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Authors: Angela Sommer-Bodenburg

Tags: #Infantil

El pequeño vampiro y el paciente misterioso (7 page)

BOOK: El pequeño vampiro y el paciente misterioso
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—¿Qué? ¿No va a venir ninguna chica? —preguntó escandalizada su madre.

—¡Yo no he dicho eso! —repuso Anton.

—Si no viene Tatjana..., ¿qué chica va a venir entonces? —preguntó con curiosidad su padre.

—Bueno... —dijo Anton con una risita irónica—. Desgraciadamente eso no puedo decirlo todavía. Y además —dijo en tono misterioso—, ¡a lo mejor invito incluso a
varias
chicas!

—¿A varias? —repitió alegre su madre—. Eso suena como si estuvieras empezando a cambiar tu opinión sobre las chicas.

Anton puso una cara muy arrogante.

—Primero: tú no sabes en absoluto cuál es mi opinión sobre las chicas —repuso—. Y segundo: ¡depende de cada chica!

—O sea, que sólo viene
una
chica a la fiesta —aventuró su padre.

Anton le dirigió una mirada elogiosa.

—Sea como sea es una sorpresa —contestó—. ¡No, son dos incluso!

—Yo creo que tú has visto demasiados programas de adivinanzas —dijo mordaz su madre.

Anton se rió burlón.

—¡Pues a mí me gustaría saber lo antes posible a quién has invitado! —declaró ella—. Al fin y al cabo la fiesta se celebra en nuestro piso y creo que yo también tengo algo que decir ahí.

—¿Y papá no?

Su padre se rió.

—¡Seguro que tú escoges y convidas a los invitados adecuados!

—Escogerlos es más fácil que invitarlos —dijo Anton divirtiéndose con el perplejo rostro que pusieron sus padres.

Con la mejor intención

Y llegó el viernes.

Ya nada más despertarse Anton notó lo nervioso que estaba, pues esta vez quería saber como fuera algo sobre el paciente del que el señor Schwartenfeger afirmaba que su imagen no se reflejaba en el espejo.

Cuando todavía estaba dudando si empezar a hablar inmediatamente, sin circunloquios, de la iniciativa ciudadana
Salvad el viejo cementerio
y del misterioso paciente, llamaron a la puerta de su habitación.

—¿Sí? —gruñó.

El padre de Anton abrió la puerta.

—¿Ya estás despierto? —preguntó.

Anton se tapó con la manta hasta la barbilla.

—No.

—¡Qué lástima! —dijo su padre—. Si hubieras estado despierto, te habría contado una cosa emocionante.

—¿El qué? —preguntó Anton.

—¡Ah, vaya!

Su padre entró en la habitación y se sentó en la silla del escritorio de Anton.

—Seguro que vas a saltar inmediatamente de la cama lleno de entusiasmo —empezó a decir de buen humor—. Y es que hemos decidido ir a la playa... ¡Al fin y al cabo hoy es nuestro último día de vacaciones!

Como Anton, sin embargo, siguió acostado y puso una cara más bien de rechazo, preguntó sorprendido:

—¿Es que no te apetece?

Anton vaciló.

La propuesta no era mala; sólo tenía una pega:

—¿Y a qué hora vamos a volver?

—Pues por la noche, además nos pegaremos una cena de muerte —contestó su padre.

—¿Una cena de muerte? —repitió Anton riéndose disimuladamente—. Mejillones envenenados, ¿no?

—No. —dijo su padre. Y en tono de reproche añadió—: ¡De verdad que tú le amargas la vida a cualquiera!

Anton se calló. ¿Debería decir que no quería perderse por nada del mundo su consulta con el señor Schwartenfeger? Eso no haría más que despertar las sospechas de sus padres...

—Vosotros también me amargáis la vida a

—declaró.

—¿Qué quieres decir?

—Pues que vosotros siempre pensáis que yo no tengo mis propios planes. Pero yo también tengo algo previsto para hoy.

—Ah, ¿sí?

—¡Sí! ¡He quedado con Ole para jugar al hockey! Y después tengo que ir a ver al señor Schwartenfeger.

Anton esperaba que, dicho por ese orden, haría creer a sus padres que lo que más le importaba era, sobre todo, lo de jugar al hockey con Ole.

—Bueno, también podríamos ir nosotros solos... mamá y yo —dijo su padre—. Aunque yo creía que tú ya no jugabas al hockey —añadió.

—¡Es que quiero empezar otra vez! —contestó Anton.

—Hummm —dijo reflexionando su padre—. Pues mamá ya ha llamado por teléfono al señor Schwartenfeger y ha aplazado la consulta para el viernes que viene.

