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Authors: Bret Easton Ellis

Tags: #Drama, Relato

Los confidentes (3 page)

BOOK: Los confidentes
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Miro el techo, luego el despertador digital de la mesilla, junto a la cama, que me dice que es casi mediodía, y espero inútilmente haber visto mal la hora, cerrando los ojos con fuerza, aunque cuando los vuelvo a abrir el reloj todavía sigue diciendo que son casi las doce. Levanto un poco la cabeza y miro los pequeños números rojos que parpadean en el Betamax y que me dicen lo mismo que las manecillas color melón del despertador: casi las doce de la mañana. Intento volver a dormirme pero el Librium que tomé al amanecer ya no me hace efecto y noto la boca reseca y espesa y tengo sed. Me levanto, despacio, y me dirijo al cuarto de baño y cuando abro el grifo miro al espejo durante largo rato hasta que no me queda más remedio que fijarme en las arrugas que se me empiezan a formar alrededor de los ojos. Desvío la mirada y me concentro en el agua fría que sale del grifo y que llena la especie de taza que formo con las manos.

Abro el armarito de las medicinas tirando del espejo y saco un frasco. Lo vacío y cuento los Librium que quedan: sólo cuatro. Vierto una cápsula verde y negra en la mano, la miro fijamente, luego la pongo con esmero junto al lavabo y cierro el frasco y lo vuelvo a guardar en el armarito de las medicinas y saco otro frasco de él y coloco dos Valium en la repisa, junto a la cápsula verde y negra. Guardo el frasco y saco otro. Lo abro, mirándolo con precaución. Me fijo en que no quedan demasiadas Thorazine y tomo nota mentalmente de que debo conseguir recetas de Librium y Valium y tomo un Librium y uno de los dos Valium y abro la ducha.

Entro en la ducha de grandes azulejos negros y blancos y me quedo allí. El agua, fría al principio, luego más caliente, me golpea en la cara con fuerza y me siento débil y poco a poco me pongo de rodillas, con la cápsula negra y verde todavía en el fondo de la garganta, e imagino, durante un instante, que el agua es de un fresco e intenso color verde mar, y separo los labios, echando la cabeza hacia atrás para que me entre un poco de agua que me ayude a tragar la pastilla.

Cuando abro los ojos empiezo a gemir al ver que el agua que cae sobre mí no es azul sino transparente y cálida y hace que la piel de mis pechos y estómago enrojezca.

Después de vestirme bajo las escaleras y me acongoja pensar en lo mucho que me lleva prepararme para enfrentarme al día. En los muchos minutos que pasan mientras recorro apáticamente el vestidor, en lo mucho que parece que me lleva elegir los zapatos que quiero, en el esfuerzo que debo de hacer para salir de la ducha. Es posible olvidarse de todo esto si se bajan las escaleras con cuidado, metódicamente, concentrándose en cada peldaño. Llego abajo y distingo unas voces que vienen de la cocina y me dirijo allí. Desde donde estoy distingo a mi hijo y a otro chico que están en la cocina buscando algo que comer, y a la muchacha sentada ante la enorme mesa de madera mirando las fotografías del
Herald Examiner
de ayer; se ha quitado las sandalias y lleva las uñas de los dedos de los pies pintadas con esmalte azul. El estéreo del estudio está encendido y alguien, una mujer, canta
Encontré una foto tuya.
Entro en la cocina. Graham levanta la vista de la nevera y dice, sin sonreír:

–Te levantas temprano.

–¿Por qué no has ido a clase? – pregunto, procurando que parezca que de veras me importa, mientras busco un Tab en la nevera.

–Los de segundo salimos pronto los lunes.

–Oh. – Le creo, pero no sé por qué. Abro el Tab y doy un trago. Tengo la sensación de que la pastilla que tomé antes se me ha quedado atascada en la garganta y se deshace. Tomo otro trago de Tab.

