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Authors: Beatriz Gimeno

Tags: #Relatos, #Erótico

Sex (12 page)

BOOK: Sex
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Yolanda jamás hubiera imaginado que sería así, pero no hubiera podido imaginar placer mayor que el que sintió en cada centímetro de su piel cuando, por fin, los dedos de Miriam se concentraron en su clítoris mientras su boca y su lengua seguían recorriendo su cuerpo. Todo el cuerpo de Yolanda se levantó como si lo recorriera una corriente eléctrica, su cabeza se echó hacia delante, sus piernas se doblaron y sus manos se agarraron al colchón. Entonces los dedos de Miriam se ralentizaron hasta obligar a Yolanda a suplicar que siguiera, que fuera más rápido, que la follara de una vez. Cuando la respiración de Yolanda se interrumpía y su garganta se volvía un gemido, entonces Miriam levantaba la mano e iba a cualquier otra parte de su cuerpo, hasta que la mano de Yolanda cogió la mano de Miriam y se la puso de nuevo sobre el clítoris.

—Vamos —le apremió—, ya, ya, tiene que ser ya —casi gritó—, y por fin Miriam dejó allí sus dedos, que siguieron el ritmo que Yolanda marcaba. Su mano siguió sobre la de Miriam hasta que el placer comenzó como un pequeño terremoto interior y salió de ella como una inundación que la empapara. Tensó sus muslos, sus pies se le pusieron rígidos, todo el cuerpo arqueado hacia atrás; un grito ahogado vino a marcar un orgasmo que la empujó hacia adelante, hacia el cuerpo de Miriam, que la abrazó y la sostuvo hasta que recuperó un ritmo normal de respiración.

Entonces, cuando se echaban las dos hacia atrás, exhaustas, Yolanda vio a Julián a través del espejo, sentando en un sillón, mirando, y sintió ganas de llorar y una sensación parecida a la náusea.

—Dile que se vaya —le pidió a Miriam—. No puedo soportarlo.

Yolanda ahora casi gritaba. Miriam no dijo nada, se levantó y cerró la puerta. Después se tumbó al lado de Yolanda y la susurró al oído:

—Me he pasado la vida soñando con este momento; soy toda tuya.

Yolanda se incorporó un poco:

—¿Eso qué quiere decir?

—Exactamente lo que parece. Dejo a Julián y me voy contigo.

MAÑANA DE LUNES EN UN
SEX-SHOP

Un lunes por la mañana… ¿quién iba a entrar en aquel
sex-shop
de barrio? Nadie absolutamente. Sólo nosotras dos, que veníamos de estar follando toda la noche y que aún no nos habíamos ido a dormir. Te empeñaste en entrar y en aquel momento no supe por qué, porque lo último de lo que tenía ganas a esas horas y con el cuerpo como lo tenía era de pensar, ver, saber, imaginar… Nada que tuviera que ver con el sexo. Pero te empeñaste en entrar y entramos, al fin y al cabo, ya sabes que nunca te llevo la contraria. Quizá por eso te empeñaste en entrar, sólo para fastidiarme, porque yo odio esos sitios. Llenos de hombres rijosos y viejos verdes. Además, ya no hay ninguna necesidad de ir a esos sitios desde que existen jugueterías sólo para chicas. Pero, en fin, tienes un lado cutre que no es precisamente uno de tus encantos. Afortunadamente no había nadie. Recorriste las estanterías, mientras yo miraba distraída de lejos, esperando que nos fuéramos por fin a desayunar. Después cogiste no sé qué cosas y te fuiste a pagar. Te vi de lejos, hurgando en la bolsa y volviendo a las estanterías. Te acercaste adonde están las revistas porno y estuviste hojeándolas. También eso me dio mucha rabia; me molestan muchos las revistas porno para hombres.

—Ven —dijiste con una voz que no admitía réplica. Y fui, y, cogiéndome de la mano, me llevaste a un lugar más o menos escondido detrás de una estantería—. ¿Has tenido suficiente esta noche?

