El universo en un solo átomo (4 page)

BOOK: El universo en un solo átomo
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Dos de los encuentros más memorables de aquel período fueron con el monje trapense Thomas Merton, que sentía un gran interés por el budismo y me abrió los ojos al cristianismo, y con el especialista en religión Huston Smith.

Uno de mis primeros maestros en ciencia —y uno de mis más entrañables amigos científicos— era el físico y filósofo alemán Cari von Weizsácker, el hermano del presidente de Alemania occidental.

Aunque él prefería describirse a sí mismo como profesor de filosofía políticamente activo que había recibido, además, formación en física, en los años treinta Von Weizsácker fue empleado como ayudante del físico cuántico Werner Heisenberg. Jamás olvidaré el ejemplo contagioso e inspirador de Von Weizsácker como hombre permanentemente preocupado por los efectos —especialmente por las consecuencias éticas y políticas— de la ciencia. Buscaba sin cesar la aplicación del rigor de la interrogación filosófica en las actividades de la ciencia, para así desafiarlas continuamente.

Además de las prolongadas conversaciones informales que mantuvimos en distintas ocasiones, tuve la suerte de recibir de Von Weizsácker varias clases magistrales sobre temas científicos. Aquellas clases discurrieron de una forma no muy distinta a la transmisión de persona a persona que es procedimiento familiar de enseñanza en mi propia tradición budista. En más de una ocasión, pudimos tomarnos dos días enteros de reclusión para que Von Weizsácker me diera una clase intensiva de física cuántica y sus implicaciones filosóficas. Me siento profundamente agradecido por su inmensa amabilidad en dedicarme tanto de su valioso tiempo, así como por la infinidad de su paciencia, especialmente cuando me encontraba luchando con conceptos difíciles, cosa que —debo admitir— no era infrecuente.

Von Weizsácker solía insistir en la importancia del empirismo en la ciencia. Decía que la materia se puede conocer de dos maneras: por medios fenomenológicos o por inferencia.

Por ejemplo, la mancha parda de una manzana se puede apreciar a simple vista. Es un hecho fenomenológico. Pero que haya un gusano dentro de la manzana es algo que podemos inferir de la mancha y de nuestro conocimiento general de las manzanas y los gusanos.

En la filosofía budista existe el principio según el cual los medios con que ponemos a prueba una proposición específica deben estar de acuerdo con la naturaleza del objeto analizado. Si, por ejemplo, la proposición concierne a hechos físicos observables, incluida la propia existencia, dicha proposición deberá ser confirmada o refutada por medios empíricos. Es así como el budismo da preferencia al método empírico de la observación directa. Si, por el contrario, la proposición concierne a generalizaciones inferidas de nuestra experiencia de la realidad (como, por ejemplo, la naturaleza transitoria de la vida o la interrelación de los elementos de la realidad), dicha proposición deberá ser aceptada o refutada con el empleo de la razón, especialmente en forma de deducción. Es así como el budismo acepta el método de la deducción razonada, de manera muy similar al ejemplo de Von Weizsácker.

Finalmente, desde el punto de vista del budismo, existe otro nivel de la realidad, que puede permanecer oculto a las mentes no iluminadas. Tradicionalmente, el ejemplo típico serían los efectos más sutiles de la ley del karma y la cuestión de por qué existen tantas especies de seres vivos en el mundo. Es solo en esta categoría de proposiciones que se cita la escritura como fuente de conocimiento potencialmente acertado, sobre la base específica de que, para los budistas, el testimonio del Buda ha demostrado ser fiable en la investigación de la naturaleza de la existencia y del camino a la liberación. Aunque este principio de los tres métodos de verificación —la experiencia, la inferencia y la autoridad fiable— está implícito en los primeros momentos de la evolución del pensamiento budista, fueron los grandes lógicos indios Dignaga (siglo v) y Dharmakirti (siglo Vil) quienes primero lo formularon como metodología filosófica sistematizada.

En este último ejemplo, el budismo y la ciencia divergen, puesto que la ciencia, al menos en principio, no reconoce ninguna forma de autoridad escritural. En los dos terrenos anteriores, sin embargo, la aplicación de la experiencia empírica y de la razón, se da una gran convergencia metodológica entre estas dos tradiciones de investigación. En nuestra vida cotidiana, no obstante, es el tercer método de comprobación de las teorías de la realidad que usamos con más frecuencia y regularidad. Por ejemplo, aceptamos la fecha de nuestro nacimiento basados en el testimonio verbal de nuestros familiares y en el testimonio escrito de nuestro certificado de nacimiento. Incluso dentro de la ciencia, aceptamos los resultados que los investigadores publican en ponencias revisadas por otros científicos, sin repetir nosotros mismos los experimentos.

