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Authors: Alberto Vázquez-Figueroa

Tags: #Comedia, Aventuras

Alí en el país de las maravillas (21 page)

BOOK: Alí en el país de las maravillas
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—También yo lo he leído, pero me cuesta aceptar que sea verdad.

—Pues lo es, puedes estar seguro. Los hombres de Bush son capaces de eso y mucho más; son capaces incluso de secuestrar a un pobre cabrero analfabeto para intentar engañar al pueblo al que juraron respetar y servir fielmente. —Apuntó con el dedo a su interlocutor al tiempo que añadía en tono de profunda convicción—: Enfrentarse a ellos abiertamente firmando panfletos o acudiendo a manifestaciones significa tanto como hacerles el juego y facilitarles la labor. Scorsese, Spike Lee, Martin Sheen, Sean Penn, Susan Sarandon, Madonna o Meryl Streep son ya «cartuchos quemados» puesto que los han fichado; y los sicarios del régimen buscarán la forma de desacreditarlos o anularlos al igual que hizo Hitler con cuantos intelectuales se le opusieron en su día.

—Bush no es Hitler, ni Estados Unidos la Alemania de los años treinta.

—Espera y verás.

—Creo que exageras... —intervino Liz Turner que llevaba largo rato escuchando mientras acariciaba la mano de Alí Bahar—. Estoy de acuerdo contigo en que no se están respetando las reglas básicas de nuestra democracia, pero de ahí a considerar que nuestro país pueda llegar a convertirse en una especie de dictadura fascista media un abismo.

—Fascista no es únicamente el que alza el brazo en público. Al fin y al cabo ése es el menos peligroso, puesto que al menos tiene el valor de declararlo. Fascista es quien se considera superior a los demás y el peor es aquel que, además, se disfraza de demócrata, al igual que el peor pederasta es el que canta misa y viste sotana.

—Eso suena muy fuerte.

—Pues no es más que el principio. El llamado «Clan de los Texanos», o «Tex Klan», ese prepotente grupo de ultraderechistas que consideran que Estados Unidos, y concretamente ellos, están llamados por gracia divina a dominar el mundo, han encontrado en George W. Bush al títere perfecto que dé la cara mientras mueven los hilos en la sombra. Estoy de acuerdo en que ese ignorante hombrecillo que cuando habla por sí mismo no sabe lo que dice, y cuando lee el discurso que otros han escrito no sabe a qué diablos se está refiriendo, no será nunca un líder con el carisma de un Hitler o un Stalin, pero es eso precisamente lo que le hace tan peligroso, puesto que, aunque en un momento determinado desaparezca de la escena, con él no se acaba el problema, ya que quienes prefieren mantenerse a la sombra en sus fabulosos ranchos de San Antonio, Austin o Dallas, le buscarán de inmediato un sustituto.

—¿Realmente estás convencido de que todo esto responde a una conspiración texana? —no pudo por menos que sorprenderse la actriz—. Nunca se me hubiera ocurrido verlo de ese modo.

—Conspiración no es la palabra adecuada, querida. Se supone que conspirar significa tanto como intrigar con el fin de hacerse con el poder o la riqueza, y ellos hace ya mucho tiempo, desde el día en que Kennedy cayó abatido en las calles de esa misma Dallas, que son los auténticos dueños de ambas cosas. No conspiran, se limitan a intentar mantener a lo largo de sucesivas generaciones lo que han conseguido.

—O sea que si se van pasando el testigo de padres a hijos podemos tener «Tex Klan» para rato —intervino Dino Ferrara.

—En cierto modo constituirán una especie de dinastía en la que lo que importará no serán los lazos de sangre familiares, sino los vínculos de unión con el clan. Incluso es más que posible que se pongan de acuerdo para ir rotando la presidencia de una familia a otra.

—Una nueva forma de imperio.

—No tiene nada de nuevo. Si se repasa la historia, desde los macedonios en la antigua Grecia, hasta los mogoles que dominaron China pasando por los extremeños que conquistaron la mayor parte de América, siempre se ha dado el caso de que en una determinada región prende de pronto la chispa que provoca el fuego que lo arrasa todo.

—Pero no estamos en la antigua Grecia, ni en China, ni en tiempos de la conquista. Estamos en Norteamérica y en pleno siglo XXI.

—La historia siempre se repite, amigo mío. Se repite y se repetirá dentro de tres mil años puesto que la historia la hacen los hombres, y los hombres se repiten una y otra vez. Adoptan las mismas actitudes y cometen los mismos errores vivan en el tiempo que vivan y hablen el idioma que hablen.

13. A Alí Bahar le costaba un gran esfuerzo entender

A Alí Bahar le costaba un gran esfuerzo entender los alegatos del exaltado Stand Hard incluso cuando, a solas en su dormitorio, la paciente Liz Turner se esforzaba por traducirle al sencillo lenguaje con el que solían relacionarse, cuanto el pelirrojo había dicho.

