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Authors: Margaret Weis & Tracy Hickman

Tags: #Fantástico

La Profecía (51 page)

BOOK: La Profecía
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Dándose la vuelta, se dirigió hacia la puerta dando traspiés, buscándola a tientas desesperadamente.

—No se abrirá, muchacho. He reforzado el hechizo. ¡Debes quedarte y escucharme! ¡No todo está perdido! ¿Por qué se interesaron los
Duuk-tsarith
en ese asunto? Examinémoslo más a fondo...

Lord Samuels dio un paso hacia él quizá con la intención de lanzar un hechizo sobre Joram.

Pero el muchacho lo ignoró. Cuando hubo llegado junto a la puerta, intentó abrirla. Sin embargo, tal y como le había dicho lord Samuels, el hechizo que había puesto sobre la puerta se lo impidió. Ni siquiera consiguió atravesar con las manos la invisible e impenetrable barrera, por lo que la golpeó con los puños presa de impotente furia. Sin darse cuenta de lo que hacía, consciente únicamente de que debía salir de aquella habitación en la que se asfixiaba lentamente, Joram sacó la Espada Arcana de la funda que llevaba sujeta a la espalda y atacó con ella la puerta.

La espada notó que se la necesitaba; el calor que desprendía el cuerpo vivo de su amo empezó a circular por su cuerpo de metal y comenzó a absorber magia. El encantamiento que sellaba la puerta se hizo añicos lo mismo que la madera cuando la espada se estrelló contra ella. La
Theldara
empezó a chillar, lanzando un gemido agudo y estridente, mientras lord Samuels lo miraba asustado y sorprendido, incapaz de moverse hasta que empezó a sentir que las fuerzas le abandonaban, que la Vida se escapaba de su cuerpo. La Espada Arcana no seleccionaba la magia, su forjador no conocía aún totalmente todo su potencial ni cómo utilizarlo, de modo que la espada absorbía la magia de todos y de todo aquello que estuviera a su alrededor, aumentando así su propio poder. El metal empezó a brillar con una extraña luz de color blanco azulado que iluminó la habitación mientras la espada obligaba al fuego a extinguirse y hacía que las mágicas esferas de luz que había sobre la repisa de la chimenea iluminaran cada vez con menor intensidad hasta desvanecerse por completo.

Lord Samuels no podía moverse. Sentía que su cuerpo era terriblemente pesado y ajeno a él, como si de repente se hubiera introducido en el esqueleto de otro hombre y no tuviera ni idea de cómo hacer que todo aquello funcionase. Lo miraba con los ojos desorbitados como si estuviera viviendo una pesadilla, incapaz de comprender lo que estaba sucediendo, incapaz de reaccionar.

La puerta cayó hecha pedazos a los pies de Joram. Al otro lado, reflejándose en el resplandor blanco azulado de la reluciente espada, se hallaba Gwendolyn.

Había estado escuchando con el oído pegado a la puerta, su corazón danzando al compás de dulces y alegres fantasías, preparada para fingir sorpresa cuando Joram se precipitara al exterior para comunicarle la buena noticia. Sin embargo, una a una todas aquellas alegres fantasías se habían convertido en alados demonios; su danza convertida en una danza macabra. Bebés de piedra; la loca y desdichada madre amamantando aquel cuerpo rígido y helado; los siniestros espectros de los
Duuk-tsarith
; Anja huyendo en la noche con una criatura robada...

Gwendolyn había retrocedido y se había apartado de aquella puerta cerrada y mágicamente sellada, cubriéndose la boca con una mano para no delatarse con un grito. El horror de lo que había oído inundó su alma como las sucias aguas de un río salido de su cauce. Habiendo llevado siempre una vida protegida y resguardada, la niña que aún había en ella comprendía sólo a medias, puesto que temas como el dar a luz no se discutían nunca en su presencia. Pero la mujer que había en su interior sí reaccionó. Instintos engendrados cientos de años atrás le hicieron compartir el dolor y la agonía; sentir la soledad, el dolor, la pena; y comprender incluso que la locura, como una diminuta estrella brillando en la vasta oscuridad del firmamento nocturno, traía con ella algo de consuelo.

