Read Zafiro Online

Authors: Kerstin Gier

Zafiro (24 page)

BOOK: Zafiro
11.17Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Me sequé las lágrimas de las mejillas. Pero, por desgracia, siguieron brotando sin parar. Tuve que esforzarme para reprimir un sollozo, y aquello solo hizo que me odiara aún más a mí misma.

—Si realmente es cierto lo que dices, ¿por qué luego le explicaste a todo el mundo que no viste quién te había golpeado?

—Porque es la verdad. No vi quién era.

—Pero tampoco dijiste nada sobre mí. ¿Por qué no?

—Porque ya hace tiempo que pienso que mister George… ¿Estás llorando?

La linterna de bolsillo me iluminó y tuve que cerrar los ojos, deslumbrada.

Seguramente tenía la cara llena de churretones. ¿Por qué habría decidido ponerme rímel?

—Gwendolyn…

Gideon apagó la linterna.

¿Qué venía ahora? ¿Un cacheo a oscuras?

—Apártate —espeté sollozando—. No llevo ninguna llave encima, te lo juro. Y sea quien sea la persona a la que hayas visto, no puedo haber sido yo. Yo nunca, nunca, permitiría que nadie te hiciera daño.

Aunque no podía ver nada, sentía que Gideon se encontraba justamente delante de mí. Su calor corporal era como un radiador en la oscuridad.

Cuando su mano me tocó la mejilla, me estremecí. La retiró rápidamente.

—Lo siento —le oí susurrar—. Gwen, yo… De pronto sonó desamparado, pero yo estaba demasiado trastornada para aquello me proporcionara ninguna satisfacción.

No sé cuánto tiempo permanecimos así, sin decir nada, uno frente al otro. A mí se me seguían saltando las lágrimas, y no sé qué hacía él mientras tanto porque no podía verle.

En algún momento volvió a encender la linterna, carraspeó e iluminó su reloj de pulsera.

—Tres minutos y volvemos a saltar —dijo en tono neutro—. Deberías salir de ese rincón; si no, aterrizarás sobre el arca.

Volvió al sofá y recogió los cojines que había tirado al suelo.

—¿Sabes?, de todos los vigilantes, mister George siempre me había parecido uno de los más leales. Alguien en quien se puede confiar en cualquier situación.

—Pero es que mister George no tiene absolutamente nada que ver con esto —dije mientras salía titubeando de mi rincón—. Fue algo completamente distinto. —Con el dorso de la mano me sequé las lágrimas de la cara. Sería mejor que le explicara la verdad, para que al menos no pusiera en duda la lealtad del pobre mister George—. La primera vez que me enviaron a elapsar sola, casualmente me encontré aquí a mi abuelo.—Bueno, tal vez no toda la verdad—. Estaba buscando el vino… En fin, eso ahora tampoco importa. Fue un encuentro curioso, sobre todo cuando comprendimos quiénes éramos. Él escondió la llave y la contraseña para mi próxima visita en esta habitación, para que pudiéramos volver a hablar. Y por eso ayer, o en 1956, estuve aquí de visita como Violet Purpleplum. ¡Para encontrarme con mi abuelo! Murió hace unos años y le echo mucho de menos. ¿No habrías hecho tú lo mismo si hubieras podido? Volver a hablar con él fue tan…—Volví a callar.

Gideon no dijo nada. Mantuve la mirada fija en silueta y esperé.

—¿Y mister George? Entonces ya era el asistente de tu abuelo —dijo finalmente.

—De hecho, le vi un momento, y mi abuelo le explicó que yo era su prima Hazel. Seguro que hace tiempo que lo habrá olvidado; para él fue solo un encuentro sin importancia que tuvo lugar hace cincuenta y cinco años. —Me llevé la mano al estómago—. Creo… —Sí.—Gideon tendió la mano, pero luego, por lo visto, se lo pensó mejor—.

No tardará—se limitó a decir con tono apagado—. Acércate unos pasos más hacia aquí.

