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Authors: Christopher Moore

Tags: #Humor, #Fantástico

La sanguijuela de mi niña (5 page)

BOOK: La sanguijuela de mi niña
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En otro tiempo habría llamado a una amiga y se habría pasado la noche al teléfono, dejándose reconfortar. Se habría comido kilo y medio de helado y se habría pasado en vela toda la noche pensando qué iba a hacer con su vida. Por la mañana habría llamado al trabajo para decir que estaba enferma, y luego habría llamado a su madre a Carmel para que le prestara dinero con el que pagar la fianza de otro apartamento. Pero eso habría sido en otro tiempo, cuando ella aún era una persona.

La leve seguridad en sí misma que había sentido la noche anterior había desaparecido. Ahora se sentía solo confusa y asustada. Intentó recordar todo lo que había visto y oído sobre vampiros. No era mucho. No le gustaban los libros ni las películas de terror. La gran mayoría de lo que recordaba no parecía cierto. No tenía que dormir en un ataúd, eso era evidente. Pero también era evidente que no podía salir a la luz del día. No tenía que matar cada noche y, si mordía a alguien, osa persona no se convertía necesariamente en un vampiro; en un gilipollas sí, quizá, pero no en un vampiro. Claro que Kurt siempre había sido gilipollas, así que ¿quién sabía? ¿Por qué se había convertido ella? Iba a tener que ir a la biblioteca.

Pensó: Tengo que recuperar mi coche. Y necesito otro apartamento. Solo es cuestión de tiempo que entre una camarera en la habitación y me achicharre. Necesito a alguien que pueda moverse durante el día. Necesito un amigo.

Había perdido su agenda junto con el bolso, pero en realidad daba igual. Todas sus amigas tenían pareja y, aunque alguna se compadeciera de ella por romper con Kurt, eran tan egocéntricas que no podían servirle de ayuda. Sus amigas y ella solo estaban unidas cuando no tenían pareja.

Necesito un hombre.

La idea la deprimía.

¿Por qué siempre me da por lo mismo? Soy una mujer moderna. Puedo abrir frascos y matar arañas yo sola. Puedo cuadrar un talonario y comprobar el nivel de aceite de mi coche. Puedo mantenerme sola. Claro que a lo mejor no. ¿Cómo voy a mantenerme sola?

Echó su bolsa de viaje sobre la cama, sacó la bolsa blanca del dinero y la vació sobre la cama. Contó los billetes de un fajo y luego contó los fajos. Había treinta y cinco fajos de veinte billetes de cien dólares. Menos los quinientos que había gastado en el hostal: casi setenta mil dólares. Sintió un repentino y bien arraigado impulso de irse de compras.

Quien la había atacado, fuera quien fuese, sabía que necesitaría dinero. No se había convertido en vampiro por accidente. Y seguramente tampoco había sido un accidente que quien la había convertido hubiera dejado su mano expuesta al sol para que se quemara. ¿Cómo, si no, iba a saber ella que debía esconderse antes de que amaneciera? Pero, si quien la había convertido quería ayudarla, si quería que sobreviviera, ¿por qué no le decía lo que tenía que hacer?

Recogió el dinero y estaba metiéndolo en la bolsa de viaje cuando sonó el teléfono. Jody lo miró y vio brillar la luz naranja al ritmo del timbre. Nadie sabía dónde estaba. Debía de ser el recepcionista. A la cuarta llamada, lo cogió.

Antes de que pudiera decir «diga», una voz de hombre, grave y tranquila, dijo:

—Por cierto, no eres inmortal. Todavía pueden matarte.

Se oyó un clic y Jody colgó el teléfono.

Él había dicho «pueden matarte», no «todavía puedes morir». «Matarte.»

Cogió su bolsa y salió corriendo a la noche.

