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Authors: David Lozano

Tags: #Terror, Fantástico, Infantil y Juvenil

El viajero (46 page)

BOOK: El viajero
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Dominique se dio cuenta de que el vampiro había llevado a cabo el casting más tenebroso que se podía imaginar.

—Así que todos los datos que hemos averiguado en el
lycée
no nos sirven de nada —dedujo decepcionado—, porque no conducen a la verdadera identidad del vampiro, sino solo a la de su víctima. Seguimos como al principio: no sabemos quién es en realidad el vampiro.

—No te precipites —le aconsejó la bruja—, ¿quién dice que el monstruo no se oculta en casa de Varney? En el peor de los casos, si no está aquí, podemos encontrar pistas que nos permitan llegar hasta él. Subamos ya, no perdamos más tiempo.

El chico sintió cómo su aparente determinación se encogía por el miedo. Tal como había señalado la bruja, podía ser allí, durante el día, donde el monstruo descansara de sus últimas noches de sedienta vigilia.

—¿Seguro que quieres entrar en ese piso? —preguntó Dominique inquieto—. ¿Y si el vampiro se despierta?

—Tranquilo, no va a ocurrir nada —anunció la bruja con un ligero tono de decepción—. Mi intuición me dice que no vamos a encontrar a nadie en el piso. No capto ninguna presencia extraña. El vampiro tiene otra madriguera. Esta casa solo la emplea para mantener las apariencias.

Dominique, agradeciendo aquella última información a pesar de que suponía un retroceso en la búsqueda del monstruo, recuperó la seguridad y siguió a la bruja hasta el ascensor.

—Al menos —dijo Daphne— confío en que los rastros que haya dejado esa criatura del Mal me ayuden a detectar su identidad real. Solo así podremos dar con su paradero.

Minutos después, la vidente —tras escuchar a través de la puerta para confirmar sus sensaciones— dejaba a Dominique la labor de manipulación de cerraduras, pues el chico acababa de ofrecerle su conocida pericia para ese tipo de cometidos. Dominique logró abrir la puerta enseguida, ni siquiera estaba echada la llave. A continuación entraron en el piso, un diminuto apartamento interior de dos habitaciones y un pequeño salón sin ventana.

—No he visto nunca una casa con menos iluminación —observó Daphne—. Hasta en eso le ha venido bien al vampiro. Dominique —se apresuró a añadir—. No toques nada, tus huellas dactilares podrían incriminarte si más adelante se descubre el cadáver del verdadero profesor Varney.

Aquella repentina advertencia provocó que el aludido encogiera los brazos en un respingo, justo cuando se disponía a coger unos documentos.

—¡No había caído en la cuenta! —susurró resoplando—. Gracias por el aviso.

Primero efectuaron un pequeño registro en todos los cuartos, por si encontraban algo que llamase su atención. Todo era muy normal, aunque ver los platos con suciedad de días en el fregadero de la cocina les hizo comprender que aquel piso llevaba toda la semana sin recibir ninguna visita.

Dominique halló una foto enmarcada del profesor con una chica y, tras atraparla utilizando un pañuelo, se la dio a Daphne por si le servía de detonante para algún tipo de intuición.

—No puedo —declaró ella—, necesito un objeto que haya tocado el vampiro.

De todos modos, la vidente se quedó un momento mirando la foto, atendiendo a cada detalle de aquel rostro joven que sonreía a un invisible fotógrafo junto a su compañera.

—Es él, pero no es él —aventuró la bruja—. Este no es el profesor con el que me crucé. No te sabría decir, pero hay algo en esta cara que no coincide con la idea que tengo de Varney desde que lo vi en el
lycée
la otra noche. Ahora ya estoy segura: ese monstruo ha adoptado la forma de este chico para moverse con total impunidad entre los mortales. Así que el verdadero Varney, por desgracia, está muerto.

No pudo continuar, pues un mareo suave recorrió su cuerpo, anunciando la puesta en marcha de sus mecanismos mentales.

—Este retrato... —Daphne, con los ojos cerrados, lo acariciaba ahora con mayor detenimiento, deslizando las yemas de los dedos a lo largo de todo el marco—. Sí, el vampiro debió de tocarlo, quizá incluso se sirvió de él para transformarse. Bravo, Dominique, bravo.

El chico aguardó, satisfecho a pesar de que su acierto se debía a una mera casualidad.

—¿Qué ves? —preguntó nervioso.

Ella apretaba con fuerza sus párpados, intentando ganar nitidez en su ensoñación.

—Veo.... veo tumbas —compartió—. Es el interior de un panteón, no alcanzo a ver el exterior, así que es imposible saber de qué cementerio se trata.

—¡Muy bien! —animó el chico, aun a sabiendas de los numerosos recintos funerarios que albergaba París—. ¿Distingues algún nombre en esas tumbas?

Daphne seguía concentrada, desplazando la palma de su mano por la foto acristalada.

