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Authors: Bret Easton Ellis

Tags: #Drama, Relato

Los confidentes (7 page)

BOOK: Los confidentes
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Tim y yo estarnos sentados en el comedor principal del Mauna Kea. El comedor tiene una pared abierta a la noche y distingo el lejano sonido de las olas que rompen en la playa. Entra la brisa en la sala en penumbra y la llama de nuestra vela titila durante unos momentos. Las campanillas que cuelgan del techo suenan suavemente. El chico hawaiano del piano colocado sobre un pequeño estrado semiiluminado que hay junto a la pista de baile toca
Mack
el navaja
mientras dos parejas bastante mayores bailan tímidamente en la penumbra. Tim intenta, discretamente, encender un pitillo. La risa de una mujer se impone en el enorme comedor, dejándome, por algún motivo, desorientado.

–Por favor, Tim, no fumes -digo yo, tomando mi segundo Mai Tai-. Estamos en Hawai, por el amor de Dios.

Sin decir ni una palabra o hacer el menor gesto de protesta, sin siquiera mirarme, Tim apaga el pitillo en el cenicero, luego se cruza de brazos.

–Oye -empiezo, luego, me interrumpo.

Tim me mira.

–Vamos, vamos, adelante.

–¿Quién…? – Se me va la cabeza, pero se me ocurre algo-. ¿Quién crees que va a ganar la Super Bowl este año?

–No estoy demasiado seguro. – Empieza a morderse las uñas.

–¿Crees que lo conseguirán los Raiders?

–Los Raiders tienen posibilidades. – Se encoge de hombros, pasea la vista por la sala.

–¿Qué tal en la universidad?

–Estupendamente -dice él, perdiendo poco a poco la paciencia.

–¿Qué tal le va a Graham? – pregunto.

–¿Graham? – Me mira fijamente.

–Sí. Graham.

–¿Quién es Graham?

–¿No tienes un amigo que se llama Graham?

–No. No lo tengo.

–Pues yo creía que lo tenías. – Tomo un largo trago de Mai Tai.

–¿Graham? – pregunta él, mirándome fijamente-. No conozco a nadie que se llame Graham.

Esta vez quien se encoge de hombros soy yo, apartando la vista. Hay cuatro maricas sentados en la mesa de enfrente de la nuestra, uno de ellos un actor muy conocido de la tele, y todos están borrachos y dos de ellos no dejan de mirar a Tim con admiración, aunque éste no lo advierte. Tim vuelve a cruzar las piernas, se muerde otra uña.

–¿Cómo le va a tu madre? – pregunto.

–Le va estupendamente -dice él, su pie empieza a subir y bajar tan deprisa que resulta borroso.

–¿Y a Darcy y Melanie? – pregunto, agarrándome a algo. Casi he terminado el Mai Tai.

–Resultan un tanto molestas -dice él, mirando algo a mis espaldas, con un tono monótono y una cara que es una máscara-. Parece que lo único que hacen es ir en coche a una heladería Häagen-Dazs y coquetear con ese gilipollas total que trabaja allí.

Me río entre dientes, sin saber qué hacer. Atraigo la atención del camarero y le pido el tercer Mai Tai. El camarero lo trae enseguida y una vez que lo deja en la mesa, se termina nuestro silencio.

–¿Te acuerdas de cuando veníamos aquí, en verano? – pregunto, tratando de congraciarme con él.

–Más o menos -dice él, inexpresivo.

–¿Cuándo fue la última vez que estuvimos juntos aquí? – pregunto en voz alta.

–La verdad es que no me acuerdo -dice él, sin molestarse en pensarlo.

–Creo que fue hace dos años. ¿En agosto? – aventuro.

–En julio -dice él.

–Eso es -digo yo-. Eso es. Fue el fin de semana del cuatro de julio. – Me río para mis adentros-. ¿Te acuerdas de la vez que todos fuimos a ver los fondos marinos y a tu madre se le cayó la cámara de fotos al agua? – pregunto, sin dejar de sonreír entre dientes.

–Lo único de lo que me acuerdo es de las peleas -dice él, desapasionadamente, mirándome con fijeza. Le aguanto la mirada todo lo que puedo, luego la tengo que apartar.

