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Authors: Margaret Weis & Tracy Hickman

Tags: #Fantástico

La Profecía (6 page)

BOOK: La Profecía
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—Pero seguramente esas órdenes se referían a la noche pasada —dijo Saryon—. ¿No han... ejem... recibido nuevas órdenes hoy?

—Puede que sí y puede que no —masculló el centinela, dirigiendo una incómoda mirada a la casa de la colina. Siguiendo la mirada del guardián, Saryon vio a un puñado de los hombres de Blachloch que se reunían en la puerta formando un pequeño y sombrío grupo. Deseó desesperadamente saber qué era lo que estaba sucediendo.

—Imagino que puede ir —concedió el centinela finalmente—. Pero lo tendré que acompañar.

—Desde luego —repuso Saryon, reprimiendo un suspiro de alivio.

—¿Está el majadero aún ahí dentro?

El guardián señaló hacia el interior de la prisión con un movimiento de la cabeza.

—¿Quién? Oh, Simkin.

El catalista asintió con la cabeza.

Atisbando a través de las rejas de la ventana, el centinela vio al joven tumbado cuan largo era sobre la cama, con la boca totalmente abierta. Sus ronquidos podían oírse perfectamente desde la calle y, en aquel preciso instante, lo atacó uno particularmente violento, que prácticamente le hizo incorporarse en la cama.

—Es una lástima que no se ahogue. —El centinela abrió la puerta, dejó salir al catalista y la volvió a cerrar dando un fuerte golpe—. Vamos, sacerdote —dijo, y ambos se pusieron en camino.

Mientras pasaban por las calles del pueblo con sus hileras de casas de ladrillo —casas que Saryon aún era incapaz de mirar sin estremecerse, casas que habían sido construidas con herramientas y las manos del hombre en lugar de ser edificadas con la intervención de los elementos mediante la magia—, el catalista se dio cuenta del nerviosismo que iba apoderándose de la gente. Muchos habían dejado de fingir que trabajaban y permanecían ahora en pequeños grupos, hablando en voz baja, y mirando con ferocidad al soldado cuando éste pasaba junto a ellos con una torva expresión de desafío.

—Ya veréis —murmuró el centinela, mirándolos con ferocidad a su vez—. Dentro de poco nos ocuparemos de vosotros.

Pero Saryon se dio cuenta de que el secuaz de Blachloch lo decía en voz muy baja. Se podía advertir claramente que estaba nervioso y preocupado.

El catalista no lo culpó. Cinco años atrás, aquel hombre llamado Blachloch había aparecido en el pueblo de los Hechiceros. Afirmando ser un renegado de las filas de los poderosos
Duuk-tsarith
, el Señor de la Guerra le había arrebatado fácilmente el control a Andon, aquel anciano bondadoso que era el jefe de la Cofradía. Trayendo a sus hombres —ladrones y asesinos enviados expresamente por los
Duuk-tsarith
para ello—, el Señor de la Guerra había aumentado aún más su control sobre los Hechiceros, gobernando a la vez mediante el miedo y la promesa de que había llegado el momento de que los Hechiceros se alzaran y recuperaran el lugar que les correspondía en el mundo. Sin embargo, había habido algunos, Andon entre ellos, que habían desafiado al brujo y a sus hombres abiertamente; ahora que el poderoso Señor de la Guerra había desaparecido, era muy comprensible que sus hombres anduviesen seriamente preocupados.

—¿Y en qué proyecto están trabajando hoy, sacerdote?

Saryon dio un respingo. Tenía la vaga impresión de que aquélla era la segunda vez que el centinela le hacía la pregunta, pero había estado tan inmerso en sus pensamientos que no se había dado cuenta.

—Hum, un arma especial... para el... el reino de Sharakan, creo —tartamudeó Saryon, ruborizándose, incómodo. El centinela asintió con la cabeza y volvió a sumirse en un desasosegado silencio, dirigiendo miradas rápidas y suspicaces por el rabillo del ojo a todos los ciudadanos con los que se cruzaron camino de la herrería.