En ocasiones le resultaban incluso por completo incomprensibles, no porque a la actriz le faltaran las palabras, sino por el mero hecho de que en su mente de beduino nacido en un mundo desolado pero en el que prevalecía un cierto orden natural, no tenían cabida los conceptos de imperialismo, guerra preventiva o armas de destrucción masiva que tan a menudo surgían en el transcurso de las largas charlas que tenían lugar casi a diario.

Que el rey, el jefe de tribu, el presidente, o como quiera que se llamase quien gobernaba aquel gigantesco y hermoso país en el que abundaba el agua, los árboles se doblaban bajo el peso de los frutos, los animales pastaban verde hierba y en los elegantes y modernos edificios nunca hacía calor por más que el exterior el sol estuviese cayendo a plomo, estuviese empeñado en enviar a sus súbditos a la muerte con el único fin de apoderarse de una gigantesca extensión de un desierto en el que apenas crecía un triste matojo, se le antojaba tan incongruente, que por más que la mujer que tanto le amaba se esforzara en aclarárselo no le entraba en la cabeza.

Aceptaba que un hombre estuviese dispuesto a morir por defender su hogar o su familia, aceptaba también, aunque no la compartiera, la idea de que alguien estuviera dispuesto a sacrificarse por sus creencias si es que en verdad estaba convencido de que su Dios le reservaba un lugar en el paraíso, pero se limitaba a agitar una y otra vez negativamente la cabeza cada vez que Liz Turner le repetía que aquellos jóvenes rebosantes de salud que con tanta frecuencia aparecían ahora en la televisión vestidos de uniforme, aceptaban sin protestar que les mataran en uno de los lugares más desolados y perdidos del planeta.

Si hubo un momento, cuando se encontraba tendido a la sombra de una alta secuoya, en que se hizo la vana ilusión de que estaba empezando a captar la verdadera esencia de aquel maravilloso país al que una serie de caprichos de un destino burlón le había conducido; ahora se veía obligado a admitir que se encontraba más desconcertado aún que la mañana en que por primera vez descubrió que llovía hacia el cielo.

¿Cómo se entendía que las mismas personas que habían sido capaces de construir aquellas amplias autopistas, aquellos lujosos automóviles, aquellos poderosos aviones y aquellas fascinantes cajas mágicas en las que encerraban a la gente para que cantara, bailara o jugara a la pelota, se sometieran como borregos a los caprichos de un desagradable hombrecillo de orejas picudas que ni siquiera lucía la blanca barba de los sabios ancianos?

¿Por qué aceptaban que jugara con sus vidas o las de sus hijos?

Veía llorar a las mujeres que se abrazaban a sus esposos en el puerto, y a los niños que se aferraban al cuello de sus padres cuando se embarcaban rumbo a la muerte, y se negaba a aceptar que entre todos no fueran capaces de hacerle comprender a su jefe que si le apetecía pasear por un desierto, allí cerca tenía uno en el que por cierto abundaban los lagartos y las serpientes.

—No es por el desierto —le había aclarado Liz Turner en cierta ocasión—. Es por el petróleo que hay bajo ese desierto.

¡Petróleo!

Aquélla era una palabra mágica, o tal vez maldita, que aparecía constantemente en la boca de los americanos.

El petróleo parecía ser para ellos más importante que el agua, pese a que Alí Bahar sabía mejor que nadie que había conseguido vivir cuarenta años sin petróleo, pero que no hubiera conseguido sobrevivir ni tan siquiera tres días sin agua.

—No entiendo que alguien se arriesgue a morir por culpa de algo que no resulta imprescindible para vivir.

—Pero es que sin petróleo los coches no funcionan —le hizo notar ella.

—Pero si te matan, el coche no te sirve de nada. ¿Acaso pretendes hacerme creer que es una buena idea dejarse matar para que los coches de otros funcionen? No lo entiendo.

—Visto desde ese ángulo tampoco yo lo entiendo —se vio obligada a admitir ella que, al advertir que él se dedicaba a devorar una pata de cordero con una mano mientras que con la otra se iba apoderando de puñados de patatas fritas, le golpeó afectuosamente con una cuchara en mitad de la frente, como si estuviera enfrentándose a un niño rebelde y especialmente maleducado—. ¡Te tengo dicho que no utilices las manos! —le espetó fingiendo enfadarse—. ¡Utiliza los cubiertos! No puedes andar por el mundo llamando la atención como si fueras un cavernícola porque me preguntarán si te he sacado del zoológico. ¡Mira! ¡Se hace así!

Intentó por enésima vez enseñarle cómo cortar la carne y utilizar el tenedor, pero resultaba más que evidente que aquélla constituía para el pobre beduino una tarea mucho más difícil que aprender un idioma, y para la que a todas luces se encontraba especialmente negado, ya que lo único que consiguió fue que al poco tiempo carne, ensalada y patatas fritas se le desparramasen sobre el mantel.

—La verdad es que en la cama eres una maravilla, pero en la mesa un desastre —admitió la actriz besándole con cariño—. Pero a comer educadamente se acaba aprendiendo, mientras que a hacer el amor como tú sabes hacerlo hay quien no aprende jamás. —Agitó la cabeza negativamente al concluir—: Lo que no sé es cómo diablos nos vamos a arreglar cuando tengas que acompañarme a un restaurante de lujo.