Uno de los maricas le susurra algo a otro y los dos miran a Tim y se ríen.

–Vayámonos a la barra -sugiero, firmando la cuenta que el camarero debe de haber dejado cuando trajo el tercer Mai Tai.

–Como quieras -dice Tim, levantándose inmediatamente.

Ya estoy bastante borracho y avanzo titubeando por un patio, con Tim a mi lado. En la barra, una hawaiana vieja toca
Canción de boda hawaiana
al ukelele, vestida con una túnica de flores, con muchos
leis
al cuello. Hay unas cuantas parejas sentadas en algunas de las mesas y dos mujeres bien vestidas, puede que de treinta y pocos años, sentadas solas en la barra. Con un gesto, indico a Tim que me siga. Ocupamos dos taburetes junto a las mujeres de treinta y pocos años. Me inclino hacia Tim.

–¿Qué te parecen? – susurro, dándole un codazo.

–¿Qué me parecen quiénes? – pregunta él.

–Ya sabes a quiénes me refiero.

–¿A quiénes? – me mira, con enfado.

–A las de ahí al lado. Ésas.

Tim mira a las mujeres, hace una mueca de desagrado.

–¿Qué les pasa?

Una pausa. Le miro, sin habla.

–¿Es que no sales con chicas? – Todavía sigo susurrando.

–¿Qué?

–Chist. ¿No sales con chicas? – vuelvo a preguntar.

–Sí, con compañeras y otras así, pero… -Se encoge de hombros-. ¿Qué me estás preguntando?

El barman se nos acerca.

–Yo tomaré un Mai Tai -digo, esperando que no me patinen las palabras-. ¿Y tú, Tim? – pregunto, dándole una palmada en la espalda.

–¿Qué pasa conmigo? – pregunta él.

–Que qué quieres beber.

–No lo sé. Un Mai Tai, supongo. Lo que sea -dice, confuso.

Una de las mujeres, la más alta y con el pelo castaño, nos sonríe.

–La cosa se pone bien -digo, dándole un codazo a Tim-. La cosa parece que se pone bastante bien.

–¿Qué cosa? ¿De qué estás hablando? – pregunta Tim.

–Fíjate bien.

Apoyándome en la barra, me vuelvo hacia las dos mujeres.

–Muy bien, señoras mías… ¿qué es lo que están tomando esta noche? – pregunto.

La más alta nos sonríe y levanta un vaso con algo rosa helado y dice:

–Pahoihoi.

–¿Pahoihoi? – pregunto yo, sonriendo.

–Sí -dice ella-. Están deliciosos.

–No me lo puedo creer -oigo murmurar a Tim a mis espaldas.

–Barman, por favor. – Miro al sonriente hawaiano de pelo gris que nos trae nuestros Mai Tai y consigo leer el cartelito que lleva sujeto-. Hiki, ¿por qué no les sirve a estas dos encantadoras damas otra ronda de…? – Miro a la mujer, todavía sonriendo.

–Pahoihoi -dice ella, sonriendo lascivamente.

–Pahoihoi -le digo a Hiki.

–De acuerdo, señor, muy bien -dice Hiki, alejándose.

–Bueno, se diría que las dos habéis estado hoy en la playa tomando un poco el sol. ¿De dónde sois? – le pregunto a una de ellas.

La que responde da un sorbo a su copa.

–Me llamo Patty y ésta es Darlene y las dos somos de Chicago.

–¿De Chicago? – pregunto, acercándome más-. Eso está muy bien.

–Sí está muy bien -dice Patty-. ¿De dónde sois vosotros?

–Somos de Los Ángeles -le digo. El sonido de una coctelera casi me deja fuera de combate.

–Oh, Los Ángeles -dice Darlene, mirándonos.

–Así es -digo yo-. Me llamo Les Price y éste es mi hijo, Tim. – Hago un gesto en dirección a Tim como si estuviera ofreciéndoselo, pero tiene la cabeza baja-. Bueno, es un poco tímido.

–Hola, Tim -dice Patty, cuidadosamente.

–Dile hola, Tim -le animo.

Tim sonríe educadamente.

–Va a la USC -añado, como ofreciendo una explicación.