Saryon sabía que estaba sobre terreno seguro si mencionaba a Sharakan. Era éste un extenso reino situado al norte del País del Destierro que se estaba preparando para la guerra y había provocado la ira y el temor de los catalistas al buscar a los Hechiceros dé las Artes Arcanas y solicitar su ayuda. De esta forma, durante todo el año anterior, los Hechiceros habían estado trabajando día y noche, forjando puntas de flecha de hierro, puntas de lanza y puñales. Aquellas armas, conjugadas con la poderosa magia de los propios Señores de la Guerra de Sharakan, los convertirían en un enemigo formidable y terrible. Y, en aquel preciso instante, el puñal de hierro de Sharakan apuntaba directamente a la bella y antigua garganta del reino de Merilon.

No era de extrañar que el Patriarca Vanya estuviese asustado. Saryon no podía culparlo por ello. Mientras pensaba en esto, su corazón estuvo casi a punto de hacerlo dudar. La Orden de los catalistas había mantenido la paz entre los diferentes reinos de Thimhallan durante siglos. Ahora se estaba deshaciendo, la delgada tela estaba siendo rasgada. Sharakan no mantenía en secreto sus planes de conquista y, aunque la Iglesia hacía todo lo que podía para mantenerlo fuera del conocimiento del resto del mundo intentando evitar que cundiera el pánico, los rumores se iban extendiendo y el temor crecía diariamente.

«Pero, seguramente —pensó Saryon—, ¡ahora que Blachloch está muerto, todo terminará!»

Andon, el sabio y anciano jefe, se oponía a todas aquellas referencias a la guerra entre los Hechiceros, y si Blachloch no fomentaba la idea, el anciano podría conseguir que su gente recobrara el sentido.

«Le avisaré del peligro antes de que nos vayamos —pensó Saryon—. Le diré que Blachloch los estaba conduciendo a una trampa. Le...»

—Ya hemos llegado —anunció el centinela, sujetando al catalista, que, absorto en sus sombrías meditaciones, había estado a punto de tropezar y entrar de cabeza en el interior de la herrería.

Consciente de nuevo del lugar donde se encontraba, Saryon oyó el golpear de los martillos y la discordante respiración de los fuelles, como si se tratara del corazón y los pulmones de una bestia gigantesca cuyos ojos relucían con un fulgor rojizo desde las sombras de la guarida donde se agazapaba. El señor de la bestia, el herrero, estaba de pie en la entrada. Hombre de elevada estatura, experto tanto en Magia como en Tecnología, el herrero capitaneaba la facción de los Hechiceros que aprobaban la guerra. Él la secundaba, no obstante, pero sin la interferencia de Blachloch. Nadie se sentiría más feliz ante la noticia de la muerte del Señor de la Guerra que el herrero. Y no había duda de que los hombres de Blachloch tenían mucho que temer de aquel hombretón y del gran número de Hechiceros que lo apoyaba.

En aquellos momentos, el herrero hablaba con varios jóvenes, quienes, al ver al centinela, interrumpieron su conversación. Los jóvenes se retiraron a las sombras de la cueva donde estaba situada la fragua, y el herrero volvió a su trabajo, aunque no sin antes lanzar al centinela una mirada fría y desafiante.

—Padre... Sintió que alguien le tocaba el brazo. Saryon miró detrás de él, sobresaltado.

—¡Mosiah! —exclamó, extendiendo los brazos para estrechar al muchacho, lleno de gratitud—. ¿Cómo esca...? —Dirigiendo una mirada al centinela, se interrumpió—. Quiero decir, estábamos preocupados...

—Padre —dijo Mosiah, interrumpiéndole suavemente—, debo hablaros. En privado. Es una... cuestión espiritual —continuó, mirando al centinela—. No os hará perder mucho tiempo.

—De acuerdo —dijo el centinela a regañadientes, consciente de que el herrero lo vigilaba atentamente—. Pero no os apartéis de mi vista ninguno de los dos.

Mosiah llevó a Saryon hasta las sombras de un establo donde guardaban a los caballos para herrarlos.

—Padre —susurró el joven—, ¿adónde vais?

—A... a hablar con Joram. Tengo algo... tenemos que discutir... —tartamudeó Saryon.

—¿Es sobre ese rumor?

—¿Qué rumor? —preguntó el catalista con inquietud.