—¡¿Qué?! ¡¿Que ya ha llamado por teléfono?! —exclamó indignado Anton—. ¡¿Sin preguntarme a mí?!

Su padre puso cara de desconcierto.

—Es que tú estabas durmiendo... —contestó de una forma no muy convincente—. Y además, tenía que ser una sorpresa para ti.

—¡Y sí que lo ha sido! —gruñó Anton—. ¡Sólo que, desgraciadamente, es una mala sorpresa!

—¡Anton! ¡Bueno, anda, no te pongas tan furioso! —intentó calmarle su padre—. Nosotros sólo lo hemos hecho con la mejor intención.

—¿Con la mejor intención? —repitió Anton resoplando indignado.

—¡Sí! Porque nos hemos acordado de que tú no puedes soportar a los psicólogos. Y por eso nos hemos dicho que no íbamos a aguarte encima tu último día de vacaciones...

Anton inspiró profundamente.

—¡Pues eso es justo lo que habéis conseguido! —exclamó, y de repente se le saltaron las lágrimas.

Rápidamente se tapó la cabeza con la manta.

Oyó cómo su padre se levantaba y abandonaba la habitación. Poco después escuchó pasos que se aproximaban.

Bastante misterioso

—¿Anton?

Aquella era la voz de su madre.

—¿Qué pasa? —preguntó él debajo de la manta.

—Papá dice que no quieres venir con nosotros a la playa. ¿Es eso cierto?

—Sí.

—¿Y si le preguntamos a Ole si quiere venir?

—No. Yo quiero quedarme aquí y jugar al hockey.

—Está bien —dijo la madre de Anton después de una pausa—. Si para ti jugar al hockey con Ole es más importante... —La voz de ella sonó ofendida—. ¡Pero entonces tendrás que ir también a ver al señor Schwartenfeger! —exigió.

Anton estuvo a punto de soltar un grito de alegría debajo de la manta. ¡Afortunadamente su madre no podía ver lo poco que le asustaba a él aquella «amenaza»!

—Le voy a llamar ahora mismo por teléfono y le voy a preguntar si todavía tiene la hora libre —anunció ella.

Anton se quitó la manta de encima rápidamente.

—Yo también podría ir más tarde, porque Ole y yo vamos a estar muchísimo tiempo jugando al hockey... Hasta que se haga de noche.

—Tu interés por el hockey es un poco repentino, ¿no? —observó su madre.

—Sólo estaba adormecido —contestó Anton—. Exactamente igual que os pasa a vosotros.

—¿Qué quieres decir con eso?

—Bueno, pues... vosotros tampoco hacéis ya gimnasia de mantenimiento... ¡Y papá ha dicho que desde que no la hacéis habéis engordado ya dos kilos cada uno!

Su madre se puso colorada.

—Nuestro interés no está adormecido —declaró ella muy digna—. Pero es que nosotros tenemos muchas cosas que hacer y no podemos entregarnos sólo a los placeres... ¡como tú!

—Pues si eso es así —dijo Anton riéndose irónicamente a sus anchas—, entonces no podéis dejar de ir a la playa... ¡Por placer y para adelgazar!

Su madre le lanzó una mirada furiosa.

—Voy a llamar por teléfono ahora mismo.

Después de decir aquellas palabras, salió ruidosamente de la habitación.

Cuando ella se marchó, Anton se fue corriendo al armario. De debajo del vestido de encaje de Anna sacó su viejo palo de hockey, que hacía una eternidad que no utilizaba, y lo puso al lado del escritorio... por si acaso su madre preguntaba por él.

Luego esperó impaciente a que ella regresara.

Anton oyó por fin sus pasos e inmediatamente después su madre entraba en la habitación.

—Acabo de hablar por teléfono con la madre de Ole —le anunció en tono catastrofista y mirándole de forma penetrante.

—¿Con la madre de Ole?

Anton se quedó aterrado.

Entonces seguro que ella se había enterado que él no había quedado con Ole...

—¿Y qué ha dicho? —preguntó apocado.

—¡Ella no sabía absolutamente nada de que hubierais quedado! Y Ole tampoco se acordaba muy bien del todo.

—¿No muy bien del todo... ? —repitió Anton. O sea, que Ole no le había delatado.

—¡Sea como sea, el asunto de vuestro hockey sigue siendo bastante misterioso! —opinó descontenta su madre.

—Pero la madre de Ole —añadió ella después de una pausa— ha dicho que vayas de todas formas, hubierais quedado o no. E incluso te va a llevar en coche a ver al señor Schwartenfeger.

