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Authors: Alberto Vázquez-Figueroa

Tags: #Comedia, Aventuras

Alí en el país de las maravillas (14 page)

BOOK: Alí en el país de las maravillas
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También fingían ser mucho más ancianos, luciendo para ello largas barbas blancas y evidentemente postizas, al tiempo que vestían estrafalariamente con anchos pantalones y largas casacas de un rojo violento, al tiempo que se cubrían la cabeza con un extraño gorro picudo coronado por una borla blanca.

La mayoría se pasaban las horas en pie ante la puerta de un gran comercio a la par que otros varios recorrían las calles agitando una pesada campana y entonando lo que parecía una monótona letanía que acabó por clavársele en el cerebro:

—¡Feliz Navidad! ¡Feliz Navidad!

Quiénes eran, a qué tribu o secta pertenecían, y cuál constituía su cometido escapaba por completo a su entendimiento, pero resultaba evidente que para algo útil debían de servir, puesto que había tantos.

Se les veía a menudo en el interior de aquellas cajas mágicas que tanto proliferaban en las cristaleras de algunos edificios, con frecuencia incluso junto a otras cajas en las que con excesiva frecuencia hacían su aparición las imágenes de aquel primo lejano al que por lo que había podido comprobar todos aborrecían.

En un momento determinado le asaltó la inquietante sensación de que un viandante le había reconocido, y cuando al poco se volvió a mirar furtivamente se convenció de que le seguía, aunque en cuanto el desconocido comprendió que había sido descubierto se apresuró a disimular fingiendo estar interesado en los carteles de un cine que tenía a su derecha.

Las sospechas del beduino aumentaron cuando poco después lo volvió a entrever a sus espaldas, por lo que se apresuró a escabullirse entre la multitud, optando por alejarse a toda prisa por un callejón para acabar por introducirse en un edificio en ruinas, probablemente una antigua tienda o almacén, a través de cuyas sucias y destrozadas cristaleras cubiertas en parte por bastos tablones podía observar cómodamente el exterior.

Al poco pudo comprobar que su perseguidor le buscaba, pero le tranquilizó advertir que al cabo de un rato desistía de su empeño acabando por perderse de vista en la siguiente esquina.

Pronto llegó a la conclusión de que aquel mísero lugar constituía un magnífico refugio, ya que desde sus incontables ventanas podía asomarse a dos calles y estudiar con detenimiento y tranquilidad las idas y venidas de la gente, el tráfico de los incontables automóviles, los ruidos de la ciudad, los juegos de los niños e incluso las discusiones de los vecinos.

Pasó la noche en una de las habitaciones del último piso y agradeció las horas de descanso, aunque a decir verdad no pudo dormir a gusto puesto que el continuo aullar de las sirenas de los coches de policía o las ambulancias le obligaban a despertarse a cada instante. Entonces echaba de menos el silencio de las noches del desierto.

Tumbado en un rincón, escuchando el continuo corretear de docenas de ratas por las proximidades y observando los cambios de color que experimentaba el agujereado techo según cambiaba de color un gigantesco anuncio luminoso que ocupaba toda la fachada del edificio que se alzaba al otro lado de la calle, se preguntó una y otra vez cómo conseguiría ingeniárselas para conseguir escapar de aquella gigantesca trampa a la que un maldito camión le había conducido la noche anterior.

Subió a él imaginando que constituiría la mejor forma de alejarse de los insistentes hombres de uniforme negro que tanto empeño parecían tener en apresarle, pero lo hizo con el convencimiento de que se limitaría a trasladarle a cualquier otro rincón de aquel vasto desierto y no a una ciudad que resultó ser mucho más extensa y con edificios más altos que la que descubriera la noche que llegó a la cima de la montaña.

De aquella primera ciudad consiguió escapar en poco tiempo encontrando refugio en aquel extraño lugar en que la gente golpeaba con un palo una bola, pero esta otra parecía no tener fin pese a que a veces distinguiera en la distancia altas montañas cubiertas de bosques.

La experiencia de toda una vida al aire libre le dictaba que para llegar a un punto no tenía más que fijar un rumbo y seguirlo sin desviarse, pero por desgracia aquéllas no eran las extensas llanuras en que se crió, por lo que cada vez que elegía ese rumbo un conjunto de edificios o una avenida por la que circulaban a toda velocidad miles de vehículos le desviaban hacia los lugares más insospechados, hasta el punto de que en ocasiones tenía la impresión de haber regresado al punto de partida.

El tradicional sentido de la orientación que había hecho famosos a los khertzan había dado paso al más profundo desconcierto, puesto que por no existir, en el cielo ni tan siquiera existían aquellas estrellas que en las más oscuras noches le indicaban el camino.

No quiso llamar a su padre, consciente de que nada de cuanto el anciano le dijera le serviría de ayuda en semejante situación, y estaba convencido de que por el tono de su voz captaría la magnitud de su angustia, lo cual probablemente le pondría más inquieto aún de lo que debía estarlo ya.

