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Authors: Kerstin Gier

Zafiro (2 page)

BOOK: Zafiro
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La respuesta del barón parecía un padrenuestro; Lucy y Paul solo oyeron murmurar algo en voz baja.

—Amén —dijo el visitante suspirando—. De modo que esa es tu última palabra en lo que respecta a este asunto...

—¡Eres el demonio personificado! —exclamó el barón—. Abandona mi coche y no vuelvas a presentarte nunca ante mi vista.

—Como lo desees. Pero aún queda un pequeño detalle. Hasta este momento no lo había dicho para no inquietarlo inútilmente, pero en su tumba, he visto con mis propios ojos, aparece el 15 de mayo de 1602 como el día de tu muerte.

De los anales de los Vigilantes

18 de diciembre de 1992

Paul y Lucy han sido enviados hoy, a las 15.00 horas, a elpasar

al año 1498. A su regreso a las 19.00 horas, han aterrizado

en el macizo de rosales ante la ventana de la Sala del Dragón,

vestidos con trajes del siglo XVII totalmente empapados.

Daban la impresión de encontrase sumamente trastornados.

En contra de su voluntad, he puesto a lord Montrose y a Falk de Villiers al corriente de la situación.

La historia, sin embargo, se ha aclarado de una forma muy sencilla.

Lord Montrose aún recordaba perfectamente la fiesta de disfraces que se celebró en 1498 en el jardín, en el curso de la cual algunos invitados, entre ellos Lucy y Paul, tras consumir cantidades excesivas de alcohol, aterrizaron el la balsa de los peces de colores.

Lord Lucas asumió la responsabilidad por ese incidente y prometió sustituir los dos ejemplares de rosales destrozados «Ferdinand Picar» y «Señora de Jonh Laing».

Lucy y Paul han sido severamente amonestados y conminados a mantenerse apartados del alcohol en el futuro, al margen de la época.

Informe de J.Mountjoy, adepto de segundo grado.

1

—¡Señores, estamos en una iglesia! ¡Este no es lugar para besarse!

Espantada, abrí los ojos como platos y me eché hacia atrás rápidamente, esperando ver venir hacia mí a un viejo párroco con sotana ondulante y rostro indignado dispuesto a echarnos un furioso sermón. Pero no era el párroco quien había interrumpido nuestro beso. De hecho, no era una persona. Era una pequeña gárgola que estaba acurrucada en un banco de la iglesia junto al confesionario y que me miraba tan sorprendida como yo a ella.

Aunque, en realidad, el estado en que yo me encontraba difícilmente podía calificarse como de sorpresa. Para ser sincera, debería haberlo descrito más bien como una violenta suspensión del raciocinio.

Todo había empezado con ese beso.

Gideon de Villiers me había besado a mí, Gwendolyn Sheperd.

Naturalmente, debería haberme preguntado por qué se le había ocurrido semejante idea tan de repente —en el confesionario de una iglesia situada en algún lugar de Belgravia en el año 1912—, justo después de que hubiéramos representado en vivo una huída de película que nos había dejado sin aliento y en la que habíamos tenido que luchar, entre otras cosas, contra mi estrecho vestido largo hasta los tobillos y su ridículo cuello de marinero.

Podría haber realizado comparaciones con los besos de otros chicos y haber analizado a qué se debía que Gideon besara mucho mejor que ellos.

También habría podido darme que pensar el hecho de que entre nosotros se encontrara la ventanilla del confesionario por la que Gideon había tenido que pasar la cabeza y los brazos, y que esas no fueran las condiciones ideales para un beso, aparte de que no necesitara para nada añadir más confusión a mi vida después de que hacía solo tres días me hubiera enterado de que había heredado de mi familia el gen de los viajes en el tiempo.

Pero lo cierto es que yo no pensaba absolutamente en nada, aparte quizá de «¡Oooh!» y «Mmm...!» y «¡Más!».

