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Authors: Antoine de Saint-Exupéry

Tags: #Drama, Histórico, Relato

Vuelo nocturno (7 page)

BOOK: Vuelo nocturno
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Había llegado a esa frontera donde se plantea, no el problema de un pequeño peligro personal, sino el de la acción. Frente a Rivière se erguía, no la mujer Fabien, sino otro sentido de la vida. Rivière sólo podía escuchar, compadecer aquella voz, aquel canto tan enormemente triste, pero enemigo. Pues ni la acción, ni la felicidad individual admiten particiones: están en conflicto. Esta mujer hablaba también en nombre de un mundo absoluto, y de sus deberes y de sus derechos. El mundo del resplandor de la lámpara doméstica sobre una mesa, de una patria de esperanzas, de ternuras, de recuerdos. Exigía su bien y tenía razón. Pero él, Rivière, también tenía razón, aunque no podía oponer nada a la verdad de esta mujer. Él descubría, a la luz de una humilde lámpara doméstica, que su propia verdad era inexpresable e inhumana.

—Señora…

Pero ya no le escuchaba. Había caído, casi a sus pies, le parecía a él, después de haber lastimado sus débiles puños contra el muro.

Un ingeniero había dicho un día a Rivière, cuando se inclinaba sobre un herido, junto a un puente en construcción: «Ese puente, ¿vale el precio de un rostro aplastado?». Ningún labrador, para quienes aquella carretera se abría, hubiera aceptado, para ahorrarse un rodeo, mutilar ese rostro espantoso. Y, sin embargo, se construían puentes. El ingeniero había añadido: «El interés general está formado por los intereses particulares: no justifica nada más». «Y, no obstante —le había respondido más tarde Rivière—, si la vida humana no tiene precio, nosotros obramos siempre como si alguna cosa sobrepasase, en valor, la vida humana… Pero ¿qué?».

Y a Rivière, pensando en la tripulación, se le encogió el corazón. La acción, incluso la de construir un puente, destruye felicidades; Rivière no podía dejar de preguntarse: «¿En nombre de qué?».

«Esos hombres —pensaba— que van tal vez a desaparecer, habrían podido vivir dichosos». Veía rostros inclinados en el santuario de oro de esas lámparas nocturnas. «¿En nombre de qué los ha sacado de ahí? ¿En nombre de qué los ha arrancado de la felicidad individual? La primera ley, ¿no es precisamente la de defender esas dichas? Pero él las destroza. Y no obstante, un día, fatalmente, los santuarios de oro se desvanecen como espejismos. La vejez y la muerte, más implacables que él mismo, los destruyen. ¿Tal vez existe alguna otra cosa, más duradera, para salvar? ¿Tal vez hay que salvar esa parte del hombre que Rivière trabaja? Si no es así, la acción no se justifica».

«Amar, amar únicamente, ¡qué callejón sin salida!». Rivière tuvo la oscura conciencia de un deber más grande que el de amar. O se trataba también de una ternura, ¡pero tan diferente de las otras! Evocó una frase: «Se trata de hacerlos eternos…». ¿Dónde lo había leído? «Lo que vos perseguís en vos mismo muere». Imaginó un templo al dios Sol de los antiguos incas del Perú. Aquellas piedras erguidas sobre la montaña. ¿Qué quedaría, sin ellas, de una civilización poderosa que gravitaba con el peso de sus piedras, sobre el hombre actual, como un remordimiento? «¿En nombre de qué rigor o de qué extraño amor, el conductor de pueblos de antaño, constriñendo a sus muchedumbres a construir ese templo sobre la montaña, les impuso la obligación de erguir su eternidad?». Rivière se imaginó aún a los habitantes de las pequeñas ciudades que, en el crepúsculo, dan vueltas alrededor de sus quioscos de música: «Esa especie de felicidad, ese arnés…»., pensó. El conductor de pueblos de antaño, tal vez no tuvo piedad por el dolor del hombre; pero tuvo una inmensa piedad por su muerte. No por su muerte individual, sino piedad por la especie que el mar de arena borraría. Y él conducía a su pueblo a levantar, por lo menos, algunas piedras que el desierto no había de sepultar.

