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Authors: Christopher Priest

Tags: #Aventuras, Intriga

El prestigio (48 page)

BOOK: El prestigio
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—¿Quién está ahí? —dijo Borden, entornando los ojos.

No estaba ahí para intercambiar palabras con él. Con sólo dos pasos crucé la habitación, luego me lancé hacia el sofá, y me subí encima de él. Me puse en cuclillas sobre su estómago, y levanté el cuchillo con ambas manos.

Borden vio el cuchillo y luego me vio a mí. Apenas era visible bajo aquella tenue luz. Mientras estaba encima de él pude ver el contorno de mis brazos, la hoja del cuchillo temblando sobre su pecho. Debió ser una imagen salvaje y espantosa, pues no había sido capaz de afeitarme o de cortarme el cabello durante más de dos meses, y mi rostro estaba enjuto. Estaba aterrorizado y desesperado. Estaba sentado sobre su abdomen. Tenía un cuchillo en mis manos, preparándome para la cuchillada mortal.

—¿Qué eres? —gritó Borden jadeando. Había cogido mis espectrales muñecas, e intentaba hacerme retroceder, pero liberarme de él era algo muy sencillo para mí—. ¿Quién…?

—¡Prepárate para morir, Borden! —grité, sabiendo que lo que él oiría era el ronco y espantoso susurro que yo era capaz de producir.

—¿Angier? ¡Por favor! ¡No tenía idea de lo que estaba haciendo! ¡No era mi intención hacerte daño!

—¿Fuiste tú quien lo hizo? ¿O fue el otro?

—¿A qué te refieres?

—¿Fuiste tú o tu hermano gemelo?

—¡No tengo ningún hermano gemelo!

—¡Estás a punto de morir! ¡Admite la verdad!

—¡Estoy solo!

—¡Demasiado tarde! —grité, y deliberadamente agarré el mango del cuchillo de la manera que había aprendido era la más eficaz. Se me escaparía de las manos si lo apuñalaba demasiado salvajemente, así que bajé la hoja hasta que quedara justo sobre su corazón y comencé a ejercer una presión constante para que la hoja se abriera camino hasta llegar a su blanco. Sentí cómo se rajaba la tela de su camisa, y cómo la punta del cuchillo presionaba su carne.

Entonces vi la expresión en el rostro de Borden. Estaba paralizado por el miedo que me tenía. Sus manos estaban en algún lugar encima de mi cabeza, intentando detenerme. Tenía la boca abierta, la lengua medio fuera, la saliva le caía por las comisuras de los labios y le bajaba por la mandíbula. Tenía el pecho convulsionado a causa de su frenética respiración.

De su boca no salía ni una sola palabra, pero estaba tratando de hablar. Escuché el siseo y el balbuceo de un hombre ahogándose en su propio terror.

Me di cuenta de que ya no era un hombre fuerte. Sus cabellos estaban repletos de canas. La piel alrededor de los ojos estaba arrugada por la fatiga. El cuello también.

Estaba acostado debajo de mí, luchando por su vida contra un demonio incorpóreo que había caído sobre su cuerpo con un cuchillo en la mano, preparado para matarlo. Aquel pensamiento me resultó repulsivo. No pude terminar con el asesinato. No podía matar así. Todo el miedo, la furia y la tensión que había en mí comenzaron a desaparecer. Arrojé el cuchillo a un lado y rodé diestramente hasta alejarme de él. Me eché hacia atrás, ahora indefenso y petrificado por lo que podría hacerme.

Él permaneció en el sofá, en donde continuaba respirando dolorosamente y con dificultad, temblando de horror y de alivio. Me quedé de pie allí sumisamente, mortificado por el efecto que había tenido sobre este hombre.

Finalmente, dejó de temblar.

—¿Quién eres? —me preguntó, con la voz temblorosa a causa del pánico, quebrándose en un falsete en la última palabra.

—Soy Rupert Angier —le contesté con la voz ronca.

—¡Pero tú estás muerto!

—Sí.

—¿Y entonces cómo…?

Le dije: —Nunca deberíamos haber empezado todo esto, Borden. Pero matarte no es la manera de acabar con ello.

Me sentía humillado por la atrocidad de lo que había estado a punto de hacer, y el sentido básico de decencia que había gobernado mi vida hasta aquel momento se estaba reafirmando en mí con fuerza. ¿Cómo pude haberme imaginado alguna vez que podría matar a un hombre tan a sangre fría? Me alejé de Borden repleto de tristeza, y me apoyé contra la puerta de madera. Mientras pasaba lentamente a través de ella, oí nuevamente su chillido de horror.

V

El atentado contra la vida de Borden me había provocado un ataque de desesperación y desprecio por mí mismo. Sabía que me había traicionado a mí, a mi prestigio (el cual no era consciente de ninguno de mis actos), a Julia, a mis hijos, al nombre de mi padre, a cada amigo que había conocido a lo largo de mi vida. Si alguna vez había dudado de que mi enfrentamiento con Borden era un nefasto error, por fin estaba convencido. Nada de lo que nos habíamos hecho el uno al otro en el pasado podía justificar tal bajeza ni tal brutalidad.