La habitación empezó a girar, y un instante después me encontré parpadeando, un poco insegura, frente a una luz clara, y mister Whitman dijo.

—Ah, ya estáis aquí.

Gideon dejó su linterna sobre la mesa y me dirigió una rápida mirada. Tal vez solo me lo imaginara, pero esta vez me pareció leer en ella algo parecido a la compasión. Volví a secarme la cara disimuladamente, aunque de todos modos mister Whitman vio que había llorado. Aparte de él, no había nadie en la habitación. Seguro que Xemerius había acabado por aburrirse y se había marchado.

—¿Qué ocurre, Gwendolyn? —preguntó mister Whitman con su tono de maestro sensible y supercomprensivo—. ¿Ha pasado algo?

Si no le hubiera conocido, posiblemente habría estado tentada de romper a llorar de nuevo y abrirle mi corazón. («¡El ma-a-alvado Gideon me ha he-eecho enfa-a-adar!» Pero le conocía demasiado bien para eso. La semana pasada había utilizado el mismo tono para preguntarnos quién había pintado la caricatura de mistress Counters en la pizarra. «Encuentro que el artista tiene auténtico talento», había dicho sonriendo divertido. Enseguida Cynthia (¡naturalmente!) había confesado que había sido Peggy, y mister Whitman había dejado de sonreír y había escrito una nota sobre Peggy en el parte de clase. «Lo del talento en realidad no era ninguna mentira», había dicho.

—¿Sí?—soltó ahora sonriendo con aire benévolo.

Pero yo no iba a caer en la trampa.

—Una rata —murmuré—. Usted dijo que no habría ninguna… Y resulta que la bombilla se estropeó y no me había dado ninguna linterna. Estaba sola en la oscuridad con esa asquerosa rata.

Estuve a punto de añadir: «Se lo pienso decir a mi madre», pero me reprimí en el último momento.

Mister Whitman parecía un poco afectado.

—Lo siento —dijo—. La próxima vez nos ocuparemos de eso. —Luego volvió a su tono de superioridad docente—. Ahora te llevarán a casa. Te recomiendo que te vayas pronto a la cama, mañana será un día duro para ti.

—La acompañaré al coche —dijo Gideon, mientras cogía de la mesa el pañuelo negro con el que siempre me vendaban los ojos—. ¿Dónde está mister George?

—Está en una conferencia —replicó mister Whitman frunciendo el ceño—.

Gideon, creo que deberías reflexionar un poco sobre el tono que empleas.

Te consentimos muchas cosas porque sabemos que en estos momentos no lo tienes fácil, pero deberías mostrar un poco más de respeto hacia los miembro del Círculo Interior.

Gideon no movió ni una ceja, aunque de todos modos respondió cortésmente:

—Tiene razón, mister Whitman. Lo siento —Me tendió la mano—. ¿Vienes?

Estuve a punto de cogérsela en un acto reflejo, y el hecho de que no pudiera hacerlo sin perder la cara me dolió tanto que faltó poco para que faltó poco para que volviera a estallar en lágrimas.

—Hum… Hasta luego —le dije a mister Whitman mirando al suelo. Gideon abrió la puerta.

—Hasta mañana —contestó mister Whitman—. Y pensad los dos en esto: la mejor preparación es un buen sueño.

La puerta se cerró tras nosotros.

—Vaya, vaya, de manera que estabas totalmente sola con una rata asquerosa en ese oscuro sótano… —dijo Gideon sonriéndome.

Aquello era increíble. Durante dos días se había limitado a dirigirme miradas frías —y en las últimas horas incluso algunas que habrían podido congelarme y convertirme en una estatua como los pobres animales de los inviernos de la guerra—, ¿y ahora esto?, ¿una broma, como si nada hubiera cambiado? ¿Tal vez era un sádico y solo podía empezar a sonreír después de haberme dejado hecha polvo?

—¿No quieres vendarme los ojos?

Ya podía ir dándose cuenta de que no estaba de humor para reírme de sus estúpidas bromas.

