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Authors: Bret Easton Ellis

Tags: #Drama, Relato

Los confidentes (9 page)

BOOK: Los confidentes
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–De cosas, simplemente.

Contemplamos las mantas. Una de ellas se aleja. La otra continúa bajo el resplandor del foco.

–¿Te habló de mí? – pregunto.

–¿Por qué?

–Lo quiero saber.

–¿Por qué? – Sonríe, tímidamente.

–Quiero saber lo que cuenta de mí.

–No dijo nada.

–¿De verdad? – pregunto, levemente sorprendido.

–No habló de ti.

La manta sigue flotando en la luz.

–No te creo -digo yo.

–No tienes otro remedio -dice ella.

Al día siguiente, Tim y yo estamos en la playa, bajo un cielo tranquilo y despejado, jugando al backgammon. Gano yo. Él escucha su walkman, sin mostrar interés por el desarrollo del juego. Mira hacia la playa con un rostro desprovisto de emoción. Lanza los dados. Un pequeño pájaro rojo aterriza en nuestra sombrilla verde. Rachel se nos acerca, con un
lei
rosa y un pequeño bikini azul, sorbiendo una Perrier con una paja.

–Hola, Les. Hola, Tim -dice, muy contenta-. Un buen día.

–Hola Rachel -digo yo, alzando la vista del tablero del backgammon, sonriendo.

Tim asiente con la cabeza sin levantar la vista, sin quitarse las gafas de sol y sin despojarse del walkman. Rachel sigue allí de pie, mirándome primero a mí, luego a Tim.

–Bien, después nos vemos -dice, titubeando.

–Sí -digo yo-. Puede que en esa fiesta hawaiana.

Tim no dice nada. Rachel se aleja, volviendo al hotel. Yo gano la partida. Tim suspira y se reclina en la tumbona y se quita las gafas de sol y se frota los ojos. Puede que la suerte no nos haya acompañado desde el principio. Yo también me reclino, mirando a Tim. Tim mira el mar que se extiende como una sábana azul hasta el horizonte, y puede que Tim esté mirando más allá del horizonte, decepcionado al encontrar más de lo mismo, y el día empieza a refrescar aunque no sople viento y esa misma tarde, después, el océano se oscurece, el cielo se pone de color naranja y nos marchamos de la playa.

5

SENTADA INMÓVIL

No corro las cortinas de mi ventanilla hasta estar en Nuevo México. No las abro cuando el tren deja New Hampshire y atraviesa el estado de Nueva York y no las abro cuando el tren se detiene en Chicago ni tampoco después, cuando me subo a otro tren, el tren que en definitiva me llevará a Los Ángeles. Cuando por fin abro las cortinas del pequeño compartimiento, estoy sentada en la cama y miro las imágenes que pasan por la ventanilla como en una película, y como si el transparente cuadrado de la ventanilla fuese una pantalla. Veo vacas pastando bajo los cielos de Nuevo México, hileras interminables de jardines traseros, ropa blanca tendida, juguetes oxidados, toboganes rotos, mecedoras desvencijadas, nubes que se oscurecen cuando el tren pasa por Santa Fe. Hay molinos de viento en los campos, que empiezan a girar más deprisa, y margaritas amarillas que crecen en matojos a los lados de las húmedas carreteras, que tiemblan cuando pasa ruidoso el tren, y me pongo a tararear
Esta tierra es vuestra tierra,
lo que me lleva a sacar de la maleta el vestido que me voy a poner en la boda de mi padre y a extenderlo en la cama y a mirarlo atentamente hasta que el tren se detiene en Albuquerque y yo recuerdo de inmediato a la Partridge Family y una canción que cantaban.

