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Authors: David Lozano

Tags: #Terror, Fantástico, Infantil y Juvenil

El viajero (8 page)

BOOK: El viajero
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Se movía por el centro del sendero, lo más separado posible de los límites con la traicionera noche. Sentía soledad —allí no se respiraba otra cosa con más fuerza— y miedo. El peligro, cuando uno está solo, multiplica su tamaño.

Le resultaba imposible calcular distancias, pues el paisaje era siempre el mismo. Al no haber horizontes ni puntos de referencia, vagaba sin más convicción que la de que todo camino lleva a algún sitio. Una poderosa curiosidad también se hizo hueco en su impresionado interior, un motor que lo impulsó con renovada fuerza.

Al cabo de lo que se le antojó una media hora, sus ojos descubrieron que el camino pálido terminaba atravesando una zona rodeada de un muro de piedra que le resultó familiar. Solo cuando estuvo muy cerca, reconoció alucinado aquellas paredes: se trataba del cementerio de Montparnasse, uno de los más importantes de París. Incluso vio sobresalir sobre la muralla los techos puntiagudos de algunos viejos panteones y las ramas de castaños de Indias. Aquel camino conducía a un lugar que existía en su mundo. No lo podía creer.

Oyó voces, voces humanas, que procedían del interior del camposanto, lo que le produjo una alegría indescriptible. ¡No se encontraba solo en aquella pesadilla! Por primera vez se dio cuenta de lo fatigado que estaba, pero le dio igual; acelerando el paso, cruzó los umbrales del recinto fúnebre que lo recibía.

En seguida, el entusiasmo se redujo: sus ojos recorrían con avidez las calles del cementerio, pero no alcanzaban a distinguir nada que no fuesen abandonadas tumbas y árboles. Allí no había nadie. ¡Pero sí acababa de oír murmullos de conversaciones!

Pascal recorría caminos flanqueados de lápidas y sepulturas, que bajo la luz pálida arrojaban a aquella atmósfera un baile aturdido de sombras.

El chico alcanzó a captar un susurro, pero hasta que no se repitió no logró entender su contenido. «Está vivo», había dicho alguien. Nuevos susurros. Pascal se volvió varias veces para intentar pillar desprevenidos a quienes lanzaban aquellos misteriosos mensajes, pero no tuvo éxito.

No muy lejos, oyó el ruido de una piedra al caer, la losa de una tumba resbalando hasta golpear el suelo. Aunque deseaba verse acompañado, aquel ruido no gustó a Pascal. Resultaba demasiado lúgubre, y después de lo que estaba viviendo ya no era capaz de distinguir los límites de la realidad y la imaginación. Y es que aquella noche todo parecía posible, menos escapar de aquel mundo vinculado al suyo que, por alguna razón, lo había secuestrado, arrancándolo de su vida cotidiana.

—Está vivo.

La voz, muy grave, retumbó a su espalda, y Pascal se giró dando un respingo. Lo que vio lo dejó petrificado.

CAPITULO VII

LA detective Marguerite Betancourt observaba el cadáver sobre el que se precipitaban los flashes de las cámaras de otros agentes policiales mientras acariciaba el collar de amatistas alrededor de su cuello, preocupada. Habían delimitado con cintas todo el recorrido de la persecución hasta llegar a aquel pequeño cuarto donde se había producido la muerte, y en su fuero interno ya había descartado la primera hipótesis del robo con homicidio. Aquello tenía mal aspecto. Mejor dicho, lo que tenía era un aspecto raro. Aquel cuerpo de piel azulada tirado en el suelo como un títere desencajado, su gesto retorcido de miedo...

—Varón, rubio, treinta y cinco años. Dime algo más, Marcel —le pidió a su amigo, un robusto forense de cuarenta años y pelo algo canoso que hacía rato que recogía muestras, agachado sobre el muerto—. Confírmame que esto no es un asesinato convencional.

