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Authors: Beatriz Gimeno

Tags: #Relatos, #Erótico

Sex (9 page)

BOOK: Sex
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—¿Qué quieres de postre?

Entonces ella dice:

—Tu coño.

Y se acabó la cena; mi postre ya no es una manzana, sino un enorme orgasmo, porque mi novia sabe llevarme al cielo cuando me come el coño. Lo puede hacer a cualquier hora, en cualquier momento, por raro que parezca. En cambio a ella no hay boca que se le acerque ahí abajo. Le gusta comerlos, no que se lo coman, y yo no lo hago bien. Cada una tiene sus habilidades.

Además de lo dicho le encantan los niños y siempre está hablando de que le gustaría tener uno. Estoy segura de que sería una buena madre y me ha convencido de que yo también lo sería. Así que es posible que un día nos animemos si es que conseguimos llegar a vivir juntas, cosa que ahora es más fácil con su examen aprobado. Por eso estábamos tan contentas las dos: porque ahora nuestro futuro era más fácil que antes. Pau tiene las tetas grandes y redondas, y toda ella es exuberante porque lo que más le gusta es comer, y no sólo esa parte de la anatomía femenina que ya he explicado, ni tampoco chocolate. En realidad, a mi novia le gusta todo: comer, follar, dormir, hablar, viajar, reír… Pau alegra mi vida y todos mis días. Pensé que se merecía un premio por haber aprobado y que las dos nos lo merecíamos por haber superado esos meses tan duros que por fin se habían acabado.

Me fui de compras y me acerqué a una de esas tiendas que venden chocolates de todo tipo. Compré una botella de chocolate amargo en sirope y compré fresas. Esperé a que llegara la tarde y a que viniera. Cuando abrí la puerta nos abrazamos y nos besamos, deseándonos ya y con hambre la una de la otra; con ganas de celebrar su éxito. Nos fuimos al dormitorio y nos desnudamos con rapidez; le dije entonces que tenía preparado un premio para ella. Me tumbe con las piernas abiertas y una almohada en los ríñones de manera que mi coño quedaba levantado. Cogí la botella de chocolate y lo dejé caer muy lentamente sobre el vientre y el ombligo haciendo dibujos con el chocolate, que caía espeso sobre mi piel hasta inundar todo el pubis y toda la parte peluda. Después lo dejé caer por la raja hasta empaparlo todo y me coloqué estratégicamente algunas fresas; Pau no se lo creía, jamás habíamos usado comida en nuestros juegos, porque yo nunca había querido hacerlo. No me gusta mezclar comida y sexo, o eso había dicho siempre. Pero ahora que Pau empezó a lamer lentamente el chocolate por mi vientre cambié de opinión; de acuerdo, me gustaba, y lamentaba no haberlo hecho antes. O quizá no lo lamentaba, porque así esta celebración era verdaderamente eso, una celebración. Mi novia puede dedicarse a lamer horas y horas; nunca se cansa ni se impacienta. La que siempre me impaciento soy yo, pues a veces le digo que se centre de una vez en mi clítoris porque exploto. Pero esta vez ella era la homenajeada, así que yo estaba dispuesta a que me lamiera tan despacio como quisiera y, por lo que estaba viendo, estaba dispuesta a terminar con todo el chocolate antes de centrarse en la cuestión. Le gusta mucho pasar la lengua por los pelos antes de meterse con los interiores, así que ahora que mis pelos estaban llenos de chocolate amargo pensé que me iba a hacer una limpieza total. Y así fue.