—Sí... —susurró—. Gautier... todas las tumbas cuentan con inscripciones con el apellido Gautier... está todo muy sucio... y hay una escalera... unos peldaños que ascienden hasta una trampilla cerrada que conduce a un piso superior... ¡Dios mío, han dibujado una estrella satánica en el suelo! Y hay velas... —Dominique se preocupó viendo cómo la bruja empezaba a temblar a causa de la tensión. La escena a la que estaba asistiendo más allá del espacio tenía que ser muy impactante—. Me estoy acercando hasta una de las lápidas... casi puedo leer su inscripción... la tengo al lado... —Daphne contenía la respiración—. ¡Luc, Luc Gautier! Por fin. Ese es el nombre auténtico del vampiro. Está usando su propia tumba para ocultarse de día.

De la garganta de la vidente brotó entonces un chillido, y la anciana mujer cayó sobre el regazo de Dominique. El muchacho evitó así un duro golpe que habría sido muy doloroso para una mujer de la edad de Daphne.

La vidente abrió los ojos y pestañeó repetidas veces, despertando de su trance. Sus pupilas volvían a ver el descuidado interior del apartamento de Varney, lo que la tranquilizó.

—¿Qué ha ocurrido? —interrogó Dominique a la pitonisa cuando comprobó que se encontraba bien—. ¿Qué has visto?

—He visto a Michelle —respondió ella, impresionada—. Seguro que era ella, la he reconocido de otra visión que sufrí. Tuvo que ser llevada a ese panteón cuando la secuestraron, el último lugar que ella vio antes de que la arrebataran de este mundo. Y allí se realizó el rito prohibido. La osadía de ese demonio no tiene límites, es una criatura experta y poderosa.

Dominique pensó, lastimado, en Michelle. El interior de un panteón, aunque a los góticos les podía resultar un escenario muy sugerente, no parecía el mejor recuerdo que llevarse a un largo viaje.

* * *

Marguerite terminó de trabajar en la oficina, donde seguía investigando para intentar, entre otras cosas, localizar el cuerpo de Luc Gautier. Removía el pasado para procurar entender el presente y frenar un futuro que prometía sangre nueva.

Sangre fresca.

En todos los lugares implicados confirmaban la muerte de Gautier en presidio, con lo que su ataúd vacío solo arrojaba más sombras a un caso que empezaba a provocarle insomnio y grandes dosis de ansiedad. Aquella enigmática huella dactilar en la escena del crimen de Delaveau constituía un guiño surrealista que estorbaba a la detective. Descartada la imposible alternativa de que un viejísimo Luc Gautier se estuviera paseando todavía por París, solo quedaban dos posibilidades: o se estaban burlando de la policía con objeto de despistarla en sus pesquisas, o se trataba de un estudiado montaje que obedecía a otra intención, tan críptica que a Marguerite se le escapaba.

A Marcel no, por supuesto. Seguro que su amigo podía justificar la huella de Gautier sin ningún problema. La ventaja de las explicaciones del forense era que no estaban sujetas a los tediosos límites de la realidad. «Así cualquiera», se dijo la detective.

Como no se sentía con ganas de esperar a que el profesor Varney acudiese a sus clases en el
lycée
, decidió hacerle una visita en su domicilio. Ya en el interior de su coche, consultó un plano de la ciudad para ubicar la calle Camille Peletan, y en seguida se puso en camino.

Media hora después llegaba hasta el entramado de calles que rodeaba el edificio que buscaba. No le costó demasiado aparcar, aunque la serie de números que le interesaba estaba en la acera de enfrente. Se vio obligada, pues, a cruzar, no sin antes llevarse un buen susto por culpa de un viejo coche rojo que pasó rozándola a demasiada velocidad. Marguerite miró ceñuda el vehículo mientras se alejaba, lamentando después no haber anotado la matrícula para que sus compañeros de tráfico impusieran una multa a su conductor. Después, reanudó sus pasos hacia el domicilio de Varney. Ojalá estuviese en casa: no estaba dispuesta a soportar pérdidas de tiempo.

Marguerite llamó al telefonillo. Nadie contestó, y volvió a intentarlo.

—No se moleste —dijo una voz amable a su espalda—. Debe de estar de viaje.

Marguerite se volvió, encontrándose con un señor de avanzada edad que se disponía a entrar en el mismo número de la calle. De ojos claros y poco pelo, la piel agrietada del rostro de aquel hombre ofrecía un aspecto curtido pero entrañable.

—¿Perdone?

El desconocido se disculpó:

—Lo siento, no he podido evitar ver el botón al que está llamando, soy vecino de la casa. Me llamo Adam —se estrecharon la mano, mientras Marguerite se presentaba también—. Busca a Varney, ¿verdad?

—Sí, necesito hablar con él. Es muy urgente.

—Me temo que no va a poder hacerlo —advirtió el señor—. Debe de estar de viaje, hace días que no coincidimos. Y solemos hacerlo, nuestros apartamentos están en el mismo rellano.

Marguerite se maravilló de la fuente de información que eran los ancianos, casi siempre deseosos de hablar debido a su soledad.

