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Authors: Miguel Ángel Revilla

Tags: #Biografía, #Política

Nadie es más que nadie (2 page)

BOOK: Nadie es más que nadie
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Era un taxi de Santander, que traía a una persona y no menos de seis maletas gigantescas. Paró a un kilómetro del pueblo, donde acababa la carretera. Descargó las maletas y un hombre, de unos setenta años, ataviado con traje, chaleco de rayas y un sombrero de fieltro gris se acercó a la primera casa del pueblo. Era Domingo Morante, el hermano de Demetria. Regresaba después de cincuenta años.

Me parece estar viéndole ahora mismo. Tenía la tez muy morena y llevaba, colgada del chaleco, una gruesa cadena de oro, al final de la cual había un reloj, también de oro, en el que sonaba una melodía cada vez que le levantaba la tapa. Un gran anillo adornaba uno de sus dedos. Los niños del pueblo le rodeábamos y comentábamos su manera de hablar, con un acento que para nada se parecía al de las gentes de Polaciones. Era la estampa perfecta del indiano, el personaje que pasado el tiempo descubrí en los relatos de José María de Pereda o Manuel Llano.

«Indiano» era el apelativo de los emigrantes de Cantabria a Hispanoamérica. El nombre deriva del error de Colón al considerar que había llegado a las Indias cuando descubrió América. Sobre este personaje hay toda una literatura en mi tierra. No todos hicieron las fortunas de los marqueses de Comillas, Valdecilla y Manzanedo, que a mediados del siglo
XIX
eran los tres españoles más ricos. Algunos no lograron prosperar y su amor propio no les permitió volver jamás a la tierra de sus antepasados.

Domingo venía para quedarse en casa de su hermana. Naturalmente, Atanasio y Demetria, sus hijos y todo el pueblo, donde tenía otro hermano, lo recibieron con los brazos abiertos. Comentó que era soltero y su intención era no regresar a México. Nada insinuó sobre su posición económica, aunque los signos externos eran prometedores.

A los pocos días, Atanasio le dijo a mi padre, que además de guarda hacía el papel de secretario del Ayuntamiento, que moviera amistades y contactos para averiguar si el nuevo inquilino de Salceda venía rico o pobre. Las dudas de Atanasio tenían su fundamento, porque Domingo llevaba casi cincuenta años sin dar noticia.

Pasaron unos cuantos días. Recuerdo como si fuera ayer mismo ver llegar una tarde a mi padre en el caballo. Se metió en la cocina y le dijo a mi madre que tenía información totalmente fidedigna de que Domingo era muy rico. Con sigilo, me mandó en busca de Atanasio para que lo trajese a nuestra cocina. Allí le informó de las rentas mensuales de Domingo, que ascendían a doscientas mil pesetas. ¡Una auténtica pasta! Ese mismo año, 1951, en la feria de San Antolín, la vaca más cara se había vendido por mil pesetas.

La cara de Atanasio, que era un gigante, o al menos a mí me lo parecía, se iluminó al escuchar las noticias que traía mi padre. Siempre habían tratado muy bien a Domingo, como un auténtico hijo pródigo, pero desde que se supo que era tan rico los cuidados se extremaron. Lo que ocurrió después bien podría haber inspirado una película de Buñuel.

Ninguna casa en Polaciones tenía agua corriente, ni baño. Las necesidades se hacían en las cuadras del ganado próximas a las viviendas. En nuestra casa compartida teníamos justo enfrente un corralón. Creo que fue en enero de 1952, en pleno invierno, alrededor de las nueve de la noche. Domingo abandonó la cocina para dirigirse al corralón. Estaba helando y había no menos de un metro de nieve en el pueblo. A pesar de todo, la noche estaba estrellada. Pasados unos minutos, su hermana Demetria me dijo: «Miguel Ángel, mira a ver si le ha pasado algo a mi hermano, que tarda mucho en volver».

Crucé el camino de cinco metros que separaba la casa del corralón y me adentré caminando sobre la nieve, dura como la piedra. Enseguida me topé con el cuerpo de Domingo inerte sobre la nieve. Gritando y llorando llamé a los demás. Había muerto de un infarto.

