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Authors: Federico Moccia

Tags: #Drama, Romántico

Esta noche dime que me quieres (3 page)

BOOK: Esta noche dime que me quieres
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Benedetta se volvió y sacudió la cabeza. No había nada que hacer. Nunca lo entendería. En el fondo era inútil discutir. Y, además, lo más probable era que estuviera exagerando. ¿Cómo iba a ser mucho, pero que mucho más rico que él? Gianfilippo era la persona más acaudalada que había conocido en toda su vida. En cuanto se dio cuenta de lo que había pensado, se sorprendió dedicándole una sonrisa un poco incómoda, así que intentó distraerlo en seguida.

—¡Venga, no discutamos! Cuéntame algo más acerca de tu hermano antes de que llegue, tengo curiosidad.

Gianfilippo suspiró.

—Ha sido un temerario durante toda su vida. Desde siempre ha coleccionado accidentes de moto. Hacía surf y viajó por medio mundo para ir a los lugares donde se celebraban las competiciones: Hawai, Canarias… Después le tocó el turno a la canoa, el paracaídas, el parapente. En resumen, no ha renunciado a nada. Creo que ha practicado a propósito todos los deportes más extremos para jugarse la vida…

En aquel momento oyó su voz.

—Así que, en resumidas cuentas, no soy ninguna maravilla. —Benedetta se volvió de golpe. Había un hombre de pie frente a ella—. Si haces caso de sus historias, parece que he intentado matarme y no lo he conseguido.

Era alto, esbelto, delgado; llevaba una camisa blanca perfectamente planchada y con las mangas dobladas de manera que permitían que se vieran unos antebrazos musculosos. Tenía la piel ligeramente tostada y los ojos de un azul intenso, marcados, experimentados. «Lo hacen parecer mayor —pensó Benedetta—. No, mayor no. Si acaso más seguro, más hombre, más… Más todo. —Le sonrió—. No sé si, como dice Gianfilippo, es mucho, pero que mucho más rico que él, pero una cosa es segura: es mucho, pero que mucho más guapo.»

Se sentó delante de ella con gran elegancia. Luego le dio la mano y se presentó.

—Tancredi.

—Benedetta.

A continuación, cruzó las piernas y apoyó los brazos en el sillón.

—Y bien, ¿qué hace una mujer tan guapa con alguien tan… tan…? No se me ocurre nada.

—¿Querías decir tan maravilloso? —le sonrió Gianfilippo. Tancredi hizo una mueca.

—La verdad es que no era ésa la palabra que estaba buscando.

—Si para no ser aburrido hay que llevar la vida que llevas tú, entonces me alegro de serlo.

—¿Por qué? —Tancredi lo miró haciéndose el sorprendido—. ¿Hay algo de lo que hago que no te guste?

En verdad, su hermano ignoraba la mayor parte de las cosas que hacía y no estaba de acuerdo con las pocas que sabía. Gianfilippo intentó aparentar aplomo.

—Bueno, el hecho de que estés vivo ya me parece un éxito considerable, casi diría que un milagro…

En aquel momento, Benedetta cogió una aceituna, la pinchó con un palillo y la hizo girar en el vaso, en lo que le quedaba de bíter. Después se la comió y notó aquel sabor entre dulce y salado.

Los dos hermanos se miraron. Al final Gianfilippo sonrió. Tancredi bajó la mirada. Benedetta permaneció con la aceituna en la boca, sorprendida por aquel extraño silencio. Gianfilippo la miró y sacudió ligeramente la cabeza, como diciendo: «No pasa nada, luego te lo cuento.» Justo al mismo tiempo, la mujer oyó que alguien la llamaba.

—¡Benedetta, qué haces aquí!

Una chica distinguida se detuvo en la entrada del salón, cerca de donde estaban sentados. Llevaba un traje de chaqueta azul oscuro, un bolso pequeño de Gucci y el rubio cabello recogido. Benedetta se levantó con una sonrisa.

