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Authors: Federico Moccia

Tags: #Drama, Romántico

Esta noche dime que me quieres (7 page)

BOOK: Esta noche dime que me quieres
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Dentro de la casa, Sara termina de poner unas cosas en la mesa del comedor y cruza el salón.

—Ya voy yo.

Llega a la puerta y abre sin preguntar quién es. Ve frente a ella un enorme ramo de rosas rojas mezcladas con pequeñas flores silvestres blancas. De repente aparece Tancredi.

—Hola… ¿Podemos olvidar aquella noche?

Sara permanece frente a él en silencio. La secuencia pasa lentamente de plano americano a primer plano. La música acentúa la espera de su respuesta.

Tancredi le echó un vistazo a la agenda que tenía sobre la mesa.

—Has dicho la noche del 28, ¿verdad?

—Sí.

Recorrió la página con el índice para ver si tenía algún compromiso. Una velada en el club, pero nada importante; en realidad recordaba que ya la había cancelado. Después, volvió a pensar en la escena anterior, la de las flores en la mano:

—No. No podemos olvidarla.

Tancredi suspiró.

—Lo siento, Davide. Acabo de mirar la agenda y veo que estaré en el extranjero. Quizá en otra ocasión.

—Qué lástima.

—Saluda a Sara de mi parte y dile que lo siento.

—Claro.

Colgaron. A Davide le habría gustado decirle: «Sara ya lo sabía.»

—Entonces ¿viene o no? —Sara apareció a su espalda.

—No, yo también lo he recordado luego, ya me lo había dicho… Tiene un compromiso.

Sara sonrió.

—¿Lo ves? No quiere vernos juntos.

Davide se acercó hasta ella y la hizo girar sobre sí misma mientras la abrazaba.

—Cariño, por favor, no te obsesiones con esto. Tancredi es mi mejor amigo y no haría nunca algo así.

—¿Algo como qué?

—Tenerte ojeriza.

Sara tardó un momento en contestar.

—Podría ser, ¿sabes? A veces las dinámicas son imprevisibles.

Davide la soltó y se sentó en el sofá. Cogió el mando de la tele y la encendió.

—Yo, en cambio, siempre he pensado que era a ti a quien le caía mal Tancredi.

—¿Por qué?

—No lo sé, es una sensación. Por una parte me daba pena, pero por la otra me alegraba.

—¿Por qué?

—Porque pensé: «Por fin hay una mujer a la que no le gusta Tancredi, a la que incluso le cae mal.» Si te hubiera gustado, tal vez le habría dado igual nuestra amistad, la mía y la suya; habría hecho la vista gorda y también te habría añadido a su colección privada… —Entonces la miró y le sonrió—. Me habría muerto de ser así.

Sara permaneció en silencio en medio del salón. Davide siguió con la mirada clavada en ella. A medida que pasaba el tiempo la situación se iba haciendo más extraña. Y ella se preguntaba si conseguiría dominarse.

—No me cae mal. Me es indiferente. Digamos que no me gusta cómo se comporta en algunas circunstancias. De todos modos, es amigo tuyo y si a ti no te importa…

Y dicho aquello, se fue a la cocina. Davide cambió de canal y luego decidió añadir algo más.

—¡Pero acuérdate de que cambió mucho tras la historia de su hermana!

Sara se sentó a la mesa. De repente se sintió vacía. Justamente fue a partir de aquel día cuando empezó a quererlo; quería llenar su soledad. Ya habían pasado varios años y, sin embargo, la pasión de Sara no disminuía. Y no sabía si aquello sucedería algún día. Pero había una cosa de la que sí estaba segura: Davide, su marido, era un excelente agente inmobiliario, pero un pésimo psicólogo.

9

—Así no. ¿No ves que no sigues el tempo?

Sofia inspiró profundamente. Con Jacopo se necesitaba paciencia. Mucha paciencia. Pero aquellas clases también eran importantes y, además, necesitaba ganar dinero.

—Pero es que así me resulta demasiado lenta, maestra…

Sofia sonrió.

