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Authors: Christopher Moore

Tags: #Humor, #Fantástico

La sanguijuela de mi niña (10 page)

BOOK: La sanguijuela de mi niña
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Cruzó la calle y una policía de uniforme le cortó el paso en la puerta de recepción.

—Precinto policial, señor. Circule, a no ser que sea cliente del hostal.

—Soy cliente del hostal. Y necesito una ducha —dijo Tommy. Había aprendido a no dar demasiadas explicaciones hablando con el bombero furioso de la tienda. Los bomberos no querían saber qué había pasado, solo querían asegurarse de que no volvía a ocurrir.

—¿Su nombre? —dijo la agente.

—C. Thomas Flood.

—¿Documentación?

Tommy le dio su carné de conducir de Indiana.

—Aquí dice «Thomas Flood, hijo». No hay ninguna «C».

—C. es mi pseudónimo. Thomas es escritor —dijo Tommy.

La agente se ajustó la porra.

—¿Intenta ponerme las cosas difíciles?

—No, solo he pensado que quería hablar así. ¿Qué ocurre? —Tommy miró por encima del hombro de la policía al encargado del hostal, un tipo alto y calvo, de unos cuarenta años, que estaba limpiando con una toalla las huellas de dedos de su ventanilla blindada. Parecía estar a punto de echarse a llorar.

—¿No ha pasado aquí la noche, señor Flood?

—No, acabo de salir de trabajar del Safeway de Marina. Soy el encargado del turno de noche.

—Entonces ¿vive en San Francisco? —La agente levantó una ceja.

—Solo llevo aquí unos días. Todavía estoy buscando casa.

—¿Dónde podemos localizarlo si los detectives necesitan hablar con usted?

—En la tienda, entre las doce de la noche y las ocho de la mañana. Pero esta noche libro. Supongo que estaré aquí. ¿Qué ha pasado?

La policía se volvió hacia el encargado.

—¿Tiene registrado a un tal C. Thomas Flood?

El encargado asintió con la cabeza y levantó una llave.

—Habitación dos doce —dijo.

La agente devolvió a Tommy su carné.

—Cámbielo, si va a quedarse en San Francisco. Puede ir a su habitación, pero no pase por donde haya cinta amarilla.

La agente salió de la oficina. Tommy se volvió hacia el encargado.

—¿Qué está pasando?

El encargado le hizo señas de que se acercara a la ventanilla. Se inclinó y susurró por el agujero:

—Las camareras han encontrado el cuerpo de una mujer en el contenedor. Era una mujer del barrio, no una dienta.

—¿Asesinada? —susurró Tommy.

—Ella y su caniche. Esto es terrible para el hostal. La policía está interrogando a todos los huéspedes. Llamaron a la puerta de su amiga, pero no respondió. —Pasó la llave de Tommy por la ranura, junto con una tarjeta de visita.

—Quieren que llame al detective a ese número cuando llegue. ¿Se lo dará usted?

—Claro —respondió Tommy. Cogió la llave y se quedó allí parado, intentando pensar en algo que decir para tranquilizar al encargado—. Eh, siento lo de su contenedor —dijo.

No funcionó. El encargado rompió a llorar. —Ese pobre perrito —sollozó.

En la cama había un montón de impresos que parecían oficiales, un plano de San Francisco y un sobre grueso lleno de dinero. Sujeta a los papeles con un clip había una nota. Decía:

Querido Tommy:

Aquí tienes los papeles para sacar mi Honda del depósito. Utiliza parte del dinero para pagar las multas. No sé dónde está el depósito municipal, pero puedes preguntárselo a cualquier policía.

Tendrás que ir al edificio de Transamérica para recoger mi último cheque. (Te lo he marcado en el plano.) He dejado un mensaje en el contestador del departamento de personal avisando de que ibas.

Buena suerte con la búsqueda de apartamento. Olvidé decirte que es mejor que no busques casa en Tenderloin (también está marcado en el plano).

Siento ser tan misteriosa. Te lo explicaré todo esta noche.

Besos,

Jody

¿Por qué coño se ponía tan misteriosa? Tommy abrió el sobre y sacó un fajo de billetes de cien dólares, los contó y volvió a guardarlos en el sobre. Cuatro mil dólares. Nunca había visto tanto dinero junto. ¿De dónde sacaba Jody tanta pasta? No sería rellenando impresos en una compañía de seguros, desde luego. Quizás fuera traficante de drogas. O atracadora. Quizás había hecho un desfalco. Quizás fuera todo una trampa. Quizás, cuando llegara al depósito de la grúa para recoger su coche, le detendría la policía. Tenía mucha cara por firmar la nota poniendo «besos». ¿Qué iba a decirle luego? ¿« Siento que tuvieras que ir al trullo por mí. Besos, Jody»? Pero eso era lo que había puesto: «Besos». ¿Qué quería decir? ¿Lo decía en serio o era solo una costumbre? Seguramente firmaba todas sus cartas con «besos».

Estimado asegurado:

Lamentamos que su póliza no cubra su enema de bario puesto que se efectuó por motivos recreativos.

Besos,

Jody Departamento de reclamaciones

Quizá no.

