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Authors: Kerstin Gier

Zafiro (7 page)

BOOK: Zafiro
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—Sí que lo hace emocionante —dijo Xemerius—. ¿Por qué demonios han tenido que esconder esta máquina del tiempo en el reducto subterráneo más lúgubre que han podido encontrar?

Oí que mister Whitman hablaba con alguien, y después una puerta pesada se abrió y luego se volvió a cerrar y mister Whitman me quitó el pañuelo.

Parpadeé deslumbrada. Junto a mister Whitman se encontraba un joven pelirrojo vestido con un traje negro; parecía un poco nervioso y sudaba de excitación. Busqué a Xemerius con la mirada, y vi que para divertirse había metido la cabeza a través de la puerta cerrada mientras el resto de su cuerpo permanecía en la habitación.

—Son las paredes más gruesas que he visto nunca —dijo cuando volvió a aparecer—. Son tan gruesas como para emparedar a un elefante macho incluso puesto de través, si entiendes lo que quiero decir.

—Gwendolyn, este es mister Marley, adepto de primer grado —explicó mister Whitman—. Te estará esperando aquí cuando vuelvas para acompañarte de vuelta arriba. Mister Marley, esta es Gwendolyn Shepherd, el Rubí.

—Es un honor para mí, miss —dijo el pelirrojo inclinándose ante mí.

—Hum... sí, yo también me alegro —repliqué sonriendo, cohibida.

Mister Whitman se concentró en una caja fuerte supermoderna con una pantalla parpadeante que me había pasado inadvertida en las últimas visitas a esa habitación. La caja estaba oculta tras una colgadura bordada con escenas legendarias de tema medieval. Caballeros con yelmos coronados por altos plumeros y jóvenes castellanas con sombreros puntiagudos y velos contemplaban visiblemente admirados a un mancebo medio desnudo que había matado a un dragón. Mientras mister Whitman introducía la serie de números, el pelirrojo mister Marley miró discretamente al suelo, aunque de todos modos no se podía ver nada, porque mister Whitman nos ocultaba la pantalla con sus anchas espaldas. La puerta de la caja fuerte se abrió con una suave sacudida, y mister Whitman sacó el cronógrafo, envuelto en un paño de terciopelo rojo, y lo colocó sobre la mesa.

Mister Marley contuvo la respiración impresionado.

—Mister Marley verá hoy, por primera vez, cómo se utiliza el cronógrafo — dijo mister Whitman guiñándome un ojo, y con el mentón señaló una linterna de bolsillo que había sobre la mesa—. Cógela. Es solo por si hay problemas con la electricidad. Así no tendrás miedo de quedarte a oscuras.

—Gracias. —Pensé en si no debería pedir también un insecticida; seguro que un viejo sótano como aquel debía de estar infestado de arañas (¿y de ratas?). La verdad es que no era nada elegante enviarme allí completamente sola—. ¿Podría llevarme también un palo, por favor?

—¿Un palo? Gwendolyn, no vas a encontrarte a nadie.

—Pero quizá haya ratas allí...

—Las ratas tendrán más miedo de ti que tú de ellas, créeme. —Mister Whitman había sacado el cronógrafo de su paño de terciopelo—.

Impresionante, ¿no es cierto, mister Marle?

y—Cierto, sir, muy impresionante.

Mister Marley contempló el aparato reverencialmente.

—¡Pelota! —espetó Xemerius—. Los pelirrojos son siempre unos pelotas, ¿no te parece?

—Me había imaginado que sería más grande —dije yo—. No pensaba que una máquina del tiempo pudiera parecerse tanto a un reloj de chimenea.

Xemerius silbó entre dientes.

—De todos modos estos pedruscos no están nada mal —dijo—; si de verdad son auténticos, no me extraña que guarden este trasto en una caja fuerte.

Efectivamente, el cronógrafo estaba adornado con piedras preciosas de un tamaño impresionante, que centelleaban en la superficie pintada y escrita del extraño aparato como si fueran las joyas de la corona.

—Gwendolyn ha elegido el año 1948 —dijo mister Whitman mientras abría unos registros y ponía en movimiento unos minúsculos engranajes—. ¿Qué acontecimiento tenía lugar en Londres en esa época, mister Marley, lo sabe usted?

—Los Juegos Olímpicos de Verano, sir —respondió mister Marley.

—Empollón —dijo Xemerius—. Los pelirrojos son todos unos empollones.

—Muy bien. —Mister Whitman se incorporó—. Gwendolyn aterrizará el 12 de agosto a las doce del mediodía y permanecerá allí exactamente ciento veinte minutos. ¿Estás preparada, Gwendolyn?

Tragué saliva.

—Antes aún me gustaría saber... ¿está usted seguro de que allí no me encontraré con nadie? —Aparte de las ratas y las arañas, claro—. Mister George me entregó su anillo para que nadie me hiciera nada...