Gideon se encogió de hombros.

—Supongo que conoces el camino. De modo que creo que podemos ahorrarnos lo de vendarte los ojos. Ven.

Otra sonrisa amistosa.

Por primera vez pude ver cómo eran los corredores del sótano en nuestra época. Estaban impecablemente revocados, y luces empotradas en las paredes, algunas con detectores de movimiento, iluminaban perfectamente todo el recorrido.

—No es demasiado impresionante, ¿verdad? —observó Gideon—. Todos los corredores que llevan al exterior están protegidos con puertas especiales e instalaciones de alarma; en la actualidad esto es tan seguro como una caja fuerte. Pero todo no se hizo hasta los años setenta. Antes de esa fecha desde aquí se podía pasear bajo tierra por medio Londres.

—No me interesa —dije malhumorada.

—Entonces, ¿De qué te gustaría hablar?

—De nada.

¿Cómo podía hacer como si no hubiera pasado absolutamente nada? Esa estúpida sonrisa y ese tono de presentador de televisión me sacaba de quicio. Aceleré el paso y apreté los labios, decidida a no hablar, pero al final no pude evitar que las palabras salieran disparadas de mi boca:

—¡No puedo soportarlo, Gideon! No puedo comprender que primero me beses y a la mínima de cambio me trates como si me despreciara profundamente.

Gideon permaneció callado un momento.

—Yo también preferiría besarte todo el tiempo en lugar de despreciarte —dijo al cabo de un momento—. Pero de algún modo tú tampoco lo pones fácil.

—Yo no te he hecho nada —le espeté.

Se detuvo en seco.

—¡Vamos Gwendolyn! ¿No creerás en serio que me he tragado esa historia? ¡Como si tu abuelo fuera a aparecer por casualidad precisamente en la habitación en la que elapsas! ¿Y Lucy y Paul también aparecieron por casualidad en casa de lady Tilney? ¿Y esos hombres en Hyde Park?

—Sí, exacto, yo misma pedí que vinieran porque siempre me había hecho ilusión atravesar a alguien con una espada. ¡Por no hablar de poder ver de cerca a un hombre al que le falta media cara! —resoplé.

—Lo que vayas a hacer en el futuro y por qué lo hagas… —¡Vamos, cierra la boca de una vez! —le corté indignada—. ¡Estoy tan harta de esto! Desde el lunes pasado vivo como en una pesadilla que no hay manera de que termine. Cuando pienso que me he despertado, me doy cuenta de que sigo soñando. Tengo en la cabeza millones de preguntas a las que nadie quiere responder, ¡y todos esperan que me rompa los cuernos por algo que no entiendo en absoluto! —Había echado a andar de nuevo y casi estaba corriendo, pero Gideon se mantenía a mi altura sin el menor esfuerzo. En la escalera no había nadie para preguntarnos por la contraseña. Claro. ¿Por qué iban a hacerlo si todos los corredores estaba asegurados como en Fort Knox? Subí saltando los escalones de dos en dos—. Nadie me ha preguntado siquiera si quiero hacer todo esto. Tengo que enfrentarme a profesores de baile que están como cabras y no paran de insultarme, mi querida prima puede dedicarse a enseñarme todo lo que sabe hacer y que yo nunca conseguiré aprender, y tú… tú….

Gideon negó con la cabeza.

—Y tú qué! ¿No podrías ponerte en mi lugar por una vez? —Ahora también él había perdido la calma—. ¡A mí me pasa lo mismo, sabes! Dime, ¿cómo te comportarías tú si supieras a ciencia cierta que más pronto o más tarde me ocuparé de que alguien te dé con una maza en la cabeza? No creo que en esas circunstancias me encontraras inocente y encantador, ¿no?

—¡Es que no voy a hacer nada parecido! —repuse excitada—. ¿Sabes qué te digo? Que a estas alturas creo que no me importaría darte yo misma con esa maza en la cabeza.

