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Authors: David Lozano

Tags: #Terror, Fantástico, Infantil y Juvenil

El viajero (75 page)

BOOK: El viajero
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Todos se habían quedado petrificados ante aquel último espectáculo. Pascal tragó saliva, sin saber qué decir, luchando por reunir la convicción suficiente para reanudar el avance.

—Es un auténtico intestino —murmuró Michelle materializando las sospechas de todos, con la voz estrangulada por la impresión—. Ahí dentro están digiriendo a...

—A los muertos condenados —terminó Beatrice con tono inflexible—. Y durará mucho tiempo, por desgracia para ellos. Pero solo es un destino más en este mundo de la Oscuridad que no tendríamos que haber visto. Olvidaos de eso, tenemos que continuar.

Michelle no entendió nada, por supuesto. La imposibilidad de aclarar sus dudas con Pascal le impedía asimilar todo lo que aparecía ante su vista, aunque eso no era obstáculo para sacar sus propias conclusiones.

En la mente de algunos había surgido el fantasma de la duda: ¿era una buena idea continuar por aquella terrible vía? ¿Podían todavía retroceder?

Continuaban parados. Beatrice temía las consecuencias que podían derivarse precisamente de aquellos planteamientos dubitativos, y por eso urgía a Pascal a tomar la iniciativa. Tenían que arrancar ya.

—Pascal... —insistió, con una delicadeza algo áspera por la angustia que soportaba.

El Viajero reaccionó por fin:

—Vamos —les animó simulando firmeza, mientras agarraba con energía su daga—. Ya es tarde para todo lo que no sea seguir adelante.

El grupo obedeció en silencio, cada uno imbuido de sus propios pensamientos aterrados. Cualquier error, ahora lo sabían, podía convertirlos en pasto de las entrañas de aquellas tierras.

La aparente certeza de que Marc había conseguido atravesar todo aquello en una ocasión anterior les dio fuerzas. Resultaba vital concebir que lo que se proponían era posible, que estaba a su alcance.

Algo más tarde, Michelle notó un cosquilleo en un brazo y fue a rascarse de forma inconsciente. Dejó de respirar en cuanto sus dedos rozaron un pequeño cuerpo cilíndrico de forma anillada y tacto tierno.

—Tengo un bicho en el brazo —comunicó vencida por la repugnancia, pero incapaz al mismo tiempo de quitarse de encima aquella criatura.

Pascal se lanzó hacia ella en cuanto oyó sus palabras. El resplandor de la piedra transparente permitió descubrir lo que tenía la chica más arriba del codo: una especie de sanguijuela bastante grande, de unos nueve centímetros de longitud, dotada de ventosas con las que succionaba y desplazaba su cuerpo esponjoso de lombriz.

Michelle se mantuvo quieta, soportando con estoicismo su asco mientras los demás atendían a los movimientos de aquel parásito para decidir cómo quitárselo de encima. Pascal quería acabar con él de un golpe, pero el espíritu errante lo detuvo para poder estudiar a la criatura.

—Antes es necesario que sepamos qué ha hecho en el cuerpo de ella —explicó.

El Viajero concedió unos segundos a Beatrice, que aprovechó para tranquilizar a Michelle.

—Menos mal —Beatrice suspiró aliviada—. El bicho lleva muy poco rato en contacto con Michelle. Mátalo, rápido —avisó a Pascal—. Estos parásitos no se limitan a chupar; en cuanto pueden, depositan sus huevos en el huésped.

El Viajero no perdió ni un segundo; no soportaba ver sufrir a Michelle. Con sumo cuidado, aproximó su daga y pasó el filo por debajo de la sanguijuela, que soltó su presa en cuanto sintió el roce cálido de aquella afilada hoja. Ya en el suelo, Pascal acabó con ella con una brutalidad que nacía de la repugnancia. Solo entonces Michelle tuvo fuerzas para agradecérselo.

—Ya sabes que los bichos son mi punto débil... —dijo avergonzada.

Pascal sonrió.

—Me alegro de que no hayas cambiado en eso. Así me debes otro favor.

Ella asintió.

—Me parece bien.

—Aun así, cómo has mantenido la sangre fría, Michelle —comentó el Viajero, admirado—. Creo que yo habría gritado al sentir eso en mi brazo.

Ella lo miró con una sonrisa agotada.

—No quería poneros en peligro. Quién sabe lo que hay por esos túneles que vamos descartando, ¿no? Bastante lío se ha montado por mi. Además —añadió—, comprenderás que a estas alturas un bicho tiene que ser muy grande para impresionarme.

Pascal le devolvió la sonrisa.

—Cuánto te he echado de menos, Michelle.

—Yo también a vosotros. Créeme.

El Viajero aprovechó entonces para comprobar que todos estaban bien. Beatrice se le acercó en aquel momento para comentarle algo.

—Tenemos que estar muy alerta —le advirtió en voz baja—. Michelle se ha salvado por la rapidez con la que se ha dado cuenta de la sanguijuela. Si llega a tardar un poco más...

—¿Tan peligrosas son? —quiso saber Pascal.

