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Authors: Angela Sommer-Bodenburg

Tags: #Infantil

El pequeño vampiro y el paciente misterioso (2 page)

BOOK: El pequeño vampiro y el paciente misterioso
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—Lustra los chicharrones... ¡Schwartenfeger! —exclamó Anton con la voz ronca.

¡El señor Schwartenfeger era el informador de Tía Dorothee! ¡Seguro que ella había encontrado una de sus hojas y había llamado al número de teléfono que ponía.

¡Sí, así tenía que haber sido!

Anton leyó otra vez el llamamiento.

Ayude a conservar el viejo cementerio...

¿Sería aconsejable hablarle al señor Schwartenfeger de la iniciativa ciudadana y pedirle «más información»?

Entrevista con el señor Schwartenfeger

En aquel momento se abrió la puerta de la sala de espera y la señora Schwartenfeger miró hacia donde estaba Anton.

—Ya hemos terminado de comer —explicó—. ¡Mi marido te está esperando!

Anton dobló apresuradamente la hoja y se la guardó en el bolsillo del pantalón. Luego se puso de pie y siguió a la señora Schwartenfeger por el pasillo, que aún seguía apestando a coliflor. Tosió ostentosamente... y se quedó aliviado cuando comprobó que en la sala de consulta del señor Schwartenfeger sólo olía a muebles viejos y enmohecidos.

El señor Schwartenfeger estaba sentado como en un trono detrás de un gigantesco escritorio, encima del cual se hallaban esparcidos todos los papeles y libros posibles. Cuando Anton entró, él hizo un gesto amable de asentimiento y le señaló la silla que había delante de su escritorio.

Anton tomó asiento. El desorden que había encima de la mesa y el hecho de que el señor Schwartenfeger no llevara una bata blanca, sino un jersey viejo y unos desgastados pantalones de pana, habían logrado que a Anton, ya en la primera visita, le cayera simpático... ¡Todo lo simpático que a Anton le podía parecer un psicólogo!

Pero quizá el señor Schwartenfeger no fuera en absoluto un típico psicólogo... Anton se acordaba del curioso programa didáctico que había desarrollado y que, según el, ayudaba en casos de miedos especialmente fuertes.

Y aquel programa didáctico lo quería experimentar el señor Schwartenfeger imprescindiblemente en vampiros, pero Anton había afirmado que él no conocía a ningún vampiro.

—Bueno, Anton, ¿cómo tan pensativo? —preguntó ahora el señor Schwartenfeger.

—Humm, sí —dijo Anton.

—¿Estás pensando en vuestras vacaciones?

—¿En las vacaciones?

Anton titubeó. Realmente él quería haberse quejado de los absolutamente inútiles regalos de Navidad (la tienda de campaña y el saco de dormir) que, después de todo, tenía que «agradecérselos» al señor Schwartenfeger.

Pero después de haber leído la hoja sus pensamientos sólo giraban en torno a la iniciativa ciudadana... y al papel que en ella jugaba el señor Schwartenfeger.

—¿Te han gustado las vacaciones? —preguntó el señor Schwartenfeger al ver que Anton se callaba.

—Bueno, sí... —dijo Anton pensando en cómo podía hacer, de la manera menos llamativa posible, que el tema de la conversación pasara de las vacaciones a
Salvad el viejo cementerio
.

Aquello, sin embargo, era más difícil de lo que Anton había pensado.

Y es que el señor Schwartenfeger parecía estar interesadísimo en todo lo relacionado con sus vacaciones en el Valle de la Amargura. A base de monosílabos y secamente Anton le informó de lo que habían hecho... y como, por supuesto, se calló lo de sus salidas con los vampiros, no hubo demasiado que contar. Cuando terminó, el señor Schwartenfeger dijo que parecía que estaba bastante decepcionado con las vacaciones.

—¿Decepcionado? —repitió Anton.

¡Si no sacaba ahora el tema de la iniciativa ciudadana, se pasaría la hora de consulta sin haber podido averiguar nada!

—Hubiera preferido quedarme aquí —dijo.

—¿Y eso por qué? —preguntó el señor Schwartenfeger.

—Por..., por el asunto del viejo cementerio...

Anton carraspeó. Decidió no andarse con más rodeos y sacó la hoja del bolsillo de su pantalón.

—¡A mí también me hubiera gustado colaborar en la iniciativa ciudadana!

—¿Te hubiera gustado colaborar? —inquirió el señor Schwartenfeger sorprendido... y, a todas luces, halagado.

Luego, después de una pausa, dijo:

—De eso hablaremos después, Anton... ¡Cuando terminemos nuestra pequeña sesión!

