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Authors: Margaret Weis & Tracy Hickman

Tags: #Fantástico

La Profecía (5 page)

BOOK: La Profecía
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—¿Qué? ¿Irse, marcharse él solo? —El catalista se frotó los ojos, que le escocían terriblemente—. ¿Por qué no? Mosiah cree realmente que no tiene amigos aquí. —Miró a Joram con tristeza—. ¿Te importaría si lo hubiera hecho?

—Espero que lo haya hecho —dijo Joram, categórico, metiéndose la camisa dentro de los pantalones—. Cuanto menos sepa de todo eso, mejor. Para él... y para nosotros.

Hizo un movimiento para tumbarse sobre la cama; pero pareció pensárselo mejor y se dirigió a la mesa. Levantando la jarra, rompió el hielo que había en su interior y vertió agua en una jofaina; luego, con una mueca, sumergió la cabeza en el agua helada. Después de quitarse el hollín de la forja, se secó con la manga de la camisa y se echó hacia atrás con los dedos la cabellera mojada y enmarañada. Luego, tiritando en la húmeda celda, empezó a restregarse las manos con determinación, utilizando pedazos de hielo para rascarse la sangre seca de los dedos.

—Vas a algún sitio, ¿no es así? —preguntó repentinamente Saryon.

—A la herrería, a trabajar —respondió Joram.

Secándose las manos en los pantalones, empezó luego a separar el espeso y enredado cabello en tres partes, para trenzarlo tal y como hacía cada día, esbozando alguna que otra mueca de dolor mientras estiraba aquella masa oscura y brillante que tenía entre las manos.

—Pero si te estás durmiendo de pie —protestó Saryon—. Además, no te dejarán salir. Tenías razón, algo está pasando. —Indicó la ventana con un gesto—. Mira allí. Los centinelas están nerviosos...

Joram echó un vistazo por la ventana, retorciéndose el pelo con manos expertas.

—Más razón todavía para actuar como si nada hubiera pasado. Mientras yo estoy fuera, mirad qué podéis averiguar sobre Mosiah.

Echándose una capa sobre los hombros, Joram se acercó a la ventana y empezó a golpear los barrotes impaciente. El grupo de centinelas que había en la calle se volvió bruscamente; uno de ellos, tras dialogar durante un momento con los otros, se acercó a la celda, hizo girar la llave y la abrió de golpe.

—¿Qué quieres? —gruñó el centinela.

—Se supone que debería estar trabajando —respondió Joram, de malhumor—. Son órdenes de Blachloch.

—¿Órdenes de Blachloch? —El centinela arrugó el ceño—. No hemos recibido órdenes de... —empezó a decir; pero se detuvo, mordiéndose la lengua y tragándose con un esfuerzo lo que iba a decir—. ¡Vuelve a la celda!

—Muy bien —Joram se encogió de hombros—. Encárgate tú de decirle al Señor de la Guerra por qué no estoy en la herrería cuando están trabajando horas extras para fabricar armas para Sharakan.

—¿Qué sucede? —Otro soldado se acercó a ellos.

Saryon se dio cuenta de que todos los centinelas parecían nerviosos e inquietos. Sus miradas pasaban continuamente de unos a otros, a la gente que estaba en la calle y a la mansión de Blachloch en la colina.

—Dice que se supone que debería estar en la herrería. Órdenes.

El centinela señaló con un dedo en dirección a la casa.

—Entonces llévalo —dijo el otro centinela.

—Pero ayer nos dijeron que los mantuviéramos encerrados. Y Blachloch no ha...

—He dicho que lo lleves —gruñó el centinela, dirigiendo una mirada significativa a su compañero.

—Vamos, pues —le dijo el hombre a Joram, dándole un violento empujón.

