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Authors: David Lozano

Tags: #Terror, Fantástico, Infantil y Juvenil

El viajero (45 page)

BOOK: El viajero
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Ella acompañó sus palabras con una nueva postura: se tumbó junto a Pascal que, algo violento, sintió por un instante el pelo lacio de la chica rozar su antebrazo. «¿Se había tratado de un contacto accidental?», se preguntó él.

Cualquier movimiento de Beatrice, siempre armonioso, transmitía una impresión tan casual, tan candida, que Pascal se resistía a pensar que había otra intención. A pesar de lo tentadoras que resultaban otras opciones.

Fruto de aquella incomodidad que ella no parecía percibir y que avergonzaba a Pascal, él se quedó en silencio y aprovechó para terminar su bocadillo hasta que Beatrice le anunciara que podían continuar el camino.

Los minutos se agolpaban con la lentitud propia de aquel universo apagado. Los ojos de Pascal se cansaron de observar el triste panorama que los rodeaba, todo negrura sobre el firme pedregoso de aquella planicie yerma que coronaba los acantilados, más allá de las ciénagas. Y entonces, traviesas, sus pupilas se posaron en el cuerpo de Beatrice, al principio de un modo fugaz, tímido, curioso, y más adelante con la determinación intrépida de un minucioso examen.

A Pascal lo invadió una repentina sed mientras observaba los gruesos labios de Beatrice entreabiertos, sin aliento, sus facciones delicadas, su camiseta corta que dejaba entrever un vientre suave e insinuaba las curvas de unos pechos que no oscilaban porque ella no respiraba, solo aguardaba.

Aguardar. Pascal llevaba toda la vida haciéndolo, al igual que con Michelle cuando se la arrebataron. Y ahora estaba con Beatrice, un ángel en el reino de los demonios. Él tampoco respiraba, o más bien sentía unas extrañas ganas de respirarla a ella, azotado por la soledad implacable de ser un aventurero entre desconocidos, obedeciendo a un rumbo tan impreciso como lo era su propio destino como Viajero.

Su futuro se hallaba envuelto en una nebulosa. Procuraba agarrarse al recuerdo de su mundo, pero ni siquiera albergaba la seguridad de que Michelle hubiera decidido aceptar su proposición, una incógnita que había perdido su importancia en el preciso instante en que la vida de ella empezó a correr peligro.

Así que, por el momento, estaba solo.

Beatrice continuaba tendida sobre el suelo, sensual sin pretenderlo o quizá por ello, con una pierna flexionada en ángulo recto y la cabeza apoyada en un brazo que descansaba en la tierra. Su mirada, soñadora, se perdía en la lejanía, quién sabe si recordando su vida, su prematura muerte... o cuan distinto sería todo si compartiera con Pascal la sangre oxigenada que fluía por las venas del chico. O cuan distinto sería todo si no existiese Michelle con el poderoso efecto de su ausencia.

Pascal no habría podido precisar cuál de aquellos pensamientos la mantenía absorta, aunque, a pesar del poco tiempo que hacía que se conocían, compartir experiencias tan intensas proporcionaba un grado de complicidad, de intimidad, incomprensible en la realidad cotidiana. No. La causa de que Pascal no tuviera ni idea de lo que pasaba por la mente de Beatrice era que su cerebro se había colapsado con una única idea, arrolladura, que ganaba fuerza a cada segundo: acariciar aquella piel blanca de diecisiete años que cubría al espíritu errante ocultando su condición inerte, sentir su roce, saborearla.

Quería tocarla.

Ya compensaría él su tacto frío, ya despertaría con su aliento los pulmones de aquella criatura hermosa y profunda.

Pascal había enrojecido en medio de su mutismo, anonadado ante el poder de una pasión incontrolada que le enseñó la diferencia entre el deseo y el amor. Porque seguía amando a Michelle, aquello era otra cosa, pero que importaba mucho en aquel presente paralelo donde cada hora podía ser la última. Tragó saliva, incapaz de pronunciar una palabra que llamase la atención de Beatrice, que lograse que ella volviese la cabeza terminando así con aquel atormentador recorrido visual por su cuerpo, que él prolongaba de un modo morboso.

Confundido, Pascal sentía las reacciones de su cuerpo —los latidos enérgicos, la sequedad en la boca— que le hacían anhelar que aquella turbadora espera terminase pronto, aunque no encontraba la determinación suficiente para hacer algo que lo provocara. Y es que, en su estado de confusa excitación, no respondía de sí mismo, estaba a punto de perder el control arrasado por la avalancha de un instinto ingobernable que pugnaba por liberarse, por liberarlo.

Ni siquiera podía asegurar que regresara vivo de aquella locura, que llegase a encontrar a Michelle. Que volviese a ver a su familia, a sus amigos.

A partir de aquel momento, podían perderse para siempre en la Oscuridad, como aquellos cohetes espaciales mal programados que pasan de largo frente a su objetivo, condenados de forma irreversible a vagar eternamente por el universo.

Aquellas posibilidades debilitaban su resistencia. Y es que aún estaba vivo.

