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Authors: Margaret Weis & Tracy Hickman

Tags: #Fantástico

La Profecía (36 page)

BOOK: La Profecía
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—Tengo entendido que vivisteis aquí en una ocasión, Padre Dunstable —continuó lord Samuels.

Saryon únicamente se atrevió a asentir con la cabeza.

—Conocéis nuestra ciudad, entonces. ¡Pero es la primera vez que ese joven... Mosiah... la visita y, sin embargo, mi esposa me dice que se pasa las horas aquí dentro, leyendo!

—Es que le gusta leer, señor —dijo Joram, con sequedad.

Saryon se puso alerta. Una semana con el príncipe Garald le había dado a Joram una delgada capa de cortesía y buenos modales. El muchacho creía fervientemente que aquello había cambiado su vida, pero Saryon sabía que era sólo temporal, como la fría corteza superior de un torrente de lava. El fuego y la furia burbujeaban debajo de la superficie. En cuanto la corteza se resquebrajara, volverían a salir al exterior.

—¿Necesitará algo más el señor? —preguntó el criado.

—No, gracias —replicó lord Samuels.

El sirviente hizo una reverencia y abandonó la habitación, cerrando la puerta detrás de él. Lord Samuels lanzó un hechizo sobre la puerta, sellándola, y los tres se quedaron solos en la biblioteca, que olía ligeramente a pergamino mohoso y a piel curada.

—Tenemos que discutir un asunto algo desagradable —comenzó lord Samuels con voz tranquila y severa—. He descubierto que no sirve de nada posponer estas cosas, y por lo tanto iré directo al grano. Ha surgido una dificultad con respecto a tu partida de nacimiento, Joram.

Lord Samuels hizo una pausa, esperando aparentemente alguna respuesta, quizás incluso una confusa aceptación por parte del joven de que era, después de todo, un impostor. Pero Joram no dijo nada. Mantenía su oscura mirada clavada con tal atención en los ojos de lord Samuels que fue Su Señoría quien, finalmente, se vio obligado a inclinar la cabeza, aclarándose la garganta para ocultar su confusión.

—No estoy diciendo que me hayas mentido deliberadamente, muchacho —continuó lord Samuels, mientras su copa de coñac revoloteaba, aún sin probar, en el aire frente a él—. Y admito que a lo mejor yo he agravado el problema al mostrarme demasiado... entusiasta. Tal vez hice surgir falsas esperanzas en ti.

—¿Cuál es el problema con el registro? —preguntó Joram, su voz tan quebradiza que Saryon se estremeció, viendo que la roca empezaba a agrietarse.

—Para decirlo en pocas palabras: no existe —replicó lord Samuels, extendiendo las manos, con las palmas hacia arriba, vacías—. Mi amigo ha encontrado el acta de admisión de esa mujer, Anja, en las cámaras de partos de El Manantial. Pero no hay ningún registro del nacimiento del bebé. Padre Dunstable... —se interrumpió—, ¿os encontráis bien? ¿Queréis que avise a un criado?

—Nnnno, mi señor. Por favor... —murmuró Saryon con voz inaudible. Bebió un trago de coñac y jadeó ligeramente al sentir el ardiente líquido quemándole en la garganta—. Una ligera indisposición. Pasará.

Joram abrió la boca para volver a hablar, pero lord Samuels alzó la mano y, haciendo un evidente esfuerzo para controlarse, el muchacho permaneció en silencio.

—Indudablemente existen motivos para que eso fuera así. Por lo que me has contado del trágico pasado de tu madre, no sería extraño que en el enloquecido estado mental por el que atravesaba en aquella época de su vida, se hubiera podido llevar con ella los registros relativos a tu nacimiento. Sobre todo, si creía que podría volver a utilizarlos para reclamar lo que era, por derecho propio, su herencia. ¿Mencionó alguna vez que tuviera esos registros en su poder?

—No... —respondió Joram—, señor —añadió con frialdad.