Los Animales

Los del turno de día les llamaban los Animales. Una mañana, al entrar a trabajar, el gerente de la tienda se encontró a uno de ellos colgado medio desnudo de la gigantesca «S» roja del letrero del Safeway, y a los demás borrachos en el tejado, lanzándole gominolas. El gerente se puso a gritarles y les llamó animales. Ellos prorrumpieron en vítores y brindaron a su salud regándose con cerveza.

Eran ocho, ahora que su líder se había ido. Entraron en la tienda a oso de las once y el gerente les informó que tenían un nuevo encargado:

—Este tío os va a meter en vereda. Ha hecho de todo. Su solicitud tenía cuatro páginas.

A medianoche, los Animales estaban sentados junto a las cajas registradoras de la entrada, hablando de sus preocupaciones mientras compartían una caja de botes de nata montada.

—Que se joda ese listillo del Este —dijo Simón McQueen, el mayor—. Yo voy a hacer mis cincuenta cajas por hora, como siempre, y si quiere más, que las haga él. —Tomó una chupada de óxido nitroso del bote de nata montada y añadió con voz ronca—: Va a durar menos que un pedo en una sartén caliente.

Simón tenía veintisiete años y era musculoso y tenso como la cuerda de un banjo. Tenía las facciones afiladas, la piel picada de viruelas y una gran mata de pelo castaño que se retiraba de la cara con u n pañuelo y un Stetson negro. Se las daba de vaquero y de poeta, pero nunca había estado a tiro de revólver de un caballo, ni de un libro.

Jeff Murray, estrella del baloncesto malograda, sacó un bote de nata montada de la caja y dijo:

—¿Por qué no ascendieron a uno de nosotros cuando se fue Eddie?

—Porque no tienen ni puta idea de nada —contestó Simón—. Bote arriba —añadió rápidamente.

—Seguramente hicieron lo que les pareció mejor—dijo Clint, que era miope y cristiano renacido desde hacía tres meses. Como a él lo habían perdonado después de diez años de abuso de estupefacientes, estaba ansioso por perdonar al prójimo.

—Bote arriba —repitió Simón dirigiéndose a Jeff, que había puesto boca abajo el bote de nata montada y estaba apretando la boquilla. Jeff sorbió un buen chorro de nata montada que le llenó la boca y la garganta, se le salió por la nariz y le provocó tal ataque de tos que se le puso la cara azul.

Drew, el proveedor de marihuana del grupo y, por tanto, oficial médico, le asestó un fortísimo golpe en el plexo solar, y el ex pívot escupió un pegote de nata montada del tamaño aproximado de un bebé. Jeff cayó al suelo, boqueando. El pegote aterrizó sano y salvo en la caja seis.

—Funciona igual de bien que la maniobra de Heimlich. —Drew sonrió—. Y no hace falta sobar a nadie.

—Ya le he dicho que levantara el bote —dijo Simón.

Se oyó un toquecito en el escaparate delantero y al volverse vieron a un chaval flaco, con el pelo oscuro, vaqueros y camisa de franela esperando junto a la puerta cerrada. Llevaba una pistola para poner precios colgada de la cadera derecha.

—Ahí está ese listillo.

Simón fue a abrir la puerta. Clint cogió la caja de nata montada y la metió debajo de una caja registradora. Los otros escondieron sus botes donde pudieron y se quedaron de pie junto a las cajas, como si esperaran una inspección. Intuían el fin de una era. Se acabaron los Animales.

—Tom Flood —dijo el nuevo, tendiéndole la mano a Simón.

Simón no se la estrechó; se quedó mirándola hasta que el nuevo la retiró, avergonzado.

—Yo soy Sime; este es Drew. —Simón le hizo señas de que entrara y cerró la puerta tras él—. Voy a darte una tarjeta de fichar.

El nuevo siguió a Simón a la oficina, pero se paró a mirar el pegote de nata montada de la caja seis y luego miró a Jeff, que seguía boqueando en el suelo.

—Hay que levantar el bote —le dijo.

