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Authors: Donna Leon

Tags: #Intriga

Vestido para la muerte (6 page)

BOOK: Vestido para la muerte
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Imposible calcular el número de golpes que había recibido. Tal como Gallo había dicho la noche antes, la nariz había desaparecido, literalmente incrustada en la cabeza por un golpe brutal. Un pómulo estaba hundido y en su lugar había un profundo surco. Las fotos de la parte posterior de la cabeza mostraban una violencia similar, pero éstos eran golpes que, más que desfigurar, mataban.

Brunetti cerró la carpeta y la devolvió a Gallo.

—¿Han hecho copias del retrato?

—Sí, señor, tenemos un buen montón, pero no nos han entregado el retrato hasta hace media hora, y los hombres aún no lo han sacado a la calle.

—¿Y las huellas dactilares?

—Sacamos una serie y las enviamos a Roma y a la Interpol de Ginebra; pero ya sabe usted cómo es esa gente.

Brunetti sabía que Roma podía tardar varias semanas en analizar unas huellas. Generalmente, la Interpol era un poco más rápida.

Brunetti golpeó la carpeta con el índice.

—La cara está muy machacada, ¿verdad?

Gallo asintió, pero no dijo nada. En el pasado había tratado con el
vicequestore
Patta, aunque sólo por teléfono, y desconfiaba de todo el que viniera de Venecia.

—Casi como si hubieran querido dejarlo irreconocible —prosiguió Brunetti.

Gallo le lanzó una rápida mirada frunciendo sus espesas cejas y volvió a mover la cabeza afirmativamente.

—¿Usted conoce a alguien en Roma que pudiera acelerar la investigación? —preguntó Brunetti.

—Sí, señor, ya he intentado hablar con él, pero está de vacaciones. ¿Y usted?

Brunetti movió la cabeza negativamente.

—Al que yo conocía lo trasladaron a Bruselas. Trabaja para la Interpol.

—Pues habrá que esperar, imagino —dijo Gallo, dando a entender por el tono que no le gustaba la perspectiva.

—¿Dónde está?

—¿El muerto?

—Sí.

—En el depósito del Umberto Primo. ¿Por qué?

—Me gustaría verlo.

Si a Gallo le pareció sorprendente esta petición, no lo demostró.

—El conductor lo llevará.

—¿Está lejos?

—No, unos minutos —respondió Gallo—. Quizá, con el tráfico de primera hora de la mañana, un poco más.

Brunetti se preguntó si aquella gente iría andando a alguna parte, pero entonces recordó el calor tropical que envolvía toda la zona del Véneto como un sudario. Quizá fuera conveniente ir en coche climatizado de uno a otro edificio climatizado, pero dudaba mucho de que él llegara a acostumbrarse al sistema. Reservándose el comentario, bajó y dijo a su conductor —ahora ya le parecía su conductor y el coche, su coche— que lo llevara al Hospital Umberto Primo, el mayor de los muchos hospitales de Mestre.

En el depósito encontró al empleado sentado ante un escritorio bajo, con un ejemplar del
Gazzettino
abierto ante sí. Brunetti le mostró su carnet de policía y dijo que quería ver al hombre asesinado que había sido encontrado la víspera en un descampado.

El empleado, un hombre bajo, con un abdomen voluminoso y piernas arqueadas, dobló el periódico y se levantó.

—Ah, ése. Está al otro lado, comisario. No ha venido a verlo nadie más que el dibujante, y sólo quería mirarle el pelo y los ojos. No habían salido bien en las fotos; demasiado flash. Le echó un vistazo y le levantó un párpado para ver el color de los ojos. Yo diría que le impresionó ver cómo estaba, pero, ¡caray!, hubiera tenido que verlo antes de la autopsia, con todo ese maquillaje mezclado con la sangre. Lo que costó limpiarlo. Parecía un payaso. Tenía pintura de ojos por toda la cara, bueno, por lo que quedaba de ella. Lo que cuesta limpiarla. Las mujeres deben de tardar un siglo en quitársela, ¿no cree?

Mientra hablaba, el hombre precedía a Brunetti por la fría sala, y de vez en cuando se paraba y se volvía a mirarlo. Por fin se detuvo delante de una de las puertas metálicas que formaban las paredes, se agachó, hizo girar una empuñadura metálica y extrajo la gaveta baja en la que descansaba el cadáver.

—¿Le va bien así, comisario, o quiere que lo levante? Es sólo un momento.

—No hace falta, ahí está bien —dijo Brunetti mirando hacia abajo.

