Read Vuelo nocturno Online

Authors: Antoine de Saint-Exupéry

Tags: #Drama, Histórico, Relato

Vuelo nocturno (5 page)

BOOK: Vuelo nocturno
4.74Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

«Porque a los acontecimientos se los manda —pensaba Rivière—, y obedecen, y así se crea. Y los hombres pobres son cosas, y se les crea también. O se los aparta cuando el mal pasa por ellos».

«Quiero decirle aún…». ¿Qué es lo que quería decir el pobre viejo? ¿Que se le arrebataban sus viejas alegrías? ¿Que amaba el ruido de las herramientas sobre el acero de los aviones, que se privaba a su vida de una gran poesía, y, además…, que es preciso vivir?

«Estoy muy fatigado», pensaba Rivière. La fiebre subía, acariciante. Golpeaba la hoja y pensaba: «Amaba mucho el rostro de ese viejo compañero…». Y Rivière veía de nuevo sus manos. Bastaría decir: «Bien. Bien. Quédese». Rivière veía ya la ola de alegría que bajaría sobre aquellas viejas manos. Y ese gozo que dirían, que iban a decir, no el rostro, sino esas viejas manos de obrero, le parecía la cosa más hermosa del mundo. «¿Rompo esta nota?» y la familia del viejo, y esa vuelta al hogar, por la noche, y ese modesto orgullo:

«—¿Así, pues, continúas en el trabajo?

»—¡Pues claro! ¡Soy yo quien montó el primer avión de la Argentina!».

Y los jóvenes que ya no se reirían más, y ese prestigio reconquistado por el antiguo…

«¿La rompo?».

El teléfono se dejó oír; Rivière lo descolgó. Un tiempo largo, luego esa resonancia, esa profundidad que causan el viento y el espacio a la voz humana. Por fin habló:

—Aquí, el campo. ¿Quién está ahí?

—Rivière.

—Señor director, el 650 está en la pista.

—Bien.

—Todo listo, ya; pero, a última hora, hemos debido rehacer el circuito eléctrico: las conexiones eran defectuosas.

—Bien. ¿Quién ha montado el circuito?

—Lo averiguaremos. Si usted lo permite, aplicaremos sanciones: ¡una avería de luz a bordo puede ser algo grave!

—Cierto.

Rivière pensó: «Si no se arranca el mal cuando se le encuentra, dondequiera que esté, se producen luego averías en la luz: es un crimen flaquear cuando por azar se descubren sus instrumentos: Roblet partirá».

El secretario, que nada ha visto, sigue tecleando.

—¿Qué es?

—La contabilidad quincenal.

—¿Por qué no está lista aún?

—Yo…

—Luego lo veremos.

«Es curioso ver cómo recobran su imperio los acontecimientos, cómo se muestra una enorme fuerza oscura, la misma que levanta las selvas vírgenes, que crece, que forcejea, que ruge de todas partes alrededor de las grandes obras». Rivière pensaba en esos templos que pequeñas lianas aterran.

«Una gran obra…».

Pensó aún para tranquilizarse: «Quiero a todos estos hombres, y no es a ellos a quienes combato, sino a lo que sucede por ellos…».

Su corazón latía a golpes rápidos, que le hacían sufrir.

«No sé si lo que hago está bien. Ignoro el exacto valor de la vida humana, de la justicia, o del dolor. Ignoro con exactitud lo que vale el gozo de un hombre. O una mano que tiembla. O la piedad, o la dulzura…».

Meditó:

«La vida se contradice tanto, que uno se las arregla como puede con la vida… Pero perdurar, crear, cambiar el cuerpo perecedero…».

Rivière reflexionó, luego llamó:

—Telefoneen al piloto del correo de Europa. Que venga a verme antes de despegar.

Pensaba:

«Es preciso que ese correo no dé media vuelta inútilmente. Si no sacudo a mis hombres, siempre les inquietará la noche».

X

La mujer del piloto, despertada por el teléfono, miró a su marido y pensó:

«Lo dejaré dormir un poco más».