—Pero si él la escribió, la compuso y la imaginó así, querrá decir que le gustaba con este tempo, ¿no te parece? ¡Fíjate bien, aquí pone que el tempo de la negra es de sesenta! Ahora llegas tú, doscientos años después de que Mozart escribiera su
Sonata en do mayor
, y la tocas como si estuvieras en una carrera de Fórmula uno. Ten en cuenta que incluso los grandes pianistas interpretan esta pieza a un ritmo muy lento. Lento y preciso, Jacopo.

Jacopo sonrió. Sofia le gustaba. No era como el resto de los profesores que había tenido antes: era más simpática y, además, más joven; y, sobre todo, más guapa.

—Vaaale… —Jacopo arrastró la palabra—. ¡Pero ahora se tocan muchas de estas músicas del pasado cambiando el tempo y quedan bien! ¿Has escuchado alguna vez el
Canon
que toca Funtwo con la guitarra eléctrica? En mi último videojuego también sale una música demencial, ¿quieres oírla?

Se levantó al tiempo que se metía la mano en el bolsillo del pantalón, como si fuera a sacar quién sabe qué sorpresa.

—Ya —le dijo Sofia haciendo que volviera a sentarse—. Pero a tus padres no les gustaría que me pusiera a jugar a los videojuegos contigo…

—Sí… Y además perderías.

—Seguro, y no me gusta perder. Lo que quieren, más que nada, es que para Navidad sepas tocar al menos una pieza desde el principio hasta el final sin cometer demasiados errores. Cosa que por el momento… —le revolvió el pelo— veo muy poco probable. Venga, ya puedes atacar el andante. —Sofia le indicó el pentagrama de la parte superior de la hoja—. Y mantén el tempo.

—De acuerdo. —Jacopo se concentró en aquel punto y empezó a tocar. De vez en cuando resoplaba, adelantando el labio, para quitarse el pelo de la cara. Había sido Sofia, al revolvérselo, quien se lo había dejado así. La verdad era que no soportaba que le tocaran el pelo, o al menos no soportaba que se lo hicieran su abuelo o su padre; sí, así era, especialmente ellos. En cambio, cuando lo hacía Sofia, no le molestaba. Qué raro. Tenía que esforzarse y tocar lo mejor posible aquella pieza, a pesar de que seguía pensando que Mozart tenía que ir más de prisa. «Pero si a ella le gusta así, o sea, si a Mozart le gustaba así…», se corrigió mentalmente. Se concentró durante las cuatro páginas y apenas se equivocó.

—¡Bravo! ¡Oh, así me gusta!

Le rodeó los hombros y lo atrajo hacia sí. Jacopo estuvo a punto de caerse del taburete, pero le encantó poder perderse en su jersey, respirar su delicioso perfume y, en especial, apoyarse en su blando pecho.

—Bueno… —Sofia lo separó dulcemente tras haber intuido que se estaba entreteniendo más de la cuenta—. Nos vemos la semana que viene.

—Muy bien… —Jacopo se levantó y cogió la chaqueta del perchero. Entonces se le ocurrió algo que lo animó. Tal vez quería quedarse con ella un rato más—: Eh, Sofia, ¿tú estás en Facebook?

Su profesora también se estaba preparando para salir.

—No.

—¿Tampoco en Twitter?

—No.

—O sea, ¿no se te puede encontrar en ninguna parte? —Jacopo estaba desilusionado; al menos podría haber descubierto cuántos años tenía o sus gustos. Habría sabido un poco más sobre ella, quizá hasta le hubiera escrito.

—Si te digo la verdad, Jacopo, tengo ordenador en casa, pero no lo uso nunca…

El único que utilizaba el ordenador era Andrea. Representaba su posibilidad de salir, de tener contactos, de ver gente, películas, curiosidades. De vivir. Sólo podía hacerlo de aquel modo. Pero no venía al caso explicárselo a aquel chiquillo.

—Bueno —Jacopo se encogió de hombros—, qué pena. No sabes lo que te pierdes. Ahí está el nuevo mundo, estamos en la era 2.0… —Y después, casi por revancha, dijo—: Por eso te parece bien que tenga que tocar la sonata de esa manera, perteneces a la era analógica.

