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Authors: Christopher Moore

Tags: #Humor, #Fantástico

La sanguijuela de mi niña (3 page)

BOOK: La sanguijuela de mi niña
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Jody se acercó al sofá y sacudió la tierra de la maceta del pelo de Kurt. Tenía en la frente una brecha en forma de media luna que fue llenándose de sangre mientras Jody miraba. El estómago se le retorció tan violentamente que el dolor la hizo caer de rodillas. Pensó: Se me están hundiendo las tripas.

Oía los latidos del corazón y la respiración lenta y rasposa de Kurt. Por lo menos no lo he matado.

El olor de la sangre le saturaba las fosas nasales, dulce y sofocante. Notó una intensa presión en el paladar y un crujido dentro de su cabeza, como si alguien le estuviera arrancando las raíces de los colmillos. Se pasó la lengua por el paladar y sintió unas puntas afiladas como agujas atravesando la piel: le estaban creciendo dientes nuevos.

No estoy haciendo esto, se dijo mientras se subía sobre Kurt y chupaba la sangre de su frente. Los dientes nuevos se alargaron. Una oleada de placer eléctrico la sacudió y la euforia le dejó la mente en blanco.

Al fondo de su cabeza, una vocecilla gritó ¡no! cuando hundió los dientes en la garganta de Kurt y empezó a beber. Se oía gemir con cada latido del corazón de Kurt. Aquello era un orgasmo-ametralladora, chocolate negro, agua de un manantial en el desierto, un coro de aleluyas y la caballería al rescate, todo a la vez. Y, mientras tanto, aquella vocecilla seguía gritando ¡no!

Por fin se apartó y cayó rodando al suelo. Se sentó con la espalda apoyada en el sofá y los brazos alrededor de las piernas y apoyó la cara contra las rodillas, estremecida por minúsculas convulsiones de placer. Un calor oscuro y hormigueante atravesaba su cuerpo, como si acabara de salir de un banco de nieve para meterse en un baño de agua caliente.

El calor se disipó lentamente y dejó paso a una tristeza angustiosa: una sensación de pérdida tan duradera y profunda que su peso la embotó.

Conozco esta sensación, pensó. La he sentido otras veces.

Se volvió y, al mirar a Kurt, sintió un poco de alivio al ver que todavía respiraba. No tenía marcas en el cuello, donde lo había mordido. La sangre de la herida de su frente empezaba a coagularse y a formar una costra. El olor de la sangre seguía siendo fuerte, pero ahora le repugnaba como el olor de las botellas de vino vacías una mañana de resaca.

Se levantó y se acercó al cuarto de baño, quitándose la ropa mientras andaba. Abrió la ducha y, mientras el agua corría, se bajó lo que quedaba de sus medias y notó, sin mucha sorpresa, que su mano quemada se había curado por completo. Pensó: He cambiado. Nunca volveré a ser la misma. El mundo se ha movido. Y al pensar aquello volvió la tristeza. He sentido esto antes.

Se metió en la ducha y dejó que el agua hirviendo corriera sobre ella sin fijarse en su roce, ni en su sonido, ni en el colorido del calor y el vapor que giraban en el cuarto de baño en penumbra. El primer sollozo se abrió paso ron esfuerzo por su pecho, sacudiéndola, y abrió la senda del dolor. Se deslizó por la pared de la ducha, se sentó

sobre las baldosas que el agua había calentado y lloró hasta que el agua empezó a salir fría. Y entonces se acordó de otra ducha a oscuras, cuando el mundo había cambiado.

