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Authors: Miguel Ángel Revilla

Tags: #Biografía, #Política

Nadie es más que nadie (9 page)

BOOK: Nadie es más que nadie
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Creo que es una persona honrada. No me le imagino metiendo la mano. Es patológicamente optimista, un profundo demócrata y encajador como nadie de las críticas. En una ocasión, comiendo con quien posiblemente más caña le ha dado, Pedro J. Ramírez, el periodista me reconoció esta virtud. No es vengativo y sí, probablemente, una buena persona. ¿Cuál ha sido entonces la causa que ha motivado que acabe su segunda legislatura con el menor índice de aceptación que haya tenido nunca un presidente en España?

Llegó al Gobierno en 2004, en pleno ciclo expansivo de la economía y con un entorno europeo y mundial de prosperidad. Con tasas de crecimiento superiores al 3,5 por ciento no hay gobernante malo. Su primer gran error fue creer que el crecimiento económico de España era algo sólido y estructural, cuando en realidad era un espejismo. La construcción de un millón de viviendas al año, más que en toda la Unión Europea junta, propició un pleno empleo coyuntural. Cualquier persona sensata sabía que más pronto que tarde la burbuja se pincharía. Crecíamos en
PIB
el doble que Europa y perdíamos cada año competitividad respecto a nuestro entorno. Lejos de prepararse para la que se avecinaba en su segunda legislatura, Zapatero hablaba de Champions League, de que habíamos alcanzado a Italia y a Francia y teníamos a tiro de piedra a los alemanes. Lo creía realmente.

Ser presidente de España no es cualquier cosa. Para llegar a ese cargo se requieren muchas virtudes, experiencia y bagaje, entre otras cosas. Rodríguez Zapatero llegó a la Presidencia en 2004 sin esperarlo y con un currículum exento de medallas ganadas en el campo de batalla.

Yo llegué a la Presidencia de Cantabria en 2003 con sesenta años y el trasero pelado de andar en jaulas. Trabajé en la Bolsa, doce años como director de banco, veinte de profesor en la Universidad, ocho de vicepresidente y consejero de Obras Públicas… Alguna vez he pensado qué habría pensado si me cae a mí la responsabilidad de gobernar Cantabria con cuarenta años… Seguro que hubiese sido un desastre. Todo tiene su tiempo.

Cuando alguien asume una responsabilidad de tal envergadura y no tiene experiencia, solo cabe una solución para paliar las carencias: rodearse de los mejores. Y aquí, a mi juicio, cometió su segundo gran error. Demasiado mediocre a su alrededor. En una de las reuniones que tuve con él le llegué a decir que a alguno de sus ministros yo no los tendría en el Gobierno de Cantabria ni de listeros. Me pidió que le diera nombres, cosa que no hice. Ahora sí le diría que personas como José Blanco, otro con gran experiencia en la lucha por la vida, hunden la credibilidad de cualquier institución.

Hay mucha literatura sobre quiénes han sido las personas que realmente han influido en las decisiones del presidente, quiénes eran sus asesores. Hay quien dice que escuchaba, pero no hacía caso a nadie. Otros piensan que era preso de amigos poco cualificados.

En el verano de 2007, Pancho Pérez, cántabro y fundador junto a Jesús de Polanco del grupo Prisa, me invitó a un almuerzo. Pancho poseía una gran casona cántabra en el pueblo de Barcenillas. Uno de los actos más relevantes del veraneo en mi tierra era el cocido montañés que daba en agosto, en una carpa instalada en la finca de su casa. Se decía en Cantabria que quien no iba invitado a ese cocido no estaba en el ranking. Reunía a unas trescientas personas, que iban desde la familia Botín a exministros, pasando por condes, marqueses y periodistas de tronío, como Javier Pradera, Miguel Ángel Aguilar o Joaquín Estefanía. Como presidente del Gobierno de Cantabria, participé de seis cocidos en la mesa presidencial.

Pancho Pérez era un hombre con mucha retranca. Conocedor de su poderío económico y mediático, era escuchado con mucha atención. Sentados a la mesa y para expectación de todos me dice:

—Presidente, ¿ya has visitado al que manda?

—Sí, en diciembre —le respondí.

—¿Pero al que manda, manda? —insistió.

—Pues sí, supongo que hablas de Zapatero.

—¿Pero en qué mundo vives Revilla?, ese no es el que manda.

—¿Quién es entonces, el rey?

—Que no, hombre. El que manda es Miguel Barroso.

Me sonaba el nombre pero no estaba seguro de quién era.

—¿El de don Algodón? —pregunté.

—No, el marido de Carme Chacón. Cuando quieras algo, pasa antes a verle. Zapatero hace lo que dice Miguel Barroso.

Luego tuve la oportunidad de conocer en profundidad a Miguel Barroso y puedo asegurar que no era para nada el inspirador de las políticas de Zapatero.

El caso es que el presidente no vio los pitones del toro hasta que este estaba en la plaza. En la reunión del 7 de junio de 2010 en La Moncloa, a la que ya he hecho referencia, se quedó un momento pensativo y cabizbajo y me espetó lo siguiente: «Esto está muy mal y Europa me impone unas medidas durísimas, que voy a poner en práctica consciente de que me voy a chamuscar. Pero tengo que actuar con responsabilidad de Estado y no de partido».