—¡Gabriella! Disculpad…

Dejó a los dos hermanos y corrió hacia su amiga. Ambas se abrazaron y empezaron a charlar.

Gianfilippo miró a Tancredi y le sonrió. Éste levantó el brazo para tratar de llamar la atención del camarero.

—¡Perdone!

Gianfilippo insistió.

—¿Has visto qué extraño?

Tancredi suspiró.

—Sí…

Al final se acercó un camarero.

—Por favor, ¿puede traerme una cerveza?

—Claro, señor.

El camarero pensó que aquello era todo y empezó a alejarse, pero Tancredi volvió a dirigirse a él.

—¿Qué cervezas tienen?

—Todas, señor.

—Entonces querría una Du Demon. —El camarero volvía a alejarse cuando llegó la última indicación—: Que esté helada.

Tancredi quería hacer como si no pasara nada, pero sabía que no podía escabullirse. La mirada de su hermano se cruzó con la suya.

—Es increíble, ¿no?

—Sí. Ha sido raro.

—¿Raro? ¡Ha sido lo más absurdo que hubiera podido imaginar! Ha hecho exactamente lo mismo que ella…

Y fue como si juntos volvieran a recordar la escena.

Claudine le daba vueltas a una aceituna dentro de un vaso. Estaba pinchada en un palillo. Después sonrió, la sacó y, justo cuando la gota roja estaba a punto de caer, puso la lengua debajo. Luego se llevó la aceituna a la boca y jugó con ella, como si fuera una pequeña acróbata, hasta que la hizo desaparecer. Se la tragó.

—Mmm, qué buena.

Se pasó el índice por la mejilla para tomarle el pelo a su hermano más pequeño, Tancredi.

—¡Ya está bien, te las has comido todas! Ésa era mía.

—Es que eres lento, demasiado lento.

Y, tras decir aquello, salió disparada hacia la piscina del gran jardín. Corrió como una gacela entre los rosales, los setos verdes y los árboles.

Tancredi fue tras su hermana rápidamente. Ella se reía y se volvía de vez en cuando.

—No podrás, ¿a que no me pillas…?

Aceleró y, poco antes de llegar a la piscina, se quitó el ligero vestido y lo tiró en el césped. Se detuvo en el borde.

—¿Has visto? Yo he llegado primero.

Y se zambulló con un salto perfecto. Nadó por debajo del agua y emergió un poco más allá, en el centro de la piscina. Se echó todo el pelo hacia atrás, largo, oscuro, y dejó al descubierto el rostro ligeramente bronceado. Después cerró los ojos y sonrió. Mientras, Tancredi todavía se estaba quitando los zapatos.

—Bueno, ¿qué? Lo ves… Eres lento… Demasiado lento.

Incluso Gianfilippo, que estaba en el agua sentado en un sillón hinchable transparente, se rio. Mantenía a su novia, Guendalina, anclada a él por medio de las piernas. Ella estaba boca abajo sobre una colchoneta naranja y, con una mano, se sujetaba a la pierna de Gianfilippo que colgaba del sillón. Guendalina también se echó a reír. Estaba perfectamente bronceada y su bañador azul celeste hacía resaltar incluso la más pequeña de sus curvas. Por fin, Tancredi, ya en bañador, cogió carrerilla y saltó. Recogió las piernas en el aire y cayó de bomba, mojándolos a todos.

—¡Qué haces!

Empezaron a salpicarse. Gianfilippo se cayó del sillón, se agarró a la colchoneta de Guendalina y también la tiró. Ambos acabaron debajo del agua y salieron riendo, pero ella fue muy rápida y empezó a salpicar tan fuerte a Gianfilippo que éste no tuvo otra elección que empujarla hacia el fondo. La mantuvo allí durante un buen rato y, cuando la dejó salir, Guendalina emergió haciendo una profunda inspiración.

—Pero ¿eres idiota? ¡Casi me ahogo!

—¡Anda ya!

—Imbécil… Eres imbécil.

