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Authors: Miguel Ángel Revilla

Tags: #Biografía, #Política

Nadie es más que nadie (18 page)

BOOK: Nadie es más que nadie
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Pero paralelamente aquellos programas también me originaron problemas. En uno de estos programas y ante un auditorio de jóvenes, salió a debate la precocidad sexual. Se hablaba de primeras experiencias a los quince, a los dieciséis, a los diecisiete… Y me preguntaron a qué edad tuve mi primera experiencia sexual. Me quedé un momento paralizado. En una situación como esa y en directo, solo caben dos respuestas: salir por los cerros de Úbeda, cosa que yo no hago nunca, o decir la verdad. Y contesté: «A los dieciocho años, en Bilbao y pagando».

Las consecuencias no podía ni imaginarlas. A los dos días, ocho diputadas del Partido Popular, casi de luto riguroso, convocaron una rueda de prensa en la sede del Parlamento de Cantabria. Nunca se había dado un caso parecido en mi región. Pedían mi cese fulminante como presidente de Cantabria. Se me acusaba de fomentar la prostitución y se cursaba denuncia a la ministra de Igualdad para que me abriese expediente. Aquella imagen de las diputadas, a las que llamé «sepulcras blanqueadas», rememoraba a la Santa Inquisición. Algún programa de televisión entró en el debate.

Debo aclarar que tengo muchos defectos, pero no este precisamente. En mi réplica a aquellas señoras, dije que si dos testigos certificaban que después de los veinticinco años me habían visto en un lugar de prostitución presentaría la dimisión al día siguiente.

Intentaron hacer de aquel asunto mi tumba política, pero se les volvió en contra, porque la gente es normal. Y especialmente los de mi edad sabían por sus propias vivencias lo que había sido la España de los años sesenta.

Al hilo de este tema viví poco después una anécdota curiosa. Estaba comiendo en Pedreña y se acercó a la mesa un ilustre abogado. Era el momento del café. Me dijo:

—No estuviste acertado en lo que dijiste en Buenafuente cuando te preguntó por la edad a la que te estrenaste.

Le comenté que para mí solo había dos opciones, mentir o decir la verdad.

—¿Qué hubieras hecho tú en mi lugar? —le pregunté.

Se quedó pensativo unos segundos y me dijo:

—Tenías que haber dicho que la primera vez que lo hiciste fue el día de la boda.

Casi le vomito el café en el traje.

—¡Pero hombre, si me casé con treinta y siete años!

¿HAY AMOR?

Al programa de Buenafuente yo iba sin guion previo. Teníamos un pacto entre los dos. A veces ponía imágenes que yo tenía que comentar. En una ocasión, Buenafuente me situó ante un vídeo de la duquesa de Alba, en el que su entonces novio y hoy marido le daba la comida en la boca. Era una escena entrañable. Andreu paró el vídeo y me preguntó:

—Señor Revilla, usted que es una persona sesuda, ¿cree que aquí hay amor?

Esa pregunta, a las doce de la noche y en directo… me quedé diez segundos pensativo y con tono solemne dije:

—Este es un caso clarísimo de intervención del fiscal general del Estado Conde Pumpido; si la quiere, que la cuide, pero de boda nada, que está en juego parte del patrimonio y de la historia de España.

Aparte del aplauso del respetable que estaba en el plató, me consta que a parte de la familia de la duquesa le gustó mi respuesta. Pero la historia no acabó ahí.

El día 27 de octubre de 2009, el rey entregó en Cantabria las Medallas de Oro de las Bellas Artes. Entre mis mejores amigos está el torero Fran Rivera, a veces maltratado por los medios rosas. Le considero un tipo muy serio y me ha demostrado que tiene un concepto supremo de la amistad. Era amigo mío cuando yo era presidente de Cantabria y lo es más ahora que ya no lo soy. Un tipo que merece la pena.