Graham pasa junto a mí y saca una naranja de la nevera. El otro chico, alto y rubio como Graham, está parado junto al fregadero y mira por la ventana en dirección a la piscina. Graham y el otro chico llevan sus uniformes del colegio y se parecen mucho: Graham pela la naranja, el otro chico mira fijamente el agua. Me cuesta mucho no encontrar desconcertante nada de lo que hace ninguno de los dos, de modo que me doy la vuelta, pero la visión de la muchacha, sentada a la mesa, con las sandalias junto a los pies y con el inconfundible olor de marihuana que procede de su bolso y su jersey, por algún motivo me parece muy desagradable y tomo otro trago de Tab y luego vacío lo que queda en el fregadero. Me dispongo a salir de la cocina.

Graham se vuelve hacia el otro chico.

–¿Quieres que veamos la MTV?

–Me parece que… bueno, no -dice el chico, con la vista clavada en la piscina.

Cojo mi bolso, que está en un hueco junto a la nevera, y me aseguro de que tengo dentro la cartera, porque la última vez que estuve en Robinson's no estaba. Me dispongo a salir por la puerta. La muchacha dobla el periódico. Graham se quita su jersey color borgoña. El otro chico quiere saber si Graham tiene la casete de
Alien, el octavo pasajero.
En el estudio la mujer está cantando
Circunstancias fuera de control.
Me encuentro mirando fijamente a mi hijo, rubio y alto y bronceado, con unos ojos verdes inexpresivos, que abre la nevera y saca otra naranja. La examina atentamente, luego alza la cabeza cuando se da cuenta de que estoy parada junto a la puerta.

–¿Vas a algún sitio? – pregunta.

–Sí.

Espera un momento y como yo no digo más, se encoge de hombros y se da la vuelta y empieza a pelar la naranja y en algún punto, durante el trayecto hacia Le Dome para reunirme con Martin para almorzar, caigo en la cuenta de que Graham sólo es un año menor que Martin y tengo que detener el Jaguar junto a un bordillo de Sunset y bajo el volumen de la radio y abro la ventanilla, luego el techo y dejo que el calor del sol de hoy caliente el interior del coche mientras me concentro en un rastrojo rodante que el viento empuja lentamente por un bulevar desierto.

Martin está sentado a la barra redonda de Le Dôme. Lleva traje y corbata y sigue impaciente con los pies el ritmo de la música que suena por la megafonía del restaurante. Me contempla mientras avanzo hacia él.

–Llegas tarde -dice, mostrándome la hora en un Rolex de ora.

–Sí, llego tarde -digo yo, y luego-: Vamos a sentarnos.

Martin mira su reloj y luego su vaso vacío y luego me mira de nuevo a mí y yo aprieto con fuerza mi bolso contra el costado. Martin suspira, luego asiente con la cabeza. El maître nos señala la mesa y nos sentamos y Martin se pone a hablar de sus clases en la UCLA y luego de que sus padres le fastidian, de que aparecen en su apartamento de Westwood sin avisar, de que su padrastro quería que asistiera a una cena que celebraba en Chasen's, de que no quiso ir a la cena que celebraba su padrastro en Chasen's y del hastío con que estuvieron discutiendo.

Yo miro por la ventana, a un criado hispano que está parado delante de un Rolls-Royce, contemplándolo fijamente mientras murmura algo. Cuando Martin empieza a quejarse de su BMW y de lo mucho que cuesta el seguro, le interrumpo.

–¿Por qué llamaste a casa?

–Quería hablar contigo -dice él-. Cancelar la cita.

–No llames a casa.

–¿Por qué? – pregunta-. ¿Te preocupa que se entere alguien?

Enciendo un cigarrillo.

Martin deja su tenedor junto al plato y luego aparta la vista.

–Estamos comiendo en Le Dôme -dice-. Me refiero a que… Dios santo.

–¿Todo bien? – pregunto.

–Sí. Todo bien.

Pido la cuenta y la pago y sigo a Martin hasta su apartamento de Westwood donde nos acostamos y le hago a Martin una felación y me lo trago todo de regalo.

Estoy tendida en una tumbona junto a la piscina. Hay ejemplares de
Vogue
y
Los Angeles
Magazine
y la sección de espectáculos del
Times
amontonados junto a donde estoy tumbada pero no los puedo leer porque el color de la piscina atrae mi vista y miro fijamente y con ansia el agua color azul. Me apetece darme un baño pero el calor del sol ha recalentado demasiado el agua y el doctor Nova me ha advertido de los peligros que tiene tomar Librium si te pones a nadar.