Mi relación con la ciencia ganó, indudablemente, en profundidad a través de mi encuentro con el eminente físico David Bohm, quien poseía uno de los intelectos más desarrollados y una de las mentes más abiertas que nunca he conocido. Nos vimos por primera vez en Gran Bretaña, en 1979, durante mi segundo viaje a Europa y ambos sentimos una especial conexión de inmediato. De hecho, más tarde descubrí que también Bohm había tenido que exiliarse cuando se vio obligado a abandonar Estados Unidos durante las persecuciones de la época macartista. Iniciamos una amistad y una exploración intelectual mutua para toda la vida. David Bohm guió mis conocimientos de los aspectos más sutiles del pensamiento científico, especialmente de la física, y me expuso lo mejor de la cosmovisión científica. Mientras escuchaba muy atentamente las presentaciones detalladas de físicos como Bohm o Von Weizsácker, me sentía capaz de aprehender los aspectos más intrincados del tema. ¡Por desgracia, una vez terminadas sus exposiciones, a menudo no me quedaba gran cosa! Mi largo intercambio con Bohm, que se prolongó durante más de dos décadas, alimentó mis propias reflexiones sobre las formas en que los métodos de investigación budista se pueden parecer a los que emplea la ciencia moderna.

Admiraba especialmente la actitud extraordinariamente abierta de Bohm a todos los campos de la experiencia humana, no solo los que pertenecían al mundo material de su disciplina profesional sino también todos los aspectos de la subjetividad, incluida la cuestión de la conciencia. En el curso de nuestras conversaciones, me sentía en presencia de una gran mente científica, dispuesta a reconocer el valor de las observaciones y hallazgos de métodos de conocimiento distintos al científico objetivo.

Una de las cualidades especiales que ejemplificaba Bohm era el método fascinante y esencialmente filosófico de conducir una investigación científica por medio de experimentos reflexivos. Dicho de forma sencilla, esta práctica supone la creación de unos supuestos imaginarios, con los que se pone a prueba una hipótesis específica examinando sus posibles consecuencias en suposiciones que, normalmente, se considerarían irrefutables. Una gran parte del trabajo de Einstein sobre la relatividad del espacio y del tiempo se realizó por medio de experimentos reflexivos similares, que ponían a prueba los conocimientos de la física de su época. Uno de los ejemplos más famosos es el de la paradoja de los hermanos gemelos, uno de los cuales permanece en la Tierra mientras el otro viaja a bordo de una nave espacial a una velocidad que se acerca a la velocidad de la luz. Para el hermano a bordo de la nave, el tiempo debería decelerarse. Si regresara a la Tierra diez años después, encontraría que su hermano habría envejecido bastante más que él. La plena comprensión de esta paradoja requiere el dominio de complejas ecuaciones matemáticas que, por desgracia, escapa a mis posibilidades.

En mi relación con la ciencia, siempre me ha fascinado en extremo este método de análisis, debido a su estrecho paralelismo con el pensamiento filosófico budista. Antes de conocernos, Bohm había pasado mucho tiempo con el pensador espiritual indio Jiddu Krishnamurti, llegando a entablar numerosos diálogos con él. En varias ocasiones, Bohm y yo analizamos las formas en que el método científico objetivo se puede parecer a la práctica meditativa, que es, desde el punto de vista budista, igualmente empírica.

Aunque el énfasis básico en el empirismo y la razón es similar en el budismo y la ciencia, hay profundas diferencias en lo referente a lo que constituye la experiencia empírica y las formas de razonamiento empleadas por ambos sistemas. Cuando el budismo habla de la experiencia empírica, lo hace desde una noción más amplia del empirismo, que abarca los estados meditativos tanto como la percepción de los sentidos. Gracias al desarrollo de la tecnología en los últimos doscientos años, la ciencia ha sido capaz de extender el alcance de los sentidos en un grado inimaginable en épocas anteriores. De ahí que los científicos puedan usar el ojo desnudo, aunque bien es cierto que con la ayuda de poderosos instrumentos, como son los microscopios y los telescopios, para observar tanto fenómenos notablemente pequeños, como las células y las complejas estructuras atómicas, cuanto las vastas estructuras del cosmos.

Basándose en la ampliación de los horizontes de los sentidos, la ciencia ha podido impulsar los límites de la inferencia más allá que en cualquier momento anterior del conocimiento humano.

Actualmente, como respuesta a las huellas dejadas en las cámaras de burbujas, los físicos pueden deducir la existencia de las partículas constitutivas de los átomos, incluidos los elementos que se encuentran en el interior del neutrón, como los quarks y los gluones.

Cuando, siendo niño, experimentaba con el telescopio que había pertenecido al decimotercer Dalai Lama, conocí la intensa experiencia del poder de la inferencia basada en la observación empírica. La tradición popular tibetana habla del conejo de la Luna.