—Blachloch... ha desaparecido. —Mosiah miró a Saryon atentamente—. ¿No lo sabíais?

—No. —Saryon apartó la mirada y se retiró aún más hacia las sombras.

—Han enviado a un grupo de búsqueda a los bosques.

—¿Cómo... cómo lo sabes?

—Yo estaba en casa de Blachloch cuando llegó Simkin para dar la noticia a los hombres del Señor de la Guerra.

—¿Simkin? —Saryon miró a Mosiah con asombro—. ¿Cuándo? ¿Qué dijo?

—A primera hora de la mañana. Veréis, Padre —continuó Mosiah apresuradamente, sus ojos clavados en el centinela—, anoche, después de que vos y Joram os fuerais, los guardas vinieron y me llevaron detenido. Blachloch quería hacerme unas preguntas o algo por el estilo, dijeron. Cuando llegamos a la casa, él no estaba allí. Alguien dijo que había ido con vos a la forja; esperamos, pero no regresó. Algunos de sus hombres fueron a la forja a buscarlo, pero no lo encontraron. Luego, cuando empezaba a hacerse de día, apareció Simkin contando la historia de que Blachloch se había adentrado en el bosque para arreglar un pequeño asunto con los centauros...

Saryon dejó escapar un gemido.

Mosiah estudió al catalista con atención.

—Eso no es nuevo para vos, Padre, ¿no es así? No creí que lo fuera. ¿Qué está pasando?

—¡No puedo decírtelo ahora! —contestó Saryon en voz baja—. ¿Cómo escapaste?

—Sencillamente huí aprovechando la confusión. Vine para advertir a Andon. Los hombres de Blachloch se están reuniendo ahí arriba, haciendo planes para tomar el pueblo y aplastar la rebelión antes de que se inicie. Tienen armas: palos y cuchillos y arcos...

—¡Eh, vuelve aquí! No puedo perder todo el día —gritó el centinela, evidentemente deseando escapar de la iracunda mirada del herrero.

—Tengo que ir —decidió Saryon, dirigiéndose hacia la forja.

—Os acompaño —dijo Mosiah con firmeza.

—¡No! ¡Regresa a la celda! ¡Vigila a Simkin! —ordenó Saryon con desesperación—. ¡Sólo Almin sabe lo que es capaz de hacer o decir!

—Sí —convino Mosiah, tras considerarlo por un instante—, ésa es probablemente una buena idea. ¿Volveréis?

—¡Sí, sí! —respondió Saryon apresuradamente. Vio que el centinela miraba al joven con desconfianza, como diciéndose que era extraño que Mosiah anduviera por allí con toda libertad. Pero si el centinela tenía la menor intención de detener a Mosiah, otra mirada dirigida al ceñudo herrero lo obligó a reconsiderar su decisión.

—El sacerdote dice que ha venido a ayudarte en un proyecto especial —le dijo el centinela al herrero, intercambiando ambos siniestras miradas.

—Ya sabe..., el proyecto especial para Sharakan —añadió Saryon, pasándose la lengua por los labios resecos. El martilleo que sonaba en el interior cesó, y el catalista vio a Joram que lo contemplaba con sus ojos negros, que brillaban tan ardientes como las brasas de la forja—. El proyecto en el que está trabajando ese joven, Joram... —Saryon se quedó sin voz. Su manantial de mentiras se había secado.

Los labios del herrero se torcieron en una sonrisa, pero se limitó a encogerse de hombros y decir:

—Sí, ese proyecto. —Hizo un gesto con una mano ennegrecida—. Seguid hasta el fondo, Padre. ¡Tú no! —ordenó con voz severa, dirigiendo una colérica mirada al centinela.

El rostro de éste enrojeció, pero el herrero alzó su gigantesco martillo, sosteniéndolo con facilidad en una de sus manos. Murmurando una maldición, el centinela retrocedió, y, girando sobre sus talones, se dirigió calle arriba en dirección a la casa de la colina.

—Será mejor que os deis prisa, Padre —dijo el herrero con tranquilidad—. Va a haber jaleo y no querréis veros atrapado en medio, estoy seguro.