Quizá lo amaba. Debía de confiar en él: acababa de darle cuatro de los grandes.

Tommy se guardó el dinero en el bolsillo de atrás, cogió los papeles y salió de la habitación. Bajó corriendo las escaleras y al llegar a la planta baja tropezó con una gran bolsa de plástico negro llena de restos de mujer. El ayudante del forense lo agarró del brazo antes de que cayera al suelo.

—Tranquilo, amigo —dijo. Era un tipo grande y peludo, de treinta y tantos años.

—Perdón.

—No pasa nada. Está sellada para que conserve su frescor. Mi compañero ha ido a buscar la camilla.

Tommy se quedó mirando la bolsa negra. Solo había visto un muerto en su vida: su abuelo. Y no le había gustado la experiencia.

—¿Cómo...? Quiero decir que si ha sido un asesinato.

—Yo me inclino más por el suicidio creativo. Se rompió el cuello, se desangró, luego mató al perro y saltó al contenedor. Pero el forense dice que fue asesinato. Elige tú.

Tommy estaba espantado.

—¿Estaba desangrada?

—¿Eres periodista?

—Qué va.

—Sí, le faltaban como cinco litros de sangre y no había heridas visibles. El forense ha tenido que tomar una muestra de sangre directamente del corazón. Y no le ha hecho ninguna gracia. Le gustan las cosas fáciles: decapitación por funicular, traumatismo masivo por herida de arma de fuego... Ya sabes.

Tommy se estremeció.

—Soy de Indiana. Allí no pasan estas cosas.

—Aquí tampoco, chico.

Un tipo alto y delgado con mono de forense dobló la esquina empujando una camilla en la que llevaba el cadáver de un perrillo gris. Cogió el perro por la correa de diamantes falsos.

—¿Qué hago con esto? —le preguntó al grandullón peludo. El perro giró lentamente de un extremo de la correa como un adorno navideño con volantes.

—¿Meterlo en una bolsa y ponerle una etiqueta? —dijo el Peludo.

—¿A un perro? Es la primera vez que me pasa.

—Me importa una mierda. Haz lo que quieras.

—Bueno —les interrumpió Tommy—, que paséis un buen día. —Se fue corriendo a la parada del autobús. Cuando llegó el autobús, miró hacia atrás y vio a los dos operarios metiendo el perrillo en la bolsa del cadáver de la mujer.

Se apeó cerca del barrio chino, frente a una cafetería en la que había visto a tipos con boina garabateando en cuadernos y fumando cigarrillos franceses. Si uno buscaba un sitio donde sentarse a contemplar un rato el abismo, había que encontrar tipos con boina que fumaran cigarrillos franceses. Eran como carteles indicadores: «Crisis existencial, la siguiente a la derecha». Y el incidente de la bolsa había dado a Tommy ganas de reflexionar sobre la insignificancia de la vida antes de empezar a buscar piso. Habían tratado a aquella pobre mujer como a un trozo de carne. La gente debería llorar y desmayarse, y pelearse por su testamento. Debía de ser una especie de mecanismo de defensa, esa capacidad que tenían los habitantes de la ciudad para ignorar el sufrimiento.

Pidió un café doble en la barra. Una chica con el pelo color magenta y tres aros en la nariz le sirvió el café mientras él rebuscaba entre el montón de periódicos usados que había sobre la barra e iba separando la sección de anuncios clasificados. Cuando pagó, la chica lo sorprendió mirándole los aros de la nariz y sonrió.

—Pensar mata —dijo al darle el café.

—Que pases un buen día—respondió Tommy.

Se sentó y empezó a hojear los clasificados. El dinero que llevaba en el bolsillo pareció ir menguando a medida que leía la lista de pisos en alquiler. Por eso la gente parecía tan distraída: estaban iodos obsesionados con el alquiler.

El anuncio de un loft amueblado llamó su atención. El era de tipo loft. Se imaginaba diciendo:

—No, no puedo ir a dar una vuelta, tengo que volver al loft y ponerme a escribir.

Y:

—Lo siento, me he dejado la cartera en el loft.

Y escribiendo: «Querida mamá: Me he mudado a un loft muy espacioso en el Soma, un barrio elegante».

Dejó el periódico y se volvió hacia el tipo con boina de la mesa de al lado, que estaba leyendo un libro de Baudelaire mientras levantaba un ventisquero de colillas de Disc Bleu en el cenicero.

—Disculpa —le dijo—, soy nuevo aquí. ¿Dónde queda el elegante Soma?

El de la boina pareció molesto.

—Al sur de Market —respondió. Luego cogió su libro y sus cigarrillos y salió del café.

—Perdona —gritó Tommy a su espalda. A lo mejor si se lo hubiera preguntado en francés...

Tommy desdobló el plano que le había dejado Jody y encontró la calle Market y luego un barrio con la leyenda «Soma». No estaba lejos de donde Jody le había marcado la Pirámide de Transamérica. Volvió a doblar el plano y arrancó de la hoja el anuncio del loft. Aquello iba a ser pan comido.

