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Authors: Alberto Vázquez-Figueroa

Tags: #Comedia, Aventuras

Alí en el país de las maravillas (10 page)

BOOK: Alí en el país de las maravillas
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Una serpiente se alzó amenazadora haciendo sonar sus cascabeles al paso de Alí Bahar, quien, sin alterarse un ápice, extrajo con absoluta parsimonia el pesado Magnum 44 de Marlon Kowalsky para volarle de un certero disparo la cabeza.

A continuación, y a la sombra de una alta roca, asó al apetitoso, nutritivo e imprudente ofidio sobre unos matojos, para comenzar a devorarlo con manifiesto apetito y absoluta normalidad mientras sorbía de tanto en tanto un cazo de leche de cabra.

La productora de esa leche se entretenía pastando entre unos matorrales a unos treinta metros de distancia.

Al concluir su satisfactorio almuerzo, Alí Bahar partió en dos una ramita, se limpió con ella los dientes y extrayendo los hermosos zarcillos de plata que le había comprado la tarde anterior a la mexicana se entretuvo en observarlos con aire satisfecho.

Al poco buscó el teléfono con el fin de llamar a su padre, y cuando éste le respondió al otro lado le saludó amablemente:

—¡Buenos días, padre, si es que ahí es de día! ¡O buenas noches, si es que por el contrario es de noche!

—¡Buenas noches!

—Tú mandas, porque no pienso discutir aquello que está fuera de mi entendimiento. Te suplico que le digas a la pequeña Talila que ya tengo los zarcillos que me pidió. Y que son muy bonitos; de plata repujada y el dibujo de un águila.

—Y tú, ¿cómo te encuentras?

—¡Muy bien! He comido hasta hartarme, he dormido como un tronco, orino normalmente, tengo una cabra que me proporciona leche en abundancia y aquí proliferan los lagartos y las serpientes, por lo que podría quedarme medio año sin problemas.

—¡Pero eso sería terrible! —se lamentó Kabul Bahar—. Las cabras te necesitan. Y tu hermana y yo también.

—Lo sé y no debes preocuparte. He estudiado la zona y creo que en dos o tres días de marcha hacia el sur, alcanzaré el campamento, con lo que todo volverá a la normalidad.

—Y si es así, ¿por qué no aprovechas para traerte una nueva esposa? —quiso saber en tono casi suplicante el anciano—. Sabes bien cuánto me gustaría conocer a mis nietos antes de morirme y por lo que veo tu hermana no parece dispuesta a dármelos.

—¡Pero papá! —protestó su primogénito—. ¿Por qué insistes con eso? ¿Cómo voy a encontrar una esposa con mi defecto?

—No tienes por qué decirle que tienes un defecto hasta que te hayas casado —fue la respuesta—. Todo el mundo tiene defectos y no anda propagándolos a los cuatro vientos. Sobre todo cuando se trata de algo tan delicado como encontrar una esposa.

—No me parece honrado —replicó su hijo—. Y ya viste los problemas que me trajo con la pobre Amina.

—Al final se acostumbró.

—Muy al final —fue la amarga respuesta—. Además aquí nadie me entiende y todo el mundo me odia por culpa de mi tío, mi primo o quien quiera que sea ese maldito individuo que aparece hasta en la sopa.

—He estado echando cuentas y tiene que tratarse de un primo —reconoció el anciano convencido de lo que decía—. Tu tío, si es que aún vive, debe tener ya más de setenta años.

—Sea lo que sea, me trae a maltraer porque debe ser un mal bicho de mucho cuidado.

—No deberías hablar así de quien lleva nuestra misma sangre —le reconvino la prudente Talila, que había permanecido como siempre atenta a la conversación—. No debemos condenar a nuestros semejantes, sobre todo si carecemos de los suficientes elementos de juicio.

—Tú siempre tan comprensiva y generosa, pequeña —le replicó su hermano—. Admiro tu buen corazón, pero supongo que si tanta gente, por muy distinta a nosotros que sea, quieren ver muerto a un individuo que por lo que he podido comprobar se rodea de bandidos de horrenda catadura que se la pasan disparando al aire, por algo será.

—Mientras disparen al aire no le hacen daño a nadie —fue la lógica o ilógica respuesta, según quisiera mirarse.

—¡Es posible! —admitió no muy seguro de sí mismo Alí Bahar—. Pero el otro día pude comprobar que muy cerca se encontraba un pobre niño al que podrían haberle volado la cabeza.

—¿Y cómo lo viste? —quiso saber la incrédula Talila que evidentemente no sabía a qué demonios se refería—. ¿Acaso están ahí?

—Sí y no.

—¿Qué quieres decir con eso?

—Que no estaban físicamente y en tamaño real, sino como aprisionados dentro de unas extrañas cajas que aquí abundan, y al parecer te permiten ver cosas que están ocurriendo a una enorme distancia.

—Lo siento mucho, queridísimo hermano —se lamentó la pobre muchacha—. Te conozco desde que nací, pero por primera vez en mi vida no entiendo de qué me estás hablando.