La iglesia y el cementerio de Salceda están a más de dos kilómetros del pueblo, porque se comparten con otras dos localidades, Cotillos —el pueblo más alto de Cantabria— y Santa Eulalia. La iglesia está a la misma distancia de los tres pueblos. Su patrona es la Virgen de la Sierra. En los días siguientes continuó cayendo muchísima nieve, lo cual impidió el entierro. Y el frigorífico del corralón sirvió de sepultura provisional hasta que mejoraron las condiciones climatológicas y pudimos dar cristiana sepultura a Domingo, enterrado hasta entonces entre la nieve, en una fosa cavada en el cementerio.

Hace poco visité la tumba, donde una cruz señala el nombre y apellidos y la fecha de enterramiento. Han pasado sesenta años, pero aquellas imágenes perturbadoras no se me borran de la cabeza.

LOBOS AL ATARDECER

Viví otra historia terrible también en 1951. Tenía ocho años. En Polaciones, los niños de esa edad eran casi adultos a la hora de trabajar con el ganado. Ya he comentado el sistema solidario y muy inteligente que utilizábamos para guardar el rebaño de ovejas. En mi casa teníamos poco ganado, tres vacas, un caballo y unas diez ovejas. Por lo tanto, en el correturno, nos correspondía sacar a pastar el rebaño un día al mes. Me encomendaron a mí el trabajo, que ya había hecho otras veces.

Era verano. A las siete de la mañana, una campana situada en medio del pueblo sonaba de una determinada forma para que todos los vecinos abriesen sus establos y se agruparan. Las ovejas son muy gregarias, bastante tontas y allí donde va la que lleva una campanilla van las demás.

A las siete ya estaba yo preparado con mi talega, en la que mi madre me había puesto pan, chorizo y torreznos para la comida. A mi lado, nervioso, me acompañaba mi perro Ton. El viaje de pastoreo era de doce horas. Se salía a las siete de la mañana y se regresaba a las siete de la tarde. La ruta era siempre la misma, desde el pueblo, a 1200 metros de altitud, hasta una pradería casi a punto de tocar Peña Labra (2018 metros). Toda la ruta era de pastos comunales, donde se alternaban brañas de brezo y hierba con hayedos.

Las ovejas subían despacio, comiendo. El objetivo era llegar a las dos de la tarde al pastizal de las «Llampizas», donde había una fuente de aguas tan frías que cortaban la garganta. Era la hora de abrir la talega y comer, mientras las ovejas pastaban dos horas en aquella inmensa explanada rodeada de árboles.

A las cuatro de la tarde, a punto ya de reunir las doscientas cincuenta ovejas para iniciar el regreso, asistí a uno de los espectáculos más terribles de mi vida. De repente irrumpieron en la pradería lo que yo en un principio pensé que eran perros. En realidad eran cuatro lobos que, en apenas cinco minutos, mataron o dejaron moribundas a no menos de cincuenta ovejas. El resto se desperdigó hasta el punto de que llegó un momento en que no era capaz de ver a ninguna. La oveja se vuelve loca ante el lobo, es un terror ancestral.

Me habían encomendado guardar un rebaño de ovejas y no tenía nada. Creo que lloré como nunca en mi vida. Me sentía fracasado y temía regresar a casa. Bajé poco a poco y cuando ya divisaba las casas del pueblo me acurruqué en un escobal hundido. A las ocho de la tarde, como yo no aparecía con el rebaño, el pueblo se puso en marcha para salir a buscarme. Fui al encuentro de la gente y les conté lo ocurrido. Todos se solidarizaron conmigo.

Como se hacía de noche, volvimos a casa. Al amanecer del día siguiente, fui con los mozos hasta las «Llampizas», donde había ocurrido la masacre. La imagen era dantesca. Decenas de ovejas muertas, algunas medio devoradas, otras heridas y ni rastro del resto. En los días posteriores recuperamos aproximadamente la mitad de los efectivos. Se despellejaron las muertas y se aprovechó la carne, que nos garantizó varios meses de cecina y varios días de guiso de oveja.