Un anciano que no contaba más que con el cariño de una muchacha indefensa y la protección de un hijo que de improviso desaparecía de su lado y del que no tenía más noticias que las que le llegaban por medio de un diabólico aparato, debería sentirse tan impotente y asustado que cualquier mala noticia podría empujarle directamente a la tumba.

Al alba sintió, quizá por primera vez en su vida, auténtica necesidad de pedirle a Alá que le mostrara el camino que le llevara de regreso a su hogar, por lo que lamentó no disponer de una pequeña alfombra con la que cubrir el mugriento suelo de un infecto edificio en el que las cucarachas y las ratas campaban a sus anchas.

Un explorador perdido entre las dunas del Sahara probablemente no se encontraría anímicamente más confuso y abatido de lo que se encontraba el beduino Alí Bahar perdido en el corazón de la ciudad de Los Ángeles, que parecía haberse convertido en la mayor cárcel que jamás construyeran los hombres.

Pese a estar dotado de una aceptable inteligencia natural, al beduino de nada le servía a la hora de desenvolverse en una sociedad de la que lo desconocía todo, incluido el idioma, por lo que para escapar de tan complejo presidio no contaba más que con sus piernas y su necesidad de regresar a proteger a su familia.

Pero ¿dónde estaba su casa?

¿En qué dirección, a qué distancia y en qué mundo: aquel en que era de día o aquel en que era de noche?

Una vez más se asomó al exterior para cerciorarse de que las calles aparecían tan repletas de transeúntes como de costumbre, por lo que se le planteaba una vez más la inutilidad de salir a riesgo de ser reconocido, sabiendo como sabía además que no tenía la menor noción de hacia dónde debería encaminar sus pasos.

Se acurrucó en un rincón del mayor de los salones del piso alto abrazándose las rodillas y con la vista clavada en el gigantesco anuncio de una botella que iba expulsando burbujas y que ocupaba toda la esquina del edificio vecino.

Adónde iban a parar aquellas burbujas y qué utilidad tenía aquel monótono movimiento era algo que, como tantas otras cosas, escapaba a su comprensión, pero empezaba a abrigar el íntimo convencimiento de que resultaba del todo inútil tratar de entender el universo al que había sido tan violentamente arrojado sin razón aparente.

Incluso corría el riesgo de acabar por volverse loco, puesto que la ingente cantidad de nuevos estímulos que le llegaban a cada instante parecían a punto de superar su capacidad de asimilación.

Su cerebro no daba ya más de sí.

Lo único que en verdad deseaba era cerrar los ojos y volver a abrirlos en su jaima en compañía de su padre y su hermana.

Pero las sirenas de las ambulancias continuaban truncando sus sueños.

Mucho más tarde, cerca ya del mediodía, un ahogado lamento o una especie de ronco estertor le devolvió a la realidad.

Prestó atención y en uno de los cortos intervalos en los que el tráfico parecía disminuir sin motivo aparente, lo percibió de nuevo.

Llegaba de un par de pisos más abajo.

Sigilosamente se asomó a la escalera, descendió procurando que los viejos peldaños no rechinaran y al fin distinguió a uno de aquellos estrafalarios personajes de falsa barriga y falsa barba blanca recostado contra la pared de uno de los descansillos del quinto piso.

Se encontraba, al parecer, inconsciente, con los ojos cerrados, lanzando agónicos lamentos, con una blanca espuma asomándole por la comisura de los labios y rodeado de un charco de vómitos.

Se había despojado de la mayor parte de su absurda vestimenta y aparecía con la manga izquierda de la camisa alzada y una extraña aguja unida a un pequeño tubo clavado en el antebrazo.

La muerte subía por la escalera.

Alí Bahar no había visto morir más que a su madre, su esposa y su hijo, pero una especie de sexto sentido le había avisado siempre de la proximidad de la muerte.

No podía saber qué era lo que le ocurría a aquel extraño individuo ni por qué absurda razón había buscado un lugar tan sórdido y miserable para acudir a su última cita, pero de algún modo presentía que dicha cita iba a ser tan puntual como todas aquellas en las que uno de sus protagonistas era la horrenda vieja de la guadaña.

Descendió y fue a acuclillarse frente al moribundo para extender la mano y acariciarle el rostro como si quisiera infundirle ánimos.

El falso Papá Noel entreabrió apenas los ojos y le observó con ojos turbios y tan apagados como su propia vida.

Dejó escapar un borbotón de blanca espuma, hizo un supremo esfuerzo y por último balbuceó:

—¡Esta mierda era una auténtica mierda! ¡Adiós, preciosa! ¡Cuídate!

Y con aquellas palabras, incomprensibles para quien las escuchaba, se retiró definitivamente de la escena.