—Una vez que depositan los huevos bajo la piel de su víctima, y eso ocurre muy pronto, poco se puede hacer. Los huevos son indetectables, y las larvas nacen en seguida. Maduran en menos de una hora, se reproducen a miles y, antes de que te des cuenta, te están comiendo por dentro.

A Pascal le dio un escalofrío de aprensión.

—Has hecho bien en no decirlo delante de todos.

—Sí, pero deben saber que tienen que estar muy pendientes.

—Ahora se lo digo, no te preocupes. Aunque, como has visto, no hace mucha falta. Tenemos todos demasiado miedo como para despistarnos.

Más adelante, el túnel abandonaba su trayectoria descendente e iniciaba una lenta subida, que fue muy bien acogida por el agotado grupo. Las curvas y los giros continuaban, pero al menos ya no tenían la sensación de estar dirigiéndose hacia el fondo del abismo, y eso constituía un apoyo moral muy importante.

Nuevas úlceras se abrían en las paredes fangosas, dejando atisbar el contenido de aquellos conductos: cuerpos embadurnados agitándose al torturante ritmo de la danza de la muerte, entre gemidos guturales que terminaban convirtiéndose en letanías de dolor.

Uno de aquellos condenados logró asomarse más allá del lodo al paso de Beatrice, que no pudo apartarse a tiempo. El contacto se produjo y las extremidades de aquel cadáver se enroscaron con fuerza en el espíritu errante, anhelando una salvación imposible. Salpicaduras de extrañas sustancias cayeron sobre Beatrice, que gritó al sentir las quemaduras. Se abrasaba, su piel humeaba. El cadáver a medio digerir insistía en sus tirones, aullando. Lo único que conseguiría con sus desesperados intentos sería arrastrar a Beatrice con él, incorporarla a la agonía de una digestión perpetua.

Los gritos del espíritu errante, que ocupaba el último lugar en la comitiva de fugados, habían alertado a todos. Sin embargo, cuando descubrieron lo que ocurría, se quedaron paralizados. ¿Qué podían hacer? ¿Cómo podían actuar sin pasar a engrosar el número de víctimas de aquel gigantesco aparato digestivo?

Pascal, viendo que Beatrice estaba cada vez más cerca de la grieta que había comunicado por un instante aquellos dos territorios, no lo pensó dos veces: se aproximó a la pared y lanzó una lluvia de estocadas con su daga, dispuesto a liberar al espíritu errante aunque tuviera que pulverizar aquel repulsivo cadáver y su vínculo viscoso con el entorno. Al Viajero, las salpicaduras no le ocasionaban ningún daño, mientras Beatrice soportaba su efecto de ácido como precio por su liberación.

La estrategia dio buen resultado: poco a poco, el espíritu errante pudo liberarse de aquel abrazo mortal y el cadáver mutilado fue absorbido en décimas de segundo por la grieta, que cicatrizó en un instante dando lugar a nuevas formas en aquel tabique carnoso y purulento.

Todos se apartaron con rapidez. Pascal llevaba en brazos a Beatrice, que recobraba la serenidad entre gemidos de dolor.

—¿Estás mejor? —preguntaba el Viajero con el semblante sombrío—. ¿Podemos hacer algo?

—No te preocupes —balbució ella observando sus quemaduras—. Me recuperaré en seguida, al menos lo suficiente para poder seguir avanzando.

En efecto, no tardó en estar en condiciones de sostenerse en pie. Todos se alegraron. Marc fue el único, sin embargo, que no lo exteriorizó, como siempre algo apartado de los demás.

—En la Tierra de la Espera me curarán —dijo Beatrice—. Polignac puede conseguirlo. Vamos —añadió, viendo la cara preocupada de Pascal—, continuemos.

Todos eran conscientes de que no podían prolongar más aquella parada sin poner en riesgo la integridad del grupo, así que reanudaron la marcha.

—Yo cierro la marcha —se ofreció Michelle—. Beatrice no está en condiciones.

Pascal iba a negarse, pero se dio cuenta de que tenía razón. El espíritu errante no podía ocupar la última posición y, exceptuada Michelle, solo quedaba Marc.

—De acuerdo —accedió, sintiendo en el corazón un temor intenso a pérdidas irreparables—. Pero, por favor, ten mucho cuidado. No te separes ni un milímetro de nosotros.

Michelle sonrió.

—Ni loca.

CAPITULO LV

Acada paso que daban, casi podían oler la atmósfera de la superficie, que en comparación con el aire viciado de aquella galería, parecía fresca, viva, lo que estimulaba las esperanzas de todos.

Pascal jamás habría imaginado que desearía sentir sobre su cabeza el cielo negro y vacío de aquel reino de la muerte. Pero una de las cosas que había aprendido en aquella epopeya era a distinguir los infinitos matices de la oscuridad, y la negrura subterránea que ahora los envolvía era mucho más opresiva que el fúnebre tinte del exterior. Anhelaba la engañosa libertad de lo inerte, con todos sus riesgos. Un pensamiento inquietante le vino a la mente: si todas las aberraciones que habían presenciado no constituían el verdadero Infierno, sino solo el camino hacia el auténtico núcleo del Mal, ¿qué atrocidad suprema aguardaba al final de aquella ruta maldita?