Por eso tampoco me percaté del tirón en el vientre, y solo entonces, mientras esa pequeña gárgola me miraba fijamente desde el banco con los ojos chispeantes y los brazos cruzados sobre el pecho, solo cuando mi mirada cayó sobre la sucia cortina marrón del confesionario que hacia un momento había sido de un verde de terciopelo, tuve el pálpito de que entretanto habíamos saltado de nuevo al presente.

—¡Mierda! —Gideon se retiró hacia su lado del confesionario y se rascó la nuca.

«¿Cómo que “Mierda”?» Caí bruscamente de mi nube y olvidé a la gárgola.

—Pues a mí no me ha parecido tan mal —dije con un tono tan despreocupado como pude.

Por desgracia, me faltaba el aliento, lo que redujo el efecto buscado. No podía mirar a Gideon a los ojos, de modo que seguí con la vista fija en la cortina de poliéster marrón del confesionario.

¡Dios mío! Había viajado casi cien años a través del tiempo sin darme cuenta porque ese beso me había dejado absolutamente... estupefacta. Me refiero a que un minuto antes el tipo le encuentra pegas a todo lo que haces, acto seguido nos vemos metidos en una persecución y debemos protegernos de unos hombres armados con pistolas, y, de repente —como si nada—, asegura que eres muy especial y te besa. ¡Y cómo besa Gideon!

Inmediatamente sentí celos de todas las chicas con las que debía de haber aprendido a hacerlo.

—Nadie a la vista. —Gideon asomó la cabeza fuera del confesionario y luego salió a la nave de la iglesia—. Bien. Cogeremos el autobús de vuelta a Temple. Ven, ya nos estarán esperando.

Me quedé mirándole desconcertada a través de la cortina. ¿Significaba eso que quería pasar sin más al orden del día? Después de un beso (en realidad, mejor antes, pero para eso ya era demasiado tarde), ¿no había que aclarar un par de cosas básicas? ¿Había sido ese beso una especie de declaración de amor? ¿Podía decirse tal vez incluso que ahora Gideon y yo estábamos juntos? ¿O sencillamente habíamos flirteado un poco porque no teníamos nada mejor que hacer?

—No pienso subirme al autobús con este vestido —declaré categóricamente, mientras me levantaba con la máxima dignidad posible. (Me habría cortado la lengua antes que plantearle alguna de las preguntas que en esos momentos me rondaban la cabeza.) El vestido era blanco con cintas de terciopelo azul cielo en la cintura y el cuello, seguramente el último grito en 1912, pero no muy apropiado para el transporte público del siglo XXI, la verdad—. Cogeremos un taxi.

Gideon se volvió hacia mí, pero no me contradijo. Con su levita y su pantalón con la raya planchada tampoco parecía entusiasmarle la idea de viajar en autobús. Aunque en realidad le sentaban de maravilla; sobre todo ahora que no llevaba el pelo tan repeinado por detrás de las orejas, como hacía solo dos horas, sino en rizos sueltos que le caían sobre la frente.

Me reuní con él en la nave de la iglesia y me estremecí. Hacía un frío glacial allí dentro. ¿O tal vez se debía a que en los últimos tres días prácticamente no había dormido? ¿O a lo que acababa de pasar hacía un momento?

Probablemente, mi cuerpo había segregado más adrenalina en esos últimos tiempos que en los dieciséis años anteriores. Habían pasado tantas cosas y había tenido tan poco tiempo para asimilarlas, que mi cabeza parecía a punto de estallar ante semejante cúmulo de informaciones y sensaciones. Si hubiera sido un personaje de cómic, habría tenido un globo con un enorme interrogante flotando sobre mi cabeza. Y tal vez un par de calaveras.

De todos modos, hice de tripas corazón y decidí que, si Gideon quería volver al orden del día, yo también podía hacerlo sin mayores problemas.