—¿Después?

—¡Sí! ¡Tú no has venido a verme por lo del viejo cementerio!

Anton apretó los labios y se calló; ¿qué podía contestar?

Y así, el señor Schwartenfeger siguió interrogándole: sobre el castillo en ruinas y la posada, sobre los machacados dedos de su padre y sobre los resultados del examen médico en el hospital...

Anton se volvió cada vez más parco en palabras. Un dedo estaba roto, sí. Ahora su padre llevaba la mano escayolada.

Aún quedan algunos ejemplares

Luego, por fin, pareció quedar satisfecha la profesional curiosidad del psicólogo.

Con una voz completamente cambiada y, de alguna manera, privada, dijo:

—¡Así que te gustaría entrar a formar parte de nuestra iniciativa ciudadana
Salvad el viejo cementerio
!

—¿Formar parte? —vaciló Anton—. En realidad primero solamente quería informarme.

—¡Muy bien! —le elogió el señor Schwartenfeger—. Eso es lo que debería hacer más gente aún: informarse y luego... ¡pasar a la acción!

Se frotó las manos.

—Y nosotros hemos pasado a la acción —continuó diciendo con orgullo en su voz—. ¡Hemos reunido cuatrocientas firmas y con ello les hemos demostrado a ese fanático guardián del cementerio y a su jardinero qué es lo que pensamos de sus supuestas «medidas de embellecimiento»!

—¿Hay que pagar cuota de socio? —preguntó cautelosamente Anton.

—¿Cuota de socio? ¡No! —dijo el señor Schwartenfeger rechazando esa pregunta—. ¡Lo único que tienes que aportar es energía y tesón!

—¿Energía y tesón?

—¡Claro que sí!

—Pero si las obras ahora están paradas... ¿O acaso no lo están? —preguntó Anton palpitándole el corazón.

—¡Sí, ése ha sido el éxito de nuestra iniciativa ciudadana! —dijo el señor Schwartenfeger. En voz baja y misteriosa añadió—: Pero eso no era, ni mucho menos, todo lo que quería alcanzar
nuestra
iniciativa ciudadana «Salvad el viejo cementerio».

—¿No? ¿Qué más era?

El señor Schwartenfeger lanzó una mirada hacia la puerta como si temiera que alguien le estuviera escuchando a escondidas.

Luego, con voz susurrante, dijo:

—A ti sí te lo puedo contar, ¡se trata del programa didáctico!

Anton se puso pálido.

—¿Del programa didáctico?

—¡Sí!

El señor Schwartenfeger buscó en uno de los cajones y sacó la gruesa cartera negra.

—Tú ya sabes —dijo confidencialmente— que yo he desarrollado este programa contra las fobias. ¡Y
tengo
que saber por fin si funciona!

Sin tener ni idea Anton le preguntó:

—Pero, ¿qué tiene eso que ver con el viejo cementerio?

—Oh, mucho —contestó el señor Schwartenfeger—. ¿Te acuerdas de que una vez te pregunté si conocías a algún vampiro?

Anton asintió angustiado.

—Por desgracia y para decepción mía dijiste que no conocías a ningún vampiro. Pero mientras tanto yo he averiguado que en nuestra ciudad seguramente quedan aún algunos ejemplares de esa vieja especie.

—¡¿Qué?! —gritó Anton—. ¿Vampiros. .. en nuestra ciudad?

El señor Schwartenfeger asintió con la cabeza.

—¿Ha visto usted... a los vampiros? —preguntó Anton con voz temblorosa.

El señor Schwartenfeger volvió a asentir, pero luego contrajo las cejas y dijo:

—¿Cómo que a
los
vampiros? ¡Al vampiro!

Anton apenas podía contener su curiosidad, pero se obligó a permanecer tranquilo. . —¿
Al
vampiro? —preguntó con toda la indiferencia que le fue posible—. ¿Acaso en el viejo cementerio?

—¡No, aquí, en la consulta! —contestó el señor Schwartenfeger—. ¡Es un paciente mío!

—¿Un paciente?

Durante unos segundos Anton se quedó sin habla.

—De todas formas hay algo que me irrita en este asunto —continuó diciendo el señor Schwartenfeger—. ¡Y es que él afirma que no es ningún vampiro!

El señor Schwartenfeger se había levantado de su silla giratoria y caminaba ahora de un lado a otro con grandes pasos, y las suelas de sus zapatos rechinaban terriblemente.

—¿Quieres saber cómo he conseguido comprobar que

es un vampiro?