XV

Este papel doblado en cuatro tal vez les salve: Fabien lo despliega, apretados los dientes.

«Imposible entenderse con Buenos Aires. Ni siquiera puedo manipular: me saltan chispas de los dedos».

Fabien, irritado, quiso responder, pero cuando sus manos abandonaron los mandos para escribir, una especie de ola poderosa penetró en su cuerpo: los remolinos le levantaban, haciéndole oscilar en sus cinco toneladas de metal. Renunció a escribir.

Sus manos se afirmaron de nuevo sobre el oleaje, y lo dominaron.

Fabien respiró profundamente. Si el «radio» remontaba la antena por miedo a la tormenta, le rompería la cara en cuanto hubiesen aterrizado. Costase lo que costase, era preciso entrar en contacto con Buenos Aires, como si, a más de mil quinientos kilómetros, se les pudiese lanzar una cuerda sobre este abismo. A falta de una temblorosa y casi inútil luz, como la lámpara de un albergue, pero que les habría gritado ¡tierra!, como un faro, les era preciso por lo menos una voz, una sola voz, llegada de un mundo que ya no existía. El piloto sacudió el puño en su luz roja, para dar a entender a su compañero esta trágica verdad, pero el otro, inclinado sobre el espacio devastado, con las ciudades enterradas y las luces muertas, no lo comprendió.

Fabien hubiera seguido todos los consejos, mientras le fuesen gritados. Pensaba: «Si me dicen que dé la vuelta en redondo, daré la vuelta; si me dicen que marche hacia el Sur…». En alguna parte estarán esas tierras pacíficas, tranquilas bajo las grandes sombras de la luna. Los cama-radas, allá lejos, las conocían, instruidos como sabios inclinados sobre mapas, todopoderosos, al abrigo de las lámparas hermosas como flores. ¿Qué sabía él fuera de los remolinos y de la noche que lanzaba contra él su torrente negro a la velocidad de un derrumbamiento? No podían abandonar a dos hombres entre esas trombas y esas llamaradas que surgían en las nubes. No, no podían hacerlo. Ordenarían a Fabien: «Dirección doscientos cuarenta». Y él tomaría esa dirección. Pero estaba solo.

Le pareció que también la materia se sublevaba. El motor, a cada inclinación, vibraba tan fuerte, que toda la masa del avión se agitaba con un temblor furioso. Fabien, con la cabeza hundida en la carlinga, cara al horizonte del giróscopo, pues, afuera, no discernía ya la masa del cielo de la tierra, consumía todas sus fuerzas en dominar el avión. Andaba perdido en una oscuridad donde todo se mezclaba: la oscuridad del origen del mundo. Las agujas de los indicadores de posición oscilaban cada vez más aprisa, haciéndose imposibles de seguir. El piloto, al que engañaban, se debatía mal, perdía altura, se hundía poco a poco en esa oscuridad. Leyó la altura «quinientos metros». Era el nivel de las colinas. Sintió que sus olas vertiginosas corrían hacia él. Diose cuenta también de que todas las masas del suelo eran como arrancadas de su sostén, partidas a pedazos, y empezaban a dar vueltas, ebrias, a su alrededor. Empezaban a su alrededor una especie de danza que se estrechaba cada vez más.

Tomó una resolución. Aun a riesgo de hincarse en el suelo, aterrizaría no importaba dónde. Y para evitar, al menos, las colinas, lanzó su único cohete luminoso, que se inflamó, revoloteó, iluminó una llanura y se apagó: era el mar.