—Bueno, lo mejor será que nos larguemos —dije como si nada—. Tengo frío.

Me dispuse a pasar por su lado para salir, pero él me sujetó del brazo.

—Escucha, respecto a...

Se calló, seguramente con la esperanza de que yo le interrumpiera.

Pero, naturalmente, no lo hice. Me moría de ganas de saber qué tenía que decirme. Además, estaba tan cerca de mí que me costaba respirar con normalidad.

—Ese beso... En realidad...

De nuevo dejó la frase a medias. Pero yo la completé de inmediato en mi mente.

«... no era mi intención».

Ah, perfecto; entonces, sencillamente no debería haberlo hecho, ¿no? Eso era como prender fuego a una cortina y sorprenderse luego de que toda la casa estuviera ardiendo. (Vale, sí, una comparación estúpida.) Yo no pensaba facilitarle ni un poquito las cosas, así que le mire fríamente, manteniéndome a la expectativa. Quiero decir que traté de mirarle fríamente y mantenerme a la expectativa, aunque en realidad supongo que puse cara de «soy el pequeño Bambi; por favor, no me dispares»; no podía hacer nada para evitarlo. Solo faltaba que me empezara a temblar el labio inferior.

«No era mi intención.» ¡Vamos, dilo!

Pero Gideon no dijo nada en absoluto. Tiró de una horquilla hundida entre mi cabello revuelto (seguramente, a esas alturas parecería que unos pajaritos hubieran anidado en mi complicado peinado), cogió un mechón y lo enrolló en torno a su dedo, mientras con la otra mano empezaba a acariciarme la cara. Luego se inclinó hacia mí y me besó de nuevo, esta vez con mucha delicadeza. Cerré los ojos... y ocurrió lo mismo de la otra vez: mi cerebro volvía a disfrutar de esa bendita pausa en la emisión. (Ya solo emitía «Oh», «Mmm» y «Más».)

Aunque fueron apenas diez segundos, porque luego una voz irritada dijo junto a nosotros:

—¿Ya volvemos a empezar?

Espantada, le di un empujoncito en el pecho a Gideon, y me encontré frente al rostro de la pequeña gárgola, que ahora se balanceaba colgada boca abajo de la tribuna bajo la que nos encontrábamos. Para ser más precisos, se trataba del espíritu de una gárgola.

Gideon me había soltado el cabello y había adoptado una expresión neutra. ¡Oh, Dios mío! ¿Qué debía de estar pensando ahora de mí? Sus ojos verdes no transmitían nada, salvo tal vez una ligera extrañeza.

—Yo... creí que había oído algo —murmuré.

—Está bien —contestó, alargando un poco las palabras pero con un tono absolutamente cordial.

—Me has oído a mí —dijo la gárgola—. ¡Sí, me has oído!

Era más o menos del tamaño de un gato, y su cara también se parecía a la de un gato; pero tenía dos cuernos redondeados entre orejas de lince grandes y puntiagudas, además de unas alitas en el lomo y una larga y escamosa cola de lagarto que acababa en triángulo y que se movía excitadamente de un lado a otro.

—¡Y también puedes verme!

No respondí nada.

—Quizá será mejor que nos vayamos —dijo Gideon.

—¡Puedes verme y oírme! —gritó entusiasmada la pequeña gárgola, y se dejó caer de la tribuna a uno de los bancos de la iglesia, donde empezó a saltar arriba y abajo. Tenía una voz ronca, como la de un niño resfriado—.

¡Me he dado cuenta enseguida!

Ahora, sobre todo, no debía cometer ningún error, o no me desharía nunca de él. Dejé que mi mirada se deslizara con marcada indiferencia por los bancos, mientras me dirigía hacia la salida. Gideon me abrió la puerta.

—Gracias, muy amable —dijo la gárgola, que también se deslizó afuera.

En la acera parpadeé. Estaba nublado, y por eso no se veía el sol, pero calculé que debía de ser media tarde.