—Para esa cuestión no hace falta que esperemos al análisis del laboratorio —repuso el aludido—. Desde luego que es un crimen muy peculiar. Lo han desangrado hasta la última gota. Podría ser la víctima de algún ritual, ¿no crees?

Marguerite asintió sin excesivo convencimiento.

—Es la alternativa más tentadora, sí —reconoció—. Pero no hay
graffitis
ni ningún otro tipo de pintadas, tampoco objetos o adornos. Y los muebles están volcados, pero no los han colocado en posiciones extrañas. No parece que aquí se haya producido un ceremonial. O eso, o se han dado muchísima prisa en recogerlo todo.

—A lo mejor la celebración clandestina se ha llevado a cabo en otro lugar, y después trajeron aquí al muerto —aventuró Marcel, ya de pie, apartándose el flequillo de la frente mientras la miraba con sus ojos castaños muy abiertos.

—No —rechazó la detective—. La víctima llamó por el móvil a la policía poco antes de su muerte, y ya se encontraba aquí. No encaja. Pero aún hay otra cosa que me preocupa más.

El forense estudió las uñas del cadáver antes de hablar:

—Te escucho, detective.

—Tú eres el científico. Teniendo en cuenta lo poco que tardamos en llegar desde que se recibió la llamada, ¿cómo se desangra un cuerpo humano en tan poco tiempo?

—Buena pregunta. Ni siquiera encuentro heridas, salvo unos leves rasguños en el cuello. Y otra cuestión: ¿cómo se hace eso sin derramar ni una sola gota? Porque no hay manchas en el suelo. Esto es lo más asombroso que he visto en muchos años de ejercicio profesional, Marguerite.

—Estupendo —susurró ella con fastidio—. Tenía que estar de guardia justo esta noche.

* * *

Frente a él, erguido en pose marcial, un hombre de uniforme, de unos cuarenta años, lo señalaba con actitud acusadora. No supo qué contestar.

—Está vivo —repitió el desconocido.

—Pues... sí —titubeó Pascal, sin entender qué tenía de raro—. ¿Por qué...?

El otro frunció el ceño, como si aquella reacción del chico le hubiera fastidiado.

—Está usted hablando con el capitán Armand Mayer, así que le exijo un poco de respeto.

Todas las voces contaban allí con una extraña resonancia, lo que asombró a Pascal; cada palabra que se decía se iba repitiendo hasta hacerse inaudible, alejándose en la noche como un eco, recorriendo un desfiladero de profundidad abisal.

Pascal se apresuró a pedir disculpas; no podía permitirse incomodar a la única persona normal que se había encontrado en todo el camino:

—Perdone, no era mi intención molestarlo. Es que estoy nervioso y...

—De acuerdo, perdonado —el militar lo cortó relajando un poco su gesto—. Y ahora explique quién es usted y qué hace aquí, joven.

Nuevos ecos repitieron el mensaje. Pascal suspiró. Como tenía unas enormes ganas de hablar para desterrar la sensación de aislamiento total que llevaba adherida al cuerpo, no tuvo inconveniente en contestar al capitán. Dijo su nombre y relató a grandes rasgos lo que le había ocurrido desde que se metiera en el baúl del desván de Jules. Aquello le ayudó a sentirse mejor.

—Señor, es que todavía no sé dónde estoy —reconoció, agotado—. Bueno, esto es el cementerio de Montparnasse, claro. Pero no entiendo nada, porque, si es así, el resto de París ha desaparecido.

El otro asintió como si con aquella confesión todo adquiriera sentido.

—París sigue existiendo, aunque desde aquí no puedes verlo. Es increíble —afirmó el militar a continuación, impresionado—. Has cruzado la Puerta. Ha ocurrido una vez más.

Pascal no sabía qué decir, tampoco comprendió esas últimas palabras. El capitán se fue acercando con cautela hasta situarse a su lado. Después extendió un brazo y, con suavidad, tocó al chico en la mejilla. Pascal dio un respingo al sentir el tacto helado de aquellos dedos.