Gwendolyn había oído el grito angustiado de Joram, había oído su furia, su cólera, y la muchacha deseó escapar de allí. Pero la mujer se quedó. Y fue a la mujer a quien Joram se encontró cuando atravesó la puerta. La miró ceñudo, espada en mano. Brillando con fiereza, su resplandor se reflejaba en los azules ojos que lo contemplaban desde el rostro ceniciento.

Comprendió que lo había oído todo y de repente lo invadió una enorme y arrolladora sensación de alivio. Podía ver el horror en sus ojos; enseguida aparecería la compasión y luego la repugnancia. No lo eludiría. De hecho, lo aceleraría. Le resultaría muchísimo más fácil irse odiándola. Podría hundirse en la oscuridad agradecido, sabiendo que ya nunca volvería a emerger de ella.

—Bien, señora —hablaba en voz baja, pero sus palabras tenían la misma intensidad que el brillo de su espada—, ya lo sabéis. Ya sabéis que no soy nadie, nadie. —Con expresión torva, Joram alzó la Espada Arcana, contemplando cómo su resplandor blanco azulado ardía en los desorbitados ojos de la mujer que se encontraba en el vestíbulo—. Una vez dijiste que fuera lo que yo fuese a ti no te importaría, Gwendolyn. Que seguirías queriéndome y vendrías conmigo. —Lentamente, pasando la Espada Arcana a su mano izquierda, Joram le tendió la derecha—. Ven conmigo, pues —le dijo con una mueca de desprecio—. ¿O es que tus palabras no eran más que mentiras como las de los demás?

¿Qué podía hacer Gwendolyn? Se dirigía a ella con arrogancia, provocándola para que rehusara. Sin embargo, la muchacha vio más allá: vio el dolor y la angustia que había en sus ojos. Supo que si lo rechazaba, si le daba la espalda, se internaría en el árido desierto de su desesperación para hundirse bajo la arena. La necesitaba. Al igual que su espada se bebía la magia de todo lo que la rodeaba, también su sed de amor se bebía todo lo que ella tenía que ofrecerle.

—No, no era una mentira —contestó con voz firme y reposada.

Alargó la mano, tomando la de él. Joram la miró asombrado, luchando consigo mismo. Por un momento, pareció como si fuera a rechazarla violentamente, pero ella le sujetó la mano con fuerza, mirándolo con expresión decidida y enamorada.

Joram dejó caer el brazo que sostenía la espada y, con la mano de Gwen en la suya, hundió la cabeza sobre el pecho y empezó a llorar, con unos sollozos amargos y angustiados que sacudían su cuerpo de tal manera que parecía como si fueran a partirlo en dos. Gwen lo rodeó dulcemente con sus brazos y lo apretó contra ella, consolándolo como lo hubiera hecho con un niño.

—Vamos, debemos irnos —murmuró—. Este lugar es peligroso para ti ahora.

Joram se aferró a ella. Perdido y errante en su oscuridad interior, no tenía ni idea de dónde estaba, ni le preocupaba su propia seguridad. Habría caído al suelo si no hubiera sido porque los brazos de ella lo sujetaban.

—¡Vamos! —le susurró apremiante.

Asintió torpemente y la siguió con pasos tambaleantes.

—¡Gwendolyn! ¡No! ¡Hija mía! —le gritó lord Samuels, suplicante.

Intentó moverse desesperadamente, pero la Espada Arcana lo había dejado sin Vida y no pudo hacer otra cosa que quedarse allí, impotente, contemplando cómo se alejaban.

Sin volver la cabeza ni una sola vez para mirar a su padre, Gwendolyn se llevó de allí al hombre al que amaba.