Al hilo de esta historia me ocurrió otro incidente muchos años después. Yo era vicepresidente y estaba con una bióloga conservacionista de los Picos de Europa. Cada cinco años es tradición subir desde Bejes, en Liébana, hasta el Pico San Carlos, a 2390 metros, en el Macizo de los Picos de Europa. Allí se celebra una misa, en la misma cima, presidida por una gigantesca cruz, y posteriormente una comida campestre en una explanada próxima con lo que cada uno lleva de casa.

Cuando íbamos subiendo, nos encontramos con piedras en las que los ganaderos había escrito: «El hombre antes que el lobo». Las pintadas respondían al malestar de los ganaderos lebaniegos por la protección de este cánido en el Parque Natural de los Picos de Europa.

Mientras comíamos, la bióloga explicaba su teoría sobre el lobo, que según ella mataba solo para comer. Yo me puse como loco. La universidad y los libros pueden decir eso, pero mi universidad son mis vivencias y dicen otra cosa. Afirmé y afirmo que el lobo, y más si son varios, cuando acosa un rebaño de ovejas, cabras o becerros, no come hasta haber matado todo lo posible. Desconozco la razón, pero es así. No ocurre lo mismo con el oso, que rara vez ataca a los animales domésticos, y si lo hace solo mata uno para comer.

Conté mi experiencia y la ratificaron todos los ganaderos presentes. La bióloga calló abrumada. El comportamiento del lobo hace que sea odiado por las gentes de las zonas rurales, porque su presencia es sinónimo de ruina. Me parece bien que se habiliten espacios para proteger la especie, en recintos cerrados. Pero lobo y ganadería son incompatibles.

UN NIÑO BUENUCU

He preguntado a mucha gente cómo me recuerda de niño. Muy buenucu, me dicen. Reservado y empollón. Me gustaba estar en el monte con los animales. Tenía una gran habilidad para pescar truchas en los ríos del valle, habilidad que aún conservo. Me considero un gran pescador.

Cuando tenía siete años, vino a mi pueblo un segador procedente de un pueblo de la costa de Cantabria, San Vicente del Monte. Él me enseñó a elaborar un aparejo de pesca. La caña era una larga vara de avellano. No existía el nylon actual, pero había una cuerda muy fina y resistente que llamábamos bramante y que se utilizaba para coser las morcillas. Esa cuerda era el sedal. En las camisas que traían los serrones cuando regresaban de la madera venían alfileres que, doblados, formaban el anzuelo. Y un coñac muy famoso en la época, Trescepas, traía un plomo al lado del corcho, que yo usaba para hundir el aparejo en el agua. Una lombriz de tierra que llamábamos «moruga» servía de cebo.

No puedo olvidar el pozo donde, con siete años, cogí la primera trucha. Me pegué tanto al río que raro era el día que no llegaba a casa con dos truchas para alegría de mi madre.

Tenía nueve años cuando visitó el valle el obispo de Santander. Mi madre me preparó para que pronunciara, en nombre de todo el pueblo, las palabras de bienvenida y varias poesías dedicadas a la Virgen. Debió quedar muy impresionado el obispo, porque pidió hablar con mis padres e insinuó la posibilidad de ingresarme en el seminario de Corbán cuando cumpliera los diez años para iniciar allí el bachillerato y, posteriormente, la carrera de cura. Me veía condiciones.

En los pueblos de Cantabria, cuando una familia tenía varios hijos, una salida era que ficharan a alguno de ellos para el seminario. Era una boca menos que alimentar y, además, una forma de darle educación. Aquella noche, mis padres me hablaron de la oferta del obispo y sondearon mi opinión. Le dije que si aceptaban, me iba de casa. Y ahí quedó el asunto.

LOS PLÁTANOS SE COMEN SIN PIEL

En 1953 se anunció la llegada de Franco a Santander. El alcalde fletó un camión de ganado y en la caja colocaron tablones clavados de lado a lado, donde nos sentaron a unas cuarenta personas. Mis padres y yo estábamos entre los elegidos. En los días previos nos sentíamos ilusionadísimos. Íbamos a conocer Santander, la capital, y veríamos por primera vez el mar.