Mi padre me habla del matrimonio cuando viene a Camden en noviembre. Me lleva a la ciudad y me compra un par de libros, luego una cinta en Record Rack. En realidad no quiero los libros ni la cinta pero él insiste mucho en comprarme algo, de modo que me pliego y trato de parecer encantada con la cinta de Culture Club y los tres libros de poemas. Incluso le presento a dos chicas que nos encontramos en la librería de Camden que viven en mi misma residencia y que no me caen demasiado bien. Mi padre no deja de obligarme a que me ajuste la bufanda que llevo alrededor del cuello y se queja de que nieve tan pronto, del frío, habla de lo agradable que es Los Ángeles, de lo cálidos que son los días, de lo dulces que resultan las noches, de que debería matricularme en la UCLA o en la USC, y si no en la UCLA o la USC, en Pepperdine. Yo sonrío y asiento con la cabeza y no hablo mucho, sin saber cuáles son sus intenciones.

Mientras almorzamos en un pequeño restaurante de las afueras de la ciudad, mi padre pide vino blanco espumoso y no parece que le importe que yo pida un gin tonic. Después de pedir lo que vamos a comer y de que él haya tomado ya dos copas de vino espumoso empieza a mostrarse menos tenso.

–¿A qué se dedica mi pequeña punkie? – pregunta.

–Yo no soy una punkie -digo.

–Vamos, vamos, pareces un poco, bueno, un poco punkie. – Sonríe, y luego, después de que yo no añada más, pregunta-: ¿De veras que no lo eres? – Su sonrisa se apaga.

De pronto, sintiendo compasión por él, digo:

–Bueno, un poco, vaya.

Termino la copa masticando el hielo, y decido no dejar que vaya adelante con esa conversación, de modo que le pregunto por los estudios de cine, por Graham, por California. Comemos deprisa y yo pido otro gin tonic y él enciende un pitillo.

–No me has preguntado por Cheryl -dice él, por fin.

–¿No he preguntado?

–No. – Da una calada, suelta el humo.

–Sí, he preguntado.

–¿Cuándo?

–Cuando veníamos a la ciudad. ¿O no?

–Creo que no.

–Estoy casi segura de que pregunté.

–No recuerdo que lo hicieras, cariño.

–Bien, pues yo creo que pregunté…

–¿Es que no te gusta?

–¿Cómo es Cheryl?

Él sonríe, baja la vista, luego me mira.

–Creo que nos vamos a casar.

–¿De verdad?

–Sí.

–Vaya, eso es… en fin, enhorabuena -digo yo-. Estupendo.

Me mira burlonamente, luego pregunta:

–¿De verdad crees que es estupendo?

Me llevo el vaso a la boca y le doy un golpecito a un lado para que el hielo caiga al fondo.

–Bueno, poco a poco fui comprendiendo que la cosa iba en seno.

–Cheryl es estupenda. Os llevaréis bien. – Vuelve a titubear, duda si encender otro pitillo-. Ya verás cuando os conozcáis.

–Yo no me voy a casar con Cheryl. Te casas tú.

–Cuando me dices ese tipo de cosas, cariño, comprendo lo que sientes -dice.

Empiezo a acariciarle la mano por encima de la mesa pero algo hace que me interrumpa.

–No te preocupes -digo.

–He estado tan… solo -dice-. Llevo solo tanto tiempo que parece que siempre haya estado solo.

–En fin.

–Llega un momento en que necesitas a alguien.

–No me expliques esas cosas -digo rápidamente, aunque con menos dureza-. No es necesario.

–Quiero tu aprobación -se limita a decir-. Eso es todo.

–No la necesitas.

Se echa hacia atrás en su silla, deja el pitillo que iba a encender.

–La boda será en diciembre. – Hace una pausa-. ¿Cuándo piensas ir a casa?

Yo miro por la ventana la fría y dura nieve y las nubes grises del color del asfalto.

–¿Se lo has dicho a mamá? – pregunto.

–No.