Me lamió entera lentamente y se comió todas las fresas con tanta delicadeza que toda mi piel se fue poniendo sensible, como más fina, como si toda ella necesitara un abrigo. Después se concentró un buen rato en el interior de mis muslos sin llegar a meter la lengua en el coño, que ya la estaba llamando. Después lamió la zona que va desde el clítoris hasta el culo, una parte que me gusta mucho, que es muy sensible y que me da mucho placer. Me gustaba el sonido de su lengua chupando y lamiendo mi piel y me costaba no decirle que volviera arriba y que me tocara directamente la punta del clítoris, que debía estar crecido e hinchado y que latía pidiendo que alguien se ocupara de él. En lugar de eso subió hasta mi boca para darme a probar el chocolate, mezclado con el sabor de mi coño y con su saliva, y todo eso me supo a gloria. Fue un beso que quise retener en mi boca de puro amor que sentía. Volvió abajo y comenzó a meter la lengua entre los labios interiores y exteriores, mientras decía lo mucho que le gustaba saborearme. Y no sólo era su lengua lamiéndome la piel con detenida aplicación lo que me estaba excitando hasta el orgasmo. La sensación húmeda y pegajosa de su lengua me excitaba tanto como el sonido de toda su boca chupando y tragando. Entonces sí comenzó a lamerme el clítoris muy lentamente, dándome toquecitos suaves aquí y allá, y enseguida se puso a lamer en redondo, presionando con la lengua, empujando la punta hasta que, cuando mi respiración y mis quejas le dijeron que yo no podía más, por fin comenzó a hacerlo muy rápido, metiendo y sacando a veces la lengua de la vagina y presionando y recorriendo el clítoris en toda su extensión. Hay orgasmos profundos, hay orgasmos largos, hay orgasmos inolvidables, pero éste fue un orgasmo lleno de amor que me llenó entera y que me vació después para dejarme caer con ganas de tenerla a mi lado y de abrazarla.

Pau lo hace muy bien y yo, en cambio, no consigo aprender. Cuando lo intento, ella siempre se queja de que le hago daño. Lo cierto es que, como ella dice, yo tengo otras habilidades. Cuando se tumbó a mi lado, le puse la mano en el clítoris y comencé a acariciárselo suavemente, pero miré el reloj y vi que se había hecho muy tarde. Entonces le dije:

—Voy a hacértelo rápido, sin ninguna complicación, que tengo que sacar al perro.

Y así fue, rápido y sin complicaciones. En cuanto acabé corrí a lavarme, me vestí y me fui a sacar al perro. Al regresar, ella seguía tumbada y desnuda, con cara de felicidad; la habitación olía a una extraña mezcla de sexo y chocolate. «Sexo y chocolate». Pensé que sonaba como el título de una película, o quizá de una canción. «Sexo y chocolate»: no hay mejor manera de celebrar un buen examen.

EJECUTIVA AGRESIVA

La bronca del martes fue épica; la eché a empujones de mi casa y casi la tiro escaleras abajo. No quiero volver a verla.

Llamo a mi amiga Rosa para contárselo y no me entiende. Dice que está harta y que ya ha vivido esto mismo una treintena de veces, que ha vivido peleas terribles.

—¡Mucho llanto, mucho grito pero siempre vuelves! —me dice.

—Esta vez no, se ha terminado.

—Eso no te lo crees ni tú.

—Bueno, ya lo verás.

Y así acaba nuestra conversación.

Después me tumbo en la cama a pensar: necesito pensar. Y termino pensando en Amaya. ¿He terminado con ella? Ya no lo sé. ¿Volveré a verla? De repente, me invade una oleada de angustia y me entran ganas de llamarla y disculparme otra vez. ¿Por qué estoy tan enganchada a ella?

—Está claro que eres masoquista —me dice Rosa, a la que he vuelto a llamar por teléfono.

—No tiene nada que ver con eso —respondo yo, no muy convencida.

Pero lo cierto es que no creo ser masoquista, aunque lo más fácil es pensar que sí, que lo soy. No creo serlo. No me importa que me aten, pero no me gusta nada que me peguen, y lo de las cuerdas o las esposas es más bien una cosa de
atrezzo
; me da un poco igual. Lo que me excita es la sensación de entregarme y de perder mis propios límites. No ser pasiva o dejar de serlo, porque puedo ser muy activa, sino el hecho de sentir que mi amante está tomando posesión de mi cuerpo; un cuerpo que le ofrezco, que le entrego por amor o por placer; por mi placer o por el suyo. He estado con muchas mujeres y he vivido con varias; me he enamorado también de algunas y he sufrido por unas cuantas, pero engancharme de la manera en que estoy enganchaba a Amaya me ha ocurrido pocas veces; quizá nunca hasta ahora.