Y llegó el día. Franco estaría en Santander a las ocho de la tarde. Salimos de Polaciones a las ocho de la mañana, cada uno con la comida de casa. El plan era llegar a Comillas y visitar el mayor seminario de los jesuitas en el mundo, un edificio histórico, construido por orden del marqués de Comillas, con participación del gran Gaudí. En ese espléndido lugar teníamos previsto comer antes de seguir el viaje a la capital.

Durante el viaje, me dicen que yo preguntaba qué eran unas rayucas verdes que empezaban a divisarse en la lejanía y que yo observaba desde el camión intrigado. «Es el mar Cantábrico, Miguel Ángel».

A nuestra llegada al seminario, un sacerdote nos recibió en la puerta para enseñarnos la inmensa finca y los edificios. Uno de los vecinos, Lucas Roiz, pariente lejano mío, rompió el protocolo y se apartó del cicerone.

En la finca había vacas y huertos para el autoconsumo de los más de mil seminaristas que allí estudiaban. Lucas hizo la visita por su cuenta y su curiosidad le llevó a una gran caseta, a la que se asomó. Del interior salió un inmenso perro mastín. Prácticamente le engulló. Pasó mucho tiempo en el hospital Valdecilla curándose de las heridas. El viaje no podía empezar peor.

Después de comer en los prados del seminario, y evacuado Lucas, a las cinco reanudamos el viaje a Santander. A las siete llegamos a la Plaza de Numancia. Allí bajamos del camión y vi en una frutería una inmensa piña de plátanos, entre verdes y amarillos. Nunca antes había visto esa fruta y le pregunté a mi madre qué era. «¿Quieres uno?». Le contesté que sí, y me lo compró, advirtiéndome de que debía quitarle la piel. Me lo hubiera tragado entero, en mi ignorancia. Me encantó.

El hecho de haber comido mi primer plátano a los diez años tuvo mucho recorrido cuarenta y cinco años después. En una entrevista de corte personal que me hicieron en Radio Nacional en 1983, la periodista me preguntó qué era lo que más me había llamado la atención al ver Santander por primera vez. Le dije que el plátano. El plátano fue lo que más me impresionó aquel día.

Años después, en 1987, yo era portavoz regionalista en el Parlamento de Cantabria, donde hacíamos una dura oposición al Partido Popular. En aquellos años, la Unión Europea había promulgado una ley de incentivos regionales muy importante para todas las regiones que no llegaban al 75 por ciento de la renta media comunitaria. Eran las llamadas regiones Objetivo 1.

Presenté una interpelación urgiendo al presidente de Cantabria a que solicitase aquellas ayudas, porque entonces nuestra región estaba en el 70 por ciento de la renta media europea. El presidente me contestó que el dinero que llegara no compensaba que apareciéramos como pobres en Europa. Y añadió: «Además, usted, señor Revilla, nunca podrá ser presidente. Alguien que no comió un plátano hasta los diez años, cuando a mí mi madre me los daba batidos con leche desde los dos, está incapacitado». Pedí derecho de réplica y me concedieron dos minutos. Aquel presidente estaba obsesionado por su calvicie y había intentado sin éxito algo parecido a lo que tan buen resultado le ha dado al señor Bono. Subí a la tribuna y aclaré a los diputados qué era aquello del plátano, para a continuación señalar que no creía que el hecho inhabilitase a nadie para optar a cualquier puesto de responsabilidad. Mirando fijamente al presidente, que estaba a unos dos metros, le dije: «Mire, don Juan, no sé si conoce un estudio del científico ruso Kulakov que demuestra palmariamente que todos los que de niños comen plátanos, sobre todo sin son batidos con leche, de mayores se quedan calvos… Y mire, yo ni con las dos manos soy capaz de arrancarme un pelo». Nunca le vi tan enfadado conmigo. Creo que al día siguiente le pidió a un asesor que le buscase el informe Kulakov.

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