—¿Está usted seguro? —quiso confirmar.

—Sí, sí. Ni siquiera oigo ruidos, y los tabiques de este edificio parecen de papel...

Marguerite maldijo en silencio. ¿Acaso Varney se alojaba en otra dirección? Porque no había faltado a ninguna clase del
lycée
, así que lo del presunto viaje no era posible.

—Ya sé lo que voy a hacer —empezó, aguardando a que el vecino sacara sus llaves—. Le dejaré una nota en su puerta, si es usted tan amable y me abre.

Adam sonrió.

—Por supuesto, señora. Alfred es un encanto, ¿sabe? La pena es que se ha quedado sin trabajo. A ver si encuentra pronto uno, porque su casero tiene muy mal carácter...

Marguerite anotó en su cabeza aquel dato. Alfred Varney se había entrevistado con el director del instituto Marie Curie el lunes anterior, y fue aceptado sobre la marcha. Entonces, si mantenía tanta relación con su vecino, ¿cómo es que todavía no le había dicho que lo habían contratado? La posibilidad de que, en efecto, llevase toda la semana fuera de su apartamento cobraba fuerza, para fastidio de la detective.

Adam, muy caballeroso, le cedió el paso, y Marguerite accedió al diminuto vestíbulo del portal. Sin embargo, no siguió avanzando, estupefacta ante un pensamiento agudo como un aguijón que se había alojado en su mente mientras daba aquellos últimos pasos.

Le acababa de venir a la cabeza el coche rojo que casi la había atropellado minutos antes. Era un automóvil viejo, muy viejo. Con un faro trasero roto.

Rojo, viejo, con un faro roto.

No podía ser. Imposible.

Por favor. Entre millones de parisinos.

Marguerite apretaba los labios evitando la grosera sarta de improperios que estaba a punto de salir de su boca con violencia sísmica. Una vena se le había hinchado sobre la sien, y sus ojos brillaban, más saltones de lo habitual, clavados —ella se había girado— en la acera que se distinguía a través del cristal de la puerta. Su aspecto era tan furibundo que incluso Adam permanecía callado ante el brusco cambio de humor que había experimentado la mujer. Las heridas en el rostro de la detective, que le otorgaban un aire patibulario, no ayudaban a suavizar su semblante.

Increíble. ¡Era esa pintoresca bruja! ¡La bruja había estado a punto de atropellarla!

Por fuerza tenía que ser el coche de la Vieja Daphne. ¿Cómo no iba a reconocerlo, si lo había estado siguiendo durante una hora la noche anterior?

¿Iría acompañada, una vez más, de algún joven muchacho?

¿Cómo era posible que hubieran vuelto a cruzarse, en medio de la vasta aglomeración de París? No podía ser algo accidental, tantas veces no.

La bruja, era la bruja. ¿Cómo no se había dado cuenta? Sin duda aquel caso estaba trastornando a la detective, no había otra explicación. Con lo observadora que ella había sido siempre...

Un molesto interrogante afloró a los labios de Marguerite en cuanto asumió la posibilidad de aquel cruce accidental: ¿qué hacía Daphne en aquella zona de París tan apartada del local donde efectuaba las adivinaciones?

El semblante de Marguerite pasó del enfado al enrojecimiento propio de la rabia: ellos ya habían estado en el piso de Varney. Daphne y sus chicos se le habían adelantado.

Lo que ignoraba era por qué.

Por la memoria de Marguerite desfiló la serie de encuentros casuales que habían tenido lugar: en el hospital, en el parque Monceau, frente al Instituto Anatómico Forense. Y ahora allí, en la calle donde vivía Varney.

Frunció el ceño. ¿Por qué estaban coincidiendo sus movimientos? Era incomprensible, absurdo. Carecía de lógica.

Marguerite, en medio de su desasosiego, cayó en la cuenta de un denominador común más en aquellos episodios: la presencia de Marcel Laville, que solo se incumplía en aquella casa en la que ahora se encontraba.

O quizá tampoco. ¿Quién podía garantizar que el forense no había estado también allí?

¿Era la detective la última en dar cada paso, sin ser consciente de ello?

Marguerite se sintió invadida por un desagradable sentimiento de exclusión. ¿Estaban todos implicados en algún tipo de juego en el que ella se encontraba al margen? ¿O era su escepticismo ante determinadas cuestiones lo que la volvía ciega a lo que estaba ocurriendo? No supo qué contestarse.

Por primera vez en su vida, se planteó que quizá estuvieran implicados elementos que no pertenecían a lo racional, a lo científico. No es que lo aceptara, pues era demasiado cabezota y hacerlo supondría, además, reducir el sentido de su labor como policía. Pero al menos dejaba la posibilidad ahí. Decidió, sin que sirviera de precedente, que imitaría al forense en una única cosa: cargaría su arma con balas de plata. Una acción supersticiosa que, sin embargo, daba la impresión de haber funcionado en el ataque del cementerio.

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