Beatrice giró su rostro hacia él, y su gesto asombrado ante el aturdido semblante del Viajero casi logró quebrar las barreras que él intentaba en vano construir, pues en la transparencia de sus pupilas, Pascal había distinguido un atisbo de complicidad. El chico no quiso pensar más, con la esperanza de reunir el valor suficiente para llegar más lejos, para lanzarse al vacío. Pero, una vez más, lo único que consiguió fue aproximar su cara sofocada a la de ella, sin hablar. Escasos centímetros separaban sus facciones y Beatrice se dejó embriagar por el cálido aliento del Viajero, expectante. También indecisa ante lo que estaba a punto de ocurrir, no acertó a retirar sus labios, como ofreciéndole otra tentadora oportunidad que Pascal, paralizado, tampoco aprovechó. Él se limitó a pedirle ayuda con los ojos, a solicitarle el empuje que no hallaba en su interior.

Ella captó el mensaje. A pesar de dudar si aquello estaba bien, al final fue Beatrice la que superó la ínfima distancia que se interponía entre ellos. Era todo tan extraño, tan excepcional, y hacía tanto que el espíritu errante no sentía calor...

Pascal percibió con los ojos cerrados cómo sus bocas se juntaban, y se negó a abrirlos aterrado ante la posibilidad de que aquel instante terminase. Se estaban besando. Se movían, en rumoroso silencio, profanando la sentenciada serenidad de aquel recinto de condenados.

El Viajero, ajeno a todo lo que no fuera ella, recorría con sus manos aquel delicado cuerpo, lo saboreaba aportando suficiente calidez para los dos. Beatrice, luchando contra la inercia de su propio estado, también lo acariciaba, mientras recordaba con cada roce un tiempo no muy lejano en que también ella vivió bajo el sol.

Su mutua incomodidad fue sucumbiendo a una placentera exploración y sus cuerpos se fundieron. Sus pensamientos volaban mientras tanto. Imaginaban un pasado sin el obstáculo de la muerte. Quizá incluso llegaron a cruzarse en el mundo de los vivos, una tarde cualquiera, en una calle de París. Antes del accidente aéreo.

* * *

—Ya no sé qué más decirle —añadió el director del instituto encogiéndose de hombros—. Y soy el primero en querer que cojan a ese asesino.

—Me lo imagino —comentó Marguerite mientras terminaba los apuntes en su libreta, sentada frente al escritorio de aquel despacho.

—La verdad es que llevamos una racha malísima. En pocos días, tres personas vinculadas a este centro han fallecido en circunstancias violentas. Jamás había ocurrido algo así en toda nuestra historia.

La detective pensó que aquel siniestro caso también resultaba muy novedoso para ella, a pesar de los muchos años que llevaba en la policía. Le estaban ocurriendo unas cosas rarísimas, por no hablar de cómo habían afectado aquellos crímenes a su amigo Marcel. Menos mal que todavía no había trascendido que las tres muertes estaban relacionadas.

—Fue un milagro que apareciese el profesor Varney, así pudimos recuperar en seguida la rutina de clases —continuaba el director.

Marguerite se interesó.

—¿Varney? No me suena.

—Claro, es que es el sustituto de Delaveau, así que no fue interrogado.

Marguerite asintió.

—¿Y por qué dice que fue un milagro su aparición?

Aquel término, «aparición», se le antojó a la detective pleno de reminiscencias sobrenaturales. Definitivamente, el caso Delaveau la estaba convirtiendo en una paranoica.

—Ni siquiera llegamos a anunciar que necesitábamos un profesor —explicó el director—, agobiados con todo el jaleo que se montó. Él, por lo que me dijo, se debió de enterar por el padre de algún alumno, y se presentó en mi despacho con su curriculum para ofrecerse como sustituto.

—Vaya, supongo que eso implica unos buenos reflejos... y poca sensibilidad —observó Marguerite, suspicaz ante la imperiosa necesidad de nuevas pistas.

—No se crea, él mismo me reconoció que le resultaba violento acceder en aquellas circunstancias a un trabajo.

—Ya, pero eso no indica nada. No pretenderá que un aspirante al puesto le diga que se alegra de que Delaveau haya muerto.

—Supongo que no.

—¿Y qué sabe de él?

—Si me permite, voy por su expediente.

El director se levantó de su sillón para salir del despacho, y poco después volvía con una carpeta entre las manos.

—Soltero, treinta y cinco años, estaba en el paro por el cierre de un colegio privado en el que estuvo dando clases. Como verá, era un candidato perfecto, pues tenía experiencia docente y estaba disponible.

—Ya veo. ¿Me deja el expediente?

El director se lo alargó y Marguerite le echó una ojeada rápida, aprovechando para apuntar en su libreta algunos datos que podían serle útiles, como el domicilio.

—¿Sabe si vive solo? —quiso averiguar.

—Ni idea, prefiero respetar la intimidad de los empleados.

—Eso está bien. Veo que no tiene teléfono fijo. ¿Y móvil tampoco?

—No. Yo también se lo pedí, porque nos viene muy bien para localizar a los profesores ante cualquier imprevisto. Pero tampoco tiene.