Tenía quince años y no estaba enamorada, pero amaba la excitación del roce de las lenguas y la aspereza de las manos de un chico sobre sus pechos; amaba la idea de la pasión, y estaba atiborrada del vino dulzón que el chico había robado en un 7-Eleven. Se llamaba Steve Rizzoli (lo cual no importaba, salvo porque ella se acordaría siempre) y era dos años mayor que ella: un chico malo de tres al cuarto, con su pipa de hachís y su tersura de surfista. Sobre una manta, en las dunas de Carmel, le quitó los vaqueros y se lo hizo. Se lo hizo, no lo hizo con ella: ella podría haber estado muerta, para lo que participó. Fue rápido, torpe y vacío, excepto por el dolor, que se prolongó y se hizo más fuerte aún después de volver a casa a pie, llorar en la ducha y tumbarse en su cuarto, donde, con el pelo mojado sobre la almohada, estuvo mirando el techo y sollozando hasta que amaneció.

Al salir de la ducha y empezar a secarse automáticamente pensó: Sentí esto la otra vez, cuando lloré por mi virginidad. ¿Por qué lloro esta noche? ¿Por mi humanidad? Eso es: ya no soy humana y nunca volveré a serlo.

Al darse cuenta, los acontecimientos empezaron a ordenarse. Había estado fuera dos noches y no una. Su agresor la había metido debajo de un contenedor para protegerla del sol, pero por alguna razón su mano había quedado expuesta y se había quemado. Se había pasado el día durmiendo, y al despertar a la noche siguiente ya no era humana.

Era una vampira.

Ella no creía en vampiros.

Se miró los pies sobre la alfombra del baño. Tenía los dedos tiesos como los de un bebé, como si nunca se hubieran doblado o comprimido por llevar zapatos. Las cicatrices que los accidentes de la infancia habían dejado en sus rodillas y codos habían desaparecido. Se miró al espejo y vio que las arrugas diminutas de sus ojos también habían desaparecido, lo mismo que sus pecas. Pero sus ojos eran negros: no se veía ni un milímetro del iris. Se estremeció; luego cayó en la cuenta de que estaba viendo todo aquello a oscuras y encendió la luz del cuarto de baño. Sus pupilas se contrajeron y sus ojos volvieron a ser del mismo llamativo color verde de siempre. Cogió un puñado de su pelo y examinó las puntas. No había ninguna abierta, ninguna rota. Estaba (hasta donde se permitía creer) perfecta. Era una recién nacida de veintiséis años.

Era una vampira. Dejó que la idea se repitiera y se aposentara en su cabeza mientras entraba en el dormitorio y se ponía unos vaqueros y una sudadera.

Una vampira. Un monstruo. Pero no me siento como un monstruo.

Al volver de la habitación al baño para secarse el pelo vio a Kurt tumbado en el sofá. Respiraba rítmicamente y de su cuerpo se alzaba un halo de calor saludable. Jody sintió una punzada de mala conciencia, y la hizo a un lado.

Que se joda, de todas formas nunca me ha gustado. Puede que sea de verdad un monstruo.

Encendió la plancha del pelo que usaba cada mañana para alisarse la melena, luego la apagó y volvió a dejarla en la cómoda. A tomar por culo eso también. Que se jodan las planchas del pelo y los secadores, y los tacones de aguja y el rímel, y las medias especiales anticaida. A la mierda todas esas cosas humanas.

Se sacudió el pelo, cogió su cepillo de dientes y volvió al dormitorio, donde llenó una mochila con vaqueros y sudaderas. Hurgó en el joyero de Kurt hasta que encontró las llaves de repuesto de su Honda.

El radiodespertador que había junto a la cama marcaba las cinco de la madrugada. No me queda mucho tiempo. Tengo que encontrar un sitio donde quedarme, y enseguida.

Al salir se paró junto al sofá y besó a Kurt en la frente.

—Vas a llegar tarde a tu reunión —le dijo. El no se movió.

Jody recogió del suelo la bolsa del dinero y la guardó en la mochila; luego salió. Ya fuera, miró a un lado y otro de la calle y soltó una maldición. La grúa se había llevado su coche. Tendría que ir a buscarlo al depósito. Pero solo se podía ir de día. Mierda. Pronto amanecería. Pensó en lo que el sol le había hecho a su mano. Tengo que buscar un sitio oscuro.