Muchos en el
PRC
me achacan, con razón, que tengo tendencia a fiarme de todos y que si cuando José Blanco no se presentó el 15 de mayo de 2010 en Monzón de Campos para poner la primera piedra del
AVE
hubiera roto el pacto de gobierno con el
PSOE
, sin dar plazos a Zapatero para que enmendase la situación, ocho meses después habríamos tenido mayoría absoluta en Cantabria los regionalistas. Probablemente tienen razón, pero yo no soy un carroñero. Confié en Zapatero y me equivoqué.

Aun así, guardo un grato recuerdo de él, porque es ameno y cariñoso y gana en las distancias cortas. Pero me falló, a mí y a Cantabria, en la obra más vital que necesita mi tierra: el
AVE
. Jamás debió tolerar que José Blanco incumpliera el acuerdo firmado.

La última vez que hablé con Zapatero fue la noche de las elecciones municipales y autonómicas del 22 de mayo de 2011. Los resultados daban mayoría absoluta al Partido Popular. Pese a tener el mejor resultado de su historia, un 30 por ciento de los votos, el
PRC
no palió el hundimiento espectacular del
PSOE
. Acababa de llegar a casa, a la una de la madrugada, cuando recibí su llamada telefónica: «Te pido perdón, porque en parte soy el responsable de que no sigas siendo presidente».

JUAN CARLOS, UN REY CON SENTIDO COMÚN
LA LEGITIMIDAD

El rey es un tipo campechano, muy intuitivo, con sentido del humor y una gran capacidad para radiografiar al que tiene enfrente. Creo que hay muchos días en los que le gustaría no ser rey para poder hacer su vida sin estar sujeto a protocolos. Quizá lo que más interese a los lectores es conocer algunas facetas de la personalidad de don Juan Carlos desde el punto de vista de una persona como yo, que ha tenido la oportunidad de hablar unas cuantas horas con él.

Se ha llegado a comentar que el rey es muy amigo mío. Hay gente que ha observado que en los actos oficiales en los que hemos coincidido, cuando llegaba la hora de saludarme, el rey no se limitaba a tender la mano de forma protocolaria y poco más. Siempre se entretenía un rato cuando me llegaba el turno y soltaba alguna carcajada. Yo creo que le caigo bien, pero de ahí a que seamos amigos hay una distancia. Los reyes no tienen amigos. Simplemente se rodean de gente que les cae bien o les interesa por algún motivo.

Comienzo este capítulo con una declaración de principios: yo no soy monárquico. Como demócrata, no podría aceptar a un Jefe de Estado, si fuera nefasto, por simple derecho de pernada. Los reyes tendrán mi apoyo en la medida en que su gestión sea adecuada para la buena marcha de España.

Soy defensor del rey Juan Carlos. Su figura ha sido clave para consolidar la democracia en nuestro país y afianzar nuestro prestigio internacional. He de confesar que mi admiración por el rey arranca de la famosa madrugada del 23-F. Con las Cortes y el Gobierno secuestrados, su aparición en las pantallas de televisión vestido de capitán general de los ejércitos significó un alivio para los españoles.

Prácticamente solo ante el peligro, eligió el camino correcto. Su figura se agigantó y adquirió una legitimidad democrática de la que carecía hasta ese momento. Y no quiero olvidar la contribución que en la decisión tomada por el rey tuvo otra persona a la que España debe mucho. Me refiero al fallecido general Sabino Fernández Campos, con quien mantuve en los últimos años de su vida una gran amistad y muchas conversaciones.

Junto al 23-F, el otro gran mérito del rey es su contribución al prestigio internacional de España. Sin ser embajador es el mejor de todos. Siempre está y ha estado dispuesto a mediar a favor de España y sus intereses.

UNA REAL «BIGOTADA»

En septiembre de 2005 recibí una llamada del jefe de la Casa Real para comunicarme que don Juan Carlos realizaría al día siguiente un viaje relámpago a Cantabria, para asistir en la Penilla de Cayón a la conmemoración del centenario de la instalación en este municipio de la más famosa empresa láctea de Suiza, la Nestlé. Al parecer, la familia real española está muy agradecida a esta empresa porque les trató muy bien en Suiza durante los años de exilio.

Quien me llamó para anunciarme la visita fue Alberto Aza, entonces jefe de la Casa. Me dijo que el rey llegaría a las doce y que a las dos en punto debía salir para Madrid, porque a las cuatro recibía al presidente de Kazajistán, creo que me dijo. Le pregunté si venía la reina y me dijo que no. En ese momento, y con reflejos, le dije que le iba a enviar un fax de puño y letra para que se lo pasese urgente al rey. Se me incomodó un poco cuando le advertí de que no me lo bloqueara porque en cuanto llegara pensaba comentarle el contenido a Su Majestad.