Saryon se quedó observando mientras Joram y el centinela recorrían las calles. El nerviosismo de los centinelas se había extendido a la población. El catalista vio cómo gentes que iban camino de su trabajo lanzaban torvas miradas a los hombres de Blachloch, quienes las devolvían a su vez. Mujeres que deberían estar en el mercado o lavando la ropa en el río atisbaban desde detrás de las ventanas, mientras que los niños que intentaban salir al exterior a jugar eran metidos de nuevo en el interior de las casas. ¿Conocían los Hechiceros la desaparición de Blachloch o era una simple reacción ante el nerviosismo que demostraban los hombres del Señor de la Guerra? Saryon no podía adivinarlo y no se atrevía a preguntar.

El catalista, con el cerebro paralizado por el agotamiento y el miedo, se dejó caer en una desvencijada silla y apoyó la cabeza en una mano. Una voz le hizo sobresaltarse. Era Simkin, que aparentemente estaba jugando una partida de tarot en sueños.

—La última baza le corresponde al Rey de Espadas...

4. La espera

Nunca había transcurrido una mañana con tanta lentitud para Saryon, quien la midió por los latidos de su corazón, por las veces que inhalaba y espiraba, por el parpadeo de sus legañosos ojos. Se había producido un frenesí de actividad en la casa de enfrente después de que se fuera Joram, y el catalista imaginó que un contingente de los hombres de Blachloch había decidido salir en busca de su desaparecido jefe. Ahora, cada segundo que pasaba, Saryon esperaba oír el alboroto que le anunciaría que se había descubierto el cuerpo del Señor de la Guerra.

El catalista no podía hacer otra cosa que esperar. En realidad, envidiaba el trabajo de Joram en la herrería, donde mente y cuerpo, por muy cansados que estuvieran, podían encontrar refugio en una tarea agotadora. La visión de Simkin, tumbado voluptuosamente sobre el camastro, hacía que cada uno de los músculos del cuerpo del maduro catalista ansiase algo de descanso, e intentó buscar refugio en el sueño. Saryon se tumbó en la cama de Joram, tan cansado que esperó caer en la inconsciencia rápidamente. Pero cuando empezaba a deslizarse hacia el reino de los sueños, creyó oír la voz de Vanya que lo llamaba, y se despertó sobresaltado, sudoroso y temblando.

—¡Vanya se volverá a poner en contacto conmigo esta noche!

La excitación por el regreso de Joram había alejado aquella amenaza de su mente. Ahora la recordó, y los minutos, que habían ido transcurriendo pesadamente hasta entonces, desplegaron repentinamente alas y echaron a volar.

Los pensamientos de Saryon, encerrado en la celda de la prisión, y mareado por la falta de comida y sueño, se centraron en su próxima confrontación con el Patriarca, dando vueltas y más vueltas, atrapados como un palo en un remolino.

«¡No entregaré a Joram!», se dijo febrilmente. Hasta entonces había sido cierto. Pero a medida que el catalista imaginaba aquella entrevista con Vanya, empezó a darse cuenta, muy a su pesar, de que no tendría mucho que elegir en aquel asunto. A menos que Vanya conociera algún medio para hablar con los muertos, como se decía que habían hecho los antiguos Nigromantes, todos los intentos que el Patriarca hiciera durante aquel día para entrar en contacto con Blachloch estarían condenados al fracaso. Vanya exigiría a Saryon que le dijera dónde estaba el Señor de la Guerra, y el catalista sabía que no tendría las fuerzas suficientes para ocultar la verdad.

—¡Joram mató al Señor de la Guerra, lo asesinó con un arma creada de la oscuridad, un arma creada con mi ayuda! —se oyó Saryon confesar a sí mismo.

«¿Cómo es eso posible? —preguntaría, incrédulo, el Patriarca—. Un muchacho de diecisiete años y un catalista de mediana edad ¿acabando con un
Duuk-tsarith
? ¿Un Señor de la Guerra tan poderoso que podía arrebatarle el viento al cielo para aplastar a un hombre como si fuera una hoja de otoño muerta? ¿Un Señor de la Guerra que podía inyectar un ardiente veneno en el cuerpo de un hombre, haciendo arder cada uno de sus nervios, para reducir a la víctima a poco más que una masa sanguinolenta y convulsionada? ¿Es éste el hombre que habéis destruido?»