En un estado de abatimiento y de apatía, regresé a la habitación que había alquilado, pensando que no había nada más que pudiera hacer con mi vida. No tenía nada más por lo que vivir.

VI

Planeé dejarme consumir y morir, pero hay un espíritu de vida, incluso en alguien como yo, que se interpone en el camino de tal decisión. Pensé que si no comía ni bebía, entonces simplemente me llegaría la muerte, pero en la práctica descubrí que la sed se convierte en una obsesión tan frenética que se necesita una fuerza de voluntad más poderosa que la mía para poder resistirla. Cada vez que tomaba unas pocas gotas para apagarla, posponía mi fallecimiento un poco más. Lo mismo sucedía con la comida; el hambre es un monstruo.

Después de un tiempo, aprendí a convivir con esto y me mantuve con vida; me había convertido en el patético morador de un inframundo que había sido tanto creación mía como de Borden, o al menos eso fue lo que llegué a creer.

Pasé gran parte del invierno en este estado miserable, un fracasado hasta en mi propia destrucción.

Durante el mes de febrero sentí que algo profundo crecía en mí. Al principio pensé que era una intensificación de la pérdida que había sufrido a partir del incidente de Lowestoft; el hecho de que nunca fui capaz de ver a Julia o a los niños. Me había negado este derecho, creyendo que, tras haberlo pensado detenidamente, mi necesidad de estar con ellos tenía mucho menos peso que el horrendo efecto que mi apariencia tendría sobre ellos. A medida que iban pasando los meses, esta tristeza se convirtió en un dolor espantoso, pero no podía detectar nada a mi alrededor que motivara tanta pena.

Fue al pensar en la vida de mi otro yo, el doble que había quedado detrás de mí en Lowestoft, cuando tuve la sensación de estar centrando mi atención en el lugar adecuado. Inmediatamente supe que tenía problemas. Habría sufrido alguna clase de accidente, o estaría siendo amenazado (¿tal vez por uno de los Borden?), o incluso podía ser que su salud se estuviera deteriorando más rápidamente de lo que yo había esperado.

Una vez más, cuando pensé concretamente en su salud, supe inmediatamente que había identificado lo que estaba ocurriendo. Estaba enfermo, incluso muriendo. Tenía que estar con él, tenía que ayudarlo de cualquier forma a mi alcance.

En aquel entonces, yo no me caracterizaba precisamente por mi fuerza física. Además del cuerpo que el accidente me había dejado, mi escasa dieta y la falta de ejercicio me habían convertido prácticamente en un esqueleto. Raras veces salía de mi sórdida habitación, y cuando lo hacía, era únicamente de noche, cuando nadie podía verme. Sabía que me había convertido en algo espantoso para la vista, en un verdadero espíritu del mal en todos los sentidos. La perspectiva del largo viaje hasta Derbyshire parecía repleta de peligrosas posibilidades.

Por lo tanto me embarqué en un esfuerzo consciente para mejorar mi apariencia. Comencé a ingerir comida y bebida en cantidades razonables, me corté los largos y desaliñados cabellos, y robé nuevas ropas. Varias semanas de cuidado serían necesarias para devolverme aunque sea la apariencia que tenía después de lo de Lowestoft, pero casi inmediatamente comencé a sentirme mejor, y mi estado de ánimo fue mejorando.

En contraste con todo esto estaba la conciencia de que el dolor que estaba sufriendo mi doble era casi insoportable.

Todo parecía llevarme ineludiblemente a mi regreso al hogar familiar, y en la última semana de marzo compré un billete para el tren nocturno hacia Sheffeld.

VII

Solamente sabía una cosa acerca del impacto que mi regreso causaría en la casa. Mi repentina aparición no sorprendería a la parte de mí a la cual llamaba mi doble.

Llegué a la Casa Caldlow a media mañana, en un radiante día de primavera, y bajo los firmes rayos del sol mi apariencia física se encontraba en su estado más sustancial. A pesar de esto, sabía que presentaba una figura sorprendente, porque durante mi breve viaje diurno desde la estación de Sheffeld hasta la casa en taxi, autobús, y luego nuevamente en taxi, había despertado en muchos transeúntes una mirada de curiosidad. Ya me había acostumbrado a esto en Londres, pero los propios londinenses están acostumbrados a ver a los moradores más extraños de la ciudad.

Aquí, en las provincias, un hombre esquelético que lleva ropas oscuras y un gran sombrero, con una piel muy poco natural, los cabellos cortados desigualmente y los ojos extrañamente hundidos, era objeto de curiosidad y alarma.

Cuando llegué a la casa, me dirigí hasta la puerta y la golpeé con fuerza. Podría haber entrado solo, pero no tenía idea de lo que podría llegar a encontrar. Me pareció que era mejor tomarme mi regreso sin aviso previo poco a poco.

Hutton abrió la puerta. Me quité el sombrero, y sencillamente me quedé de pie delante de él. Había empezado a decir algo antes de reparar en mí, pero cuando me vio no pronunció ni una palabra más. Me contemplaba fijamente y en silencio, con el rostro impasible. Lo conocía bastante como para darme cuenta que su silencio revelaba su consternación.