—La última vez saltaste en la sala de los documentos, que en todas las épocas ha sido siempre un espacio bastante frecuentado. Esta habitación, en cambio, está vacía. Si te comportas con calma y serenidad y no abandonas la habitación, que, de todos modos estará cerrada, seguro que no te encontrarás con nadie. En los años de la posguerra, esta parte de los sótanos se utilizaba raramente; en todo Londres la gente estaba ocupada en los trabajos de reconstrucción en la superficie. —Mister Whitman suspiró —. Una época emocionante...

—Pero ¿y si casualmente alguien entra en la habitación justo en ese momento y me descubre allí? Al menos debería conocer la contraseña del día.

Mister Whitman levantó las cejas ligeramente irritado.

—No va a entrar nadie, Gwendolyn. Te lo repito: aterrizarás en una habitación cerrada, permanecerás allí ciento veinte minutos y volverás a saltar de vuelta sin que nadie en el año 1948 se entere de nada. Si no fuera así, habría alguna referencia a tu visita en los Anales. Además, ahora no tenemos tiempo para comprobar cuál era la contraseña de ese día.

—Lo importante es participar —dijo tímidamente mister Marley.

—¿Cómo?

—La contraseña durante los Juegos Olímpicos era: «Lo importante es participar» —dijo mister Marley mirando al suelo cohibido—. Me fijé en esta.

En general están todas en latín.

Xemerius puso los ojos en blanco y me dio la sensación de que a mister Whitman le hubiera gustado hacer lo mismo.

—Ah, ¿sí? Muy bien, Gwendolyn, ya lo has oído. No es que vayas a necesitarla, pero si con eso te sientes mejor... ¿Vienes ahora, por favor?

Me coloqué ante el cronógrafo y le tendí la mano a mister Whitman.

Xemerius se posó aleteando junto a mí.

—¿Y ahora? —preguntó excitado.

Ahora venía la parte desagradable. Mister Whitman, que había abierto un registro en el cronógrafo, colocó mi dedo índice en la abertura.

—Creo que me sujetaré a ti y ya está —dijo Xemerius, y se colgó como un monito de mi cuello agarrándose por detrás.

En realidad no debería haber percibido nada, pero me sentí como si alguien me envolviera en un chal mojado.

Los ojos de mister Marley estaban dilatados de emoción.

—Gracias por la contraseña —le dije, e hice una mueca cuando una fina aguja se hundió profundamente en mi dedo y la habitación se llenó de una luz roja.

Sujeté con fuerza el mango de la linterna de bolsillo. Los colores y las personas empezaron a girar y a difuminarse ante mis ojos, y sentí una fuerte sacudida en todo el cuerpo.

De las Actas de la Inquisición del padre dominico Gian Petro Baribi Archivo de la Biblioteca Universitaria de Padua (descifrado, traducido y revisado por el doctor M. Giordano)

23 de junio de 1542. Florencia.

El director de la congregación me confía un caso inusitadamente curioso que requiere extrema discreción y delicadeza, Elisabetta, la hija menor de M., que desde hace diez años vive estrechamente protegida tras los muros conventuales, al parecer lleva en su vientre un súcubo, lo que da testimonio de un trato con el demonio. De hecho, yo mismo pude convencerme, durante mi visita, de la posibilidad de que la muchacha se encuentre encinta, así como del estado mental ligeramente confuso de la susodicha. Mientras que la abadesa, que goza de mi total confianza y parece ser una mujer de buen juicio, no excluye una explicación natural del fenómeno, la sospecha de brujería procede justamente del padre de la muchacha, que afirma haber visto con sus propios ojos cómo el demonio, bajo la forma de un joven, abrazaba a su hija en el jardín y luego se desvanecía en una nube de humo dejando tras de sí un ligero olor a azufre.

Según me han dicho, otras dos alumnas del convento aseguran haber visto en varias ocasiones al demonio en compañía de Elisabetta, a quien afirman que obsequiaba con costosas piedras preciosas. Por improbable que pueda sonar esta historia, teniendo en cuenta la estrecha relación de M. con R. M. y diversos amigos en el Vaticano, me resulta difícil cuestionar de manera oficial su buen juicio y acusar a su hija de mera impudicia. Por ello, a partir de mañana llevaré a cabo el interrogatorio de todos los implicados.

3

—¿Xemerius?

La sensación de humedad en torno a mi cuello había desaparecido.

Rápidamente, encendí la linterna de bolsillo, aunque la habitación donde había aterrizado ya estaba iluminada por una débil bombilla que se balanceaba en el techo.

—Hola —dijo alguien.

Me volví en redondo. La habitación estaba repleta de cajas y muebles de todas clases, y había un joven de tez pálida apoyado contra la pared junto a la puerta.

—Hum… Lo… lo importante es participar —balbuceé.

—¿Gwendolyn Shepherd? —balbuceó él en respuesta.

Asentí con la cabeza.

—¿Cómo sabes quién so?

yÉl joven, que parecía estar tan nervioso como yo, se sacó una hoja de papel arrugada del bolsillo de los pantalones y me la tendió. Mi interlocutor llevaba tirantes y unas gafitas redondas, y con el pelo rubio peinado hacia atrás con mucha gomina y la raya en medio, había pasado perfectamente por el sabihondo pero inofensivo ayudante del curtido comisario en una película de gángsters. El fumador empedernido que se enamora de la novia del gángster con estola de plumas de avestruz y al final siempre muere tiroteado.