—Joram... —la voz de lord Samuels se volvió más severa, molesta por el tono del muchacho—, quiero creerte con toda mi alma. Me he tomado muchas molestias para investigar tus aseveraciones. No lo he hecho únicamente por ti, sino que también lo he hecho por mi hija. La felicidad de mi hija lo significa todo para mí. Puedo ver con toda claridad que está... digamos... encaprichada de ti. Y tú de ella. Por lo tanto, hasta que este asunto pueda resolverse, considero que lo más acertado para ti sería que abandonases mi casa...

—¿Encaprichado? ¡Yo la
amo
, señor! —lo interrumpió Joram.

—Si realmente amas a mi hija, como dices —continuó lord Samuels con voz tranquila—, entonces estarás de acuerdo conmigo en que lo mejor para ella es que abandones esta casa inmediatamente. Si tus reivindicaciones pueden demostrarse, desde luego que daré mi consentimiento para...

—¡Es verdad, es verdad, os lo aseguro! —gritó Joram apasionadamente, incorporándose a medias en el sillón.

Los oscuros ojos del muchacho ardían en el rostro rojo de rabia. Frunciendo el ceño, lord Samuels hizo un ligero movimiento en dirección a la campanilla de plata advirtiendo que llamaría a los sirvientes.

Saryon extendió una mano y la posó sobre el brazo de Joram, haciendo que el muchacho volviera a sentarse lentamente en su sillón.

—¡Conseguiré las pruebas! ¿Qué pruebas deseáis? —exigió Joram, respirando con dificultad.

Cerró las manos con fuerza sobre los brazos del sillón mientras se esforzaba por controlarse.

Lord Samuels suspiró.

—Según mi amigo, la comadrona con la que habló en El Manantial cree que la antigua comadrona, la que estaba allí cuando tú naciste, recordaba el acontecimiento debido a las... hum... extraordinarias circunstancias que lo rodearon. Si tuvieras una marca de nacimiento —milord se encogió de hombros—, algo que ella pudiera recordar, la Iglesia aceptaría sin dudar su testimonio. Ahora es una
Theldara
de gran categoría, que atiende a la Emperatriz —añadió lord Samuels como explicación, dirigiéndose a Saryon, quien no lo escuchaba.

La cabeza del catalista estaba a punto de explotar a causa del intenso dolor que sentía; la sangre le zumbaba en los oídos. Sabía lo que Joram iba a decir, podía ver la luz de la esperanza brillando en el rostro del muchacho, podía ver cómo se movían sus labios, sus manos dirigiéndose hacia la tela de la camisa que le cubría el pecho.

«¡
Debo detenerlo
!», pensó el catalista con desesperación, pero un terror paralizante se apoderó de él. Los labios de Saryon estaban rígidos, no podía pronunciar una sola palabra; no podía ni respirar. Era como si se hubiera convertido en piedra. Podía oír la voz de Joram, pero las palabras le llegaban con un sonido apagado como si atravesaran una espesa niebla.

—¡Tengo una marca de nacimiento! —Las manos del muchacho desgarraron la camisa, dejando el pecho al descubierto—. ¡Una marca que es seguro que recordaréis! ¡Mirad! ¡Estas cicatrices... que hay sobre mi pecho! ¡Anja decía que me las había hecho la torpe comadrona que me había ayudado a nacer! ¡Me hundió las uñas en la carne cuando me sacó del vientre de mi madre! ¡Esto demostrará mi auténtica identidad!

«¡No! ¡No! —chilló Saryon en silencio—. ¡No fueron las uñas de una torpe comadrona! —Le vino todo a la memoria con una dolorosa y diáfana claridad—. Esas cicatrices: ¡las lágrimas de tu madre! Tu auténtica madre, la Emperatriz, llorando sobre ti en la magnífica Catedral de Merilon; sus lágrimas de cristal cayendo sobre su bebé Muerto, haciéndose añicos, hiriéndolo; la sangre de un rojo vivo corriendo por la blanca piel del niño; la expresión de enojo del Patriarca Vanya, porque tendrían que volver a purificar al niño...»