Pensó rápidamente: «Me he perdido. Cuarenta grados de corrección; he derivado enormemente. Es un ciclón. ¿Dónde se halla la tierra?». Viraba de lleno hacia al Oeste. Pensó: «Ahora, sin cohete, es seguro que me mato». Pero un día u otro debía llegar la muerte. Y su camarada, allá detrás… «Ha remontado la antena, sin duda». Pero ya no le guardaba rencor. Puesto que, si él mismo abriera simplemente las manos, la vida de ambos se escurriría inmediatamente, como vana polvareda. Tenía en sus manos el corazón palpitante de su compañero y el suyo propio. Y, de repente, sus manos le horrorizaron.

Los remolinos de aire parecían golpes de ariete. El piloto, para amortiguar las sacudidas del volante, que habrían roto los cables de los mandos, se había agarrado a él con todas sus fuerzas. Y continuaba agarrado. Pero he aquí que no se sentía ya sus manos, adormecidas por el esfuerzo. Quiso agitar los dedos para percibir su mensaje: no supo si había sido obedecido. Era algo desconocido, como vejigas de baldruche insensibles y blandas, lo que tenía al final de sus brazos. Pensó: «Es preciso imaginarme que aprieto con todas mis fuerzas…». No supo si el pensamiento había llegado hasta las manos. Pero como sólo percibía las sacudidas del volante por el dolor de sus hombros: «Se me escapará. Mis manos se abrirán…». Espantóse por haberse permitido tales palabras, pues creyó sentir sus manos que, obedeciendo esta vez la oscura potencia de la imagen, se abrían lentamente, en la sombra, para entregarlo.

Habría podido luchar aún, probar suerte: no hay fatalidad externa. Pero sí hay una fatalidad interior: llega un momento en el que nos descubrimos vulnerables; entonces las faltas nos atraen como un vértigo.

Y fue en este instante cuando lucieron en su cabeza, en un desgarrón de la tormenta, como cebo mortal en el fondo de una masa, algunas estrellas…

Juzgó que era una trampa: se ven tres estrellas por un agujero, se sube hacia ellas, y ya no se puede descender, se permanece allí, mordiendo las estrellas…

Sin embargo, era tal su hambre de luz, que remontó.

XVI

Se remontó, soslayando mejor los remolinos, gracias a los hitos que ofrecían las estrellas. Su pálido imán le seducía. Se había afanado tan largo tiempo en la búsqueda de una luz, que no habría abandonado la más confusa. Feliz por el fulgor de un albergue, habría revoloteado hasta la muerte alrededor de esta señal, de la que estaba hambriento. Por eso ascendía hacia los campos de luz.

Se elevaba poco a poco en espiral, por el interior del pozo que se había abierto y que se cerraba de nuevo a sus pies. A medida que ascendía, las nubes perdían su cenagosa oscuridad, pasaban contra él como olas cada vez más puras y blancas. Fabien emergió.

Su sorpresa fue extraordinaria: la claridad era tal que le cegaba. Por algunos segundos tuvo que entornar los ojos. Jamás hubiera creído que las nubes, que la noche, pudiesen cegar. Pero la luna llena y todas las constelaciones las convertían en olas resplandecientes.

El avión había ganado, de un solo golpe, en el mismo instante de emerger, una calma que parecía extraordinaria. Ningún oleaje lo zarandeaba. Como barca que pasa el dique, entraba en las aguas abrigadas. Había penetrado en una región ignota y escondida del cielo, como la bahía de las islas venturosas. La tempestad, debajo de sí, formaba otro mundo de tres mil metros de espesor, atravesado por ráfagas, trombas de agua y relámpagos, pero presentaba a los astros un rostro de cristal y de nieve.

Fabien creyó haber arribado a limbos extraños, pues todo hacíase luminoso: sus manos, sus vestidos, sus alas. La luz no bajaba de los astros, sino que se desprendía, debajo de él, alrededor de él, de esas masas blancas.

Las nubes, bajo él, devolvían toda la nieve que recibían de la Luna. Las de derecha e izquierda, altas como torres, hacían lo mismo. La luz era cual leche en la que se bañaba la tripulación. Fabien, volviéndose, vio que el «radio» sonreía.