Un empleado está limpiando la piscina. Es un chico muy joven y está muy bronceado y tiene el pelo rubio y no lleva camisa y lleva unos pantalones vaqueros blancos muy ajustados y cuando se agacha para comprobar la temperatura del agua, los músculos de la espalda se le marcan por debajo de su suave piel morena. El chico ha traído un casete portátil que está en el borde del Jacuzzi y alguien canta
Nuestro amor está en peligro
y yo espero que el sonido de la fronda de las palmeras a las que mueve el cálido viento llevará la música hasta el jardín de los Sutton. Me intriga lo intensa que parece ser la concentración del chico que se ocupa de la piscina, lo suavemente que se mueve el agua cuando pasa la red por ella, el modo en que vacía la red con que ha atrapado hojas y libélulas multicolores que parecen ensuciar la resplandeciente superficie del agua. El chico abre un desagüe y los músculos de su brazo se flexionan, levemente, sólo durante un momento. Y yo sigo mirando, paralizada, mientras él rebusca dentro del agujero redondo y empieza a sacar algo del agujero, con los músculos de los brazos momentáneamente flexionados de nuevo, y tiene el pelo rubio y alborotado por el viento, con vetas más claras debido al sol, y cambio de postura en la tumbona, sin apartar la vista.

El chico empieza a levantar el brazo del desagüe y saca dos grandes trapos grises que deja, goteando, en el cemento, y los mira fijamente. Mira fijamente los trapos durante mucho rato. Y luego se dirige hacia mí. Durante un momento siento pánico, me ajusto las gafas de sol, busco el aceite bronceador. El chico avanza lentamente hacia mí y el sol cae con fuerza y yo separo las piernas y me froto con aceite el interior de los muslos y luego las piernas, rodillas, tobillos. El chico está parado junto a mí. El Valium que tomé antes lo distorsiona todo, hace que los fondos se muevan de un modo ondulante. Una sombra me tapa la cara y eso me permite alzar la vista hacia el chico y en el estéreo portátil oigo
Nuestro amor está en peligro
y el chico abre la boca, los labios gruesos, los dientes blancos y limpios, y noto la abrumadora necesidad de que me pida que vaya a la furgoneta blanca aparcada al fondo del camino de entrada y que me ordene que me pierda en el desierto con él. Sus manos, que huelen a cloro, me extenderían el aceite por la espalda, el estómago, el cuello, y mientras me mira desde arriba con la música de rock procedente del casete y las palmeras agitadas por un ardiente viento del desierto y el resplandor del sol brillando en la superficie del agua azul de la piscina, me pongo tensa y espero que me diga algo, lo que sea, que suspire, que gima. Contengo la respiración, miro fijamente los ojos del chico, protegida por las gafas de sol, temblorosa.

–Tiene dos ratas muertas en el desagüe.

Yo no digo nada.

–Ratas. Dos ratas muertas. Quedaron atrapadas en el desagüe o a lo mejor cayeron, quién sabe. – Me mira sin expresión.

–¿Por qué… me cuentas… eso? – pregunto.

Se queda allí quieto, esperando que le diga algo más. Me quito las gafas de sol y miro hacia las cosas grises cerca del Jacuzzi.

–Llévatelas de aquí -consigo decir, bajando la vista.

–Sí, vale -dice el chico, con las manos en los bolsillos-. Es que no entiendo cómo quedaron atrapadas ahí.

La afirmación, de hecho una pregunta, la pronuncia de un modo tan lánguido que aunque no exige respuesta, le digo:

–Nunca lo sabremos… supongo.

Estoy mirando la portada de un ejemplar del
Los Angeles
Magazine.
Un enorme arco de agua se alza hacia el cielo, un surtidor azul y verde y blanco.

–A las ratas les da miedo el agua -me está diciendo el chico.

–Sí -digo yo-. Eso he oído. Lo sé.