Admiraba aquel pecho desnudo, de fuerte quilla; pensaba en un hermoso navío.

El piloto reposaba en el lecho tranquilo, como en un puerto, y, para que nada agitase su sueño, ella borró con el dedo ese pliegue, esa sombra, esa ola; apaciguaba el lecho, como un dedo divino, el mar.

Levantóse, abrió la ventana, y el viento le dio en el rostro. La habitación dominaba Buenos Aires. Una casa vecina, donde se bailaba, esparcía algunas melodías que el viento traía, pues era la hora de los placeres y el reposo. La ciudad encerraba a los hombres en sus cien mil fortalezas; todo estaba quieto y seguro; pero a esta mujer le parecía que alguien iba a gritar «¡A las armas!» y que sólo un hombre, el suyo, se erguiría. Descansaba aún, pero su descanso era el reposo temible de reservas que van a consumirse. La ciudad dormida no le protegía: sus luces le parecerán vanas, cuando se levante, cual joven dios, de su polvo. Contemplaba esos brazos sólidos que, dentro de una hora, llevarían la suerte del correo de Europa, responsables de algo grande, como el destino de una ciudad. Turbóse por ello. Aquel hombre, en medio de aquellos millones de hombres, era el único preparado para el extraño sacrificio. Se apenó. Él escapaba así a su dulzura. Ella lo había alimentado, velado, acariciado, no para sí misma, sino para esta noche que iba a arrebatárselo. Para luchas, para angustias, para victorias, de las que ella nada sabría. Aquellas manos tiernas eran todo suavidad, pero sus verdaderas tareas eran oscuras. Ella conocía las sonrisas de este hombre, sus precauciones de amante, pero no, en la tormenta, sus divinas cóleras. Ella le cargaba de tiernos lazos: de música, de amor, de flores; pero cuando sonaba la hora de la partida, estos lazos caían sin que él pareciese sufrir por ello.

Abrió los ojos.

—¿Qué hora es?

—Medianoche.

—¿Qué tiempo hace?

—No sé…

Se levantó. Andaba lentamente hacia la ventana, desperezándose.

—No tendré mucho frío. ¿Cuál es la dirección del viento?

—¿Cómo quieres que lo sepa…?

Él se inclinó.

—Sur. Muy bien. Esto dura, por lo menos hasta el Brasil.

Fijóse en la luna, y se supo rico. Luego sus ojos bajaron hacia la ciudad.

No la juzgó dulce, ni brillante, ni cálida. Veía ya derramarse la arena vana de sus luces.

—¿En qué piensas?

Él pensaba en la posible bruma hacia Porto Alegre.

—Tengo mi estrategia. Sé por dónde hay que dar la vuelta.

Seguía inclinado. Respiraba profundamente, como antes de lanzarse, desnudo, al mar.

—Ni siquiera estás triste… ¿Cuántos días estarás fuera?

Ocho, diez días. No sabía. Triste, no; ¿por qué? Aquellas llanuras, aquellas ciudades, aquellas montañas… Le parecía que marchaba, libre, a su conquista. Pensaba también que antes de una hora poseería y desecharía a Buenos Aires.

Sonrió:

—Esa ciudad… muy pronto estaré lejos. Es hermoso marcharse de noche. Se tira de la manecilla de los gases, cara al Sur y, diez segundos más tarde, se invierte el paisaje, cara al Norte. La ciudad no es ya más que un fondo de mar.

Ella pensaba en todo lo que es preciso desechar para conquistar.

—¿No amas tu hogar?

—Sí que lo amo…

Pero ya su mujer lo sabía en marcha. Esas espaldas pesaban ya contra el cielo.

Ella se lo mostró:

—Tendrás buen tiempo, tu ruta está tapizada de estrellas.

Él se rió:

—Sí.

Ella puso su mano sobre este hombro y emocionóse al sentirlo tibio: esta carne ¿estaba, pues, amenazada…?

— ¡Eres muy fuerte, pero sé prudente!

—Prudente, sí, claro…

Rió de nuevo.

