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Authors: Beatriz Gimeno

Tags: #Relatos, #Erótico

Sex (24 page)

BOOK: Sex
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Entonces apareció Elena. Elena era una chica que, cuando era más pequeña, siempre andaba jugando al fútbol con los chicos y después, aunque dejó de jugar al fútbol, seguía vistiendo como un chico, nunca llevaba falda y no se interesaba por nada de lo que hacíamos nosotras. Iba a lo suyo. A mí me caía muy bien y, cuando éramos pequeñas, muchas veces me quedaba en el patio mirando los partidos en los que ella participaba. Me parecía muy valiente y muy especial. Elena apareció para rescatarme de entre mis vómitos y se ofreció a acompañarme al servicio. Tuvo mucho mérito porque todos me rehuían alegando que apestaba y sí, debía apestar. Me levantó con dificultad del suelo, me apoyó en su hombro y, dando tumbos, me llevó al baño. Después me ayudó a lavarme la cara, me dijo que me enjuagara bien y me lavó los brazos. Cuando comenzó a lavármelos y a pasar su mano por mi cara, sentí algo que jamás había sentido, nada más que en ciertos sueños, y que no había identificado del todo: como dolor en el estómago y cierta dificultad para respirar. Pensé que se debía a la borrachera. Sus manos eran suaves y se deslizaban muy despacio por mi cara, como si me la recorrieran para aprenderla; los ojos, la nariz, las mejillas, la barbilla y, sobre todo, ¡dios mío!, los labios. Cuando me acarició muy suavemente los labios, mis dificultades para respirar se acrecentaron y pensé que me iban a dar náuseas otra vez. Creí que iba a vomitar de nuevo y me asusté, así que le dije:

—Voy a vomitar.

En realidad era pura excitación, pero como no la reconocí muy bien pensé que eran efectos secundarios de la borrachera. Como iba a vomitar, Elena me ayudó a acercarme al váter y allí me apoyé en una pared y me incliné. Ella cerró la puerta detrás de nosotras y supuse que lo hacía para que yo no me avergonzara de mi situación. Pero nada, al parecer no eran náuseas. Pasado un rato, me preguntó.

—¿No vomitas?

—Parece que no; me encuentro mejor.

Nos miramos a los ojos, como diciendo «¿Y ahora qué hacemos?», porque yo por lo menos no tenía ganas de salir y de volver con la gente, pero tampoco sabía muy bien qué venía ahora. Fue raro. Elena me tocó un pezón con un dedo por encima de la ropa. Muy suavemente, como si me lo dibujara, rodeó su aureola, hizo un círculo, como quien no quiere la cosa. Para mí fue como una patada en el estómago, como un calambre de placer. Me sentía muy extraña, pero no dije nada; hice como si no me diera cuenta, ni siquiera sabía qué significaba aquello. Después hizo lo mismo con el otro; yo miraba al infinito y deseaba que no dejara de tocarme. Era muy distinto de cuando me tocaba Juan. Ese leve toque, apenas con la yema de un dedo, hacía que dentro de mí naciera un calor que me recorría la piel, por dentro y por fuera. Elena me miraba, yo a ella no. Yo miraba al suelo. La cosa iba despacio. Enseguida se aventuró un poco más: pasó de acariciarme los pezones con un dedo a cogerlos con dos. Ahora estaban duros y me habían crecido. Por abajo también notaba cambios: humedad y latidos en el clítoris, pero por entonces yo tampoco conocía el nombre de ese órgano. Todo era el coño, aunque tampoco se pronunciaba esa palabra. Había una corriente que pasaba de Elena a mí a través de mis pezones. Yo ignoraba completamente que los pezones pudieran cambiar tanto de tamaño e ignoraba también que pudieran ser transmisores de esas sensaciones; desde luego con Juan no me había pasado, a pesar de que me los había tocado, y mucho. Un solo toque de Elena me había cambiado no sólo los pezones, sino todo el cuerpo.