Fran Rivera era uno de los premiados. En los días previos, me dijo que quería dar una comida restringida a la familia y unos cuantos amigos íntimos en el hotel Palacio del Mar de Santander, para presentar a su novia. Le pregunté quiénes seríamos los comensales: sus hermanos y las novias, unos amigos andaluces, su propia novia… y la duquesa de Alba. «¡Bórrame!», le dije. «¡Cómo voy a ir a esa comida! No hace ni dos meses he dicho lo que he dicho». «No te preocupes —me respondió ella—, lo vio y le hizo gracia».

Consulté con la de León (de allí es mi esposa) y me dijo que ella no iba, por lo que le comuniqué a Fran que lo sentía, pero que era una situación muy embarazosa y no podía ir.

La entrega de las Medallas fue a las doce de la mañana en el Palacio de Festivales de Cantabria. Al término hubo un lunch. Éramos no menos de mil personas. Mi esposa y yo estuvimos todo el tiempo al lado del rey. En un momento dado, se acercó a mí Fran Rivera y me dijo que la duquesa quería saludarme. Mi mujer se resistía, pero al final acompañamos a Fran. Ella estaba sentada en un sillón. En cuanto me vio, me plantó dos sonoros besos. «¡Qué bien me cae usted!», me dijo. «Si no nos acompaña a la comida me da el mayor disgusto de mi vida». Miré a Aurora y vi que asentía con la cabeza.

No solo fui a la comida, sino que me sentaron a su lado. Fran había tirado la casa por la ventana, con una espléndida mariscada. Pero la duquesa quería tortilla de patatas, que yo me encargué de que le prepararan, cosa no sencilla en un restaurante cualificado para ganar la estrella Michelín.

LA INCONVENIENCIA DE UNAS FOTOS

La asociación de la Guardia Civil Marqués de las Amarillas celebra todos los años un acto de homenaje a las víctimas del terrorismo de
ETA
por distintos lugares de España. Generalmente, en lugares donde ha habido víctimas. El 6 de febrero de 2010 ese acto se celebraba en Los Corrales de Buelna, en recuerdo del inspector Luis Andrés Samperio, vilmente asesinado en Bilbao. Allí estábamos, con el teatro abarrotado de público, las máximas autoridades de Cantabria. Y en representación de las instituciones del Estado, Javier Rojo, presidente del Senado.

El acto había comenzado a las doce del mediodía. A eso de la una y media, en medio de una de las intervenciones, el presidente del Senado, que estaba acompañado por su esposa, me susurró al oído que le recomendase un restaurante entre Santander y Bilbao para comer. Me sorprendió que nadie de su partido le hubiera invitado.

Yo casi todos los domingos del año como con mi mujer y mis hijas en Pedreña, a diez kilómetros de mi casa en Astillero. Inmediatamente le dije que había quedado con la familia y que si quería le invitaba a acompañarnos. Aceptó encantado. Y aquí comenzaron los problemas.

Yo no había reparado en una circunstancia que se da en el restaurante La Trainera de Pedreña. Su propietario, Manolín, es muy amigo mío, una persona entrañable. Su negocio está justo enfrente de la bahía de Santander, posiblemente la más bonita del mundo. Teniendo en cuenta que en su establecimiento la relación calidad precio es de diez, comprenderán por qué soy asiduo de este lugar. Pero hay un detalle que nada tiene que ver con la gastronomía.

Antes de acceder al comedor, hay un pequeño bar y en la pared de enfrente, un retrato de Franco y José Antonio. Forma parte de la fisonomía del local desde hace cincuenta años. Al parecer, Manolín le prometió a su padre en el lecho de muerte que no los quitaría del bar bajo ninguna circunstancia. Su padre nunca olvidó que en los años difíciles le concedieron un estanco, con el que comenzó a despegar su negocio.