Se vestía. Para esta fiesta escogía las telas más rudas, los cueros más pesados; se vestía como un campesino. Cuanto más tosco se hacía, más lo admiraba ella. Le ceñía el cinturón, tiraba de sus botas.

—Esas botas me molestan.

—He aquí las otras.

—Búscame un cordón para mi lámpara de socorro.

Ella le contemplaba. Reparaba el último defecto de la armadura: todo ajustaba bien.

—Eres muy hermoso.

Vio que se peinaba cuidadosamente.

—¿Es para las estrellas?

—Es para no sentirme viejo.

—Estaré celosa…

Rió aún, la besó, y la apretó contra sus pesados vestidos. Luego la levantó en vilo, como se levanta a una niña, y, riendo siempre, la acostó:

—¡Duerme!

Y, cerrando la puerta tras sí, dio en la calle, en medio del nocturno pueblo incognoscible, el primer paso de su conquista.

Ella quedóse allá. Miraba, triste, las flores, los libros, la suavidad que para él no eran más que un fondo de mar.

XI

Rivière lo recibe:

—Me gastó usted una broma en su último correo. Dio media vuelta cuando los «meteos»
[2]
eran buenos; pudo haber pasado. ¿Tuvo miedo?

El piloto, sorprendido, se calla. Frota, lentamente, sus manos, una contra la otra. Luego endereza la cabeza, y mira a Rivière en la cara.

—Sí.

Rivière, en el fondo, siente piedad por este muchacho, tan valiente, que tuvo miedo. El piloto trata de excusarse:

—No veía absolutamente nada. Ciertamente, a lo lejos… tal vez… la T. S. H. decía… Pero mi lámpara de bordo se debilitaba, y no veía ya mis manos. Quise encender mi lámpara de posición para distinguir por lo menos el ala, no veía nada. Me sentía en el fondo de un gran agujero por el que era difícil remontarse. Entonces mi motor empezó a vibrar…

—No.

—¿No?

—No. Lo hemos examinado. Está perfecto. Pero siempre se cree que un motor vibra cuando se tiene miedo.

— ¡Quién no hubiese tenido miedo! Las montañas me dominaban. Cuando quise tomar altura, encontré fuertes remolinos. Usted sabe, cuando no se ve ni pizca… los remolinos… En lugar de remontar, perdí cien metros. Ni siquiera veía el giróscopo; ni tampoco los manómetros. Parecióme que el motor disminuía de régimen, que se calentaba, que la presión de aceite menguaba… Todo eso en la oscuridad, como una enfermedad. Me alegró mucho el ver de nuevo una ciudad iluminada.

—Tiene usted demasiada imaginación. Retírese.

El piloto sale.

Rivière se hunde en su sillón y pasa la mano por sus cabellos grises.

«Es el más valiente de mis hombres. Lo que logró en esa noche es muy hermoso, pero yo lo libero del miedo…».

Luego, como le volviese una tentación de debilidad:

«Para hacerse amar, basta compadecer. Yo no compadezco nunca, o lo oculto. Me gustaría mucho, no obstante, rodearme de amistad y de ternura humana. Un médico, en su profesión, las encuentra. Pero es a los acontecimientos a quien sirvo. Es preciso que forje a los hombres para que los sirvan. ¡Qué bien siento esa ley oscura, durante la noche, en mi oficina, ante las hojas de ruta! Si me dejo ir, si dejo que los acontecimientos sigan su curso, entonces nacen misteriosamente los accidentes. Como si únicamente mi voluntad impidiera al avión estrellarse en pleno vuelo, o, a la tempestad, retrasar el correo en marcha. Me sorprendo, a veces, de mi poder».

Reflexionó aún:

«Es claro, tal vez. Es corno la lucha perpetua del jardinero sobre su césped. El peso de su simple mano rechaza el bosque primitivo, que aquélla prepara eternamente».