A la hora de la comida, en el tren, el camarero me acomoda en una mesa con un viejo judío que no deja de leer un librito negro muy estropeado y de murmurar entre dientes algo que debe de ser hebreo. El judío no se parece nada a mi padre, aunque el modo en que se está comportando me recuerda la conducta de muchos de los amigos de mi padre que trabajan en sus estudios. Este hombre es mayor y lleva barba, pero es la primera vez desde aquel almuerzo con mi padre en que he estado tan cerca de un hombre durante una comida. No termino el sandwich que he pedido y que está bastante revenido, ni la sopa de verduras templada. En cambio, termino una copa pequeña de helado y tomo un Tab y voy a encender un pitillo cuando me fijo en que hay un no fumar en el vagón restaurante. Dejo el sandwich, miro el vagón abarrotado, me fijo en que todos los camareros son negros y que en los trenes de pasajeros van principalmente viejos y extranjeros. Jugueteo con el Marlboro, tratando de ignorar los murmullos del judío. Va pasando por las ventanas un paisaje sepia, casitas de adobe, madres jóvenes con pantalones vaqueros con las perneras cortadas y camisetas, que levantan a niños pequeños y rojos hacia el tren, saludando con la mano. Autocines desiertos, enormes basureros, más casas construidas con adobe. De vuelta a mi compartimiento, mientras miro el vestido, con el walkman puesto, escucho cantar a Boy George
Iglesia de la mente envenenada,
una canción de la cinta que me compró mi padre en noviembre pasado.

Las noches son duras. No consigo dormir ni siquiera después de tomar Valium, que sólo me atonta lo suficiente como para intentar a duras penas mantenerme en equilibrio mientras paseo por el estrecho compartimiento, según el tren va lanzado a través de los desiertos, se detiene de repente, sin avisar, haciéndome caer en la estrecha cama. Al abrir las cortinas no consigo ver nada, a no ser la punta encendida de mi pitillo reflejada en el cristal. Anuncian que hay arena sobre las vías. Son las tres de la madrugada y me duermo un rato y me despierto cuando el tren atraviesa una especie de tormenta eléctrica en la frontera de Arizona. Está completamente a oscuras y de pronto un rayo púrpura, violeta, atraviesa el cielo, iluminando pequeños pueblos durante un segundo. Cuando el tren atraviesa esos pueblos, se pueden oír campanas de aviso, semáforos en rojo, los faros de una camioneta solitaria que espera a que pase el tren. Y pasamos por estos pueblos, cada vez más pequeños, cada vez más separados unos de otros, y yo voy en tren no porque no me gusten los aviones ni porque quiera ver el país, sino porque no quiero pasar tres días en Los Angeles, ni con mi padre y Cheryl, ni con Graham ni con mi madre. Un centro comercial cerrado, el rótulo de neón de una estación de servicio, el tren se detiene y luego continúa, la inutilidad de posponer lo inevitable, el cerrarse de las cortinas.

A la mañana siguiente, a la hora del desayuno, conozco a un chico muy rico de Venezuela, que lleva una chaqueta deportiva de Yves Saint Laurent y que también va a Los Ángeles. Ha estado recientemente en El Salvador y no deja de hablar de lo bonito que es el país y del concierto de Lionel Richie al que asistió allí. Mientras esperamos el desayuno, el chico hojea el último número de
Penthouse
y yo miro por la ventanilla las interminables praderas y las hileras de torres de las refinerías y los aparcamientos de remolques y las torres de enlaces radiofónicos que surgen de la tierra rojiza. Abro un cuaderno que llevo conmigo y trato de organizar unos trabajos que todavía tengo que terminar para el próximo examen, pero pierdo interés en cuanto me pongo a ello. El tren se detiene durante largo rato delante de un Pizza Hut en una ciudad sin nombre de Arizona. Una familia compuesta por cinco miembros sale del Pizza Hut y uno de los niños saluda al tren con la mano y yo me pregunto quién llevará a los niños a desayunar a un Pizza Hut; el chico venezolano le devuelve el saludo al niño de delante del Pizza Hut, y luego me sonríe.