La mujer que tocaba el ukelele empieza a cantar
Tenías que ser tú
y me encuentro moviéndome al ritmo de la música.

–Tengo una sobrina en Los Ángeles -dice Darlene, moderadamente animada-. Va a Pepperdine. ¿Conoces Pepperdine? – le pregunta a Tim.

–Sí. – Tim asiente con la cabeza, con la vista fija en su Mai Tai.

–Se llama Norma Perry. ¿Conoces a Norma Perry? Estudia segundo. – Darlene sigue dirigiéndose a Tim, dando sorbos a su Pahoihoi-. En Pepperdine.

Yo miro a Tim, que está negando con la cabeza, siempre con la vista clavada en su copa, con los ojos absolutamente vidriosos.

–No, bueno, verás, me temo, bueno, que no.

Los tres miramos a Tim como si fuera una especie de criatura exótica, más asombrados de lo que debiéramos por lo torpe y desmañado que parece. Sigue negando lentamente con la cabeza y tengo que hacer grandes esfuerzos para no seguir mirándole.

–Bueno, ¿hasta cuándo os quedaréis aquí? – pregunto, dando un largo trago al Mai Tai.

–Hasta el domingo -dice Patty. Lleva tal cantidad de jade en la muñeca que me sorprende que pueda levantar el vaso-. ¿Y vosotros dos?

–Hasta el sábado, Patty -digo yo.

–Eso está muy bien. ¿Y os vais a quedar los dos?

–Exactamente -digo, lanzando una ojeada amigable a Tim.

–¿No es estupendo, Darlene? – le pregunta Patty a Darlene, mirando a Tim.

Darlene asiente con la cabeza. – Padre e hijo. Muy bien. – Está terminando su Pahoihoi e inmediatamente ataca el que Hiki le coloca delante.

–Bien, espero no ser demasiado lanzado si te pregunto una cosa -empiezo yo, acercándome un poco más a Patty, que huele a gardenias.

–Seguro que no lo serás, Les -dice Patty.

Darlene ríe tontamente, inquieta.

–Joder… -murmura Tim, dando por fin un trago a su Mai Tai. Hago caso omiso del hijoputa.

–¿De qué se trata, Les? – pregunta Darlene.

–¿Quién acompaña a dos chicas tan guapas como vosotras? – pregunto, riendo un poco.

–Ya está bien -dice Tim, bajándose del taburete.

–Estamos solas -dice Patty, mirando a Darlene.

–Completamente solas -añade Darlene.

–¿Me puedes dar las llaves de la habitación? – pregunta Tim, extendiendo la mano.

–¿Adonde vas? – pregunto yo, sintiéndome algo más sobrio.

–A la habitación -dice él-. ¿Adonde creías que iba? Dios santo.

–Pero todavía no has terminado tu copa -digo yo, señalando el Mai Tai.

–No me apetece beber -dice él, sin entonación.

–¿Y por qué no? – pregunto, alzando el tono de voz.

–Lo terminaré yo si a él no le apetece -dice Darlene, y se ríe.

–Dame la llave -dice Tim, exasperado.

–Bien, entonces iré contigo -le digo, sin moverme.

–No, no, no, tú quédate aquí y pásalo bien con Patty y Marlene.

–Me llamo Darlene, cariño -dice Darlene, detrás de mí.

–Como sea -dice Tim, con la mano todavía extendida.

Busco la llave en el bolsillo y se la tiendo.

–Asegúrate de que pueda entrar -le digo.

–Gracias -dice él, retrocediendo-. Darlene, Patty, ha sido un… bueno, vaya. Ya nos volveremos a ver. – Se aleja de la barra.

–¿Qué le pasa, Les? – pregunta Patty, dejando de sonreír.

–Problemas en la universidad -digo yo, bastante borracho. Agarro el Mai Tai, llevándomelo a la boca sin beber-. Y con su madre.

Despierto temprano a Tim y le digo que iremos a jugar al tenis antes de desayunar. Tim se levanta con facilidad, sin protestar, y se da una larga ducha. Cuando ha terminado le digo que nos veremos en las pistas. Cuando llega, quince o veinte minutos más tarde, decido que debemos calentarnos un poco, golpear unas cuantas bolas. Sirvo yo, golpeando la pelota con fuerza. Tim no la alcanza. Vuelvo a servir, esta vez con más fuerza. Tim ni siquiera se molesta en golpearla. Vuelvo a servir. Tim falla. No dice nada. Vuelvo a servir. Me devuelve la pelota, gruñendo por el esfuerzo, y la brillante pelota amarilla pasa a mi lado como una especie de proyectil fluorescente. – No tan fuerte, papá.