—Yo no tengo el más mínimo interés en ir a un restaurante de lujo —fue la áspera respuesta.

—Pues algún día tendremos que hacerlo —le hizo notar ella—. Yo soy un personaje público y si los chicos de la prensa advierten que no me dejo ver, empezarán a preguntarse la razón. Dino me ha prometido que pronto te conseguirá una documentación que nadie será capaz de descubrir que es falsa, y a partir de ese momento todo será distinto.

—¿Distinto por qué?

—Porque aún no estoy del todo segura, pero creo que vamos a tener un hijo, y eso significa que nos casaremos y ya nadie podrá expulsarte del país. Traeremos a tu padre y a tu hermana y formaremos una hermosa familia.

—¿Un hijo? —repitió el entusiasmado—. ¿Estás segura?

—No del todo, pero es muy probable. Méritos para ello estamos haciendo.

—Sería maravilloso, pero no creo que les gustara vivir aquí —fue la amarga respuesta—. Y a menudo creo que a la larga tampoco me gustará a mí.

—¿Por qué?

—Porque los americanos estáis locos. Y nunca se sabe cómo va a reaccionar ese presidente Bush, o como quiera que se llame, que os manda a la guerra sin motivo alguno.

—Los americanos no estamos locos —le contradijo ella—. Admito que a menudo nos comportamos como si lo estuviéramos, pero...

Se interrumpió al advertir que la mirada de Alí Bañar había quedado prendida en la pantalla del televisor que permanecía encendido pero en silencio, y en el que acababa de hacer su aparición un ahora correctamente vestido Salam-Salam, al que al parecer estaba entrevistando Janet Perry Fonda.

Alí Bahar lo señaló indignado al tiempo que exclamaba:

—¡Cerdo, hijo de una cabra tuerta! ¡Traidor! Ése fue el mal nacido que llevó a aquel par de hijos de perra a mi casa.

La sorprendida Liz Turner tomó el mando a distancia y elevó el tono del aparato con el fin de poder oír lo que estaba preguntando en esos momentos la reportera.

—¿Por lo tanto usted garantiza que ese hombre no es el conocido terrorista Osama Bin Laden? —decía.

—¡Naturalmente que no! —fue la respuesta del aludido—. Se llama Alí Bahar, es cabrero, y dos hombres lo raptaron para traerlo aquí a la fuerza.

—¿Quiénes eran y por qué razón lo raptaron? —fue en este caso la escueta pregunta.

—Eso no lo sé exactamente —replicó el otro con absoluta naturalidad—. Lo que sí sé es que uno se llamaba Nick y el otro Marlon. Me pagaron para que les sirviera de guía en el desierto, y cuando al cabo de casi una semana dimos con Alí Bahar, lo drogaron y se lo llevaron, aunque al parecer, y por lo que he podido saber, se les escapó al llegar aquí.

—¿Le explicaron para qué lo querían?

—¡No! Pero dado el extraordinario parecido físico de Alí Bahar con su primo Osama Bin Laden algo importante debían tramar.

—¿O sea que, según usted, ese tal Alí Bahar es pariente del temido terrorista Osama Bin Laden?

—Son primos hermanos, aunque no se conocen. La madre de Osama es hermana del padre de Alí y quiero suponer que lo que pretendían aquellos hombres era hacerle pasar por el terrorista.

—¿Con qué fin?

—Eso es algo que ciertamente se me escapa, pero puesto que utilizaron un enorme avión militar que tuvo que recorrer miles de millas en un largo viaje de ida y vuelta, debían considerar que dicho fin merecía la pena.

—¿Vio usted el avión?

—De lejos.

—¿Qué tipo de avión era?

—Un Hércules.

—¿Norteamericano?

—Eso no puedo asegurarlo, pero sus raptores indicaron que les llevaría en vuelo directo y sin escalas a Estados Unidos.

La Mejor Reportera del Año, que evidentemente conocía bien su oficio, aguardó unos instantes, como si estuviera dando tiempo a los telespectadores a calibrar el significado de tales palabras, y a los quince segundos volvió sobre el tema que en verdad le interesaba:

—¿Está usted acusando al gobierno de Estados Unidos de raptar a un ciudadano de un país extranjero con la intención de suplantar a otro con el fin de hacer creer a la opinión pública que Osama Bin Laden continúa siendo un peligro para la nación? —quiso saber.

—Yo no acuso a nadie —replicó el kbertzan con absoluta calma—. Siento un gran afecto y respeto por Estados Unidos, que me han acogido con los brazos abiertos, y a decir verdad no tengo la más mínima prueba de que aquellos hombres trabajaran para su gobierno.

—Y si no trabajaban para nuestro gobierno, ¿para quién cree que podrían trabajar con tantos medios económicos?

—Lo ignoro. Puede que se tratase de simples criminales que buscaban su propio provecho. —Hizo una corta pausa para señalar con marcada intención—. O el de un tal Morrison, que no sé quién es, pero al que mencionaron en un par de ocasiones.

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