El señor Schwartenfeger le enseñó a Anton un pequeño estuche de cuero marrón.

—¡Aquí está! ¡Con el espejo de bolsillo! —explicó—. Me peiné el cabello mirando por el espejo hacia donde él estaba, y figúrate: ¡Su imagen
no
se reflejaba en el espejo!

El señor Schwartenfeger se rió satisfecho de sí mismo y preguntó:

—Bueno, ¿qué es lo que tienes que decir a eso?

—Yo, eh... —dijo Anton buscando las palabras.

Su cabeza trabajaba febrilmente: ¿Conocía él al vampiro que era paciente del psicólogo? ¿Y cuál de los vampiros podía ser?: ¿Lumpi? ¿Wilhelm el Tétrico? ¿Ludwig el Terrible? ¡Rüdiger seguro que no, pues Anton se hubiera enterado, aunque fuera por Anna!

Entonces llamaron a la puerta, y después de un irritado «¿Qué es lo que pasa?» del psicólogo se asomó a la habitación la señora Schwartenfeger.

—No quisiera molestar —dijo ella en voz baja y acentuadamente respetuosa—, pero la señora Kratzmichel ya lleva un cuarto de hora esperando.

—¿La señora Kratzmichel? —preguntó el señor Schwartenfeger echando un vistazo a su enorme reloj de pulsera—. ¡Ah, ya es
tan
tarde! —dijo sintiéndose culpable—. Y todavía teníamos mucho de qué hablar... ¿Te gustaría volver, Anton?

—¿Yo? —Anton pensó en el misterioso paciente—. ¡Sí! —aseguró—. Sólo que... no puede ser demasiado temprano.

—¿Qué quieres decir con «no demasiado temprano»?

—Bueno... es que yo ahora siempre estoy fuera hasta muy tarde con mis amigos. Por eso preferiría venir por la noche.

«¡Cuando se haya puesto el sol!», añadió en sus pensamientos.

—Bueno, ya veremos —dijo el señor Schwartenfeger—. Hablaré de ello con tus padres.

—¿Con mis padres? ¡Pero si se trata de mí!

—Eso es cierto —dijo el señor Schwartenfeger—. Y

también crees que aún tienes muchas cosas que hablar conmigo, ¿verdad?

—¡Oh, sí! —contestó apresuradamente Anton—. Sobre las vacaciones..., pues sí que estoy muy decepcionado..., ¡y, naturalmente, también sobre la iniciativa ciudadana!

Problemas reprimidos

La madre de Anton ya le estaba esperando en el coche.

—Bueno, ¿cómo te ha ido? —preguntó ella con mal disimulada curiosidad.

—¿Cómo me iba a ir? —se hizo el indiferente Anton.

Sin embargo, por dentro estaba temblando de excitación por las... revelaciones del señor Schwartenfeger.

—¡De verdad, contigo no se puede hablar razonablemente!

Anton se rió mordaz.

—Pues con el señor Schwartenfeger he charlado de maravilla.

—Ah, ¿sí? —dijo ella mirándole inquisitiva de soslayo—. ¿Y de qué habéis hablado?

Anton hizo un amplio ademán.

—De las vacaciones y de los dedos machacados... y de que yo estoy muy decepcionado.

—¿De veras?

A ella le había cambiado la expresión del rostro, y visiblemente aliviada dijo:

—¡Me alegro, Anton, de que no sigas reprimiendo tus problemas y le des al señor Schwartenfeger la oportunidad de tratarlos charlando contigo!

—¡Pero tendría que dedicarme mucho más tiempo!

—¿Cómo... más tiempo?

—¡Pues sí! No habíamos hecho más que empezar a hablar y ya vino el siguiente paciente... Y además —dijo Anton sacando de su bolsillo la tarjeta que le había dado la señora Schwartenfeger—, no puedo volver hasta el viernes, y eso son tres días.

—Pero, Anton —se rió su madre—. ¡Al principio no querías ir de ninguna manera al señor Schwartenfeger y ahora, al parecer, no puedes esperar a la próxima consulta!

—¡Exactamente! —dijo Anton—. ¡Porque no quiero seguir reprimiendo mis problemas!

«Sobre todo
el
problema de cuál de los vampiros es el paciente del señor Schwartenfeger», añadió, aunque, naturalmente, eso no lo dijo en voz alta.

A Anton le hubiera gustado estar otra vez en casa, llamar por teléfono inmediatamente al señor Schwartenfeger y preguntarle el nombre del vampiro. Pero sospechaba que el psicólogo no iba a dar ninguna información por teléfono y tendría que resignarse a esperar a la consulta del viernes.

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