Me tranquilicé un poco y miré a mi alrededor. Aparte de nosotros atravesar no había nadie más en la habitación, y tampoco había ni rastro de Xemerius. Por lo visto, podía atravesar las paredes, pero no viajar en el tiempo.

Después de dudar un momento, cogí el papel. Estaba amarillento. Era una hoja cuadriculada que había sido arrancada de cualquier manera de la espiral de un cuaderno. En ella pude leer con una letra descuidada y asombrosamente familiar:

Para lord Lucas Montrose. ¡¡¡Importante!!!

12 de agosto de 1948, 12 del mediodía. Laboratorio de alquimia.

Por favor, ven solo.

Gwendolyn Shepherd

Inmediatamente se me aceleró el corazón de nuevo. ¡Lord Lucas Montrose era mi abuelo! Había muerto cuando yo tenía diez años. Preocupada, observé la arqueada línea de la L. Por desgracia, no había ninguna duda: la escritura descuidada era clavada a la mía. Pero ¿cómo podía ser?

Levanté la mirada hacia el joven.

—¿De dónde has sacado esto? ¿Y quién eres?

—¿Has escrito tú ese mensaje?

—Es posible —dije, y mis pensamientos empezaron a girar vertiginosamente. Si lo había escrito yo, ¿por qué no podía recordarlo?—. ¿De dónde lo has sacado?

—Tengo esa nota desde hace cinco años. Alguien la coló en el bolsillo de mi abrigo junto con otra el día de la ceremonia de admisión en el segundo grado. En la segunda ponía: «Quien protege secretos debería conocer también el secreto tras el secreto. Demuestra que no solo sabe callar, sino también pensar». No había ninguna firma. Era una escritura distinta a la de la hoja, una escritura, hum… más elegante, un poco anticuada.

Me mordí el labio.

—No lo entiendo.

—Yo tampoco. Durante todos estos años creí que era una especie de prueba —dijo el joven—. Un nuevo examen, podríamos decir. No le hablé de esto a nadie, y siempre esperé que alguien me comentara algo al respecto o que me llegaran nuevas instrucciones. Pero nunca pasó nada. Y hoy me he escabullido aquí abajo y he esperado. En realidad ya no contaba con que ocurriera nada. Pero entonces, de repente, te has materializado ante mí. A las doce en punto. ¿Por qué me escribiste esta nota? ¿Por qué nos encontramos en este sótano perdido? ¿Y de qué año vienes?

—De 2011. —dije—. Lo siento, pero no tengo respuesta para las otras preguntas. —Luego me aclaré la garganta y le pregunté—: ¿Quién eres tú?

—Oh, perdón. Mi nombre es Lucas Montrose. Sin «lord». Soy adepto de segundo grado.

Tragué saliva.

—¿Lucas Montrose, Bourdonplace número 81?

El joven asintió.

—Ahí viven mis padres, sí.

—Entonces… —Le miré fijamente y cogí aire—. Entonces eres mi abuelo.

—Oh, no, otra vez no —dijo el joven, y suspiró profundamente.

Sin embargo, pronto se rehízo y se apartó de la pared, limpió el polvo de una de las sillas que estaban apiladas en un rincón de la habitación y la colocó ante mí.

—Será mejor que nos sentemos —propuso—. Me siento como si tuviera las piernas de goma.

—Yo también —reconocí, y me dejé caer sobre el asiento.

Lucas cogió otra silla y se sentó frente a mí.

—¿De modo que eres mi nieta? —dijo sonriendo débilmente—. ¿Sabes?, para mí es algo difícil de imaginar. No estoy casado. La verdad es que ni siquiera tengo prometida.

—¿Cuántos años tienes ahora? Ah, perdón, debería saberlo… Eres de 1924, de modo que en el año 1948 tienes que tener veinticuatro años.

—Si —dijo—. Dentro de tres meses cumpliré los veinticuatro. Y tú ¿cuántos años tienes?

—Dieciséis.

—Igual que Lucy.

Lucy. En ese momento me vino a la cabeza lo que me había gritado cuando huíamos de casa de lady Tilney.

Aún no podía creer que estuviera sentada ante mi abuelo. Busqué algún parecido con el hombre en cuyo regazo había escuchado tantas historias emocionantes. El hombre que me había defendido ante Charlotte cuando mi prima había dicho que solo quería hacerme la importante con mis historias de fantasmas. Pero la cara fina de la persona que tenía delante no parecía compartir ningún rasgo con el rostro lleno de arrugas y surcos del anciano que yo había conocido. En cambio, encontré que se parecía a mi madre, con sus ojos azules, la pronunciada curva del mentón, el modo en que ahora sonreía… Cerré los ojos con fuerza durante un momento: lo que estaba ocurriendo era sencillamente… demasiado para mí.

—Bueno, ¿dónde estábamos? —dijo Lucas en voz baja—. ¿Soy… ejem… un abuelito simpático?

Las lágrimas me cosquilleaban en la nariz y tenía que esforzarme para no romper a llorar, de modo que me limité a asentir.

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