Cuando se disponía a marcharse, levantó la vista y vio que un hombre gordísimo vestido con una túnica de terciopelo morado entraba en el café, llevaba un maletín de piel decorado con lunas y estrellas plateadas. Se sentó en una mesa no lejos de la suya, desparramando su mole a ambos lados de la silla de mimbre, y empezó a sacar cosas del maletín. Tommy estaba fascinado.

El gordo llevaba la cabeza afeitada y tenía un pentagrama tatuado en el cuero cabelludo. Tapó la mesa con un retal de satén negro y colocó en el centro una bola de cristal, sobre un pedestal con dragones de bronce. Acto seguido desenvolvió una baraja de cartas de tarot que llevaba envueltas en un pañuelo de seda malva y las puso junto a la bola de cristal. Por último, sacó un letrero del maletín y lo colocó sobre la mesa. Decía: «Madame Natasha. Quiromancia, tarot, adivinación. Lectura del porvenir, cinco dólares. Todos los beneficios se destinan a la investigación contra el sida».

Madame Natasha estaba sentada de espaldas a Tommy. Mientras Tommy miraba el pentagrama tatuado, Madame Natasha se volvió hacia él. Tommy apartó rápidamente la mirada.

—Creo que necesitas que te lea el porvenir, jovencito —dijo Madame Natasha con voz acuosa y femenina.

Tommy carraspeó.

—No creo en esas cosas, pero gracias.

Madame Natasha cerró los ojos como si estuviera escuchando un pasaje musical especialmente conmovedor. Cuando volvió a abrirlos, dijo:

—Eres nuevo en la ciudad. Estás un poco confuso y un poco asustado. Eres un artista, no sé de qué clase, pero no te ganas la vida así. Y hace poco has rechazado una proposición de matrimonio. ¿Me equivoco?

Tommy hurgó en su bolsillo.

—¿Cinco dólares?

—Siéntate —dijo Madame Natasha, ofreciéndole un sitio a su mesa.

Tommy se sentó frente a ella y le dio un billete de cinco dólares. Madame Natasha cogió su tarot y empezó a barajar. Sus manos eran pequeñas y delicadas. Llevaba las uñas pintadas de negro.

—¿Qué vamos a preguntarle hoy a las cartas? —dijo.

—He conocido a una chica. Quiero saber más sobre ella.

Madame Natasha asintió solemnemente y empezó a colocar las cartas sobre la mesa.

—No veo ninguna mujer en tu futuro inmediato.—¿En serio?

Madame señaló una carta situada a la derecha de la figura que había formado con ellas.

—Sí. ¿Ves la posición de esta carta? Esta carta rige tus relaciones de pareja.

—Ahí pone «Muerte».

—Eso no significa necesariamente muerte física. La carta de la Muerte puede ser una carta de renovación que significa un cambio. Yo diría que has roto hace poco con alguien.

—Qué va —dijo Tommy. Miraba fijamente la estilizada figura del esqueleto con la guadaña. Parecía estar riéndose de él.

—Vamos a intentarlo otra vez —dijo Madame Natasha. Recogió las cartas, las barajó y empezó a extenderlas otra vez sobre la mesa.

Tommy miraba el lugar donde caería la carta de sus relaciones de pareja. Madame hizo una pausa y luego dio la vuelta a la carta. La Muerte.

—Vaya, vaya, qué coincidencia —dijo Madame Natasha.

—Inténtelo otra vez —dijo Tommy.

Madame volvió a barajar y, cuando colocó la carta de las relaciones de pareja, era otra vez la Muerte.

—¿Qué significa eso? —preguntó Tommy.

—Puede significar muchas cosas, dependiendo de los demás palos. —Señaló las otras cartas de la figura.

—Pues ¿qué significa con las demás cartas?

—¿Sinceramente?

—Claro. Quiero saberlo.

—Que estás jodido.

—¿Qué?

—¿En lo tocante a relaciones de pareja?

—Sí.

—Estás jodido.

—¿Y en cuanto a mi carrera de escritor?

Madame Natasha consultó otra vez las cartas y luego dijo sin levantar la mirada:

—Jodido.

—No es verdad. No estoy jodido.

—Sí. Estás jodido. Lo dicen las cartas. Lo siento.

—Yo no creo en estas cosas —dijo Tommy.

—Da igual —dijo Madame Natasha.

Tommy se levantó.

—Tengo que ir a buscar piso.

—¿Quieres preguntar a las cartas sobre tu casa nueva?

—No. No creo en las cartas.

—Puedo leerte la mano.

—¿Me va a costar más?

—No, está incluido.

—De acuerdo. —Tommy tendió la mano y Madame Natasha la cogió delicadamente. Tommy miró a su alrededor para ver si alguien lo estaba mirando y empezó a dar golpecitos con el pie como si tuviera prisa.

—Santo cielo, te masturbas mucho, ¿no?

En una mesa cercana, un tipo escupió su café encima del volumen de bolsillo de Sartre que estaba leyendo y los miró.

Tommy apartó la mano.

—¡No!

—Vamos, vamos, no mientas. Madame Natasha lo sabe.

—¿Qué tiene eso que ver con mi apartamento?

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