Simón levantó una ceja mirando al resto de la tripulación; luego llevó al nuevo a la oficina. Mientras hurgaba en los cajones en busca de una tarjeta nueva, el nuevo dijo:

—Bueno, Sime, ¿tú juegas a los bolos?

Simón levantó la mirada y estudió la cara del nuevo. Aquello podía ser una trampa. Dio un paso atrás y se puso en guardia como un pistolero a mediodía.

—Sí, juego a los bolos.

—¿Qué usas?

—Me gustan los pavos Butterball de cinco kilos.

—¿Con red o sin red?

—Sin red —dijo Simón.

—Sí, las redes son para abuelitas. A mí me gustan los de cinco kilos y medio asados en su propio jugo. —Tommy le sonrió.

Simón le devolvió la sonrisa y le tendió la mano.

—Bienvenido a bordo. —Le dio una tarjeta y salió con él de la oficina. Fuera esperaba la tripulación—. El del suelo es Jeff, del pasillo de mezcla para tartas. Juega al baloncesto. Drew, congelados y marihuana. Troy Lee, pasillo de vidrio y experto en kung-fu. —Troy Lee, bajo y musculoso, vestido con una chaqueta de raso negro, se inclinó ligeramente.

—Clint —continuó Simón—, cereales y zumos. Es amiguete de Dios. —Clint era alto y delgado, tenía el pelo negro y rizado, gruesas gafas de pasta negra y una sonrisa bobalicona, aunque beatífica.

Simón señaló a un recio mexicano que llevaba camisa de franela.

—Gustavo hace los suelos y tiene catorce hijos.

—Cinco niños*
3
—puntualizó Gustavo.

—Perdona, joder—dijo Simón—. Cinco hijos. —Avanzó por la fila hasta llegar a un tipo bajito y con poco pelo, vestido de pana—. Barry se encarga de los jabones y la comida para perros. Se le cayó el pelo cuando empezó a hacer submarinismo.

—Que te jodan, Sime.

—Ahórrate el esfuerzo, Barry. —Simón siguió adelante—. El moreno es Lash, de leche y productos no alimenticios. Dice que está estudiando dirección de empresas en la universidad de San Francisco, pero en realidad trafica con armas para los Sangre.

—Y Simón quiere ser Gran Dragón del Klan —respondió Lash.

—Ten cuidado o no te ayudo con la tisis de tu máster.

—Con la tesis —lo corrigió Lash.

—Lo que sea.

—¿Tú a qué te dedicas, Sime? —preguntó Tommy.

—Busco a la rubia perfecta de pelo cardado. Tiene que ser esteticién y llamarse Arlene, Karlene o Darlene. Debe tener de pecho exactamente la mitad que de coeficiente intelectual y haber visto a Elvis alguna vez desde su muerte. ¿Conoces a alguna así?

—No. Eso es poner el listón muy alto.

Simón se acercó hasta pegar su nariz a la de Tommy.

—Si la conoces, no te lo calles. Ofrezco una recompensa en metálico y una cinta de vídeo en la que se la vea intentando ahogarme en loción corporal.

—No, en serio, no puedo ayudarte.

—En ese caso, trabajo en el pasillo de latas.

—¿A qué hora llega el camión?

—Dentro de media hora: a las doce treinta.

—Entonces tenemos tiempo de echar una partida.

En el deporte del pavobolo no hay reglas oficiales. El pavobolo no está reconocido por la Asociación Nacional de Atletismo, ni por el Comité Olímpico. No hay torneos profesionales patrocinados por Granjeros Avícolas de América, ni empresas de calzado que fabriquen zapatos de pavobolo. Los mejores jugadores de pavobolo del mundo no han aparecido nunca en una caja de cereales, ni en un programa nocturno de entrevistas. De hecho, hasta que la cadena de deportes ESPN se vio en la necesidad urgente de rellenar las franjas horarias de madrugada entre el tiro de dardos profesional y las reposiciones de fútbol australiano, el pavobolo era un deporte totalmente clandestino, relegado al oscuro sótano deportivo del béisbol de buzón y el derribo de vacas. Pese a la falta de reconocimiento institucional, la hermosa y noble tradición del «lanzamiento de gallinazo» se practica nocturnamente en todo el país gracias al personal de noche de los supermercados.