El chico regresa adonde están las ratas ahogadas y las agarra por unos rabos que deberían ser rosa pero que desde donde yo me encuentro veo que son azul claro y las mete en lo que creo que era su caja de herramientas y luego, para librarme de la idea del chico con las ratas, abro el
Los Angeles
Magazine
y busco el artículo sobre el surtidor de la portada.

Estoy sentada en un restaurante de Melrose con Anne y Eve y Faith. Estoy tomando mi segundo bloody mary y Anne y Eve han tomado demasiados kirs y Faith pide lo que creo que es su cuarto gimlet de vodka. Enciendo un pitillo. Faith está contando que a su hijo, Dirk, le han quitado el permiso de conducir por ir a demasiada velocidad por la Pacific Coast Highway, borracho. Ahora Faith conduce el Porsche de él. Me pregunto si Faith sabe que Dirk les vende cocaína a los chicos del instituto de Beverly Hills. Graham me lo contó una tarde de la semana pasada en la cocina aunque yo no le había preguntado nada sobre Dirk. El Audi de Faith está en el taller por tercera vez en este año. Lo quiere vender pero no está segura de qué tipo de coche quiere comprar. Anne le dice que desde que le cambiaron el motor a su XJ6, el coche ha funcionado bien. Anne se vuelve hacia mí y me pregunta por mi coche, por el de William. A punto de sollozar, le digo que marcha estupendamente.

Eve no habla demasiado. Su hija está en un hospital psiquiátrico de Camarillo. La hija de Eve intentó suicidarse con una pistola disparándose en el estómago. No consigo entender por qué la hija de Eve no se pegó un tiro en la cabeza. No consigo entender por qué se tumbó en el suelo dentro del armario de su madre y se apuntó al estómago con la pistola de su padrastro. Trato de imaginar la secuencia de los acontecimientos que aquella tarde llevaron al disparo. Pero Faith se pone a hablar de los progresos de la terapia de su hija. Sheila es anoréxica. Mi propia hija conoce a Sheila y puede que también sea anoréxica.

Por fin, un incómodo silencio se impone en la mesa del restaurante de Melrose y yo miro a Anne que ha olvidado taparse las señales de las cicatrices de la operación para estirarle la piel de la cara que le hizo en Palm Springs hace tres meses el mismo cirujano que me hizo la mía y la de William. Pienso un momento en hablarles de las ratas del desagüe o del modo en que aparecía ante mis ojos el chico que limpiaba la piscina, pero en lugar de eso enciendo otro pitillo y el sonido de la voz de Anne rompe el silencio y me sobresalta y me quemo un dedo.

El miércoles por la mañana, después de levantarse de la cama, William me pregunta dónde está el Valium y después de lanzarme fuera de la cama para cogerlo de mi bolso y después de que él me recuerde que tenemos mesa reservada en Spago para toda la familia a las ocho y después de que yo oiga las ruedas del Mercedes en el camino de entrada y después de que Susan me diga que va a ir a Westwood con Alana y con Blair después de clase y que nos encontraremos en Spago y después de que me vuelva a dormir y de soñar con ratas que se ahogan en el Jacuzzi y con docenas de chicos que cuidan piscinas, desnudos, parados junto al Jacuzzi, riéndose, señalando las ratas ahogadas, con las cabezas moviéndose al unísono al ritmo de la música procedente de unos estéreos portátiles que llevan en sus dorados brazos, me despierto y bajo y saco un Tab de la nevera y encuentro veinte miligramos de Valium en un pastillero de otro bolso metido en el hueco junto a la nevera y tomo diez miligramos. Desde la cocina oigo a la muchacha pasando el aspirador en el cuarto de estar y eso me impulsa a vestirme y voy en coche a un drugstore Thrifty de Beverly Hills y me dirijo a la farmacia, con el frasco vacío que normalmente está lleno de cápsulas negras y verdes agarrado con fuerza en la mano. Pero el local tiene aire acondicionado y está fresco y la luz de los fluorescentes y la música ambiental que suena en lo alto como un ruido de fondo tienen un claro efecto relajante y aflojo la presión sobre el frasco de plástico marrón.

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