Rogó para no llegar nunca a averiguarlo, pues se trataba de un conocimiento fatal en sí mismo.

El Viajero, meditabundo, continuó caminando en silencio.

Su amuleto no había perdido en ningún momento una frialdad intensa. Aquello desconcertaba a Pascal, teniendo en cuenta la relativa tranquilidad de aquel camino. El chico achacó aquel fenómeno a la monstruosa ruta que estaban recorriendo, para poder centrarse en un hecho que parecía cada vez más indiscutible: se acercaban al final de aquel trayecto subterráneo.

Marc, que también parecía intuir la proximidad de la salida, se removía inquieto a cada paso, echando ojeadas en todas las direcciones, como temeroso de que algo o alguien pudiera estropear en el último momento el éxito de aquella fuga. Un miedo que todos compartían y trataban de disimular con desigual eficacia.

Los tabiques del túnel empezaron a ofrecer una consistencia mayor, un nuevo signo que anunciaba la inminente llegada de la superficie. Pero aquel indicio vino acompañado de otro no tan esperanzador: un gruñido, que volvió a repetirse a los pocos segundos, sin que nadie pudiera determinar su procedencia.

La comitiva se detuvo con brusquedad para tratar de concretar la ubicación del peligro que parecía cernerse sobre ellos desde algún punto demasiado cercano. Nadie preguntó nada. Se encontraban en un tramo de la galería donde concurrían tres túneles. La piedra transparente señaló el de en medio, que además era el único que continuaba la trayectoria ascendente. Pero ¿y si era justo allí donde aguardaba el peligro?

El caso es que a Pascal aquel gruñido gutural le había resultado familiar, sospechosamente familiar. Rebuscaba en su memoria mientras lanzaba ojeadas en todas las direcciones, hasta que su mente encontró lo que buscaba: los gusanos gigantes. Eso era.

Otro bufido cavernoso resonó en las paredes, aunque su propio eco les impidió de nuevo determinar su origen. Su potencia había sido mayor, eso sí, luego la distancia que separaba al grupo de la criatura se había reducido.

Pascal ya no albergaba ninguna duda. Se trataba de los mismos monstruos que lo habían atacado dentro del espejo de la casa de su abuela, en aquella dimensión enquistada entre los tabiques del mundo de los vivos. La imagen implorante de la madre de Lebobitz se recreó en su cabeza, pidiéndole una ayuda que él había sido incapaz de ofrecer. Un fracaso personal que volvía a avergonzarlo y que decidió ignorar para no perder una concentración vital en aquellos instantes. Ya habría tiempo para fustigarse con remordimientos.

La situación degeneraba a cada segundo, y el miedo y el peligro se precipitaban. No hizo falta que Pascal compartiera con sus compañeros la información sobre lo que los atacaba, pues el autor de aquellas llamadas feroces acababa de surgir, por fin, reptando a buena velocidad por el túnel de la izquierda. Aquella aparición fue el pistoletazo de salida para todo el grupo, que sintió sus músculos tensarse mientras esperaban unas instrucciones que no tardaron en llegar.

—¡Por el túnel del centro, rápido! —gritó Pascal, consciente de que aquel tipo de criaturas mantenía un ritmo de desplazamiento con el que se podía competir en distancias cortas—. Beatrice, ¿puedes correr?

—¡Sí, vamos!

Pascal esperó con el corazón en vilo a que pasara todo el grupo para iniciar su carrera. Había pasado la piedra transparente a Michelle para que guiase al resto con su tenue brillo; un gesto que para la chica tuvo una gran importancia, pues constituía su reencuentro con la responsabilidad, con la iniciativa, algo que acogió con semblante resuelto.

El Viajero la miró con ternura mientras se alejaba impulsando a los demás. Había tenido claro que debía quedarse el último, ya que era el único que disponía de un arma con la que hacer frente al enorme gusano que los perseguía. Y lo hizo sin titubear.

Tenían que conseguir alcanzar la galería señalada por la piedra antes de que el monstruo terminase de recorrer la otra y saliese a su encuentro, momento en que les cerraría la única vía de escape. Porque retroceder, en sus circunstancias, solo suponía retrasar una muerte que se habría convertido en inevitable para todos con el primer paso descendente.

Lo lograron por muy poco, con el tiempo justo para lanzarse en estampida en dirección a la salida.

El Viajero movía las piernas con agilidad, con la extraña impresión de haber vivido ya aquello. En efecto, no era la primera vez que una criatura como esa le pisaba los talones. El Viajero no podía evitar mirar atrás, midiendo la distancia que lo separaba del gusano, consciente de que un simple tropiezo podía significar el final.

Y de repente, sin previo aviso, todo a su alrededor se transformó por virtud de un único factor: la luz. Por primera vez desde hacía horas, la oscuridad reducía su solidez, perdía fuerza frente a un resplandor pálido que llegaba hasta aquella zona, portador de una noticia que quizá constituía el auténtico foco de claridad: la salida de aquellas catacumbas infernales estaba muy próxima, no podía ser de otra manera.

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