—Por favor… —suplicó Gideon, y volvió a sonreír.

Yo me limité a resoplar furiosamente. Pasamos frente al taller de madame Rossini. Una franja de luz se filtraba por debajo de la puerta.

Probablemente aún estaba trabajando en nuestros vestidos.

Gideon se aclaró la garganta.

—Ya te he dicho que lo siento. Y ahora, ¿podemos volver a tener una conversación normal?

¡Una conversación normal! Qué chistoso.

—Esto…dime, ¿Qué vas a hacer esta noche? —preguntó con un tono cordial y anodino.

—Como es natural, practicaré con tesón el baile del minué y antes de acostarme me entrenaré en formar frases sin las palabras «aspiradora», «reloj de pulsera», «jogging» y «transplante de corazón» —repliqué mordazmente—. ¿Y tú?

Gideon miró su reloj.

—He quedado con Charlotte y mi hermano y… Bueno, ya veremos. Al fin y al cabo es sábado.

Sí, claro. Que hiciera lo que quisiera, yo ya tenía bastante.

—Gracias por acompañarme —dije tan fríamente como pude—. Desde aquí ya encontraré el coche sola.

—De todos modos, me viene de camino —replicó Gideon—. Y podrías dejar de correr, si no te importara. Tengo que evitar los esfuerzos excesivos.

Consejo del doctor White.

A pesar de que estaba furiosa con él, por un momento tuve algo así como mala conciencia. Le miré de reojo.

—Pero si en la próxima esquina alguien te da con un palo en la cabeza, no digas que yo te he llevado hasta allí.

Gideon sonrió.

—Tú no harías eso.

«Nunca haría eso», me cruzó por la cabeza. Por asquerosamente que se portara conmigo, nunca permitiría que nadie le hiciera daño. Fuera quien fuese la persona a la que había visto de ningún modo podía haber sido yo.

El arco ante nosotros se iluminó con el flash de una cámara fotográfica.

Aunque ya era de noche, todavía quedaban muchos turistas paseando por Temple. En el aparcamiento detrás del edificio estaba estacionada una limusina negra que ya conocía. Cuando nos vio acercarnos, el chófer bajó y me abrió la puerta. Gideon esperó a que hubiera entrado y luego se inclinó hacia mí.

—¿Gwendolyn?

—¿Sí?

Estaba demasiado oscuro para distinguir bien su cara.

—Me gustaría que confiaras más en mí.

Sonaba tan serio y sincero que por un segundo me quedé sin habla.

—Me gustaría poder hacerlo —dije luego.

Solo después de que Gideon hubiera cerrado la puerta y el coche hubiera arrancado, se me ocurrió que habría sido mejor decir: «Me gustaría que tú hicieras lo mismo conmigo».

✿✿✿

Los ojos de madame Rossini brillaban de entusiasmo. La modista me cogió de la mano y me llevó hasta el gran espejo de pared para que pudiera valorar el resultado de sus esfuerzos. Cuando me vi en el espejo, al principio apenas me reconocí, sobre todo debido a que mis cabellos, normalmente lisos, ahora se retorcían en incontables rizos y se levantaban sobre mi cabeza en un peinado altísimo parecido al que había llevado mi prima Janet en su boda. Algunos mechones sueltos caían formando pequeños tirabuzones sobre mis hombros desnudos. El color rojo oscuro del vestido me hacía parecer aún más pálida de lo que era, pero no tenía un aspecto enfermizo, sino radiante, en parte también porque madame Rossini me había empolvado cuidadosamente la nariz y la frente y había pintado mis mejillas con un poco de colorete, de manera que, a pesar de que ayer otra vez me había ido a dormir tarde, gracias a su habilidad en el arte del maquillaje ya no tenía ninguna sombra bajo los ojos.

BOOK: Zafiro
11.17Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

A Christmas to Believe In by Claire Ashgrove
Dancing With the Devil by Misty Evans
Conquering Sabrina by Arabella Kingsley
Cha-Ching! by Liebegott, Ali