Read Alí en el país de las maravillas Online

Authors: Alberto Vázquez-Figueroa

Tags: #Comedia, Aventuras

Alí en el país de las maravillas (13 page)

BOOK: Alí en el país de las maravillas
2.19Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

—Porque al ver cómo usted le ataca en sus programas de televisión sin ninguna razón y asegurando que está aliado poco menos que con el demonio, me indigné.

—¿Y puede más su indignación que la fidelidad a esa misteriosa agencia para la que trabaja?

—Cuando está en juego la vida de un inocente al que conozco personalmente y que además me cae muy bien, sí.

—¿Y eso? Siempre imaginé que los que se ocupan de esa clase de asuntos carecen de escrúpulos.

—No del todo. Estoy acostumbrado a tratar con criminales y terroristas, escoria a la que no me importa eliminar puesto que en esos momentos entiendo que le estoy haciendo un favor a la humanidad que vive mucho más tranquila sin ella, pero me rebelo contra la idea de asesinar a alguien al que hemos engañado de mala manera.

—Esa actitud le honra.

—No busco honra, sino un cierto tipo de justicia y no es justo que se envíe a miles de muchachos a una guerra que en el fondo lo único que pretende es enriquecer aún más a ese maldito Klan de los Texanos de los que se empieza a rumorear que son los que en verdad nos gobiernan.

De improviso Marlon Kowalsky guardó silencio para observar con extraña fijeza a su interlocutora que le devolvió la mirada con cierto aire provocativo.

Al poco el miembro de la agencia especial Centinelas de la Patria hizo un leve gesto con la mano para señalar con manifiesta intención:

—No quisiera parecerle grosero, pero tengo la impresión de que el cuerpo nos está pidiendo lo mismo a los dos. ¿Qué me diría si...?

Janet Perry Fonda pareció confundida pero replicó con sorprendente suavidad impropia de una mujer como ella:

—Si le soy sincera tengo que admitir que también me apetece, pero lo malo es que por mucho que trate de disimularlo mi marido siempre acaba por enterarse y se pone hecho una furia.

—¿Y a qué hora suele regresar a casa?

—Sobre la medianoche —replicó la reportera del año consultando su reloj—. Como supongo sabrá, es el presentador del noticiario de las once y en estos momentos debe estar a punto de entrar en antena.

—¡Lástima, porque en verdad me apetece mucho!

—¡Y a mí! —De improviso la Mejor Reportera del Año lanzó un leve suspiro para acabar por encogerse de hombros y admitir—: ¡Qué diablos! La vida está hecha para disfrutarla. ¡Vamos a ello!

Marlon Kowalsky esbozó una cómplice sonrisa, extrajo del bolsillo de su camisa un paquete de cigarrillos y encendiendo dos le entregó uno con un gesto voluptuoso.

Como puestos de acuerdo y sin necesidad de hablar ambos se recostaron en sus respectivos asientos para comenzar a fumar entrecerrando los ojos con expresión de evidente placer.

Al rato ella inquirió:

—¿Y por qué cree usted que ese tal Alí Bahar no decide entregarse a la policía para explicarlo todo?

—Porque no creo que sea capaz de diferenciar el uniforme de un policía del de la pandilla de anormales del coronel Vandal, que no han hecho más que acosarle y pegarle tiros. ¡Créame! Si se entregara, la agencia le liquidaría en un abrir y cerrar de ojos.

—¿Asesinándole a sangre fría?

—Fría o caliente, ¿qué más da?

—Eso suena muy duro tratándose como se trata de un organismo oficial de un país democrático.

—Para la agencia la democracia no es más que algo superfluo que se le exige al resto del mundo, pero de lo que se puede prescindir cuando conviene a sus intereses.

—Pero se supone que seguimos viviendo en un país libre.

—Usted lo ha dicho muy bien: «se supone». Pero de la suposición a la realidad media un gran trecho. Nuestro jefe cuenta con un presupuesto multimillonario, nadie le controla, y a veces se comporta como el presidente de un estado dentro del estado.

—¿Y el Congreso y el Senado lo aceptan?

—Tal como ha dicho públicamente Russel Byrd, el único hombre decente que queda allí dentro, prefieren no enterarse de nada. La población de Irak, donde más de la mitad de sus habitantes tienen menos de quince años, ha sido diezmada porque unos cuantos multimillonarios quieren ser aún más millonarios, pero nadie ni en el Congreso ni en el Senado se atreve a abrir la boca por miedo a las represalias de Bush.

—La verdad es que estamos llegando a un punto en que tendremos que empezar a escuchar más a nuestras conciencias y menos a los políticos. ¿Qué cree que va a pasar ahora?

—No lo sé, pero me consta que mi jefe sabe que si se descubre la verdad de todo este asunto estallará un escándalo que le puede costar muy caro, por lo que lo único que le importa es borrar cualquier huella de lo que ha hecho haciendo desaparecer a ese infeliz. Y no me parece justo.

—¿Y por qué no se limita a devolverle a su casa donde no creo que nadie se molestaría en ir a buscarle otra vez? —quiso saber ella evidenciando una absoluta lógica.