No me movía ni un milímetro, no la miraba, apenas respiraba; no quería por nada del mundo que dejara de hacer eso y pensaba que si la miraba podía asustarse o avergonzarse. Ella, por el contrario, respiraba muy fuerte; era lo único que se escuchaba en aquel váter. Cerró la tapa y me sentó encima. Se arrodilló delante de mí y con mucha precaución, como si temiera que yo pudiera salir corriendo en cualquier momento, me cogió el borde de la camiseta, como si estuviera examinando el dobladillo. Comenzó, lentamente, a subirla hacia arriba. No me la quitó, sólo me la subió y le dio la vuelta en los hombros para que se sujetara. Me acarició la carne que había quedado al descubierto, el vientre, el ombligo, el escote, y luego recorrió el borde del sujetador, por arriba y por debajo. Como yo no me movía, me lo desabrochó. Ahí yo ya no pude silenciar por más tiempo mi respiración, porque se me escapaba del pecho; la de ella también. Y entonces, para mi sorpresa, aplicó su boca a mis pezones y su lengua continuó con la tarea que antes comenzaran sus dedos. El placer fue inmediato, desconocido. Primero su lengua acariciaba, rodeaba, levantaba, apretaba; después toda su boca succionaba, mordía, se abría, tratando de abarcar lo más posible. La saliva se le escapaba y resbalaba para caer sobre mi pantalón. Cada vez apretaba más y más, y cuando la boca estaba en un pecho, la mano estaba en el otro. Y ahora hacía ruido, respiraba y gemía ahogadamente, procurando que no se escuchara. Parecía como si llorara. Yo también respiraba con fuerza y gemía un poco; sentía mucho placer y dentro de mí se fue abriendo como un agujero que pedía más, que siguiera por otros sitios, simplemente más. Ella subía la mano por mi cuello, me acariciaba la nuca, bajaba otra vez al pecho y su boca iba de un pecho a otro, pero en ningún momento hizo ademán de llegar más abajo ni de hacer nada con ella misma.

En un momento dado, Elena se apartó de mí, se dobló sobre ella misma gimiendo, como llorando, se hizo como un ovillo sobre sus rodillas y su respiración pareció acelerarse. Se movía sobre sí misma, como si se levantara y se sentara sobre sus rodillas. Los gemidos también se aceleraron y al poco pararon, todo pareció normalizarse. Todo excepto yo, que me sentía enferma, como si no pudiese seguir en aquel estado, necesitaba algo, necesitaba que su boca volviera a mí. Pero Elena parecía ahora desentenderse, doblada sobre sí misma, procurando normalizar su respiración. Entonces me puse a llorar. Elena creyó que era de miedo o de vergüenza y me miró aterrada. Lloraba de ganas de ella, lloraba porque no podía quedarme así. Pero así me quedé porque ella salió corriendo. Allí me quedé, sola, sentada sobre un váter.

Cuando Elena salió, volví a cerrar la puerta tras ella, me bajé el pantalón y traté de hacer pis, porque pensé que tenía ganas. Tan sólo me salían unas gotas, pero el esfuerzo que hacía resultaba muy placentero en ese sitio por donde se supone que tenía que salir el pis y no salía. Comencé a jugar: apretaba la vejiga y luego la soltaba, salían unas gotas y cerraba el grifo. Así estuve hasta que comencé a hacerlo cada vez más rápido, y finalmente estallé de placer. Acababa de tener mi primer orgasmo, mi primer intento de masturbarme, mi primer (y último hombre), mi primera mujer. Lo que ocurrió después ya es otra historia. Ese verano Elena y yo lo hicimos un poco mejor y de hecho, aquel día, cuando volvimos a casa, seguimos practicando.

BEATRIZ GIMENO, (Madrid, 9 de mayo de 1962), activista lesbiana y feminista, es Licenciada en Filología Semítica. Fue Presidenta de la Federación Estatal de Lesbianas, Gays, Transexuales y Bisexuales (FELGTB) en los años en los que se aprobó la ley de matrimonio entre personas del mismo sexo (2006) y la ley de identidad de género (2007). Ha publicado diversos artículos, una novela
(Su cuerpo era su gozo
, Foca Ediciones, 2005) y ensayos como
Primeras caricias: quinientas mujeres cuentan su primera experiencia con otra mujer
(Ediciones de la Tempestad, 2002) o
La liberación de una generación: Historia y análisis político del lesbianismo
(Gedisa, 2006). Próximamente verán la luz los siguientes títulos de Beatriz Gimeno:
La construcción de la lesbiana perversa
y
La luz que más me llama
, su primer libro de poesía.

Beatrizgimeno.es

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