Eso es lo que le explico a Rosa, que no entiende nada y que me dice que, en todo caso, Amaya me hace sufrir y que hay que apartarse como sea del sufrimiento. Es cierto, tengo que dejarla porque me hace sufrir y no me gusta nada sufrir. El control no tiene nada que ver con el dolor, sino siempre con el placer.

Qué le vamos a hacer si me gusta, me excita y me hace gozar mucho. Es que cuando no está en mi vida la echo de menos, es que cuando estamos juntas se comporta exactamente como me gusta, de la manera en que me vuelve loca, como si mi cuerpo le perteneciese, en cualquier momento, donde quiera, como quiera. No es que sea desagradable, ni que sea violenta o que me hable dándome órdenes, nada de eso. Además, no se lo permitiría… Se trata de una actitud que seguramente sólo yo perciba, pero que me da tanto placer que me es imposible resistirme a ella, no la he encontrado en nadie más. Cuando estamos en casa de las amigas, por ejemplo, y me mira desde el otro lado del sillón, sólo con su sonrisa es como si se estuviese echando encima de mí, aunque yo sea la única en percibirlo; como cuando se levanta, y se sienta a mi lado, y me acaricia el pelo y, de repente, baja la mano y me roza un pezón, o como cuando mete la mano entre mis piernas sin que nadie se dé cuenta, en el cine o donde sea.

—¿Es que soy la única persona que le da tanta importancia al sexo? —le digo a Rosa, pero es una pregunta retórica, claro está. El sexo es un juego en el que cada participante pone las reglas que quiere y Amaya juega como a mí me gusta y por eso me cuesta tanto dejarla, porque cuando la he dejado y después me la he encontrado en cualquier sitio, en una fiesta, en la librería, en el barrio, y me ha mirado de esa manera…

—Tú vuelves, siempre vuelves —me dice Rosa— y haces mal, se siente segura y por eso te hace sufrir.

Paso la semana resistiendo las ganas de llamarla y no la llamo, pero sé que el viernes tendré que verla porque es el cumpleaños de una amiga común que da una fiesta en su casa. Dudo si ir o no ir, pero es una de mis mejores amigas y no ir por culpa de Amaya… Es como esconderme.

—Iré, iré —le digo a Rosa cuando me llama—. ¿Vamos juntas?

Mi amiga abre la puerta con una sonrisa de oreja a oreja, como sabiendo lo que todo el mundo debe saber, que nos hemos peleado otra vez. Supongo que todas piensan que es otra de nuestras crisis, pero lo que no saben, pienso yo, es que esta vez es de verdad.

Paseo por el piso saludando a unas y a otras; las conozco a casi todas desde hace siglos. De repente, me siento un poco angustiada, como encerrada en un armario; todo es demasiado previsible. Entro en la cocina, me sirvo algo de comer y me voy al salón con mi plato; entonces veo a una mujer que no conozco, una mujer mayor, con pinta muy formal, conservadora diría yo, que está sentada en el sofá y que ha comenzado a mirarme exactamente como me mira Amaya. Y su mirada tiene el efecto de hacerme sentir igual que cuando me mira Amaya: desposeída. Y eso me calienta. Amaya, que ahora entra en el salón, se da perfecta cuenta de lo que pasa y también me dejo llevar, porque le estoy dando de su propia medicina, de la que duele. Creo que es la primera vez que soy yo la que tengo la sartén por el mango y esa sensación es agradable; pero lo más agradable es ver a Amaya insegura de su poder sobre mí, ella que siempre ha estado convencida de que no podía perderme… Ahora soy yo la que elijo. Por un instante me asusto; ¿no me estaré equivocando? No, llega un momento en que una tiene ya la suficiente experiencia como para saber qué significa una mirada como ésta.