(Creo que los europeos ven a una figura humana en lugar de un conejo.) Una noche de otoño con Luna llena, pues, decidí examinar el conejo con mi telescopio. Para mi gran sorpresa, vi lo que parecían ser sombras. Me impresioné tanto que insistí que mis dos tutores vinieran a mirar por el telescopio. Argumenté que la presencia de sombras en la superficie de la Luna demostraba que esta es iluminada por la luz del Sol, igual que la Tierra. Ellos parecían confusos pero admitieron que la percepción de sombras en la Luna era indudable.

Más adelante, cuando tuve ocasión de ver fotografías de los cráteres lunares en una revista, observé el mismo efecto: que en el interior de los cráteres había sombra a un lado pero no al otro. De aquello deduje que tenía que existir una fuente de luz que proyectara la sombra, como ocurre en la Tierra. Llegué a la conclusión de que el Sol debía ser aquella fuente de luz que generaba sombras en el interior de los cráteres. Me entusiasmé cuando, pasado un tiempo, descubrí que era realmente así.

Estrictamente hablando, este proceso de razonamiento no es únicamente budista ni exclusivamente científico. Refleja una actividad básica de la mente humana, que empleamos a diario de forma espontánea. La introducción formal a la inferencia como principio lógico en la enseñanza de los jóvenes monjes budistas recurre al ejemplo de cómo se puede deducir la existencia de un fuego desde la distancia cuando se aprecia una columna de humo más allá de un paso de montaña. En el Tíbet es normal que de un fuego se infiera la presencia de humanos. Resulta fácil imaginarse a un viajero que, sediento tras una larga caminata, siente la necesidad de tomar una taza de té. Distingue el humo y deduce la presencia de un fuego y de un alojamiento donde cobijarse durante la noche. En base a esta inferencia, el viajero puede satisfacer su deseo de tomar un té. A partir de un fenómeno observable, directamente evidente a los sentidos, se puede inferir lo que permanece oculto. Esta forma de razonamiento es común en el budismo y la ciencia.

Durante mi primera visita a Europa, en 1973, tuve el honor de conocer a otro de los grandes pensadores del siglo XX, el filósofo sir Karl Popper. Como yo mismo, Popper tuvo que exiliarse de su Viena natal durante el período de la ocupación nazi y se convirtió en uno de los críticos más coherentes del totalitarismo. Descubrimos que teníamos muchas cosas en común. Popper era un hombre mayor cuando le conocí, tenía más de setenta años, ojos brillantes y una gran agudeza intelectual. Me podía imaginar su ímpetu en la juventud de la pasión que mostraba cuando tratábamos la cuestión de los regímenes autoritarios. Popper estaba más preocupado por la amenaza creciente del comunismo, por los peligros de los sistemas políticos totalitarios, por el desafío de la defensa de las libertades individuales y por la pervivencia de una sociedad abierta que interesado en explorar cuestiones referentes a la relación entre la ciencia y la religión. A pesar de ello, discutimos problemas concernientes al método científico.

En esa época, ni mi inglés era tan bueno como ahora ni mis traductores tan hábiles. A diferencia de las ciencias empíricas, la filosofía y la metodología son mucho más exigentes con el vocabulario. En consecuencia, es posible que me beneficiara menos de la oportunidad de conocer a Popper que de mis encuentros con personalidades como David Bohm y Cari von Weizsácker. A pesar de ello, nos hicimos amigos y nos reuníamos cada vez que yo iba a Gran Bretaña, incluida una memorable visita para tomar el té en su casa de Kenley, en Surrey, en 1987. Yo siento un amor especial por la jardinería y las flores, particularmente las orquídeas, y sir Karl se enorgulleció mucho de poder ofrecerme una visita guiada de sus preciosos jardines y su invernadero. Para entonces yo ya conocía la enorme influencia de Popper en la filosofía de la ciencia y, especialmente, en la cuestión del método científico.

Una de las principales contribuciones de Popper consistía en la clarificación de las funciones relativas del razonamiento inductivo y el deductivo en la postulación y demostración de las hipótesis científicas. Por inducción se entiende la generalización a partir de una serie de ejemplos observados empíricamente. Gran parte de nuestra experiencia cotidiana de las relaciones entre causa y efecto es inductiva. Por ejemplo, en base a la repetida observación de la relación entre humo y fuego llegamos a la generalización de que, donde hay humo, hay fuego. La deducción consiste en el proceso inverso, parte del conocimiento de verdades generales para explicar observaciones particulares. Si, por ejemplo, sabemos que todos los coches fabricados en Europa después de 1995 consumen gasolina sin plomo y nos enteramos que el coche de un amigo en concreto es del año 2000, podemos deducir que consume gasolina sin plomo.

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