Cuando Rojo aceptó comer con nosotros, llamé, también entre susurros, a mi mujer, Aurora, para decirle que teníamos a dos más a la mesa, el presidente del Senado y su esposa. El grito de mi mujer casi me rompe el tímpano: «¡Tú no estás bien de la cabeza! ¡Pero cómo le vas a llevar a comer a un sitio donde tienen la foto de Franco y José Antonio en la pared, cuando el Senado acaba de prohibir la exhibición de símbolos franquistas en lugares públicos! ¡Yo no voy a esa comida!». La cabeza me estallaba. ¿Qué hago?

Llamé a mi jefe de Gabinete, Guillermo Blanco, para contarle el lío en el que estaba metido. «Habla con Manolín y coméntale el caso, a ver si le convences para que los quite un par de horas». No tardó en devolverme la llamada para decirme que Manolín se negaba. Le llamé yo, pero tampoco conseguí nada.

Cambié de estrategia y me planteé llegar al restaurante antes que Javier Rojo para sentarle a la mesa sin que mirara la pared. Yo iba con mi coche particular y lo tenía aparcado un poco alejado del lugar donde se celebraba el acto. Bordeando los límites de velocidad, me dirigí a Pedreña. ¡Mi gozo en un pozo! Frente al restaurante ya estaba aparcado el coche del presidente y de sus escoltas. Departían amigablemente en la barra del bar con mi esposa, en compañía de Manolín. ¡Si me pinchan no sangro. No estaban los retratos de Franco y José Antonio! ¿Qué había pasado?

Aurora había llegado media hora antes. Cogió una banqueta y descolgó los cuadros. Parte de los que estaban en la barra la increparon: «Señora, ¿qué hace? ¡Bájese ahora mismo de ahí!». Con unos reflejos y una tranquilidad pasmosa, se dirigió a todo el auditorio en estos términos: «¡Tranquilos, que es solo un rato! Es para hacer una copia, mañana tenemos en Astillero una recreación de la escuela española en los años cuarenta y ya tenemos a la Purísima Concepción, pero nos faltan Franco y José Antonio. En dos horas están aquí de nuevo». «¡Ah, bueno!», le respondieron.

Pasamos al comedor y degustamos las mejores almejas del mundo, las de Pedreña, con arroz, que es la especialidad de la casa, amén de unos lenguados de las playas de Somo. Se fueron encantados.

El expresidente del Senado se enterará si lee este libro de que las pasé canutas por invitarle a comer. Me queda la duda de qué actitud habría adoptado si se hubiera encontrado con los dos retratos colgados. Yo soy muy liberal en esta materia. No podemos estar todos los días cambiando calles y estatuas y la historia ya ha juzgado a cada uno.

DEBILIDADES VENIALES

No todo en mí es positivo. Tengo un vicio. Fumo puros, aunque eso sí, donde me lo permiten. Y además no lo oculto. Ahora que se persigue con saña a los fumadores, me exhibo en cuanto puedo con mi puro en la boca. Porque yo fumo puros, no robo.

Me envició mi padre. Nunca he fumado un cigarrillo. Desde niño conocí a mi padre con un Farias en la boca. Yo jamás había fumado hasta que cumplí los veintitrés años. Era la Nochevieja de 1966. En fechas como aquella, mi padre se pasaba del Farias a un Montecristo del número 4. A los postres de la cena, se levantó a su cuarto y regresó con dos puros. Al pasar a mi lado, me tiró uno sobre la mesa y me dijo: «Hazte un hombre». Cuántas veces lamentó aquella frase con la que convirtió a su hijo en un puro-dependiente. Él murió a los noventa y cuatro años. La víspera de su muerte, los dos a solas nos fumamos un Montecristo.

Y que quede claro que el tabaco es malo. ¡No fuméis, por favor! Pero yo ya no puedo dejarlo, y pienso que hay cosas peores.