—Extraño sería, pequeña, puesto que tampoco yo lo entiendo, y ya conoces ese viejo refrán de nuestro pueblo: «Tan sólo el ignorante se considera más sabio que el sabio, puesto que el sabio conoce los límites de su sabiduría, mientras que el ignorante desconoce los límites de su ignorancia» —fue la desconcertante respuesta—. Y te aseguro que yo, en estos momentos, desconozco cuáles son esos límites.

—¿Y cómo podría ayudarte?

—Si lo supiera, al menos sabría algo, pero también lo ignoro. Y ahora te ruego que os volváis a la cama y no os preocupéis por mí. Intentaré reflexionar sobre cuanto me ha ocurrido y tal vez encuentre alguna respuesta a tantas preguntas. ¡Buenas noches!

—¡Buenos días! ¡Que Alá te bendiga!

—¡Falta me hace!

Alí Bahar colgó y acomodó una piedra de modo que le sirviera de almohada tumbándose sobre la arena, cara al cielo, dispuesto a analizar cuanto le estaba sucediendo.

Ni había muerto, ni sufría alucinaciones, de eso estaba seguro.

Pero eso era de lo único que estaba seguro.

El resto escapaba por completo a su capacidad de entendimiento.

Por medio de alguna extraña brujería que no acertaba a explicarse, y por alguna inconfesable razón, que tampoco se explicaba, aquellos desconocidos le habían trasladado en un abrir y cerrar de ojos a un mundo diferente, del que lo menos aceptable resultaba sin duda el hecho inconcebible para cualquier mente normal, de que el día y la noche se hubieran alterado.

¿Cómo podía permitir Alá que algo tan antinatural sucediera cuanto resultaba evidente que había puesto toda su inmensa sabiduría al servicio de la creación?

Cuando las leyes por las que siempre se había regido la naturaleza se alteraban hasta el punto de transformar la noche en día y viceversa, todo carecía de sentido, y por lo tanto podía darse el caso de que lloviera hacia arriba, las casas reventaran sin razón aparente, o incluso el propio Alí Bahar se viera a sí mismo aprisionado en una pequeña caja en las que se aprisionaba de igual modo a hombres, mujeres, niños, animales e incluso paisajes.

Hasta el malhadado día en que los intrusos aparecieron ante la puerta de su jaima, la vida del infeliz pastor había seguido unas normas claramente delimitadas y se desarrollaba con una cierta lógica. Lo único que tenía que hacer era ver cómo amanecía cada mañana y se ocultaba el sol cada tarde mientras cuidaba de su anciano padre, su frágil hermana y su triste puñado de animales.

Y rogar para que lloviera. De arriba abajo, como estaba mandado. Fue feliz cuando conoció a su esposa y profundamente desgraciado cuando ella falleció de parto.

Vivía en paz consigo mismo puesto que siempre se había considerado un hombre de bien y jamás le había hecho daño a nadie.

Pero ahora mucha gente quería hacerle daño.

¿Por qué?

¿A qué venía semejante inquina si siempre había sido un buen hijo y un buen hermano y jamás mintió ni engañó?

¿Se debía tal vez a su defecto?

No. Presentía que se debía sin duda a su extraordinario parecido con su aborrecido primo, pero por más que se estrujaba el cerebro no acertaba a comprender por qué diabólica razón le habían ido a buscar a su humilde choza para trasladarle a un lugar tan absurdo y convertirlo en blanco de las iras de unas gentes a las que ni siquiera conocía.

Al cabo de un largo rato llegó a una primera conclusión que consideró bastante razonable: el problema no estribaba en que toda aquella gente odiara a su primo.

El problema estribaba en que le temían, y era cosa sabida que los hombres, como las bestias, cuando tienen miedo reaccionan de una forma a menudo inesperada e incontrolable.

De otro modo no se explicaba que aquel pequeño ejército de individuos uniformados de negro se moviera como lo había hecho en el campo de golf, puesto que cabría asegurar que en lugar de precipitarse sobre un único enemigo, o una pareja que se limitaba a hacer el amor, se encontraran acorralando a la más peligrosa de las bestias.

Resultaba evidente que su desconocido primo aterrorizaba a aquellas pobres gentes, y que era eso lo que les obligaba a comportarse de una forma tan irracional y desquiciada.

Mientras el por lo general inescrutable rostro de Alí Bahar, mostraba a las claras la magnitud de su amargura, preocupación y desconcierto, el rostro de Philip Colillas Morrison mostraba por el contrario una profunda felicidad puesto que, sentado en la taza del retrete del baño anexo a su despacho, fumaba plácidamente un largo cigarrillo y resultaba evidente que ese simple hecho constituía para el director de la agencia especial Centinela un placer sin parangón posible.

Al poco se escucharon golpes en la puerta y la áspera voz de su severa secretaria le devolvió a la amarga realidad.

—¡Señor! —masculló con su proverbial sequedad—. Le llaman desde el control central.

—¡Siempre tan inoportunos! —fue la respuesta—. Ahora estoy ocupado. Les llamaré en cuanto acabe.