Sentado al borde del camastro de Joram, el catalista cruzaba y descruzaba nerviosamente las manos.

—¡Iba a matar a Joram, Divinidad! —murmuró Saryon para sí, a modo de ensayo—. Dijisteis que la Iglesia no aceptaba el asesinato. Blachloch me pidió que le otorgara Vida, que sacara magia del mundo y la transmitiera a su cuerpo para que pudiera realizar aquella horrible acción. ¡Pero no pude, Divinidad! Blachloch era un malvado, ¿no os dais cuenta? Yo me di cuenta. Lo había visto matar con anterioridad. ¡No podía dejarlo matar de nuevo! ¡Así que empecé a absorber la Vida de su interior! Le arrebaté la magia. ¿Hice mal? ¿Lo hice, Divinidad? ¿Para intentar salvar la vida de otro? ¡Jamás fue mi intención que el Señor de la Guerra muriera! —Saryon sacudió la cabeza, contemplando sus zapatos desgastados—. Yo sólo quería... volverlo inofensivo. ¡Por favor, creedme. Divinidad! Jamás fue mi intención que nada de todo eso ocurriese...

—¿Quién tiene la carta del Bufón? —preguntó Simkin con severidad, y aquella voz inesperada hizo que al catalista le diera un vuelco el corazón. Temblando, Saryon dirigió una mirada colérica al joven.

Simkin parecía estar profundamente dormido. Poniéndose boca abajo, apretó la almohada contra su pecho y apoyó la mejilla en el colchón.

—¿Tenéis vos la carta del Bufón, catalista? —preguntó en sueños—. Si no es así, vuestro Rey debe caer...

El Rey debe caer. Sí, no había ninguna duda sobre ello. Una vez que Vanya descubriera que su agente estaba muerto, nada que pudiera decir o hacer su catalista le impediría al Patriarca enviar a los
Duuk-tsarith
inmediatamente para llevar a Joram a El Manantial.

—¿Qué es lo que estoy haciendo? —Saryon agarró un extremo del colchón, hundiendo los dedos en la desgastada tela—. ¿En qué estoy pensando? ¡Joram está Muerto! ¡No podrán localizarlo! Es por eso por lo que Vanya debe utilizarme a mí o a Blachloch; no puede encontrar al muchacho por sí solo. ¡Los
Duuk-tsarith
pueden localizarnos gracias a la Vida, a la magia que hay en nuestro interior! Ellos me encontrarán a mí, pero en cambio les es imposible localizar a quien esté Muerto. O a lo mejor no podrán encontrarme. A lo mejor no podrán encontrar a Joram.

Una repentina idea sacudió a Saryon con la misma intensidad que si hubiera recibido un puñetazo. Temblando de excitación, se puso en pie y comenzó a pasear por la reducida celda. Su mente comenzó a repasar los cálculos a toda velocidad en busca de un posible defecto. No había ninguno. Era indudable que aquello funcionaría. Se hallaba tan seguro de ello como lo estaba de la primera fórmula matemática que había aprendido en las rodillas de su madre.

Para cada acción, existe una reacción opuesta e igual. Eso era lo que habían enseñado los antiguos. En un mundo que rezuma magia, existe una fuerza que también la absorbe: la piedra-oscura. Descubierta por los Hechiceros en la época de las Guerras de Hierro, éstos la habían utilizado para forjar armas de un poder extraordinario. Cuando los Hechiceros fueron derrotados, se denominó su Tecnología con el nombre de Arte Arcana y se persiguió a su pueblo, desterrándolos de la tierra u obligándolos a ocultarse, como en el caso de aquellos pocos que formaban la pequeña colonia donde ahora vivía Saryon. El conocimiento de la piedra-oscura había desaparecido hundiéndose en el abismo de su dura existencia y de su lucha por sobrevivir. Había desaparecido incluso del recuerdo, convirtiéndose únicamente en las palabras sin sentido de un cántico ritual, palabras ilegibles en unos libros viejos y medio olvidados.