—Sí, sí… —Sofia se echó a reír mientras salía de la habitación—. Saluda a tus padres de mi parte. Hasta el miércoles.

En el fondo aquel muchacho le caía bien; tenía unos diez años y era realmente despierto y divertido. También tenía ciertas actitudes de hombre. Le habría gustado tener un hijo así. Un hijo. Durante un instante, aquella idea le pareció muy lejana, como si no formara parte de sus sueños, de los planes que había hecho de niña. Entonces lo programaba todo hasta el punto de que sus amigas se reían de ella. ¿Cómo la llamaban? Ah, sí, la Calculadora. No obstante, todo se detuvo un día. Era como un gran barco que estaba listo para zarpar y dar la vuelta al mundo cargado con provisiones de todo tipo —desde champán hasta agua mineral, desde quesos hasta dulces, desde vinos de Borgoña hasta caldos australianos; en resumen, listo para permanecer para siempre en el mar sin tener que hacer escala en ningún puerto—. Y, sin embargo, en un momento,
stop
. Aquel barco había encallado, y con tanta fuerza, a tanta velocidad, que era imposible sacarlo de la arena. No iba ni hacia delante ni hacia atrás: al igual que su vida, estaba inmovilizado. Era como un arma que dispara mal. Como un hierro atascado que hace clanc. Así era. ¿Y su amor por Andrea? ¿Por qué últimamente hacía aquel ruido sordo? ¿Por qué su corazón no oía aquella música que tanto amaba?

Se dirigió hacia la máquina para tomarse un café. Mientras se lo bebía, oyó que la llamaban.

—¿Sofia?

Se volvió.

Su antigua profesora de piano estaba frente a ella en el pasillo oscuro de la escuela donde ella misma, muchos años antes, había tocado sus primeras notas.

—Hola, Olja.

Olja, o, mejor dicho, Olga Vassilieva, enseñaba con Sofia en la iglesia dei Fiorentini y en el conservatorio. Era rusa y todavía vestía de manera anticuada: llevaba faldas anchas y cubiertas por un extraño faldón que debía de haber sacado de algún baúl que hubiera sobrevivido a la época en que su familia llegó a Italia. Las dos mujeres se abrazaron; entonces Olja se separó de ella sin dejar de rodearla con los brazos.

—¿En qué pensabas?

—¿Por qué?

—Tenías una expresión… Había desaparecido tu sonrisa de siempre.

«Y durante un momento me has parecido tan vieja como yo», le habría gustado añadir a la profesora; pero sabía que aquellas palabras la habrían herido.

—¡Oh! —sonrió Sofia—. En las cosas que he olvidado hacer…

—¿O en las que has dejado de soñar? —Olja no le dio tiempo de responder—. Tenías un don especial y tu inocencia era particularmente bella.

—¿Qué inocencia?

—La de que te resultara natural la capacidad que tenían estos fantásticos dedos. —Le cogió las manos—. Fíjate, no puedo olvidarme de cuando preparamos juntas Rachmaninov… Y sólo tenías diecisiete años. Ahora, en cambio, las veo marcadas, cansadas, estropeadas. Y, sobre todo… —buscó sus ojos—, te veo culpable.

—Pero venga, Olja… Yo no he hecho nada.

—Precisamente ésa es tu culpa. No has hecho nada.

Sofia se había puesto seria.

—Ya te dije que no volvería a tocar. Fue una promesa que hice por él, por su vida. Recé por ello y renuncié a lo más bonito que tenía; renunciar a lo demás habría sido demasiado fácil… Espero que un día él pueda curarse y yo pueda volver a tocar. Pero, por desgracia, de momento no ha sido posible…

Olja percibió en aquel «de momento» un resto de esperanza, un atisbo de luz, la lamparita que se suele dejar encendida en la habitación de los niños para que no tengan miedo si se despiertan por la noche. Entonces sonrió. Todavía era una chiquilla, pero, precisamente por sus capacidades —y sobre todo por su amor a la vida—, alguien tenía que despertarla.

—Eres culpable, Sofia, no porque hayas renunciado a la música, sino porque has renunciado a la vida.