—¡Espera! —gritó la gárgola, y me tiró de la falda—. ¡Tenemos que hablar urgentemente! Oye, que me estás pisando... No hagas como si no pudieras verme. Sé que puedes. —De su boca salió disparado un chorrito de agua que formó un minúsculo charco sobre mis botines—. Oh, vaya, perdón. Solo me pasa cuando estoy nervioso.

Levanté la vista para mirar la fachada de la iglesia. Podría decirse que era de estilo Victoriano, con vidrieras de colores y dos bonitas torres un poco recargadas. El ladrillo alternaba con el revoque de color crema formando un alegre motivo a rayas. Pero, por más arriba que miré, no descubrí en todo el edificio ni una sola estatua ni una gárgola. Era extraño que, a pesar de todo, el espíritu rondara por allí.

—¡Aquí estoy! —gritó la gárgola, y se agarró al muro justo ante mis narices; porque trepaba como una lagartija, todas lo hacen.

Miré un segundo hacia los ladrillos junto a su cabeza y luego aparté la mirada.

Ahora ya no estaba tan segura de que realmente pudiera verla.

—Vamos, por favor. Estaría tan bien hablar con alguien que no fuera el espíritu de sir Arthur Conan Doyle, por una vez...

Vaya, tenía estilo el tipo. Pero yo no caí en la trampa. Aunque me daba pena, sabía lo cargantes que podían ser esas bestezuelas; además, había interrumpido nuestro beso y probablemente por su culpa Gideon me tomaba ahora por una lunática.

—¡Por favor, por favor, por favooor! —insistió la gárgola.

Me esforcé en mantenerme indiferente. Sabe Dios que ya tenía suficientes problemas. Gideon hacía señas para parar un taxi al borde de la calzada.

Naturalmente, enseguida pasó uno libre. Hay gente que siempre tiene suerte con eso. O una especie de autoridad natural. Mi abuela lady Arista, por ejemplo. No tiene más que quedarse junto a la calzada y mirar con aire severo para que los taxistas frenen en seco.

—¿Vienes, Gwendolyn?

—¡Vamos, no puedes largarte sin más! —La voz ronca sonaba desconsolada, casi llorosa—. Precisamente ahora que acabamos de encontrarnos...

Si hubiéramos estado solos, seguramente habría cedido y me habría puesto a hablar con él. A pesar de los colmillos puntiagudos y de las garras, de algún modo resultaba gracioso, y probablemente no tenía mucha compañía. (Seguro que el espíritu de sir Arthur Conan Doyle tenía cosas mejores que hacer. Y, por otra parte, ¿qué podía estar buscando en Londres?) Pero cuando te comunicas con espíritus en presencia de otras personas, estas te toman —si hay suerte— por un mentiroso y un comediante, o bien —en la mayoría de los casos— por un loco. Y no quería arriesgarme a que Gideon me tomara por una loca. Además, el último daimon gárgola con el que había hablado había desarrollado una dependencia tan fuerte de mí que casi no podía ir ni al lavabo sola.

Así pues, me instalé en el taxi con cara impasible y, cuando el coche arrancó, fijé la vista al frente. Gideon, a mi lado, miraba por la ventana. El taxista observó intrigado nuestra vestimenta por el retrovisor arqueando las cejas, pero no dijo nada, lo que era realmente de agradecer.

—Pronto serán las seis y media —me dijo Gideon, sin duda para iniciar una conversación sobre un tema neutro—. No es extraño que me esté muriendo de hambre.

Ahora que lo decía, me di cuenta de que a mí me pasaba lo mismo. Esa mañana, con el ambiente enrarecido que se respiraba en la mesa familiar, apenas había podido desayunar media tostada, y nunca había soportado la comida de la escuela. Con cierta añoranza pensé en los apetitosos bollos y bocadillos de la mesa del té de lady Tilney, que por desgracia nos habíamos perdido.

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