—¿Que me va a llevar en coche? —dijo Anton, y su corazón saltó de alegría.

¡Al parecer sus padres habían decidido hacer su excursión sin él!

—¿Y a qué hora es la consulta con el señor Schwartenfeger? —preguntó nervioso.

—A las ocho y media —contestó su madre.

Anton respiró con dificultad.

—¿Tan tarde?

—Sí, ya no quedaba ninguna hora antes —le explicó ella—. Y el señor Schwartenfeger me ha dado esta hora haciendo una excepción... por habérselo pedido yo. Ésa es precisamente la hora de consulta para los que trabajan. ¡Pero al fin y al cabo hoy es tu último día libre y las vacaciones han sido... eh, un cierto fracaso!

¡Anton se mordió la lengua para que su madre no se diera cuenta de lo mucho que se alegraba por aquel extraordinariamente afortunado añadido!

—Y nosotros te recogeremos luego, a las nueve menos cuarto —añadió ella.

Canela y azúcar

Una hora más tarde Anton estaba en la acera viendo cómo sus padres se montaban en el coche. Iban vestidos como si fueran a emprender una expedición al Polo Norte: con botas de marcha, abrigo de plumas, bufandas, gorros de lana y guantes. Lo único que no pegaba mucho era el brazo escayolado que el padre de Anton llevaba en cabestrillo.

El caso es que a Anton le entraron sudores sólo de verles con sus abrigos de plumas y se hizo cruces por que le hubieran dejado quedarse.

Su madre bajó la ventanilla del coche.

—Y vete enseguida a casa de Ole —dijo ella.

Aquella advertencia estaba de más, pues ¿adonde iba a ir Anton si no? ¡A aquellas horas el pequeño vampiro todavía estaba durmiendo profundamente!

—Sí —gruñó él.

—¡Y que te lo pases bien! —exclamó ella... y se puso en marcha.

«¡Eso espero!», pensó Anton suspirando.

Pero la madre de Ole —le pareció a Anton— fue realmente muy simpática. En la comida hubo arroz con leche con canela y azúcar. Y por la tarde, incluso, merengues, los pasteles favoritos de Anton, y además cacao con mucha nata.

A Anton le supo de maravilla, pues últimamente sus padres estaban entusiasmados por todo lo «sano» y siempre le estaban diciendo que el azúcar blanca y la harina blanca eran malos para la salud. A continuación Anton y Ole se fueron al parque a jugar al... ¡fútbol!

Y después de la cena, que tampoco estuvo mal —le pusieron una gigantesca porción de helado de vainilla con frambuesas calientes— la madre de Ole sacó su coche del garaje y Anton y Ole se sentaron en el asiento de atrás.

La madre de Ole examinó el plano de la ciudad.

—El señor Schwartenfeger este... tiene su consulta casi al otro extremo de la ciudad —dijo ella.

Anton asintió con la cabeza.

—Mi madre casi siempre se pierde.

Aquello realmente no era verdad, pero a lo mejor así le impresionaba a la madre de Ole.

Y, además, Anton quería llegar a la casa del señor Schwartenfeger lo más tarde posible, ¡pues si el misteriosísimo paciente era realmente un vampiro, sólo podría estar en la consulta
después
de haberse puesto el sol!

Sin embargo, la madre de Ole no se perdió y llegaron a la puerta de la casa del señor Schwartenfeger mucho antes de lo que Anton había esperado... y cuando todavía se veían los últimos rayos del sol poniente.

Anton dio las gracias y, rápidamente, antes de que a Ole y a su madre se les ocurriera acompañarle, se bajó del coche y echó a correr hacia la casa.

Enigmáticas insinuaciones

El portal estaba oscuro. Anton tanteó buscando el interruptor y respiró aliviado cuando lo encontró y se encendió la luz. Luego llamó al timbre de la puerta de la consulta.

La señora Schwartenfeger abrió la puerta.

—¿Ya estás aquí? —dijo ella..., pero al contrario que el martes anterior, no le pidió que entrara.

—Me ha traído la madre de un amigo —explicó Anton.

Se dio cuenta de que esta vez no olía a coliflor, sino a un perfume pesado y dulzón. Era un olor que Anton hasta aquel momento nunca había advertido ni en la señora Schwartenfeger ni en su marido. Así que en la consulta tenía que haber alguien más... ¡Alguien que usara aquel fuerte perfume! ¿Sería acaso el misterioso paciente cuya imagen al parecer no se reflejaba en el espejo?

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