Al poco Alí Bahar tomó asiento en el último escalón, a menos de dos metros de distancia y estuvo observando largo rato el trágico despojo en que se había convertido un hombre aún joven y que en otro tiempo debió ser evidentemente alto, fuerte y bien parecido.

Se preguntó por qué razón se habría convertido en aquella figura escuálida y demacrada, y qué relación podría tener con su muerte el extraño objeto que sobresalía de su antebrazo.

Como de costumbre no encontró respuesta alguna a sus preguntas, por lo que dejó de hacérselas y se concentró una vez más en lo que en verdad le preocupaba: cómo salir de aquel maldito lugar y regresar a un desierto desde el que le resultaría mucho más sencillo reencontrar el camino hacia su casa.

Al poco su vista recayó en la blanca barba de algodón que el difunto aún aferraba en su mano izquierda.

Luego su vista fue al rojo traje, el gorro coronado por una enorme borla y a la campana que había quedado tirada cinco escalones más abajo.

Le repelía la idea de saquear un cadáver, pero llegó a la conclusión de que a aquel infeliz ya le daba igual recorrer el largo camino que habría de conducirle al infierno o al paraíso vestido de un modo u otro, mientras que a él aquella ropa, y sobre todo aquella inmensa barba le sería de gran ayuda a la hora de pasar inadvertido en su búsqueda de una salida de tan laberíntica ciudad.

Minutos después un nuevo Papá Noel se unió a las docenas de los que pululaban por Los Ángeles, y una hora más tarde Alí Bahar ya había aprendido a agitar alegremente la campana y gritar a voz en cuello en un inglés mínimamente aceptable:

—¡Feliz Navidad! ¡Feliz Navidad!

8. Pertenecer a la ruidosa tribu de los hombres de gorro puntiagudo

Pertenecer a la ruidosa tribu de los hombres de gorro puntiagudo y larga barba ofrecía notables ventajas, puesto que permitía a Alí Bahar callejear sin miedo a que le relacionasen con su aborrecido primo, ya que podría decirse que aquellos estrafalarios personajes, por más que hicieran demasiado ruido, pasaban tan inadvertidos como una farola a media mañana.

Por mucho que se esforzara, el beduino continuaba sin entender cuál podía ser la auténtica función de los papanoeles en aquel extraño mundo, por lo que en ciertos momentos llegó a suponer que tal vez se trataba de una especie de hechiceros destinados a espantar los malos espíritus con el continuo repicar de sus doradas campanas.

¿Acaso pululaban tantos espíritus malignos por las calles de aquella maloliente ciudad?

¿Acaso, si los barbudos dejaban de agitar el brazo una y otra vez, las criaturas del averno se apoderarían definitivamente de los parques, las calles, los edificios y las plazas?

No obstante, y eso era algo que contribuía a desconcertarle, en cuanto caía la noche los vociferantes personajes desaparecían de las aceras que de inmediato se veían invadidas por un ejército de descaradas rameras.

¡Y algunas eran hombres!

¡Increíble!

Cuando descubrió que dos de aquellas provocativas y pintarrajeadas mujerzuelas no se tiraban de los pelos o se arañaban tal como sería lógico suponer en una refriega entre las de su clase, sino que se peleaban a puñetazo limpio permitiendo que las pelucas y los postizos rodaran por el asfalto al tiempo que se insultaban con voz de trueno, el pobre pastor de cabras quedó tan traumatizado como si le acabara de caer una marquesina en la cabeza.

¿Dónde se había visto?

¿Cómo era posible que se permitiera a hombres como castillos salir a la calle vestidos como mujeres a la búsqueda de la compañía de otros hombres?

¿Cómo se entendía que los policías que prohibían a un infeliz cartero fumar en una esquina ignorasen, no obstante, semejante disparate?

Aquél era en verdad un mundo caótico que le iba atrapando y envolviendo como la tela de araña atrapa y envuelve a una mosca, por lo que hubo momentos en que llegó a ser tan profundo su desánimo que tuvo que recurrir a toda su fuerza de voluntad para no acabar por arrojarse al paso de uno de aquellos estruendosos autobuses que lo llenaban todo de humo y un olor hediondo.

Durante los primeros momentos, cuando aún consiguió mantenerse en el desierto o sus proximidades, aún abrigaba una esperanza de que ese desierto le devolviera a su casa, pero durante aquellos amargos días pasados en el corazón de Los Ángeles toda posibilidad de regresar a la normalidad había acabado por esfumarse.

Para un hombre que había nacido y se había criado en la soledad y el silencio de las grandes llanuras sin horizontes aquella ciudad no podía ser otra cosa que el infierno.

Girase hacia donde girase la vista no encontraba más que obstáculos.

Una aciaga tarde, y mientras continuaba en su inútil búsqueda de la salida de tan inaudito laberinto, fue a desembocar sin saber cómo al corazón mismo de una preciosa urbanización de clase media acomodada típicamente californiana, conformada por coquetos chalets dotados de un pequeño jardín.

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