Golpeó la herradura que sostenía en las tenazas con un terrible golpe de su martillo, y Saryon, al mirarla, se dio cuenta de que la herradura estaba totalmente fría, terminada y lista para ser colocada. El grupo de jóvenes volvió a reunirse en la entrada de la caverna. Parecía como si su número fuera aumentando paulatinamente.

—Sí, gracias —contestó el catalista—. Seré..., seré rápido.

Apenas capaz de entender sus propios pensamientos entre todo aquel martilleo, Saryon se abrió paso por entre el desorden de la herrería. Le asaltó el recuerdo de lo sucedido la noche anterior y su mirada se dirigió involuntariamente hacia el lugar donde había estado tendido el cuerpo sangrante del Señor de la Guerra...

—¡Por la sangre de Almin! ¿Qué estáis haciendo aquí? —maldijo Joram, apretando los dientes.

Tenía sobre el yunque, junto a él, una brillante punta de lanza al rojo vivo. Iba a levantarla con las tenazas para sumergirla en un cubo de agua, pero Saryon lo detuvo sujetándolo por el brazo.

—¡Tengo que hablar contigo, Joram! —aulló para hacerse oír por encima de los martillazos del herrero—. ¡Estamos en peligro!

—¿Qué? ¿Han descubierto el cuerpo?

—No; es otro peligro. Uno aún peor. Yo... Ya sabes que me envió el... Patriarca Vanya para... llevarte de regreso. Te lo dije cuando acababa de llegar aquí.

—Sí —repuso Joram, uniendo las espesas y oscuras cejas hasta formar una gruesa línea negra que le cruzaba la frente—. Me lo dijisteis después de que Simkin lo hiciera, pero me lo dijisteis de todas formas, al fin y al cabo.

Saryon se sonrojó.

—Ya sé que no confías en mí, pero... ¡escucha! El Patriarca Vanya se ha vuelto a poner en contacto conmigo. No me preguntes cómo, lo ha hecho por medios mágicos. —La mano del catalista fue a un bolsillo de su túnica, donde había escondido la piedra-oscura. Cogiéndola la estrechó en su mano como para darse ánimos—. Vanya exige que Blachloch y yo te llevemos a ti y a la Espada a El Manantial.

—¿Vanya conoce la existencia de la Espada? —siseó Joram—. Le contasteis...

—¡Yo no! —jadeó Saryon—. ¡Blachloch! Ese mago es... era... un agente del Patriarca; un
Duuk-tsarith
auténtico. Ahora no tengo tiempo para explicarlo todo, Joram; el Patriarca no tardará en descubrir que Blachloch está muerto y que tú lo mataste utilizando la piedra-oscura. Entonces enviará a los
Duuk-tsarith
para detenerte. Debe hacerlo, teme al poder de la Espada Arcana...


Quiere
el poder de la Espada Arcana —le corrigió Joram torvamente.

Saryon parpadeó; aquello era algo que no había tenido en cuenta.

—Quizá —dijo, tragando saliva; le escocía la garganta de tanto tener que gritar para hacerse oír—. ¡De todas formas, debemos irnos, Joram! ¡A cada momento que pasa, aumenta el peligro para nosotros!

—¡
Nosotros
en peligro! —Joram sonrió con aquella media sonrisa que era más parecida a una mueca retorcida y amarga—. ¡Vos no corréis ningún peligro, catalista! ¿Por qué no me entregáis sencillamente a vuestro Patriarca? —Volvió la cabeza, apartándola de la intensa mirada del catalista, hundiendo la tibia punta de la lanza en las brasas de nuevo—. Me tenéis miedo, después de todo. Teméis a la piedra-oscura. Fue mi mano la que mató a Blachloch. Vos sois inocente de ello. —Volviendo a sacar la punta de lanza con las tenazas, Joram la depositó sobre el yunque. Durante un buen rato la miró sin verla—. Nos internaremos en el País del Destierro —dijo, con voz tan baja que Saryon tuvo que inclinarse muy cerca de él para oírlo por encima del martilleo que sonaba a sus espaldas—. Conocéis el peligro, los riesgos que correremos. Especialmente porque ninguno de los dos posee una gran cantidad de magia. ¿Por qué? ¿Por qué queréis venir conmigo?

BOOK: La Profecía
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