Me dejo llevar acunada por esa mirada que me sigue por la habitación, que me sigue cuando me levanto, cuando me vuelvo a sentar. Me siento halagada y me gusta ignorar a Amaya, que trata vanamente de llamar mi atención; ahora puedo incluso verla como parte de un pasado que soy capaz de ver lejos de mí, como parte de un pasado que no ha sido tan agradable como a mí me hubiese gustado. En toda la noche no hago otra cosa que estar pendiente de esa mujer.

—Ya está —le digo a Rosa—, Amaya es el pasado.

—No me digas. Y ¿quién es el presente? ¿No podrías darte un respiro?

Pero yo estoy demasiado ocupada como para hacerle caso y ni siquiera me enfado.

Mercedes y yo apenas hablamos, es más bien un juego de miradas, mirarnos y reconocernos. El hecho de que sea mucho mayor que yo, de que sea tan distinta a mí en la manera de vestir, también me excita y sólo espero no equivocarme con ella. Finalmente, cuando ya he bebido lo bastante, me siento en el brazo del sofá, mientras hago como que charlo con todas; al rato, ella pone su mano distraídamente encima en mi muslo, así que a mitad de la noche ya tengo claro que no me estoy equivocando en absoluto. Cuando Amaya ve que Mercedes pone una mano en mi muslo y luego en mi hombro, se va de la cena y yo paladeo lentamente mi triunfo. La venganza es un plato que se sirve frío, y así es. Rosa me mira desde el otro lado de la habitación con cara de pocos amigos.

Cuando la gente comienza a marcharse, Mercedes se levanta del sofá, me mira y me dice:

—¿Me acompañas?

—Claro —respondo.

Rosa dice que no con la cabeza pero ¿qué iba a contestar? Así que salimos juntas y nos montamos en su coche. Hablamos de cosas banales: el tiempo, el tráfico esas cosas que se dicen cuando hay que llenar las horas pero no hay gran cosa que decir. Como no hay tráfico a causa de la hora enseguida llegamos a su barrio, y eso que está en el quinto pino. Un barrio de esos que es como un jardín, con buenas casas y un garaje que se abre automáticamente según llegamos y desde el que cogemos un ascensor que se supone que nos llevará directamente a su piso. Dinero, se ve el dinero.

Yo la sigo bastante asombrada, porque soy una auxiliar administrativa que nunca ha estado antes en una casa como ésta. Ahora me pregunto dónde habrá conocido mi amiga a una persona como esta Mercedes, tan distinta de todas nosotras. Cuando la puerta del ascensor se cierra, comienza a besarme mientras me mete la mano por debajo de la ropa, buscando mis tetas con ansiedad y con fuerza. Me hace un poco de daño en los labios porque me muerde con fuerza y después baja su boca por mi cuello y me muerde hasta hacerme daño. Mañana tendré una marca, como una adolescente. Me da un poco de rabia.

Entramos en una casa elegante, de rica.

—¿En qué trabajas? —le pregunto.

—Soy abogada —y sin ningún preámbulo me lleva hasta su dormitorio.

—Desnúdate —me dice, y eso es lo que comienzo a hacer, con pudor porque siempre da pudor desnudarte delante de alguien que te mira, y más si te mira vestida.

Cuando me quito las bragas me pasa la mano por el vientre, juega con los pelos de mi coño y dice:

—Y ahora, desnúdame —y eso lo que hago. Ella me agarra la cara y la acerca hasta la suya para besarme mientras yo lucho con botones, cremalleras, corchetes y todo tipo de artefactos que llevan las ropas para sujetarse y que no se nos caigan, sobre todo en el caso de las ricas. Con lo fácil que es quitar una camiseta.

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