Desayuno despacio, haciendo como que me concentro en las tortitas duras para que el chico venezolano no me pregunte nada. A veces levanto la vista y miro los pastos del otro lado de la ventanilla y el ganado que pace en ellos. Me saco un Valium del bolsillo y lo mantengo entre los dedos. Exceptuado el chico rico de Venezuela que ha estado en El Salvador, la única persona que quizá podría ser de mi edad es una chica negra de cara triste que me mira desde el otro lado del vagón restaurante, lo cual hace que apriete el Valium con más fuerza. Espero a que la chica negra aparte la mirada y cuando por fin lo hace, trago la pastilla.

–¿Jaqueca? – pregunta el chico venezolano.

–Sí. Me duele la cabeza. – Sonrío tímidamente, asintiendo.

La chica negra me mira una vez más y luego se levanta y ocupa su sitio una pareja de gordos que llevan muchas turquesas. El chico venezolano ahora mira el desplegable del centro de la revista y luego me mira a mí y sonríe y mi padre probablemente tenía razón cuando hace quince días me dijo por teléfono: «Deberías venir en avión», pero me asombra que de vez en cuando el suelo parezca alzarse por debajo del tren cuando éste pasa sobre ríos color chocolate o por encima de un barranco.

Llamo a Graham, mi hermano, desde la estación de Phoenix. Está tomando un baño caliente en Venice.

–¿Y qué consigues con eso? – digo, al cabo de un rato.

–¿A quién le importa? – dice Graham.

–Suena como si estuvieras colocado.

–No lo estoy.

–Se te pone la voz triste cuando estás colocado. Estás colocado.

–Todavía no.

–Estoy delante de una máquina tragaperras enorme, del tamaño de una cama de matrimonio -le digo a Graham-. Deberías hablar con él. – Enciendo un pitillo. Me duele.

–¿Qué? – pregunta Graham-. ¿Por qué me llamas? – Y luego-: ¿Hablar con… él?

–¿Es que no vas a hablar con él? – pregunto-. ¿Es que no vas a hacer nada?

–Oye, tía. – Oigo que Graham da una chupada, luego suelta el humo, lentamente. Su voz cae tres octavas-. ¿Qué quieres que haga?

–Sólo… hablar con él.

–Es que ni siquiera me cae bien -dice Graham.

–No deberías quedarte sentado sin hacer nada.

–¿Quién dijo que iba a quedarme sentado sin hacer nada?

–Tú lo dijiste, Graham; tú lo dijiste. – Estoy a punto de echarme a llorar. Trago saliva, intento controlarme-. Dijiste que ella había visto
Flashdance
nueve veces. – Me pongo a sollozar, en silencio, mordiéndome el puño-. Dijiste que era su… -Pausa-. Su película favorita…

–Probablemente la haya visto… -Se interrumpe-. Sí, nueve veces, probablemente sea verdad.

–Graham, por favor, aunque sólo sea una vez… -No está tan mal -dice finalmente Graham-. La verdad, es una tía bastante caliente.

Un Valium, una mirada fugaz por entre las cortinas, estaciones de tren de estilo español, carteles que anuncian NEEDLES o BARSTOW, coches que atraviesan el desierto de noche hacia Las Vegas, llueve otra vez y con fuerza, luces que iluminan los carteles de una carretera que lleva a Reno, grandes gotas de lluvia que golpean contra la ventanilla y se deshacen. Mi reacción al sorprenderme: un parpadeo. Una voz dice por megafonía: «Si alguno de los pasajeros habla francés, acuda por favor al vagón restaurante», y la petición parece tentadora; parece tan poco común que hace que me cepille el pelo, agarre una revista y me dirija al vagón restaurante aunque ni siquiera hablo francés. Cuando llego al vagón restaurante no veo a nadie que sea francés ni a nadie que parezca necesitar ayuda de nadie francés. Me siento, miro por la ventanilla, hojeo la revista, pero hay detrás de mí una borracha que parece que habla consigo misma, pero de hecho habla con la pareja de gordos de las turquesas, que tratan de no prestarle atención. La borracha no deja de hablar de las películas que ha visto en la televisión mientras estaba en casa de su hijo, en Carson City.

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