro viajeros hubieron aterrizado en el sendero iluminado, ya bajo la jurisdicción de la Tierra de la Espera. Ahora sí. Lo habían conseguido.

* * *

Las agujas de su reloj de bolsillo no perdonaban. Las cuatro de la tarde. A la Vieja Daphne ya no le importaba quién pudiera sorprenderla en aquella buhardilla. Aunque sí tenía claro que nadie conseguiría moverla de allí. Solo si se confirmaba el no retorno de Pascal, ella estaría dispuesta a alejarse de aquel arcón medieval, convertido ya en un simple mueble hasta dentro de cien años. Y ni siquiera al cabo de un siglo podría Pascal regresar —si es que no había muerto durante su heroico rescate de Michelle—, al haber profanado el límite de permanencia en el Mundo de los Muertos.

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