Y se quedaron así, calladas en el silencio de aquel pasillo en el que Sofia había empezado a estudiar a los seis años y había conseguido el título de piano. Había sido la única de entre todos los alumnos del conservatorio capaz de tocar los
Doce estudios trascendentales
de Liszt de memoria antes del décimo curso.

Olja había sido su principal profesora de piano y nunca se había cansado de emocionarse cada vez que la veía poner las manos sobre el teclado. Sofia era la joven promesa italiana, la pianista que iba a sorprender al mundo; se hablaba de ello en todo el ambiente musical. Y allí estaba, una simple profesora.

Entonces su maestra la miró con más dulzura.

—También los matrimonios y las historias bonitas se acaban, pero eso no quiere decir que hayan sido menos importantes. Casi siempre nos esforzamos en descubrir quién ha tenido la culpa, cuando tal vez no la haya tenido ninguno de los dos. Como te ha ocurrido a ti, Sofia.

Entonces la joven bajó la mirada para buscar un poco de tranquilidad, como hacen los pianistas mientras se concentran y esperan el silencio del público antes de poner ambas manos sobre las teclas del piano. En aquella ocasión, sin embargo, no comenzó a tocar nada. Le dedicó a su profesora una simple sonrisa, débil y lánguida, pero a su manera convencida.

—No puedo.

Y a continuación, con una mirada llena de dulzura, buscó el perdón de la maestra. Pero no lo encontró. Olja no lo entendía.

Sofia se alejó rápidamente por el pasillo; empezó a correr, subió las escaleras, abrió la puerta de par en par y salió del conservatorio. Se encontró fuera, entre la gente, a la luz del día. Se quedó de pie, quieta en la plaza, mientras los transeúntes pasaban a su lado, por delante y por detrás, ignorándola. Había quien iba al quiosco, quien entraba en un bar, quienes iban charlando mientras paseaban, quien esperaba el autobús en la parada. «Eso es —pensaba—, me gustaría vivir así, ignorada, desconocida entre la gente. No quiero fama ni éxito, no quiero ser una pianista perfecta, no quiero que se ocupen de mí, no quiero preguntas y no quiero encontrar respuestas.»

Luego, con lentitud, comenzó a andar como si fuera invisible, sin saber que pronto tendría que enfrentarse a la pregunta más difícil de su vida: «¿Quieres ser feliz de nuevo?»

10

Las hélices del helicóptero giraban veloces. El piloto movió la palanca un poco hacia la derecha y superó con suavidad aquella última cresta completamente cubierta de nieve.

—Ya hemos llegado. La pista está allí abajo.

Gregorio Savini la observó con unos potentes prismáticos desde casi cinco mil metros de distancia. La pequeña pista se dibujaba bajo el perfil del sol, que estaba saliendo un poco más allá.

El piloto tiró de la palanca hacia él y desactivó unos cuantos interruptores, para prepararse para el aterrizaje. Las palas disminuyeron la velocidad. Gregorio estudió los movimientos de aquel hombre; era bueno a pesar de su juventud. Después de volar durante seis horas en el
jet
privado de Tancredi, habían aterrizado en el aeropuerto de Toronto y, desde allí, habían viajado en helicóptero hasta los montes que rodeaban Thunder Bay. Ya llevaban casi cuatro horas de vuelo y notaba alguna pequeña molestia. En su vida había hecho de todo: había sido soldado profesional, paracaidista, piloto de avión y hasta de helicóptero; incluso había llevado un Sikorsky S-69, el que ahora manejaba aquel joven piloto; por aquel motivo era capaz de apreciar sus dotes. En su juventud, durante una época, le gustó la guerra y se hizo mercenario; conoció la sangre, la violencia y la crueldad hasta el punto de que le provocaron náuseas. Después de aquello, entró en las fuerzas de tierra que se ocupaban de controlar y comprobar posibles ataques terroristas. Fue allí donde aprendió las más refinadas técnicas de interceptación y cobertura que utilizan los servicios secretos. No había persona de la que Gregorio Savini no pudiera averiguarlo todo, incluso con una cierta facilidad. Había tejido una red de amistades, hecha a base de favores y regalos, que poco a poco se había ido extendiendo por todo el globo.

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