Corrió calle abajo. Nunca se había sentido tan ligera. En Van Ness entró corriendo en un hostal y aporreó el timbre hasta que un empleado soñoliento apareció tras la ventanilla blindada. Pagó dos noches en metálico y le dio al recepcionista un billete de cien dólares para asegurarse de que no la molestaran bajo ningún concepto.

Una vez en la habitación, cerró la puerta con llave, apoyó contra ella una silla y se metió en la cama.

El cansancio se apoderó de ella de repente cuando el día rompió con una luz rosada sobre la ciudad. Pensó: Tengo que recuperar mi coche. Tengo que encontrar un sitio seguro donde quedarme. Y luego tengo que averiguar quién me ha hecho esto. Tengo que saber por qué. ¿Por qué a mí? ¿Por qué el dinero? ¿Por qué? Y voy a necesitar ayuda. Voy a necesitar a alguien que pueda moverse por ahí de día.

Cuando el sol se asomó al horizonte por el este, ella cayó en el sueño de los muertos.

Las flores y la ciudad del embrague quemado

C. Thomas Flood (Tommy para sus amigos) estaba alcanzando la línea roja de un sueño húmedo cuando lo despertó el ir y venir y la cháchara de los cinco Wong. Geishas en liguero huyeron a toda prisa del país de los sueños, insatisfechas, y Tommy se quedó mirando las lamas del catre de arriba.

La habitación era solo algo mayor que un armario ropero. Los catres se apilaban de tres en tres a ambos lados de un estrecho pasillo, en el que cinco Wong se disputaban el espacio intentando calzarse los pantalones. Wong Dos se inclinó sobre el catre de Tommy, sonrió con aire de disculpa y dijo algo en cantones.

—No pasa nada —dijo Tommy. Se tumbó de lado, con cuidado de no rayar la pared con su erección matutina, y se tapó la cabeza con las mantas.

Pensó: La intimidad es una cosa maravillosa. Como el amor, la intimidad es más patente cuando falta. Debería escribir un cuento sobre eso... y poner montones de geishas con liguero y zapatos rojos. El concurrido salón de té de las rameras de ojos almendrados; autor: C. Thomas Flood. Trabajaré en eso hoy, después de hacerme con un apartado de correos y buscar trabajo. O a lo mejor debería quedarme aquí, a ver quién deja las flores...

Tommy había encontrado flores frescas sobre su cama cuatro días seguidos y empezaba a estar molesto. No eran las flores (gladiolos, rojas rosas y dos ramos variados con grandes cintas de color rosa) lo que le molestaba. Las flores le gustaban bastante, en plan totalmente viril y nada sarasa, por supuesto. Tampoco le importaba no tener un jarrón o una mesa donde ponerlas. Se iba corriendo por el pasillo hasta el baño comunitario, quitaba la tapa de la cisterna y metía allí las flores. Aquel toque de color era un contrapunto agradable a la mugre del cuarto de baño, hasta que las ratas se comían los capullos. Pero eso tampoco le inquietaba. Lo que le inquietaba era que llevaba en la ciudad menos de una semana y no conocía a nadie. Así que ¿quién le mandaba las flores?

Los cinco Wong soltaron una andanada de adioses al salir de la habitación. Wong Cinco cerró la puerta a su espalda.

Tommy pensó: Tengo que hablar del servicio con Wong Uno.

Wong Uno no era ninguno de los cinco Wong con los que Tommy compartía habitación. Wong Uno era el casero: más viejo, más sabio y más sofisticado que los

otros Wong, del Dos al Seis. Wong Uno hablaba inglés, llevaba un traje raído pasado de moda desde hacía tres décadas y un bastón con cabeza de dragón de bronce. Tommy lo había conocido en la avenida Columbus justo después de medianoche, junto al cadáver humeante de Rosenante, su Volvo sedán del 74.

—La he matado —dijo Tommy mientras veía salir humo negro de debajo del capó.

—Lástima —dijo Wong Uno compasivamente antes de seguir su camino.