—¡Qué fría tiene la mano! —se quejó frotándose la cara.

Frío. Resultaba extraño percibirlo en un lugar como aquel, vacío de sensaciones.

—Ahora me toca a mí disculparme, Pascal —dijo el militar—. Hacía tanto tiempo, que se me había olvidado lo de vuestra temperatura...

Pascal no comprendió bien:

—¿Vuestra temperatura? ¿De qué hace tanto tiempo, señor?

El aludido lo miró con detenimiento, calculando el efecto que tendría en aquel muchacho lo que iba a decir:

—Hacía mucho tiempo... que no tocaba a un vivo.

Pascal intuyó lo que sus palabras implicaban, pero se negó a aceptar aquel nuevo salto que lo alejaba todavía más de su mundo y le volvía a meter el miedo en el cuerpo.

—¿Qué quiere decir? —insistió retrocediendo.

—No tengas miedo —el capitán había suavizado mucho sus maneras, y lo tuteaba—. El peligro está ahí fuera, no aquí. Es un milagro que hayas logrado llegar hasta Montparnasse y no te haya ocurrido nada.

Pascal seguía separándose, en dirección a una de las salidas del cementerio.

—¡Dígame quién es usted! —gritó, harto de sentirse tan lejos de su casa, de sus amigos, de su vida.

En realidad, no estaba lejos de su vida, sino de la vida.

El militar accedió.

—Soy el capitán Armand Mayer, y fallecí en mil ochocientos noventa y nueve. Estoy enterrado cerca de aquí, en la siguiente calle a la izquierda.

Pascal se detuvo, incapaz de asumir aquello.

—No te vayas —seguía insistiendo el militar—. No tienes ninguna posibilidad de sobrevivir ahí fuera tú solo, no es tu mundo...

—¿Entonces qué hago aquí? —estalló Pascal conteniendo unas lágrimas que lo habrían humillado—. ¡Quiero volver, no aguanto más!

—Podrás hacerlo, de verdad —Mayer empezó a acercarse a él—. Confía en mí, es normal que estés asustado... Aquí no corres peligro...

—Pero... —el chico seguía negando con la cabeza— es imposible que usted esté muerto, es imposible...

—Como otras cosas que ya has visto hasta llegar aquí, ¿verdad? —el capitán frenó su avance—. Te reto a que me encuentres el pulso.

Mayer extendía su brazo hacia Pascal, pero este rechazó el ofrecimiento. El militar probó otra estrategia:

—¿Me permites que te enseñe algo que te convencerá?

Pascal supo que tampoco tenía más opciones: o eso, o salir a aquella noche eterna y continuar por el sendero... De momento, no tenía el valor suficiente para la segunda alternativa, así que asintió y empezó a seguir al presunto muerto. ¿Qué habría hecho allí Dominique, con su exultante energía? ¿Cómo se habría comportado?

Pronto llegaron a una tumba sobre la que se levantaba una especie de pequeño obelisco de metal verdoso ennegrecido, sobre el que se incrustaba la escultura de una gran espiga. De ella brotaba un medallón con un busto grabado y, al lado, la siguiente inscripción recorriendo el tallo de la espiga:

CAPITAINE ARMAND MAYER

1857-1899

El militar se subió al monumento y se puso al lado del busto.

—Compara —pidió a Pascal—. Mi viuda pagó mucho dinero al escultor, así que más vale que aprecies el parecido a pesar de la poca luz.

Pascal obedeció aquellas peculiares instrucciones y, a pesar de su incredulidad, tuvo que reconocer que había una innegable semejanza. Aterrador.

—¿Está... está usted muerto? —Pascal ya no podía seguir así, necesitaba explicaciones si no quería volverse loco—. Pero, entonces, ¿por qué lo estoy viendo, por qué me habla? ¿Estoy muerto yo?

El capitán Mayer se apresuró a descartar tal posibilidad:

—No, no. Tú vives, ¡estás caliente y tus ojos brillan!