—Estoy destrozada, cariño. Ha sido fantástico, mejor que nunca. Pero estoy cansada, tengo hambre y sueño. Vamos a desayunar de una vez… —supliqué, pues aún no sabía por dónde andaba.

—No estoy muy segura de haberte dado todo lo que querías…

Yo no sabía de qué iba aquello. Entonces sacaste de la bolsa un vibrador que ya te habías encargado de desempaquetar y supongo que de pagar. Lo pusiste en marcha.

—Dime que quieres más —soltó con esa voz que no admite réplica— dime que te has quedado con ganas.

Yo me empecé a poner muy nerviosa y a farfullar no sé qué cosas.

—Dime que quieres más —y me abriste la bragueta y pusiste en marcha el vibrador y me lo aplicaste sobre el coño, sobre la braga. Notaba la vibración, claro y me dolía por las anteriores acometidas de aquella noche. La cosa aquella hacía ruido y estar allí de pie, donde cualquiera que diera la vuelta a la estantería podría vernos, me puso muy nerviosa, pero también me había puesto, de repente y de nuevo, muy excitada.

Me miraste a los ojos.

—Dime que estás deseando que te folle otra vez.

El vibrador comenzaba a hacer su efecto y tu me cogiste la barbilla y me pasaste la lengua sobre la cara; el deseo, que parecía muerto, nació de nuevo con ese contacto, despacio, en el centro de mi ombligo, como un picor que se extendía hacia abajo, hacia el centro neurálgico del placer. Apretabas con fuerza el vibrador sobre mi coño, sobre la tela de las bragas. Y yo comencé a olvidar dónde estábamos y a concentrarme en esa sensación que empezaba a extenderse por mi piel. Entonces te detuviste.

—No —dije—. No te detengas. Dame más, cariño, aún tengo más ganas —susurré en tu oído.

—Tú siempre tienes ganas —dijiste sonriendo—, pero no, ya ha habido bastante por hoy. En realidad, tengo otro regalo. Este es para luego —dijiste.

El vendedor parecía saber mucho mejor que yo lo que venía ahora. Me desabrochaste el pantalón, me lo bajaste un poco y después me bajaste las bragas; el vendedor estaba mirando y ahí estaba yo, con las bragas en las rodillas. Entonces sacaste unas bolas chinas y me las metiste con un dedo. Yo gemí de dolor.

—Para que no te olvides de mí en todo el día —dijiste.

Me subí la ropa y, caminando como pude, nos fuimos por fin a desayunar.

DESEO

Al abrir la puerta me quedé sin palabras. Tenía que decirte unas cuantas cosas y, sin embargo, cuando entraste todo había desaparecido en la vorágine de un deseo caliente que se derramó dentro de mí como una marea desbocada. Ya no supe que decir, ya no tenía nada que hacer sino entregarme. Siempre me ha resultado sorprendente cómo besas, porque besas de una forma extraña; sólo puedo calificar así tus besos y me pregunto si te lo han dicho antes. Nunca he sentido un beso como el tuyo. Es un beso que no acaba de ser un beso; es un beso con el que no te entregas, como si estuvieras guardándote algo. Tu beso me deja siempre con ganas de más, tu beso me da ganas de llorar, tu beso parece estar siempre de paso, marchándose, igual que tú.

Por eso me quedé en silencio; no pude decir nada, pues tu presencia —vestida, desnuda— siempre me deja sin palabras. Sé que ese es mi principal problema, porque las palabras son mi herramienta de seducción, y suele funcionar excepto contigo, con quien nada me funciona, con quien me quedo muda. Ya sabes que después no puedo comer, apenas puedo respirar y, si te soy sincera, tampoco disfruto mucho en la cama. Demasiado deseo termina por enterrar el placer, demasiado deseo impide soltar la imaginación y agarrota la sensibilidad. Te deseo tanto, tanto, que no disfruto como debiera. Es así; nunca me das tiempo a que vaya relajándome con el tiempo, a que pueda controlar la velocidad a la que mi corazón late nada más verte. Cuando te veo cerca, el corazón me mata, me late tan deprisa que respiro con dificultad y no soy capaz de concentrarme. Necesitaría estar tranquila, pero nunca puedo dejar que mi cuerpo se vaya acostumbrando a lo que tu cuerpo significa para mí. Nunca hay una segunda vez, nunca puedo pensar «mañana irá mejor»; estoy desde el principio obligada a pensar: «ahora o nunca», y no puedo.