—Perdone —lo llamó Tommy. Acababa de llegar de Indiana y nunca había estado en una gran ciudad, así que no se dio cuenta de que Wong Uno ya había rebasado el límite de empatía con un extraño permitido en el área metropolitana.

Wong se volvió y se apoyó en su bastón con cabeza de dragón.

—Perdone —repitió Tommy—, pero acabo de llegar a la ciudad. ¿Sabría dónde puedo encontrar un sitio para alojarme por aquí cerca?

Wong levantó una ceja.

—¿Tienes dinelo?

—Un poco.

Wong miró a Tommy, que estaba allí parado, junto a su coche al rojo vivo, con una maleta y una funda de máquina de escribir.

Miró su sonrisa franca y esperanzada, su cara flaca y sus greñas oscuras, y la palabra «víctima» apareció en su mente en caracteres de veinte puntos, como parte de un suelto de la tercera página del Chronicle: «Encontrado cadáver en Tenderloin. La víctima murió de una paliza propinada con una máquina de escribir». Wong suspiró profundamente. Le gustaba leer el Chronicle todos los días y no se saltaba la página de sucesos bajo ningún concepto.

—Ven conmigo —dijo.

Wong echó a andar por Columbus hacia el barrio chino. Tommy caminaba a trompicones a su lado, mirando de vez en cuando hacia atrás para ver su Volvo en llamas.

—Me gustaba mucho ese coche. Con él me han puesto cinco multas por exceso de velocidad. Todavía las llevaba en el coche.

—Lástima. —Wong se detuvo junto a una puerta de metal desvencijada, entre una tienda de comestibles y una pescadería—. ¿Tienes cincuenta pavos?

Tommy asintió con la cabeza y se puso a hurgar en el bolsillo de sus pantalones.

—Cincuenta pavos por semana —dijo Wong—. Doscientos cincuenta al mes.

—Con una semana será suficiente —dijo Tommy, sacando dos billetes de veinte y uno de diez de un fajo escuálido.

Wong abrió la puerta y empezó a subir por una escalera estrecha y oscura. Tommy subió tras él arrastrando sus bultos y estuvo a punto de caerse un par de veces.

—Me llamo C. Thomas Flood. Bueno, la verdad es que ese es el nombre que uso para escribir. La gente me llama Tommy.

—Bien —dijo Wong.

—¿Y usted es...? —Tommy se detuvo en lo alto de la escalera y le tendió la mano.

Wong se quedó mirándola.

—Wong —dijo.

Tommy hizo una reverencia. Wong lo miró y se preguntó qué demonios estaba haciendo. Cincuenta pavos son cincuenta pavos, pensó.

—El cualto de baño, al final del pasillo —dijo al tiempo que abría una puerta y encendía una luz. Cinco chinos soñolientos miraron desde sus catres.

—Tommy —dijo el chino señalando a Tommy.

—Tommy —repitieron los otros chinos al unísono.

—Este, Wong—dijo Wong, señalando al hombre del catre de abajo a la izquierda.

Tommy inclinó la cabeza.

—Wong.

—Este, Wong. Ese, Wong. Wong. Wong. Wong —dijo Wong, y fue marcando a cada uno de ellos como si estuviera pasando las cuentas de un ábaco. Y eso era lo que hacía mentalmente: cincuenta pavos, cincuenta pavos, cincuenta pavos, cincuenta pavos. Señaló el catre vacío de abajo a la derecha—. Tú duelmes ahí. Adiós.

—Adiós —dijeron los cinco Wong.

Tommy dijo:

—Disculpe, señor Wong...

Wong se volvió.

—¿Cuándo se paga el alquiler? Mañana voy a ponerme a buscar trabajo, pero no tengo mucho dinero en metálico.

—Maltes y domingos —contestó Wong—. Cincuenta pavos.

—Pero usted ha dicho que eran cincuenta dólares por semana.

—Doscientos cincuenta al mes o cincuenta pol semana, pagadelos maltes y domingos.

BOOK: La sanguijuela de mi niña
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