–¿Fuerte? ¿Llamas fuerte a esto?

–Bueno, pues sí.

Vuelvo a servir.

Él no dice nada.

Después de ganarle cuatro sets, trato de ser simpático.

–Demonios, unas veces se gana, otras se pierde.

–Claro -dice Tim.

Por la razón que sea, se está mejor en la playa. El océano nos tranquiliza, la arena reconforta. Somos atentos el uno con el otro. Nos tendemos uno al lado del otro en sendas tumbonas debajo de dos palmeras de la arena. Tim lee un libro de bolsillo de Stephen King que compró en la tienda del hotel y escucha su walkman. Yo leo
Hawai,
levantando la cabeza de vez en cuando, concentrado en el calor del sol, la arena caliente, el olor a ron y loción para el sol y sal. Darlene pasa por delante y saluda con la mano. Le devuelvo el saludo. Tim se baja las gafas de sol.

–Fuiste bastante brusco ayer por la noche -le digo.

Tim se encoge de hombros en plan catatónico y se vuelve a ajustar las gafas de sol. No estoy seguro de que haya oído lo que dije por culpa del walkman pero comprende que he hablado. Es imposible saber lo que quiere. Mirando a Tim, uno no puede dejar de sentir que de él emanan grandes oleadas de inseguridad, una total ausencia de objetivo, de finalidad, como si fuera una persona a la que sencillamente no le importase nada. Tratando de no preocuparme por eso, me concentro en el mar en calma, en el aire. Dos de los maricones pasan cerca con brevísimos taparrabos y se sientan en el bar de la playa. Tim se estira para alcanzar la loción bronceadora. Se la doy. Se echa loción sobre los hombros bronceados y anchos y se vuelve a tumbar, limpiándose las manos en las musculosas pantorrillas. Me duelen los ojos por leer una letra tan pequeña. Parpadeo un par de veces y le pregunto a Tim si quiere ir a tomar una copa, puede que unos Mai Tai, o ron con Coca-Cola. No me oye. Le doy un golpecito en el brazo. Se sobresalta y se quita el walkman, que cae a la arena.

–Mierda -dice, recogiéndolo, y mirando si la arena lo ha estropeado. Satisfecho, se lo vuelve a colgar del cuello.

–¿Qué? – pregunta.

–¿Por qué no nos consigues unas copas?

Tim suspira, se levanta.

–¿Qué quieres? – pregunta.

–Ron y Coca-Cola -le digo.

–Muy bien. – Se pone una sudadera de la USC y se dirige sin ganas hacia el bar.

Me abanico con el ejemplar de
Hawai
y veo cómo se aleja Tim. Una vez en la barra se queda allí, sin tratar de atraer la atención de los camareros, esperando a que el barman se fije en él. Uno de los maricas le dice algo a Tim. Me incorporo un poco. Tim se ríe y le contesta algo. Y entonces me fijo en la chica.

Es joven, de la edad de Tim, puede que algo mayor, y está morena y tiene el pelo rubio y largo y camina lentamente por la orilla, ajena a las olas que rompen a sus pies, y enseguida se dirige al bar y cuando se me acerca un poco distingo su cara: morena, plácida, de grandes ojos que no parpadean aunque el sol brilla con fuerza. Se mueve con languidez, sensualmente, hacia la barra, y se sitúa junto a Tim. Éste todavía está esperando las copas, pensando en las musarañas. La chica le dice algo. Tim la mira y sonríe y el barman le tiende la copa. Tim se queda allí, hablan brevemente. Ella le pregunta algo cuando Tim empieza a dirigirse hacia donde yo estoy. El se vuelve a mirarla y asiente con la cabeza, luego se aleja, casi corriendo. Se detiene y se vuelve a mirar y luego se ríe para sí mismo y luego se acerca y me tiende la copa.

BOOK: Los confidentes
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