Pascal se fijó en que, en efecto, la mirada del militar no tenía luz, ni siquiera reflejaba la palidez que emanaba de aquel mundo.

Mayer sonrió.

—Estamos en París, Pascal. Aunque en otra dimensión, como ya comprobaras. Encantado de conocerte

—Pero... —Pascal insistía en su suspicacia—, si usted lleva más de cien años muerto… no sé, su cuerpo se conserva bien, e incluso habla como yo...

Mayer rechazó aquellas cuestiones con un gesto de suficiencia.

—El lenguaje es algo que también evoluciona aquí, chico Los nuevos fallecidos van llegando y su constante presencia actualiza nuestra forma de comunicarnos. Es así de natural, de espontáneo. Incluso los que llevan varios siglos en la tumba hay cementerios muy antiguos, gente que lleva mucho tiempo esperando en este mundo, terminan hablando como los demás, se vuelven menos ceremoniosos. Hasta aprenden tacos.

Pascal asintió, sin lograr concretar un pensamiento que pudiese manifestar en voz alta. Apenas conseguía hilvanar ideas coherentes, dado su propio estado de absoluta perplejidad

—Tampoco hay diferentes dialectos ni lenguas —añadió Mayer como conclusión—. Para comunicarnos contamos con un único idioma. El de las almas.

Hasta ellos llegaron diferentes ruidos. Poco después varias siluetas empezaron a aproximarse. Pascal, que ya había empezado a recuperar la serenidad, volvió a sufrir temblores y a retroceder. Mayer lo sujetó del brazo.

—¡Espera! —le rogó el capitán—. No te asustes, recuerda que estas en un cementerio. Aquí hay muchos como yo.

Como la apariencia de los que se acercaban no era inquietante, Pascal hizo un esfuerzo y se mantuvo en su lugar Eso sí soportando una tremenda tensión. A la menor señal de alarma...

El movimiento en aquel recinto sagrado no hacía más que incrementarse. Por todos lados surgían figuras silenciosas que se dirigían hacia donde ellos estaban. Al final, unos cincuenta individuos contemplaban a Pascal desde una prudente distancia Los había de ambos sexos y de todas las edades, aunque con el denominador común de las miradas apagadas y, supuso Pascal, la extraordinaria frialdad de la piel.

El capitán Mayer se mantenía ahora en segundo plano. Del grupo se adelantó un tipo joven, de unos veinticinco años.

—Hola, Pascal —saludó al chico—. Soy uno de los inquilinos más antiguos de esta... ¿cómo la llamaríais en vuestro mundo?... de esta urbanización. De este cementerio, quiero decir. Me llamo Charles Lafayette.

Le tendió una mano, que Pascal estrechó prefiriendo no pensar en lo que le estaba sucediendo. Se agarraba con desesperada fuerza a sus últimos vestigios de cordura.

En medio de su debacle interna, se vio obligado a intervenir, a decir algo:

—Pues... pues no pareces mayor —comentó con voz hueca, provocando una sonrisa generalizada.

—Verás —se explicó Lafayette, visiblemente divertido—, aquí los cuerpos no sufren el paso del tiempo, así que nos mantenemos a la perfección. Sobre todo si uno fallece joven, como es mi caso. Bienvenido al Mundo de los Muertos, Pascal.

Solo entonces el joven español entendió el verdadero sentido de la profecía de la Vieja Daphne: su viaje a la Muerte acababa de producirse, aunque Michelle no estuviese con él. Eso era lo único que parecía no cumplirse del presagio de la bruja. Pascal la echó de menos en medio de esa experiencia imposible, al igual que a su familia, a sus amigos. Aquello era demasiado fuerte para vivirlo solo. Su mente volvía una y otra vez a su realidad, al calor de sus recuerdos. Aunque no hacía mucho tiempo que había quedado atrapado en el arcón del desván de Jules, se le antojaba lejana su caída, como si hiciera meses que se veía envuelto en las tinieblas.

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