Clint era el colocador de bolos oficial de los Animales. Como siempre apostaban y su religión le prohibía jugar, le exigían que participara hasta cierto punto para evitar que se chivara a la dirección. Clint colocaba diez botes de jabón líquido Ivory formando un triángulo al fondo del pasillo de alimentos frescos. El mueble de la carne hacía de tope.

El resto de la tripulación se colocaba en fila al final del pasillo, tras elegir sus aves en el mueble de frío.

—Te toca, Tom —dijo Simón—. Vamos a ver qué tal se te da.

Tommy se adelantó y sopesó el pavo congelado con la mano derecha. Sintió en la piel el roce de su gélida energía.

Curiosamente, el tema de Carros de fuego empezó a sonar en su cabeza.

Achicó los ojos, apuntó, dio unos pasos y lanzó el pájaro patinando por el pasillo. La tripulación dejó escapar una exclamación de pasmo colectivo cuando el sabroso proyectil de cinco kilos y medio, asado en su propio jugo y ultracongelado, se estrelló contra los botes de jabón como un tren de mercancías contra un coro de abuelas borrachas.

—¡Pleno! —gritó Clint.

Simón hizo una mueca.

Troy Lee dijo:

—Nadie es tan bueno. Nadie.

—Pura suerte —dijo Simón.

Tommy refrenó una sonrisa y se apartó de la fila.

—¿A quién le toca?

Simón se adelantó y miró pasillo abajo mientras Clint enderezaba los bolos. Tenía un tic nervioso debajo del ojo izquierdo.

Curiosamente, el tema de El bueno, el feo y el malo empezó a sonar en su cabeza.

El pavo pesaba. Simón casi podía sentir el pálpito de tensión de los menudillos: la versión ultracongelada de El corazón delator. Se acercó a la línea describiendo con el pavo un amplio arco hacia atrás y lo lanzó hacia delante con un grito explosivo. El pavo recorrió como un cohete tres cuartas partes del pasillo antes de tocar tierra, chocar con los botes de jabón y estamparse contra la parte de abajo del mueble de la carne, abollando el metal y cortando cables en medio de una lluvia de chispas y humo.

Las luces de la tienda parpadearon y se apagaron. Los enormes compresores que alimentaban el sistema de refrigeración se fueron apagando como aviones moribundos. El aire se llenó de olor a ozono y aislante quemado. Por un momento se hizo un oscuro silencio: los Animales se quedaron inmóviles, sudorosos, como si esperaran el sonido amenazador de un submarino acercándose. El generador de emergencia encendió las luces de seguridad al fondo de los pasillos. La tripulación miró a Simón, que seguía junto a la línea, con la boca abierta, y luego miró al pavo, que asomaba, quemado y renegrido, por un lado del mueble de la carne, como un obús fallido.

Miraron sus relojes; faltaban exactamente seis horas y cuarenta y ocho minutos para reparar los desperfectos y rellenar las estanterías antes de que llegara el gerente y abriera la tienda.

—¡Hora de descanso! —anunció Tommy.

Se sentaron sobre una hilera de carritos a la entrada del supermercado, con la espalda apoyada en la pared, fumando, comiendo y, en el caso de Simón, contando mentiras.

—Esto no es nada —decía Simón—. Una vez, en Idaho, cuando trabajaba en una tienda, incrustamos una carretilla elevadora en el mueble de la leche. Setecientos cincuenta litros de leche por los suelos. La recogimos con la aspiradora y acabamos de meterla otra vez en los cartones diez minutos antes de que abriera la tienda, y nadie se dio cuenta.

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