Los libros empezaron a precipitarse sobre Saryon... Los libros..., libros prohibidos..., conocimientos prohibidos... Los
Duuk-tsarith
rodeándolo... Sus negras túnicas, cubriéndolo... Se estaba asfixiando... No podía respirar...

«
Esto... demostrará mi auténtica identidad

Oscuridad.

8. Por la noche

—¿Vivirá?

—Sí —dijo la
Theldara
, saliendo de la habitación a la que habían llevado al inerte catalista, aparentemente sin vida. Estudió al muchacho que tenía frente a ella con gran atención. En aquel rostro severo y en el espeso pelo negro, no vio ningún parecido con las facciones del enfermo, y, sin embargo, el dolor y la angustia e incluso el temor visibles en los oscuros ojos hicieron dudar a la Druida.

—¿Eres su hijo? —preguntó.

—No..., no —respondió el joven, meneando la cabeza—. Soy un... amigo. —Lo dijo casi con tristeza—. Hemos hecho un largo viaje juntos.

La
Theldara
arrugó la frente.

—Sí. Me he dado cuenta por los impulsos corporales que este hombre ha estado alejado durante mucho tiempo de su hogar. Es un hombre acostumbrado a la paz y a las ocupaciones tranquilas, sus colores son los tonos grises y los azules pálidos. Sin embargo, veo aureolas de un rojo intenso que emanan de su piel. Si no fuera porque en esta época de paz ello no es posible —continuó la
Theldara
—, ¡yo diría que este catalista ha tomado parte en una batalla! Pero no hay guerra...

Deteniéndose, la Druida miró a Joram interrogativamente.

—No —replicó él.

—Por consiguiente —siguió la
Theldara
—, debo considerar que el trastorno es interno. Este trastorno está afectando sus fluidos; ¡la verdad es que está alterando toda la armonía de su cuerpo! Y hay algo más, algún terrible secreto que oculta...

—Todos tenemos secretos —replicó Joram, impaciente. Mirando por encima del hombro de la
Theldara
, intentó ver el interior de la oscura habitación—. ¿Puedo visitarlo?

—Un momento, muchacho —repuso la
Theldara
con severidad, sujetando el brazo de Joram con una mano.

La
Theldara
era una voluminosa mujer de mediana edad. Estaba considerada como una de las mejores Hacedoras de Salud de la ciudad de Merilon y, en su juventud, había probado sus poderes con enfermos mentales, a cuyos aturdidos cerebros había logrado llevar el sosiego. Acunaba a los bebés en sus brazos cuando venían al mundo y confortaba a los moribundos cuando lo abandonaban. Sus manos eran firmes y poseía una voluntad aún más férrea. No se dejó intimidar por la expresión amenazadora de Joram cuando lo cogió del brazo, y lo siguió sujetando con firmeza.

—Escúchame —dijo en voz baja, para no despertar al catalista, que yacía en la habitación de al lado—. Si eres su amigo, tienes que sacarle ese secreto. Igual que una espina clavada en la carne envenena la sangre, ese secreto está envenenando su alma y ha estado a punto de llevarlo a la muerte. Eso y el que no haya comido bien ni dormido regularmente. Supongo que no te habías dado cuenta de eso, ¿verdad?

Joram no pudo hacer otra cosa más que mirar fijamente a la mujer con expresión hosca.

—¡Ya supuse que no! —dijo la Druida con un dejo de desprecio en la voz—. ¡Vosotros los jóvenes siempre absortos en vuestros propios asuntos!

—¿Qué le ha pasado? —preguntó Joram, mirando a la oscura habitación.

Una música sedante, que había sido prescrita por la
Theldara
, emanaba de un arpa colocada en un rincón, en la que manos invisibles pulsaban las cuerdas siguiendo un ritmo calculado para devolver la armonía a las discordantes vibraciones que ella había podido percibir en el paciente.