Marguerite reflexionaba en torno al móvil del crimen de Delaveau. ¿Matar a alguien para conseguir su trabajo? Sonaba excesivo, pero ella había aprendido a no subestimar la realidad; todo era posible, la detective lo había comprobado en múltiples ocasiones. Y si encima la mente de una persona no funcionaba bien...

Y luego estaba la relación de aquella muerte con el asesinato de los dos adolescentes en el parque. ¿Cómo unir ambos hechos? A la detective solo se le ocurría una explicación: Raoul y Melanie, de alguna forma, sabían algo sobre el crimen perpetrado por Varney que podía comprometerlo, y quizá lo iban a chantajear o se disponían a denunciarlo a la policía. Así todo encajaba, aunque de todos modos solo era una hipótesis.

—¿Cuándo estará ese profesor en el centro? —preguntó, decidida a mantener con él una larga conversación.

—Vamos a ver... —el director consultó una tabla de horarios—. Hoy tiene la primera clase a las ocho y media de la tarde. Nunca viene antes.

—¿Me puedo llevar su foto? —pidió.

—De acuerdo.

Marguerite se dispuso a marcharse, agradeciendo al director el tiempo que le había dedicado. Ahora tenía previstas otras gestiones, pero después haría una visita al profesor Varney. Mientras no tuviera nada mejor, estaba dispuesta a seguir todos los indicios que surgiesen, por improbables que fueran.

CAPITULO XXXVI

Camille Peletan 24, un edificio de cuatro plantas bastante anodino, en una zona alejada del centro de París. Doce de la mañana.

Daphne y Dominique acababan de acceder al portal de la casa aprovechando la salida de un vecino —que les lanzó una mirada suspicaz, aunque no se atrevió a decirles nada—, para lo que tuvieron que esperar bastante rato. Una vez dentro, lo primero que hicieron fue estudiar los buzones.

—Aquí está —localizó Dominique—, primero derecha, sí. Varney.

—¿Te has fijado en todas esas cartas?

El chico hizo caso de la observación y centró su atención en el interior colapsado de la ranura metálica sobre la placa con el nombre. Estaba a rebosar de correo.

—¡Vaya! —exclamó Dominique—. ¿Cuánto tiempo lleva este tipo sin recoger las cartas?

Daphne hizo una mueca.

—Con toda probabilidad, desde que lo mataron.

Ahora fue el muchacho el que arrugó el rostro.

—¿Varney, muerto? Pero si hasta ayer ha estado dando clases...

La bruja se humedeció los labios, meditando para ordenar sus pensamientos.

—¿No te extraña que un vampiro venga del Más Allá y poco después consiga ser contratado en un instituto? —inquirió ella—. ¿Cómo puede alguien que ha fallecido, quizá hace muchos años, aportar documentos y pasar una entrevista personal a la que seguro que lo sometieron? ¿Y para qué va a hacer tal cosa? ¡Si no necesita trabajar!

Dominique se encogió de hombros con una ligera sonrisa.

—Yo, por supuesto, no entiendo que alguien quiera trabajar si puede evitarlo —opinó—. Aunque, si estaba decidido a hacerlo, con sus poderes podría conseguir entrar en cualquier empresa, supongo.

Daphne rechazó aquella posibilidad.

—No, no exhibirá sus poderes. Eso lo delataría, tarde o temprano. El vampiro, sea quien sea, lo que pretende es pasar inadvertido hasta que se haya deshecho del Viajero destruyendo la Puerta Oscura. Por eso ha utilizado una vía mucho más discreta para mezclarse con los seres humanos: ha adoptado la identidad de un mortal, la del profesor Varney. Lo mataría la noche en que llegó a nuestro mundo, y ha usurpado su identidad. Sus poderes sí le permiten mimetizarse entre nosotros.

—¿Qué quieres decir? —Dominique seguía aprendiendo sobre temas siniestros, y no estaba seguro de haber interpretado bien la última afirmación de la vidente.

—Que puede adoptar una apariencia parecida a la de su víctima, moldear su verdadero cuerpo para imitar su aspecto externo. Y si los del instituto nunca habían visto al auténtico profesor...

—Pero, entonces, ¿el verdadero Varney no se habría convertido en vampiro al ser asesinado?

—Para eso tendría que haber sido mordido —Daphne empezaba a mirar hacia las escaleras que conducían al primer piso de aquella casa, impaciente—. No, a la criatura maligna no le interesaba convertirlo en uno de los suyos, así que lo habrá eliminado de otra forma.

Dominique lo pensó todo un momento.

—¿Y por qué eligió a Varney para suplantarlo?

Daphne suspiró.

—Buena pregunta. ¿Qué te apuestas a que era soltero y vivía solo? Casi con toda seguridad, ni siquiera tendría familia. Si lo escogió es porque su perfil resultaba idóneo para sus planes. El vampiro es un ser muy calculador; la naturaleza lo ha dotado muy bien para responder a su instinto cazador. Por eso, en este mundo, sin enemigos a su nivel, es más letal que una epidemia de Ebola. Sus poderes oscuros le ayudaron a encontrar al candidato ideal y lo está utilizando para aproximarse a la Puerta Oscura.

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