—¡Esto va mejor! —gritó.

Pero la voz se perdía en el ruido del vuelo: las sonrisas solas hablaban. «Estoy completamente loco —pensaba Fabien— por sonreír; estamos perdidos».

Sin embargo, mil oscuros brazos le habían desatado de sus cadenas, como se desata a un prisionero al que se permite andar solo, por un tiempo, entre flores.

«Demasiado hermoso», pensaba Fabien. Erraba entre las estrellas acumuladas con la densidad de un tesoro, en un mundo donde nada vivía fuera de él, absolutamente nada excepto él, Fabien y su camarada. Semejante a esos ladrones de ciudades fabulosas, emparedados en la cámara de los tesoros, de donde no sabría salir. Entre pedrerías heladas, erraban infinitamente ricos, pero condenados.

XVII

Uno de los radiotelegrafistas de Comodoro Rivadavia, escala de Patagonia, hizo un ademán brusco, y todos los que velaban impotentes en la estación se agruparon alrededor de ese hombre y se inclinaron.

Se inclinaban sobre un papel virgen y crudamente iluminado. La mano del operador titubeaba aún, y el lápiz se balanceaba. La mano del operador tenía aún las letras prisioneras, pero ya sus dedos temblaban.

—¿Tormentas?

El «radio» hizo «sí» con la cabeza. Sus chirridos le impedían entender.

Luego anotó algunos signos indescifrables. Luego palabras. Luego se pudo restablecer el texto:

«Bloqueados a tres mil ochocientos por encima de la tempestad. Navegamos rumbo Oeste, hacia el interior, pues habíamos derivado sobre el mar. A nuestros pies todo está obstruido. Ignoramos si volamos aún sobre el mar. Comunicad si la tempestad se extiende al interior».

A causa de las tormentas, para transmitir este telegrama a Buenos Aires tuvieron que hacer la cadena de estación en estación. El mensaje avanzaba en la noche, como fuego que se enciende sucesivamente.

Buenos Aires mandó responder:

«Tempestad general en el interior. ¿Cuánto combustible le queda?».

«Media hora, aproximadamente».

Y esta frase, de velador a velador, remontó hasta Buenos Aires.

La tripulación estaba condenada a zozobrar antes de treinta minutos en un ciclón que la arrojaría contra el suelo.

XVIII

Rivière medita. No conserva ya ninguna esperanza: esa tripulación naufragará en algún lugar, esta noche.

Rivière se acuerda de una visión que había impresionado su infancia: se vaciaba un estanque para encontrar un cuerpo. No se encontrará nada tampoco, antes de que esta masa de oscuridad haya desalojado la superficie de la tierra, antes de que asciendan al día esas playas, esas llanuras, esos trigales. Sencillos labradores descubrirán tal vez a dos muchachos con el codo plegado sobre la faz, durmiendo, al parecer, varados sobre la hierba y el oro de un fondo apacible. Pero la noche les habrá ahogado.

Rivière piensa en los tesoros sepultados en las profundidades de la noche cual en mares fabulosos… Esos manzanos nocturnos que esperan el día con todas sus flores, flores que no sirven aún. La noche es rica, colmada de perfumes, de corderos adormecidos, y de flores que no tienen todavía color.

Poco a poco ascenderán hacia el día los gruesos surcos, los bosques mojados, la alfalfa fresca. Pero, en medio de las colinas, ahora inofensivas, de las praderas y de los corderos, en la sabiduría del mundo, dos muchachos parecían dormir. Y alguna cosa habrá pasado del mundo visible al otro.

Rivière sabe que la mujer de Fabien es inquieta y tierna: este amor apenas le fue prestado, cual un juguete a un niño pobre.

Rivière piensa en la mano de Fabien, que por algunos minutos posee aún su destino en los mandos. Esa mano que ha acariciado. Esa mano que se ha posado sobre un rostro, y ha cambiado ese rostro. Esa mano que ha sido milagrosa.

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