Siguieron luchando un rato más. Al final él la inmovilizó e intentó besarla. Pero ella lo mordió.

—¡Ay!

—Te está bien empleado.

Gianfilippo se tocó el labio para ver si le salía sangre, pero no tenía nada. Entonces reanudó la lucha y volvió a besarla. Sin embargo, aquella vez Guendalina no lo mordió. Fue un beso apasionado, profundo. Tancredi se dio cuenta y se volvió sorprendido hacia Claudine; sacudió la cabeza y agitó la mano como diciendo: «¡Hay que ver! Se están besando…»

Pero a Claudine no le interesaba nada de aquello. De hecho, pareció que le molestaba. Así que dio dos, tres brazadas rápidas, se aferró al borde de la piscina y salió. Se fue hacia la casa aún completamente mojada. Delgada, esbelta, corrió por el césped sin dar ninguna explicación sobre aquella reacción inesperada.

Tancredi, solo en el agua, nadó un poco. Luego notó que estaba de más. Gianfilippo y Guendalina seguían besándose, abrazados contra el borde de la piscina. No sabía qué hacer, así que también él salió del agua y se encaminó hacia la casa. Entró en el salón y subió por la gran escalera que conducía a los dormitorios.

—¿Claudine? ¿Claudine? —Llamó a la puerta de su habitación, pero no obtuvo respuesta. Entonces la abrió lentamente. La puerta chirrió. Su hermana estaba sentada en su gran sillón, con las piernas recogidas y el pelo todavía mojado. La ventana, a su espalda, estaba abierta. Las persianas, medio bajadas, dejaban entrar una luz difusa y las ligeras cortinas, mecidas por el viento, la iluminaban de tanto en tanto.

Tancredi se quedó de pie frente a ella.

—¿Por qué no me contestas?

—¡Porque no me apetece!

Claudine se estaba comiendo un helado de cereza. Le sacó la lengua. La tenía completamente roja, de un rojo intenso, violento. Continuó lamiendo ávidamente el helado mientras se reía.

—Bueno, ¿qué quieres, hermanito?

Tancredi se sintió molesto. No le gustaba que lo llamara así.

—Yo también quiero un helado.

—No quedan.

—No es verdad.

—Sí que es verdad. Mira… —Claudine se levantó y abrió una pequeña nevera—. ¿Lo ves? Está vacía. Era el último.

Tancredi se lo tomó mal.

—¿Quién te lo ha comprado?

—¿A ti qué te parece?

—No lo sé; de ser así no te lo preguntaría.

Claudine volvió a hundirse en el sillón, cruzó las piernas y siguió lamiendo el último helado.

—Me lo ha comprado papá… ¿Y sabes por qué? Porque soy su preferida… Pero no se lo digas a mamá…

Tancredi se sentó en la cama.

—¿Y por qué?

—Porque sí. Algún día quizá te cuente una cosa.

Tancredi insistió.

—Pero ¿por qué no se lo puedo decir a mamá?

Claudine se comió un gran pedazo de helado; lo arrancó con los dientes, luego lo cogió con los dedos y jugó con los labios, chupándolo, mientras toda la boca se le teñía de rojo. Después sonrió con malicia y levantó la ceja, era la única dueña de aquella increíble verdad que había decidido regalarle a su hermanito:

—Porque él sólo quería tenerme a mí y no a vosotros dos…

—Intento no pensar en ello, pero muy a menudo me vienen recuerdos, ¿a ti no te pasa?

Tancredi dejó escapar un largo suspiro. Cada vez que se veían, Gianfilippo terminaba hablando de Claudine.

—Sí. Me pasa de vez en cuando.

Gianfilippo miró a Benedetta, que todavía continuaba charlando con su amiga.

—¿Qué te parece?

—No la conozco lo suficiente.

Gianfilippo ladeó la cabeza como si así pudiera observarla mejor.

—A mí me pone cachondo.

—A ti todas te ponen cachondo.

—No es verdad. Silvia era perfecta, pero al final me cansé de ella.