—Porque para eso lo primero que habría que hacer es cazarle —fue la también lógica respuesta—. Pero Alí Bahar está demostrando ser un tipo muy astuto y escurridizo, debido a lo cual esa pandilla de imbéciles del coronel Vandal siempre llega tarde.

—¿Tiene una idea de dónde puede estar en estos momentos? —Ante la muda negativa del otro la reportera añadió—: Lo que me sorprende es que no trajeran también al intérprete.

—¡Cosas de la agencia!

—Pero ¿cómo esperaban entenderse con él aunque tan sólo fuera para decirle lo que tenía que hacer?

—El gran jefe no mostró demasiado interés alegando que contamos con un ejército de intérpretes, pero lo cierto es que lo único que saben son idiomas de andar por casa.

—¿Qué quiere decir con eso?

—Que los khertzan son una tribu nómada que ha vivido apartada del resto del mundo durante casi dos mil años, por lo que su dialecto no se parece a ninguna lengua conocida. Tan sólo existe un khertzan que hable inglés, pero resultó ser un tipo honrado al que no le gustó que le engañáramos y le utilizáramos para secuestrar a uno de los suyos, por lo que acabó por tirarnos el dinero a la cara.

Janet Perry Fonda apagó lo poco que quedaba de su cigarrillo al tiempo que inquiría vivamente interesada:

—¿Cómo podría ponerme en contacto con ese hombre?

Marlon Kowalsky extrajo del bolsillo un papel que colocó con sumo cuidado sobre la mesa que los separaba.

—Supuse que me haría esa pregunta —dijo—. Ésta es su dirección.

Ella lo tomó, le echó un vistazo y lo dejó sobre la mesa al tiempo que señalaba:

—Está demostrando ser un tipo muy listo.

—Simplemente precavido —replicó el otro con un leve encogimiento de hombros—. Pero recuerde: usted no me ha visto nunca y por lo tanto yo no tengo nada que ver en todo este asunto.

—¡Descuide! —fue la respuesta acompañada de una provocativa sonrisa—. Yo jamás revelo mis fuentes de información. —Se humedeció levemente los labios para añadir—: ¡Por cierto! Si hay algo que de verdad me encanta, ¡es echar un buen polvo después de fumar!

—¡Perdón! ¿Cómo ha dicho?

—He dicho que tengo la impresión que este cigarrillo se merecería que nos pegáramos un pequeño revolcón sobre la alfombra.

Marlon Kowalsky se ruborizó visiblemente y la observó de medio lado para acabar por inquirir en cierto modo temeroso:

—¿Seguro que su marido no llega hasta la media noche?

—¡Seguro! —replicó ella sin sombra de duda—. Además, no tiene por qué preocuparse; a él lo único que de verdad le molesta es que fume.

Alí Bahar vagaba sin rumbo por el laberinto de calles, avenidas, parques y autopistas de una de las ciudades más extensas, complejas, desquiciadas y cabría asegurar que paranoicas del mundo.

Intentaba a toda costa pasar inadvertido. En ocasiones, fingiendo que leía un periódico como había advertido que hacían muchos viandantes, girando bruscamente la cabeza para quedarse contemplando un escaparate cuando se percataba de que alguien reparaba en él, o escondiéndose en un portal o tras una cabina telefónica si veía aproximarse a un uniformado, pero resultaba evidente que, a medida que se iba adentrando más y más en el centro de la gran urbe, sus dificultades iban en aumento.

Una rubia patinadora de generosos pechos y musculosas piernas estuvo en un tris de atropellarle, pero en el último momento cruzó a su lado como una exhalación, le acarició la barba y se alejó riendo alegremente por su infantil travesura.

Un ciego se dirigió directamente hacia él, pero a poco más de un metro de distancia se detuvo, olfateó el ambiente y le esquivó dando un rodeo, mientras mascullaba entre dientes que los vecinos de aquel maldito barrio de inmigrantes eran tan poco cívicos como para abandonar los cubos de la basura en medio de la acera.

Alguien se había dejado abierta la llave de una boca contra incendios, y un grueso chorro de agua limpia y pura corría libremente por la calle para ir a desaparecer por una alcantarilla ante la desesperada mirada de un beduino para quien el agua había constituido desde siempre el más inapreciable de los tesoros.

Advertir cómo se desperdiciaba sin que nadie le prestara la más mínima atención le encogía el alma y hacía que un nudo le apretara las tripas puesto que no podía por menos que imaginar cuántas cosas hermosas podrían crecer con ella en las fértiles tierras en que había nacido.

Y es que en contra de la opinión que pudieran tener quienes no conocieran tal como él conocía el desierto, éste no era en absoluto un lugar estéril, sino tan sólo un lugar sediento. En cuanto se le proporcionaba el agua que siempre había estado necesitando, la abundancia de sales minerales y nutrientes de unos suelos que permanecían intactos desde el comienzo de los siglos, así como un sol de fuego que impartía energía, daban origen a prodigiosas cosechas insospechables en cualquier otro lugar del planeta.