Continuó con lo que estaba haciendo y cuando comprendió que estaba a punto de fumarse hasta el filtro, extrajo de un pequeño armario un frasco de ambientador perfumado con el que se afanó en la tarea de rociar cuidadosamente la estancia.

Tan sólo entonces regresó a su inmenso despacho, tomó el teléfono y marcó un número aguardando a que le contestaran al otro lado.

—¿Control central? —inquirió con el tono de quien se encuentra muy atareado y no tiene tiempo que perder—. ¿Qué diablos ocurre ahora?

—Hemos localizado al terrorista, señor —le respondieron de inmediato—. Acaba de hacer una llamada lo suficientemente larga.

—¿Está absolutamente seguro del lugar en que se encuentra? —inquirió su interlocutor que ya contaba con una amarga experiencia.

—Con un margen de error de diez metros, señor —fue la firme respuesta que llegó del otro lado del teléfono.

—¿Y dónde esta?

—En pleno desierto, a noventa millas al suroeste de Las Vegas.

—¿Hay algo a su alrededor? —quiso saber el ahora realmente interesado Philip Morrison—. ¿Casas, restaurantes, un casino, una carretera o algún campo de golf?

—¡Absolutamente nada, señor!

—¿Me da su palabra?

—La tiene, señor. Las imágenes que nos envía el satélite indican que no se distingue un solo lugar habitado por lo menos en doce o quince millas a la redonda.

—En ese caso mándenle una «paloma mensajera» y acabemos con él de una vez por todas —carraspeó nerviosamente—. Y no se preocupe, yo asumo toda la responsabilidad.

Ajeno al serio peligro que corría por el hecho incuestionable de que una letal «paloma mensajera centinela 17» de matemática precisión acabara de iniciar el vuelo dispuesta a aniquilarle, Alí Bahar continuaba tumbado en el mismo punto del desierto de Nevada, meditando sobre su triste destino y las razones por las que al parecer la mayor parte de los habitantes de aquel extraño mundo le aborrecían.

Comenzaba a quedarse transpuesto cuando de improviso se irguió prestando atención puesto que le acababa de llegar, lejano e inconfundible, el monótono rugido de un motor.

Se puso en pie de un salto, trepó a la roca más cercana y al poco pudo distinguir, allá a lo lejos, la estilizada silueta de un negro helicóptero de combate que se aproximaba a gran velocidad.

Alí Bahar llegó rápidamente a la conclusión de que se trataba de la misma gente que había estado a punto de apresarle en el campo de golf, por lo que buscó a su alrededor, no descubrió refugio alguno y al fin optó por echar a correr trepando por las escarpadas laderas del cañón hasta llegar hasta la misma cima.

Allí se tumbó entre unos matorrales desde donde pudo observar con total nitidez cómo el amenazador helicóptero erizado de ametralladoras iba a posarse justo en el punto en que se había dedicado a reflexionar.

Rápidamente descendieron una decena de los mismos hombres vestidos de negro comandados por el mismo oficial de cara enrojecida y gruesa papada al que también había visto con anterioridad, y que se aproximó a la hoguera, con el fin de olerla y palparla con aire de experto para exclamar de inmediato:

—¡Las brasas aún están calientes! ¡Este es el lugar! —A continuación hizo un gesto con los abiertos brazos señalando un amplio círculo a su alrededor—. ¡Desplegaos! —ordenó con voz de trueno—. ¡Vamos a cazar a ese maldito hijo de perra!

Desde su escondite, Alí Bahar lo observaba todo sinceramente preocupado, puesto que podía advertir cómo sus perseguidores se dedicaban a registrar minuciosamente cada rincón del cañón hasta cerciorarse de que no se encontraba ocupado más que por una triste cabra que se entretenía en ramonear pacientemente unos arbustos espinosos.

—¡Despejado al este! —gritó alguien.

—¡Despejado al oeste! —le respondieron.

—¡Despejado al norte! —concluyó una especie de eco impersonal.

El por lo general frío y calculador coronel Jan Vandal, que tanto en Vietnam como en Irak había adquirido justa fama por sus imparciales análisis de los problemas logísticos en combate, señaló decidido hacia la agreste cumbre que se alzaba frente a él para ordenar sin la más mínima sombra de duda:

—En ese caso hay que buscarlo en el sur. ¡Todos arriba, el dedo en el gatillo, y mucha atención! Ese canalla va armado y es extremadamente peligroso.

Sus hombres se lanzaron de inmediato a trepar ágilmente por las empinadas laderas mientras Alí Bahar los observaba convencido de que en esta ocasión no tenía escapatoria.

El piloto del helicóptero apagó el rotor, descendió y se alejó unos metros para comenzar a orinar contra una roca convencido de que semejante operativo militar poco o nada tenía que ver con él.

La cabra se aproximó para comenzar a olisquear el aparato probablemente en busca de un poco de agua.

Los hombres continuaban subiendo y registrando cada palmo de terreno sin perder detalle de cuanto ocurría a su alrededor.

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