—Entre los profanos se le conoce como La Mano de Almin. Los campesinos creen que la mano de dios fulmina a sus víctimas. Nosotros sabemos, desde luego —respondió la
Theldara
con sequedad—, que se trata de un drástico trastorno en el flujo de los fluidos naturales del cuerpo, que provoca que el cerebro no reciba alimento. En algunos casos, esto provoca parálisis, incapacidad para hablar, ceguera...

Joram volvió la cabeza para mirar a la Druida, asustado.

—Esto no le habrá sucedido a...

Pero no pudo continuar.

—¿A él? ¿A tu amigo? —La
Theldara
era famosa por su lengua mordaz—. No; puedes agradecérselo a Almin y a mí. Tu amigo es un hombre fuerte, o hubiera sucumbido hace tiempo a la tensión de la terrible carga bajo la que vive. Su energía curativa es buena y he podido, con la ayuda de la Catalista Doméstica... —Joram vislumbró a Marie, de pie junto a la cama—, devolverle la salud. Se sentirá débil durante unos días, pero se pondrá bien —añadió la
Theldara
, soltando a Joram—. Tan bien como le es posible estar, hasta que este secreto sea expulsado de su cuerpo y se elimine su veneno. Ocúpate de que coma y duerma lo suficiente...

—¿Le volverá a suceder?

—Sin duda alguna, si no se cuida. Y la próxima vez... Bueno, si es que
hay
una próxima vez, probablemente ya no habrá ninguna otra vez después de ésa. Tráeme mi capa —ordenó la
Theldara
a uno de los criados, que se desvaneció al instante en su busca.

—Conozco su secreto —dijo Joram, arrugando el entrecejo.

—¿Lo conoces? —La
Theldara
lo miró con cierta sorpresa.

—Sí —respondió Joram—. ¿Por qué os sorprende eso?

La mujer meditó un momento, considerándolo; luego sacudió la cabeza.

—No —dijo con voz firme—, puedes creer que conoces su secreto, pero no lo conoces. Sentí su presencia con estas manos... —las alzó en el aire— y está sepultado en lo más profundo de su ser, tan adentro que ni cuando exploré sus pensamientos pude tocarlo.

Mirando a Joram con perspicacia, la
Theldara
entrecerró los ojos.

—Tú te refieres a que el secreto que guarda tiene que ver contigo, ¿verdad? El hecho de que tú estás Muerto. Él puede esconder al mundo ese secreto, pero flota por encima de todos sus pensamientos y es fácil de leer para aquellos que sabemos cómo. ¡Oh, no te asustes! Nosotros, los
Theldara
, hacemos un antiguo juramento por el que nos comprometemos a respetar las confidencias de nuestros pacientes. Procede del antiguo mundo, de uno de los mejores en nuestra profesión llamado Hipócrates. Debemos hacer un juramento que nos obligue, ya que nosotros vemos el corazón y el alma de nuestros enfermos.

Alargando los brazos, dejó que el Mago Servidor deslizara la capa sobre sus hombros.

—Ahora, ve a ver a tu amigo. Habla con él. Ha compartido tu secreto durante mucho tiempo; hazle saber que estás dispuesto a compartir el suyo.

—Lo haré —afirmó Joram con voz grave—. Pero... —se encogió de hombros con impotencia—, no puedo imaginar qué puede ser. Conozco muy bien a ese hombre, o al menos creía que era así. ¿Hay alguna pista?

La
Theldara
se dispuso a partir.

—Sólo una —dijo, mientras comprobaba que todas sus pociones de hierbas estaban en los lugares respectivos de la enorme bandeja de madera que la acompañaba. Encontrándolo todo en orden, alzó la cabeza para volver a mirar a Joram—. A menudo, este tipo de ataques se producen por una alteración del sistema nervioso causada por un sobresalto. Recapacita sobre lo que estabais discutiendo en el momento en el que le dio el ataque. Eso podría darte alguna pista. Aunque —se encogió de hombros—, a lo mejor no tiene nada que ver. Solamente Almin conoce la respuesta a esto, me temo.

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