Por eso me desnudé tan rápido, por eso te desnudé tan deprisa, sin poder disfrutarte, y ¡tantas veces desde entonces me he arrepentido! Sin embargo, apenas hubo por mi parte más que movimientos mecánicos con los que intentaba dominar ese deseo que es más que el hambre, más que la necesidad de respirar, más que el dolor cuando de verdad duele, más que todo y más que nada. Cuando el deseo se hace necesidad absoluta, convierte al cuerpo en un apéndice de la voluntad que se intenta controlar en vano. No controlaba mi cuerpo, pero miré el tuyo intentado aprehenderlo, para recordarlo cuando no lo tuviera delante. Lo veía por primera después de muchos años y lo intentaba comparar con el cuerpo que conocí y que no he llegado a olvidar. Ha cambiado, desde luego. Ha cambiado como cambian todos los cuerpos con los años, pero no está menos excitante, menos atractivo, al menos para mí. Ha perdido en parte las formas femeninas de la juventud, que tan poco me gustan; se ha hecho más redondo, ha perdido la forma definida en las caderas, el pecho está un poco más caído… y sin embargo era para mí exactamente igual de deseable que entonces, porque lo que hace tu cuerpo deseable emana de dentro. Puede que tu cuerpo siga siendo absolutamente deseable cuando seas una anciana venerable; tienes esa suerte. Además, hay cosas que no cambian con la edad o que incluso mejoran, como las manos. Tus manos son las mismas de entonces y yo aun las encuentro más atractivas; las manos son de esas partes del cuerpo que mejoran con la edad, al menos para mí. Las manos se vuelven menos carnosas con el tiempo, más nervudas, más sensibles; las manos, con la edad, muestran experiencia y saber hacer. Creo que nunca he tenido ocasión de poder decirte lo que me gustan tus manos, que son como deben ser unas manos que se dispongan a entrar en mi cuerpo, delgadas, pequeñas y de dedos finos. Es extraño que tus manos sean tan femeninas, tan frágiles y capaces, en cambio, de guardar, o de aparentar tanta fuerza cuando cogen las mías y las suben por encima de mi cabeza para sujetar mis brazos. Mis manos, que son fuertes y grandes, no pueden nada contra tus manos pequeñas; así es el amor, así es el deseo, que confunde y trastoca el orden de las cosas. Eres delgada y debes ser débil; sin embargo, lo que más deseo en este mundo es que me domines, que me venzas y que me pegues. Lo único que quiero es que me pegues y que me acaricies, porque en esa combinación de fuerza y debilidad está eso que a mis ojos te hace irresistible, lo que hace que te sueñe, te imagine y te desee, y supongo que lo sabes. Quiero que me pegues, quiero que me abofetees, no porque me guste el dolor, sino porque me gusta saber quién manda, quién controla, quién es quién en la cama, orden sin el cual yo me pierdo. Quiero que me demuestres que puedes hacerme tuya y yo quiero entregarme toda entera a ti para gozar; así son las cosas a veces y así de extraño es el placer. Y no creas que me entrego siempre; en muchas otras ocasiones, en cambio, me gusta mandar. Todo depende de lo que quiera dar o tomar.