6. Un brindis por la locura

No sabiendo qué hacer ni adónde ir, Gwen condujo a Joram al nivel del Fuego. Se escondieron en un oscuro hueco que las llameantes imágenes que los rodeaban hacían parecer aún más oscuro y sombrío. Se sobresaltaban cada vez que oían un ruido, y apenas se atrevían a respirar.

—Debemos huir antes de que los
Duuk-tsarith
empiecen a buscarnos, si es que no han empezado aún —le susurró Gwen—. ¿Cuánto tiempo permanecerá mi padre bajo el poder del hechizo?

Joram había recuperado, en parte, el dominio sobre sí mismo. Pero se aferraba a Gwen de la misma forma en que un moribundo se aferra a la vida. La rodeaba con un brazo, apretándola contra él, su oscura cabeza apoyada en la dorada cabeza de ella, enjugándose las lágrimas en sus suaves cabellos.

—No lo sé —admitió Joram con un dejo de amargura, contemplando la Espada Arcana que sostenía en la mano izquierda—. Pero no demasiado, me parece. La verdad es que aún no sé cómo funciona esta espada.

Gwen miró la fea y deforme arma y se estremeció. Joram la estrechó aún más contra él, en actitud protectora, no queriendo admitir que era de él mismo de quien quería protegerla.

Ella no comprendió, pero de todos modos asintió con la cabeza. Estaba asustada y confusa, casi lamentando su decisión, sintiendo el corazón desgarrado por el dolor que le producía saber que aquello significaría un golpe devastador para su familia. Pero la confusión de Gwendolyn aumentaba por la indefinible sensación de angustioso placer que sentía al estar entre los brazos de Joram. Deseaba permanecer apretada contra su palpitante corazón. En realidad, quería apretarse aún más contra él de una forma u otra, para sentirse invadida por el dolor y el placer. Pero el mero hecho de pensar en ello la hacía encogerse con un temor que le helaba la boca del estómago. Y, abarcándolo todo, estaba el temor, más real y acuciante, a ser capturados.

—Si podemos salir de Palacio, ¿adónde iremos? —preguntó Gwen.

—A la Arboleda de Merlyn —respondió Joram de inmediato, viéndolo todo de repente con claridad—. Mosiah nos está esperando allí. Cruzaremos la Puerta sin ser vistos... —Se detuvo frunciendo el entrecejo—. Simkin. ¡Necesitamos a Simkin! Él puede hacernos salir. Luego, una vez estemos fuera de esta maldita ciudad, nos dirigiremos a Sharakan.

—¡Sharakan! —exclamó Gwen, mirándolo a los ojos, asustada.

Joram le sonrió brevemente, tranquilizador.

—Conozco al príncipe de Sharakan —explicó—. Es amigo mío. —Se quedó silencioso, mirando a lo lejos. A lo mejor Garald no era su amigo, ahora que era un don nadie. No. Sacudió la cabeza negativamente. Después de todo, tenía la Espada Arcana. Conocía la piedra-oscura y cómo forjarla, y eso lo convertía en alguien importante. Su expresión se volvió más fiera y severa—. Y forjaré piedra-oscura —murmuró—. Levantaremos un ejército. Regresaré a Merilon —siguió en voz baja, cerrando la mano con fuerza alrededor de la espada— ¡y tomaré todo lo que desee! ¡Eso también me convertirá en alguien!

Notó que Gwendolyn se estremecía en sus brazos y bajó la mirada hasta sus ojos azules.

—No te asustes —murmuró, relajado—. Todo irá bien. Ya lo verás. Te amo. Jamás haría nada que pudiera herirte. —Se inclinó y la besó suavemente en la frente—. Nos casaremos en Sharakan —añadió, notando que empezaba a dejar de temblar—. A lo mejor el mismo príncipe acudirá a nuestra boda...

—¡Cielos! —exclamó una voz que surgía del llameante infierno imaginario que los rodeaba—. ¡La Muerte Negra os está buscando por todas partes, registrando todas las grietas, husmeando en todos los rincones...! ¡Y yo os encuentro aquí haciéndoos carantoñas!