Ilegibles excepto para Joram. Éste había encontrado el mineral, aprendido sus secretos, forjado una espada...

Lentamente, Saryon introdujo la mano debajo del colchón de Joram. Tocó el frío metal de la espada, envuelta en aquella ropa hecha jirones, y encogió la mano apartándola de su contacto diabólico. Sin embargo, sus manos siguieron tanteando, y encontraron lo que buscaban: una pequeña bolsa de piel. Sacándola de su escondite, Saryon la sostuvo en la mano, reflexionando. Funcionaría, pero ¿tenía él el valor y las fuerzas para hacerlo?

¿Tenía elección?

Poco a poco, tiró del cordón que cerraba la bolsa, abriéndola. En su interior, había tres piedras pequeñas; eran vulgares y feas, y tenían un aspecto muy parecido al del mineral de hierro.

Saryon vaciló, sujetando la bolsa en una mano, contemplando su interior con absorta fascinación.

Piedra-oscura... ¡aquello lo protegería de Vanya! ¡Aquélla era la carta que él podía jugar para evitar que el Patriarca ganara la partida! Metiendo la mano en el interior de la bolsa, Saryon extrajo una de las piedras. Resultaba pesada y era extrañamente tibia en su palma. Pensativo, cerró la mano sobre ella y, con un movimiento inconsciente, la apretó contra su corazón. El Patriarca Vanya se ponía en contacto con él mediante la magia; la piedra-oscura absorbería la magia, actuaría como un escudo. Para Vanya, él sería igual que uno de los Muertos.

—Y podría perfectamente ser uno de los Muertos —murmuró Saryon, sujetando la piedra con fuerza contra su cuerpo—, ya que este acto me pondrá fuera de la ley, tanto la de mi religión como la del país. Al hacer esto, repudio todas aquellas creencias en las que se me ha educado. Reniego de mi propia vida. Todo aquello para lo que he vivido hasta ahora se deshará y se escurrirá de entre mis dedos como si fuera polvo. Tendré que aprenderlo todo de nuevo. Un mundo nuevo, un mundo indiferente, un mundo aterrador. Un mundo sin fe, un mundo sin respuestas consoladoras, un mundo de Muerte...

Apretando la tira de cuero, Saryon cerró la bolsa y la volvió a colocar de nuevo en su escondite. No obstante, se quedó una piedra en la mano, que sujetaba con fuerza. Había tomado una decisión y empezó a moverse con rapidez ahora, haciendo que los planes y las ideas encajaran perfectamente en su cerebro con la claridad y la lógica propias del matemático experto.

—Debo ir a la herrería. He de hablar con Joram, convencerle del peligro que corremos. Escaparemos, nos internaremos en el País del Destierro. Para cuando lleguen los
Duuk-tsarith
, estaremos ya muy lejos.

Apretando todavía la piedra en la mano, Saryon se echó agua en el rostro y, agarrando su capa, se la puso, totalmente enredada y torcida, sobre los hombros. Echando una mirada a su espalda, al dormido Simkin, golpeó en las rejas de la ventana de la prisión y le hizo una seña a uno de los centinelas para que se acercara.

—¿Qué quieres, catalista?

—¿No le han dado órdenes con respecto a mí esta mañana? —preguntó Saryon, fingiendo una sonrisa que esperaba sería tomada por una expresión de total inocencia, pero que a él le parecía la mueca helada de una zarigüeya difunta.

—No —dijo el centinela frunciendo el entrecejo de una manera horrible.

—Se... hum... ah... me necesita en la forja hoy. —Saryon sintió que se le hacía un nudo en la garganta—. El herrero está emprendiendo un proyecto difícil y ha pedido que se le infunda Vida.

—No sé. —El centinela vaciló—. Nuestras órdenes eran mantenerlos encerrados.

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