Lo que más desearía contigo es tener tiempo. No quiero que me hables, ni me cuentes, ni quiero yo contarte nada. No quiero tiempo para hablar, sino tiempo para besarte toda entera, para lamerte toda entera. Para besar cada milímetro de tu piel, para bajar la lengua por tu cuello, para chuparte los pezones, para bajar por tu vientre hasta tu ombligo, para meter la lengua en tu vagina, para lamer tu clítoris, para chuparte el culo. Quiero tener tiempo para que me vayas dando, uno detrás de otro, los dedos de tus manos, para metérmelos en la boca, y para lamer las palmas de esas manos que después entrarán en mí. Quiero tener todo el tiempo del mundo para mirar tu coño que ahora está gris y precioso y que apenas tuve tiempo de mirar. Quiero tiempo para poder darme cuenta de lo que está pasando, para tranquilizarme, para poder tranquilizar mi corazón. Para darme cuenta de lo que me estás haciendo, de todo lo que aún me puedes hacer. Me gusta cómo me tratas, me gusta cómo entran tus dedos en mi vagina, invadiéndome, me gusta sentirme llena y vulnerable, me gusta sentirme vencida, porque ese es un sentimiento extraño para mí que sólo se da en el sexo, y me permite descansar, a mí, que soy tan fuerte. Daría años de vida por estar cerca de tu coño más a menudo, por poder besarlo, chuparlo, lamerlo, por poder decirte cada día lo que me gusta, lo que me gusta su olor y su sabor salado, y lo que me gustaría poder beber de él cada vez que tengo sed. Porque tu coño es precioso, el más bonito que he visto, porque quien diga que todos los coños son iguales es que no ha visto muchos. Son todos distintos. Necesito que me montes como tú sabes hacerlo, porque es así como hay que hacerlo y como quiero que lo hagas. Y que no me dejes correrme cuando quiero frotarme contra tu muslo, siempre demasiado pronto, siempre demasiado excitada para poder concentrarme, siempre tan nerviosa que tiemblo con sólo que me pongas la mano encima. Me gusta que me des órdenes al oído y, si pudiera, ésas serían las únicas órdenes que yo seguiría en mi vida, que es, para todo lo demás, una rebelión constante. Y me gusta, claro, cuando te corres con ese placer inmenso que deja el mío tan pequeño, con ese placer que, siendo el tuyo, es el mío, y me deja herida, y me dejó vencida desde el principio. Me gustas tanto que no puedo pensar en otra cosa, ni desear a otra, ni querer otra cosa en el mundo que volver a verte.

UNA PEQUEÑA DIFERENCIA

Cuando me llamaron del hospital no podía sospechar que era para ofrecerme un trabajo; suponía, más bien, que era para actualizar de nuevo mi curriculum. Cuando estás en paro pueden llamarte a cualquier hora, en cualquier momento y de un día para otro. No te da tiempo a pensártelo: suponen que, como estás parada, no tienes nada que hacer. Y así fue; me llamaron un martes y el miércoles me estaba entrevistando un matrimonio que buscaba a alguien que se ocupara de su hija Celia, que acababa de salir del hospital después de un año de internamiento y rehabilitación. Al parecer, había tenido un accidente de coche, había estado muy grave y ahora que salía del hospital no quería volver a vivir con sus padres. Éstos, temiendo que no pudiese vivir sola, querían contratarme, al menos para los primeros meses. Claro que no tenía que estar todo el día con ella sino, si acaso, ayudarla en lo más difícil: bañarla, hacerle la compra, pasear con ella… No sabía exactamente qué tenía que hacer, porque no sabía exactamente lo que me iba a encontrar, aunque sus padres ya me habían advertido de que era una chica muy obstinada y muy difícil.

Y lo que me encontré fue a una mujer de unos treinta años en silla de ruedas. Muy atractiva, con una sonrisa muy bonita y unos ojos grises que le daban un aire especial a toda su cara, que era muy delgada. Estaba rabiosa porque sus padres le habían impuesto mi presencia y prefería pensar que podía hacerlo todo sola. Yo me había hecho a la idea de que iba a un lugar en el que sería muy necesaria y por tanto bien acogida, pero me encontré con todo lo contrario: con una mujer que había tenido que transigir en parte, y que no tenía ninguna gana de transigir en nada más. Además, tenía razón: apenas me necesitaba porque se las hubiera arreglado sola. El edificio y el piso al que se había mudado después del accidente estaban perfectamente adaptados. Sus padres tenían dinero y allí no se había escatimado nada para que ella estuviera cómoda y para que su silla pasara por todos los huecos. Había agarraderas donde eran necesarias y no había lugar al que no pudiera acceder; incluso las necesidades más engorrosas, como ir al baño, las tenía solucionadas.

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