Joram se giró rápidamente, al mismo tiempo que alzaba la espada.

—¡Simkin! —jadeó, cuando consiguió recuperar el aliento—. ¡No te aproximes por la espalda tan sigilosamente!

Bajó la espada y se secó el sudor del rostro con el dorso de la mano que la empuñaba. Gwen surgió silenciosamente de detrás de Joram, medio asfixiada por haber estado oculta entre él y la pared.

—Mis queridos tortolitos —dijo Simkin con mucha tranquilidad—, puedo aseguraros que algo mucho más desagradable y feo que yo es probable que se os acerque sigilosamente por la espalda en cualquier momento. Se ha dado la alarma.

Joram escuchó con atención.

—No oigo nada.

—Ni lo oirás, viejo. —Simkin se acarició la barba con una mano—. Esto es el Palacio, ¿recuerdas? No estaría bien molestar a Su Majestad o sobresaltar a la Emperatriz en su delicado estado de salud. Pero puedes estar seguro de que en este mismo momento hay ojos que escudriñan, oídos que se aguzan y narices que husmean. Los Corredores están en plena ebullición.

—No hay nada que hacer —murmuró Gwen, apoyándose en Joram mientras las lágrimas le resbalaban por las mejillas.

—No, no. Todo lo contrario —observó Simkin—. Vuestro bufón está aquí para rescataros de este desatino. Vaya, suena muy bien; debo recordar esta frase. —Echó la cabeza hacia atrás con uno de sus habituales gestos de afectación y se quedó mirando a Gwendolyn con expresión desdeñosa—. Serás un Mosiah de lo más encantador, querida. Uno de mis mejores Mosiahs. —Sacudió en el aire el pañuelo naranja que había aparecido de repente en su mano, lo colocó con solemnidad sobre el rostro de Gwen antes de que ésta pudiera protestar, pronunció unas pocas palabras y después exclamó, retirando el pañuelo—: ¡Abracadabra!

Era Mosiah quien, secándose las lágrimas, se apoyaba ahora en Joram. Éste lanzó un grito de consternación y le dirigió una mirada furiosa a Simkin.

—¡Encantador! —exclamó Simkin, mirándolo complacido y mostrando un brillo de malicia en los ojos—. Es la última moda en estos tiempos, ¿sabes?

Joram se sonrojó y se apresuró a retirar el brazo de los hombros de quien ahora era un joven apuesto y viril. Pero el joven apuesto y viril era en realidad una atemorizada jovencita. Al principio, había sido Gwen quien se había mostrado fuerte, guiando al desesperado Joram fuera de la habitación en la que se encontraba su padre, lord Samuels, convertido en una impotente estatua de carne y hueso. Ella había sido la que había encontrado aquel escondite, ella quien había apoyado la cabeza de Joram sobre su pecho, consolándolo y acunándolo hasta que él hubo logrado vencer aquella oscuridad que siempre estaba presente en su interior, dispuesta a esclavizarlo a la más mínima oportunidad.

Pero ahora sus fuerzas empezaban a decaer. Se sentía acobardada por la imagen de los
Duuk-tsarith
, aquellas figuras de pesadilla que con sus manos gélidas e invisibles atrapaban a sus víctimas, arrastrándolas a lugares desconocidos. Por si esto fuera poco, ahora se encontraba en el interior de un cuerpo extraño. Repentinamente, quien en apariencia era un varonil muchacho rompió a llorar con desesperación, moviendo los hombros convulsivamente, el rostro sepultado entre las manos.

—¡Maldita sea, Simkin! —masculló Joram.

Luego rodeó con violencia los anchos hombros de Mosiah con ambos brazos, teniendo la extraña sensación de que estaba consolando a su amigo.

—Vaya, esto no resultará —dijo Simkin, severo, mirando a Mosiah con ferocidad—. ¡Tranquilízate, muchacho! —ordenó, palmeándole la espalda con fuerza.

—¡Simkin...! —empezó a decir Joram, airado, pero se interrumpió.

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