Ese fax decía más o menos: «Propuesta alternativa. Se va a los dos y allí nos despedimos, pero no en dirección al aeropuerto de Parayas, sino a un lugar llamado Castañeda, que está a diez minutos, donde le estaré esperando con total discreción para pegarnos una bigotada de productos cántabros». Conozco bien las cosas que le gustan. Y creo recordar que el menú que le ofrecía constaba de percebes de la costa de Ajo (le privan), anchoas de Cantabria, merluza de Laredo con almejas de Pedreña, solomillo de vaca tudanca con patatas de Valderredible y queso de Tresviso. De vino, su preferido, la Rioja Alta Gran Reserva 904.

No habían pasado ni quince minutos cuando, desde La Zarzuela, llega un folio con el membrete de la Corona y un texto tan breve que solo decía «

».

Me puse en contacto con la Hostería de Castañeda, un lugar prodigioso de arquitectura medieval y con un precioso parque botánico. Llamé a su propietaria, Rosa, y cuando le dije lo que iba a ocurrir en su casa casi se desmaya. La familia es más monárquica que el rey. Le advertí del secreto total que había de guardar y que todo lo que íbamos a comer lo tendría en sus manos la noche anterior, porque yo mismo se lo iba a llevar. Solo tenía que cocinarlo y poner el vino. Escogimos un comedor privado imposible de atisbar desde fuera. Lo que más me costó encontrar fueron los percebes, pero al final aparecieron.

Y llegó el día 27 de septiembre. A las doce en punto llegó la comitiva oficial a la entrada de la explanada que da acceso a la fábrica. Toda la plana mayor de la empresa había venido desde Suiza. El más pequeño medía 1,90 metros. Todos alineados en la entrada de la fábrica. Yo unos pasos por delante para saludar al monarca el primero. Me dio un abrazo y, acercando su boca a mi oreja, me dijo como primeras palabras: «Desde el avión se veía la mar muy mala. ¿Has conseguido los percebes?». «Tranquilo, que están a bordo», contesté.

Más de quinientas mujeres, empleadas de Nestlé, le vitoreaban. Como visitábamos una fábrica de bombones y luego había canapés, la tentación a la una del mediodía era estirar la mano.

—Majestad, va usted a contraer un compromiso conmigo y me ha de autorizar a llamarle la atención si no lo cumple —le dije.

—¿Qué compromiso?

—Usted aquí no me prueba ni un bombón, ni un canapé. Si le veo alargar la mano, se la agarro.

—¿Pero ni uno, Revilla?

—Ni uno.

Le tenía preparado el menú de su vida y yo quería que llegase con hambre a la cita de Castañeda. Me costó Dios y ayuda sacarle de allí sin probar bocado. El director le preguntó por qué no probaba un canapé y respondió en alto: «Porque este no me deja», señalándome con el dedo.

A las dos menos cinco, después de hacerse montones de fotos con las trabajadoras, se procedió a los saludos protocolarios de despedida. Le di un abrazo, como si no fuera a volverle a ver.

Mi coche estaba situado fuera del recinto y salí disparado para llegar antes que él al restaurante. Cuando llegué a la Hostería de Castañeda, la propietaria, su familia y los empleados ya estaban en la puerta. Cinco minutos después apareció el rey.

La comida comenzó a las dos y nos levantamos de la mesa a las seis de la tarde. Muchas veces me ha recordado esa comida requiriéndome para repetirla. Guardo secreto de muchas confidencias por razones de Estado, pero sí puedo decir que pela los percebes con una rapidez y habilidad que no había visto en nadie. No paró de hacerme preguntas, a las que yo contestaba con total franqueza, como si estuviera comiendo con un amigo al que aprecio.

Un año después, volví a invitarle a una cena. Esta vez en Comillas. Éramos ocho personas y al sentarnos a la mesa yo tenía abiertas dos botellas de vino, la Rioja Alta Gran Reserva 904, y un vino de Cantabria, de la zona lebaniega, que acabábamos de lanzar al mercado. Se llama Picos de Cabariezo. Me dirijo en voz alta al rey y le digo: «Ahora ya sí Cantabria es infinita. Nos faltaba un buen vino y ya lo tenemos». Cojo la botella del vino de Liébana y su copa y le invito a que lo pruebe. Él me dice: «Que la metan en el coche, que ya la beberé en casa. Ponme de este otro». Me quedé con la botella en la mano.

DE CONFIDENCIAS

La historia más sonada de cuantas me han ocurrido con el rey, porque tuvo una gran repercusión mediática, ocurrió el 9 de octubre de 2007. Unos días antes, me había llamado la Casa Real para decirme que don Juan Carlos quería verme en un encuentro sin publicidad. La víspera me llamaron de nuevo y me dijeron que podía anunciar la reunión y convocar a la salida un encuentro con la prensa. Yo iba expectante, porque ese encuentro no encajaba en el protocolo de las visitas habituales a La Zarzuela. Es más, hacía poco que nos habíamos reunido.

En aquellos días, el rey estaba sometido a ataques de grupos marginales que quemaban sus imágenes, a críticas de sectores republicanos y, sobre todo, a una campaña mediática en su contra por parte de un programa matinal de la emisora de los obispos.

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