Pensó en el piloto:

«Yo lo salvo del miedo. No es a él a quien atacaba, es, a través de él, a esa resistencia que paraliza a los hombres ante lo desconocido. Si lo escucho, si lo compadezco, si tomo en serio su aventura, creerá volver del país del misterio, y sólo del misterio se tiene miedo. Es preciso que no haya más misterios. Es preciso que los hombres desciendan a ese pozo oscuro y, al remontarlo, digan que no han encontrado nada. Es preciso que ese hombre descienda al más íntimo corazón de la noche, en su espesura, sin siquiera esa pequeña lámpara de minero, que no alumbra más que las manos o el ala, pero que aparta lo desconocido a una braza de distancia».

No obstante, en esa lucha, una silenciosa fraternidad ligaba, en el fondo, a Rivière con sus pilotos. Se trataba de hombres de la misma contextura, que sentían el mismo deseo de vencer. Pero Rivière se acuerda de las otras batallas que ha librado para la conquista de la noche.

Se temía, en los círculos oficiales, como a una maleza inexplorada, aquel territorio umbrío. Lanzar una tripulación, a doscientos kilómetros por hora, hacia las tormentas, las brumas y los obstáculos materiales que la noche contiene sin mostrarlos, les parecía una aventura tolerable para la aviación militar; se abandona un territorio en noche clara, se bombardea, se vuelve al mismo terreno. Pero los servicios regulares fracasarían en la noche. «Para nosotros —había replicado Rivière— es una cuestión de vida o muerte, puesto que perdemos, por la noche, el avance ganado, durante el día, sobre los ferrocarriles y navíos».

Con tedio, había oído hablar Rivière de estadísticas, de seguros, y, sobre todo, de opinión pública: «¡A la opinión pública —replicaba— se la gobierna!». Pensaba: «¡Cuánto tiempo perdido! Hay algo…, algo que aventaja a todo eso. Lo que vive, lo atropella todo para vivir, y crea sus propias leyes, para vivir. Es irresistible». Rivière no sabía cuándo ni cómo la aviación comercial abordaría los vuelos nocturnos, pero era preciso preparar esa solución inevitable.

Rememora los tapices verdes ante los cuales, con la barba sobre el puño, había escuchado, con una extraña conciencia de fuerza, tantas objeciones. Le parecían vanas, condenadas de antemano por la vida. Y sentía su propia fuerza, recogida en él como un peso: «Mis razones pesan; venceré —pensaba Rivière—. Es la inclinación natural de los acontecimientos». Cuando se le reclamaban soluciones perfectas, que descartasen todos los peligros: «La experiencia es quien nos dará las leyes —respondía—; el conocimiento de las leyes no precede jamás a la experiencia».

Después de un largo año de lucha, Rivière había vencido. Unos decían «debido a su fe», los otros «debido a su tenacidad, a su potencia de oso en marcha», pero, según él, simplemente, porque gravitaba en la buena dirección.

Pero, ¡cuántas precauciones en los comienzos! Los aviones no despegaban más que una hora antes de despuntar el día, no aterrizaban más que una hora después de la puesta del sol. Cuando Rivière se juzgó muy seguro de su experiencia, únicamente entonces, se atrevió a enviar los correos a las profundidades de la noche. Apenas seguido, casi desautorizado, dirigía ahora una lucha solitaria.

Rivière llama para conocer los últimos mensajes de los aviones en vuelo.

XII

Mientras tanto, el correo de Patagonia abordaba la tormenta, y Fabien renunciaba a evitarla con un rodeo. La juzgaba demasiado extensa, pues la línea de relámpagos se hundía en el interior del país, descubriendo fortalezas de nubes. Intentaría pasar por debajo, y si el asunto se presentaba mal, daría media vuelta.

Leyó su altura: mil setecientos metros. Apoyó las manos sobre los mandos para empezar a reducirla. El motor vibró muy fuerte y el avión tembló. Fabien corrigió, al parecer, el ángulo de descenso; luego, sobre el mapa, verificó la altura de las colinas: quinientos metros. Para conservarse en margen, navegaría a setecientos.

BOOK: Vuelo nocturno
4.74Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

Sun Kissed by Joann Ross
Body and Soul by Roberta Latow
Perfect Regret ( BOOK 2) by Walters, A. Meredith
Skyline by Zach Milan