Después de haberle dado tiempo suficiente para que aceptara la realidad, le dije:

—Hutton, me alegra verte nuevamente.

Abrió la boca para hablar, pero no salió nada de ella.

—Tú debes saber lo que ocurrió en Lowestoft, Hutton —le dije—. Yo soy la desgraciada consecuencia de aquello.

—Sí, señor —dijo por fin.

—¿Puedo pasar?

—¿No debería avisar a lady Colderdale de que usted está aquí, señor?

—Me gustaría hablar discretamente contigo antes de verla, Hutton. Sé que es muy probable que mi llegada pueda provocar cierta alarma.

Me llevó hasta su sala de estar, que está junto a la cocina, y me sirvió una taza de té que acababa de preparar. Lo bebí a sorbos mientras estaba allí de pie frente a él, sin saber cómo explicarme. Hutton, un hombre a quien siempre había admirado por su serenidad, enseguida tomó el control de la situación.

—Creo que sería mejor, señor —me dijo—, que usted esperara aquí mientras yo me ocupo de comunicarle su llegada a lady Julia. Entonces ella, supongo, vendrá a verle. Y así podrán decidir juntos cuál es la mejor manera de proceder.

—Hutton, dime: ¿cómo se encuentra mi…? Quiero decir, ¿cómo está la salud de…?

—Lord Angier ha estado muy enfermo, señor. Sin embargo, ahora su pronóstico es excelente y ha regresado esta semana del hospital. Está convaleciente en el invernadero, donde hemos trasladado su cama. Creo que lady Julia está con él en este preciso momento.

—Esta situación es insoportable, Hutton —me atreví a decir.

—Lo es, señor.

—Para ti en particular, quiero decir.

—Para mí y para usted, y para todos, señor. Estoy al tanto de lo que sucedió en aquel teatro de Lowestoft. Lord Angier, es decir, usted, señor, ha hecho de mí su confidente. Usted recordará, seguramente, que yo he participado numerosas veces cuando ha sido necesaria mi colaboración para disponer de los materiales sobrantes… En esta casa, por supuesto, no hay secretos, mi Lord, tal como usted ordenó.

—¿Está Adam Wilson aquí?

—Sí, así es.

—Me alegra mucho saber eso.

Unos momentos después, Hutton se retiró y luego de una demora de aproximadamente cinco minutos, regresó con Julia. Parecía estar cansada, y sus cabellos estaban peinados hacia atrás con un moño. Vino directamente hacia mí y nos abrazamos bastante cariñosamente, pero los dos estábamos demasiado nerviosos. Noté su tensión mientras nos teníamos cogidos el uno al otro.

Hutton se excusó y se retiró nuevamente, y cuando nos quedamos solos, Julia y yo nos aseguramos de que yo no era ninguna clase de espantoso impostor. Incluso yo mismo había dudado varias veces de mi propia identidad durante aquellos largos meses de invierno. Hay un tipo de locura en la cual el engaño reemplaza a la realidad, y muchas veces, me había parecido que eso lo explicaría todo; que una vez había sido Rupert Angier, pero que ahora no tenía el mando de mi propia vida, y que únicamente me quedaban los recuerdos, o bien que era el alma de otra persona y que, presa de la locura, había llegado a creer que era Angier.

Apenas tuve la oportunidad, le expliqué a Julia los límites de mi existencia corporal: cómo desaparecería de su vista si no me encontraba bajo alguna luz brillante, y cómo podía deslizarme sin ser visto a través de objetos sólidos.

Luego ella me contó acerca de las enfermedades que yo, mi doble, había estado sufriendo, y cómo, gracias a alguna clase de milagro, habían parecido esfumarse por sí solos, permitiéndome a mí, a él, regresar a casa.

—¿Se recuperará por completo? —pregunté ansiosamente.

—El médico dijo que a veces la recuperación se produce espontáneamente, pero en muchos casos una remisión es algo que dura solamente un corto período de tiempo. Él cree que en este caso, tú, él… —Parecía estar a punto de echarse a llorar, así que tomé su mano. Se tranquilizó y me dijo en un tono pesimista—: Él cree que es solamente una tregua temporal. Los cánceres son malignos, múltiples, y se han propagado.

Después me dijo lo que más me sorprendió de todo: que Borden, o más precisamente, uno de los gemelos Borden, había muerto, y que este cuaderno había caído en mis, nuestras, manos.

Enterarme de todo aquello me dejó pasmado. Por ejemplo, me enteré de que Borden había muerto tan sólo tres días después de mi fallido intento de atentar contra su vida; los dos acontecimientos parecían estar inevitablemente conectados.

Julia me dijo que se creía que había sufrido un ataque al corazón; me preguntaba si esto podría haber sido causado por el miedo que le había infundido. Recordaba sus terribles ruidos de angustia, su fatigosa respiración y su apariencia general de cansancio y de mala salud. Sabía que los ataques al corazón podían ser causados por estrés, pero hasta este momento había supuesto que después de mi partida, Borden habría recuperado sus sentidos, y que, a la larga, habría vuelto a la normalidad.

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