Permitir que toneladas de agua se deslizaran por el asfalto para ir a parar a una sucia alcantarilla sin que nadie lo evitara, era para Alí Bahar casi tan horrendo como permitir que un ser humano se desangrara en plena calle sin que nadie acudiese en su ayuda.

Pero ¿qué se podía esperar de un lugar en el que los cubos de basura aparecían repletos de magníficos alimentos?

Ni él estaba muerto, ni aquél era, por mucho que su sabio padre insistiera, el paraíso prometido, de eso empezaba a estar seguro, pero de lo que también empezaba a estar seguro era de que si no se convertía en un auténtico paraíso no era por culpa de una naturaleza excepcionalmente generosa, sino de quienes la habitaban.

En los parques públicos llovía hacia arriba, por lo que crecía una hierba muy alta, pero ningún animal la aprovechaba, excepto algunos perros que hacían en ella sus necesidades.

Las altivas palmeras aparecían cuajadas de cocos, pero nadie trepaba hasta su copa con el fin de recolectarlos y venderlos.

En multitud de jardines privados crecían a menudo naranjos, manzanos, perales y limoneros, muchos de cuyos frutos habían caído al suelo y se pudrían sin que sus propietarios se molestaran en recogerlos.

Infinidad de cajas de fina madera que habían contenido las más variadas mercaderías y con las que se podrían fabricar hermosos utensilios o encender fabulosas hogueras habían sido arrojadas a los contenedores junto a los que en ocasiones se distinguían mesas, sillones, armarios e incluso colchones que hubieran hecho las delicias de su viejo padre, o de los que la hacendosa Talila hubiera obtenido un magnífico provecho.

Aquél era sin duda un mundo de derroche, pero parecía ser al mismo tiempo un mundo de miserias, puesto que al igual que se arrojaban a la calle tantas cosas útiles, se arrojaban seres humanos en desuso, que aparecían tirados aquí y allá, a menudo en el banco de un parque o en el portal de un edificio, y le asombró comprobar que incluso perteneciendo, como debían pertenecer, a la misma tribu, ya que habitaban en el mismo lugar, nadie se preocupase de brindarles un techo o un plato de comida.

En su desierto, en el que a menudo se carecía incluso de lo más imprescindible, cualquier viajero, por vagabundo que fuera e incluso aunque perteneciera a otra tribu y a otra religión, era siempre bien recibido y atendido en la más humilde jaima, pero allí pobres ancianos indefensos o andrajosos niños se morían de hambre junto a los más altos y lujosos edificios que jamás hubiera sido capaz de imaginar.

Si en verdad aquello era el paraíso, quien lo creó debía ser el dios más injusto que pudiera existir.

Pasó largo rato observando a un militar que curiosamente no portaba armas, cuya mayor preocupación parecía ser la de permanecer en pie a la puerta de una preciosa mansión, atento únicamente a la llegada de brillantes automóviles a los que se limitaba a abrir la puerta y permitir el paso a quienes los ocupaban, y a los que saludaba una y otra vez con aire servil, sin tener en cuenta que por la vistosidad de su uniforme, su graduación debería ser sin duda mucho mayor que la de aquellos ante los que se inclinaba.

—Por lo visto aquí los generales visten de paisano y los soldados de general —murmuró para sí mismo—. Pero lo cierto es que esto no tiene nada que ver con lo que mi padre me contaba de su estancia en el ejército.

Y es que su anciano progenitor exhibía siempre con orgullo una vieja fotografía de cuando estuvo en la guerra contra los ingleses, y en ella se podía advertir con total nitidez que los uniformes de los oficiales eran mucho más lujosos que los del resto de la tropa.

Pero ¡qué se podía esperar de un país en el que llovía hacia arriba y donde hombres y mujeres que lucían culos que no se podían abarcar con los dos brazos no paraban de devorar grasientos y malolientes comistrajos que adquirían en unos puestos ambulantes!

La mayoría de la gente era muy gorda.

Avanzaban por la calle bamboleándose sobre muslos tan anchos como su propio pecho, incapaces de subir con normalidad una escalera y respirando a menudo fatigosamente, pero aun así continuaban comiendo a dos carrillos o lamiendo con evidente delectación escurridizas masas de colores que hacían equilibrios sobre una especie de altos cucuruchos, y a Alí Bahar le hubiera gustado hablar su idioma aunque sólo fuera con el fin de advertirles que lo que estaban haciendo tan sólo contribuía a que aumentaran aún más de peso.

Le llamó profundamente la atención el absurdo hecho de que entre tanto obeso que se esforzaba por parecer delgado, existiesen, no obstante, una serie de individuos más bien delgados que se ataban a la cintura una especie de almohadón con el fin de aparentar que poseían una enorme barriga.

BOOK: Alí en el país de las maravillas
2.19Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

Magnolia Wednesdays by Wendy Wax
The Apple Tree by Daphne Du Maurier
The Child by Sarah Schulman
Lo que devora el tiempo by Andrew Hartley
Dying Memories by Dave Zeltserman
La ciudad sagrada by Douglas Preston & Lincoln Child
Mike's Mystery by Gertrude Warner