Por cierto, un sambenito que han intentado ponerme en Cantabria es que soy un castaña. Vamos, que bebo en exceso. En esta materia, yo que presumo de ser bastante, o muy normal, lo cierto es que no lo soy en esta materia. Jamás, ni en la mili, ni en fiestas de fin de curso, en ninguna ocasión me he emborrachado. Eso sí, como con vino y si es de Ribera del Duero, mejor. Soy incapaz de comer un chuletón con Coca-Cola. Un par de vasos de vino en la comida y de vez en cuando un dedo de whisky o un chupito de orujo de Liébana. ¿De dónde nace la leyenda sobre mi supuesto gusto a la bebida? Quien me conoce sabe que mi piel tiene un tono colorado. Hay gente pálida, negra, aceitunada… Yo tengo una rojez extrema, que no es fruto de ir a la playa, ni de beber en exceso. En mis múltiples visitas al Hospital Marqués de Valdecilla, gracias al cual sigo vivo, el jefe de Nefrología, Gele de Francisco, un genio en temas de riñón, de los que padezco desde los veintitrés años, me dijo:

—He leído que se insinúa que le das al frasco. Pues bien, aparte de padecer del riñón tienes una patología que no es una enfermedad. Sufres hiperglobulia.

—¿Qué es eso? —inquirí.

—Un exceso de glóbulos rojos que te aporta esa tez sonrosada que tienes.

Creo que al nacer ya mis padres creían que me habían pasado por la parrilla.

Así pues, aprovecho la ocasión para dejar claro este asunto. Revilla bebe en las comidas moderadamente. Y como prueba testimonial están los cinco controles de alcoholemia a los que he sido sometido, como todo ciudadano. En todos los casos, superados con éxito.

Pero volvamos a ese vicio que sí que tengo.

«AQUÍ SE FUMA…»

Al poco de aprobar la primera ley antitabaco, en 2006, la entonces ministra de Sanidad, Elena Salgado, visitó Cantabria. La recibí en mi despacho a las diez de la mañana para posteriormente, a las once, dar una rueda de prensa conjunta.

Mi despacho daba a la bahía de Santander y tenía balcones y ventanas por todos los sitios. Advertido de la aversión que tiene al tabaco, desde las ocho de la mañana mantuve todo abierto para que el aire disipara cualquier rastro de olores. Además, compré una colonia de olor atufante que derramé por mesas y sillones. A las diez en punto entraba en mi despacho, elegante como siempre doña Elena. Me dio dos besos y moviendo la pituitaria, como si tratara de un perro setter perdiguero, dijo: «Aquí se fuma, eso está muy mal». Puse cara de extrañeza y no dije más.

Acabada la reunión, bajamos a la sala de prensa para dar cuenta a los periodistas de los temas tratados. La ministra se arranca con estas palabras: «Tenéis un presidente que me cae muy bien, pero tiene un gran defecto, fuma, lo cual le va a reducir su vida en diez años». Cuando llegó mi turno le respondí: «Señora ministra, hay cosas mucho peores que fumar, por ejemplo robar. Atrévanse a prohibirlo y le prometo que dejo de fumar, porque no cometo ilegalidades, pero todo esto es una hipocresía. Acabo de asistir a la primera cumbre de presidentes autonómicos con el señor Zapatero. Asunto único del orden del día, tapar el agujero sanitario de las Autonomías que rondaba los seis mil millones de euros. El presidente Zapatero propuso que las Comunidades subieran los impuestos transferidos, por ejemplo, elevar diez céntimos el litro de gasolina. El no fue rotundo por parte de todos. Planteó subir el impuesto de sucesiones o del patrimonio, con la misma respuesta. Después de cuatro horas de reunión, se acordó tapar el agujero sanitario incrementando el impuesto del tabaco. No me diga, señora ministra, que la cosa no es irónica. El tabaco ha servido para arreglar las deudas de la sanidad. Por otra parte, si mi vida se acorta en diez años casi con toda seguridad me iré al otro barrio sin haber recibido pensión alguna del Estado, lo cual es un ahorro». Naturalmente, acabé pidiendo a la gente que no fume y dejando claro que estoy convencido de que el tabaco es malo. El rey me comentó alguna vez que también él había tenido algún incidente con ella en esta materia.

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