Por fin llegó la cerveza que Tancredi había pedido. El camarero la dejó en la mesa y se fue sin esperar un «gracias» que, efectivamente, no iba a llegar.

Tancredi le dio un sorbo.

—Creo que, antes o después, eso ocurre con todas las mujeres. Puede que ellas sientan lo mismo respecto a nosotros…

—Tienes una excelente opinión de la vida de pareja. ¿No piensas casarte algún día? Yo sí. Benedetta podría ser la esposa ideal. Además, estoy a punto de cumplir cuarenta y dos años; ella tiene treinta y tres, somos perfectos para convertirnos en una pareja feliz: hay cierta diferencia de edad, nos llevamos nueve años; tenemos muchos intereses en común; los mismos gustos; igual modo de ver la vida; sabemos darnos espacio y libertad.

—¿Por qué no? Quizá incluso funcione. ¿Crees que contar con los ingredientes acertados es suficiente para que una pareja tenga futuro?

—Sí. Y especialmente para que una pareja sea feliz.

—Conocí a una pareja feliz, una familia perfecta. La veía cada día en el club. Un matrimonio atractivo, rico, ambos excelentes jugando al tenis, con dos hijos estupendos… Y después, de repente, ¡paf!

—¿Qué pasó?

—Ella le fue infiel.

—Seguro que es un chisme que te ha contado alguien…

—No, estoy bastante seguro. Lo engañó conmigo.

Tancredi bebió un poco más de cerveza.

Gianfilippo permaneció en silencio. Tancredi continuó:

—Me gustaba ver la perfección de aquella familia, su felicidad… Por eso la destruí. Odio la felicidad. Me resulta hipócrita. No soporto a los que siempre están sonriendo, a los que parece que todo les va siempre bien. Mira, mira a la gente…

Gianfilippo siguió la mirada de Tancredi, que vagaba por el salón del Circolo della Caccia. Hombres y mujeres elegantes y ricos intercambiaban sonrisas, palabras, se saludaban estrechándose la mano, besándose en las mejillas. A veces se reían a carcajadas, se contaban algún chiste, pero siempre en voz baja, con amabilidad y educación, nunca con una palabra de más o en un tono más alto.

—Ahí lo tienes, es un mundo de apariencias… Todos parecen buenos, honestos, tranquilos, sinceros. Y quién sabe cuántos de ellos habrán sido infieles, habrán robado, habrán hecho daño a alguien, habrán causado algún sufrimiento… Y fingen ser felices. Como esa mujer de la familia perfecta: era feliz, lo tenía todo y, sin embargo, en un instante renunció a todo, lo perdió todo, así… —Chasqueó los dedos—. Por un simple deseo…

—¿Cómo lo supo el marido?

—Le envié unas fotos. —Gianfilippo lo miró preocupado. Tancredi le sonrió—. En las que yo salgo de espaldas y se aprecia cómo ella disfruta.

En aquel momento, Benedetta volvió a la mesa con su amiga.

—Perdonad que os moleste… ¿Puedo presentaros a mi amiga Gabriella? Hacía siglos que no nos veíamos.

Tancredi y Gianfilippo se levantaron casi a la vez.

—Mucho gusto.

Luego Benedetta abrazó a Gianfilippo para que no quedara ninguna duda sobre cuál era su hombre.

—Gabriella y yo hemos pensado que esta noche podríamos ir a cenar a Assunta Madre. Dicen que tiene el mejor pescado de Roma. —Mientras lo decía, miraba a Tancredi—. ¿Por qué no vienes con nosotros?

Tancredi observó a Gabriella con tanta intensidad que al final la joven, casi avergonzándose, bajó los ojos. Entonces él sonrió.

—No, lo siento —se excusó—. Ya tengo un compromiso y no puedo aplazarlo.

—¡Qué lástima! —dijo Benedetta.

—Acompaño a mi hermano a la salida.

Gianfilippo se alejó con él.

—No tienes ningún compromiso, ¿verdad?

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