Sin esperar la orden, el empleado levantó el extremo de la sábana que cubría la cara y miró a Brunetti, inquiriendo si debía seguir destapando. Brunetti asintió, y el hombre retiró la sábana y la dobló rápidamente formando un pulcro rectángulo.

Aunque Brunetti había visto las fotos, no estaba preparado para lo que apareció ante sus ojos. El forense sólo practicaba la exploración, no se preocupaba de la restauración; si aparecía la familia, que pagaran ellos a alguien, si querían, para que se encargara de eso.

No se había intentado recomponer la nariz, y Brunetti contemplaba una superficie cóncava, con cuatro muescas, como una cara modelada en arcilla por un niño torpe que le hubiera hecho un agujero por nariz. Sin la nariz, era imposible reconocer en la cara una expresión humana.

El comisario examinó el cuerpo, en busca de un indicio de edad o condición física. Brunetti se oyó a sí mismo dar un ligero respingo de sorpresa al advertir que aquel cuerpo se parecía al suyo de un modo inquietante: la misma complexión, un poco de grasa en la cintura y la cicatriz de una operación de apendicitis en la infancia. La única diferencia era la tersura de la piel. Se inclinó para mirar el pecho, brutalmente seccionado por la larga incisión de la autopsia. En lugar del vello grueso y canoso que crecía en su propio pecho, observó un fino rastrojo.

—¿El forense le afeitó el pecho antes de la autopsia? —preguntó Brunetti.

—No, señor. No era cirugía cardiaca sino una autopsia lo que había que hacer.

—Pues tiene el pecho afeitado.

—Y las piernas.

Brunetti lo comprobó.

—¿Hizo el forense alguna observación al respecto?

—Mientras trabajaba, no, señor. Quizá pusiera algo en el informe. ¿Es suficiente?

Brunetti asintió y dio un paso atrás. El empleado desdobló la sábana sacudiéndola como si fuera un mantel y la dejó caer sobre el cuerpo perfectamente centrada. Deslizó la gaveta hacia el interior, cerró la puerta y dio la vuelta a la empuñadura.

Cuando volvían al escritorio, el empleado dijo:

—Quienquiera que fuese, no se merecía eso. Dicen que hacía la calle vestido de mujer. No creo que ese infeliz consiguiera engañar a nadie. Desde luego, no tenía ni la más remota idea de cómo hay que maquillarse. Por lo menos, por lo que pude ver cuando lo trajeron.

Durante un momento, a Brunetti le pareció que aquel hombre hablaba con sarcasmo, pero enseguida, por el tono de su voz, comprendió que lo decía en serio.

—¿Usted es el que va a tratar de averiguar quién lo mató?

—Así es.

—Espero que lo consiga. Yo, supongo, podría llegar a comprender que alguien quiera matar a una persona, pero no de ese modo. —Se paró y levantó la cabeza para mirar a Brunetti inquisitivamente—. ¿Lo comprende usted, comisario?

—No; no lo comprendo.

—Lo dicho, comisario, deseo que pesque al que lo hizo. Fuera lo que fuere, nadie merece morir de ese modo.

6

—¿Lo ha visto? —preguntó Gallo cuando Brunetti volvió a la
questura
.

—Sí.

—No es un cuadro agradable.

—¿Usted también lo ha visto?

—Procuro verlos a todos —dijo Gallo con voz opaca—. Me motiva a encontrar al culpable.

—¿Qué opina, sargento? —preguntó Brunetti sentándose en la silla situada a un lado del escritorio del policía y dejando sobre él la carpeta azul, como si quisiera utilizarla como símbolo tangible del asesinato.

Gallo estuvo casi un minuto pensando la respuesta.

—Pienso que quien lo hizo pudo estar impulsado por una cólera irracional. —Brunetti asintió—. O, como sugirió usted,
dottore
, por la intención de ocultar la identidad de la víctima. —Al cabo de un segundo, Gallo rectificó, al recordar quizá lo que había visto en el depósito—. O de falsearla.

—Eso, en nuestro mundo, es casi imposible, ¿no le parece, sargento?

—¿Imposible?

—Hoy en día, a menos que una persona sea totalmente extraña a un lugar, que no tenga familia ni amigos, su desaparición es descubierta al cabo de pocos días, en la mayoría de los casos, al cabo de unas horas. Ya no es posible desaparecer sin que alguien denuncie la desaparición.

—Entonces, una reacción de cólera parece la explicación más plausible —dijo Gallo—. Quizá dijo o hizo algo que enfureció a un cliente. No sé mucho acerca de los hombres de las fichas que le dejé ayer, no soy psicólogo ni nada parecido, por lo que no sé qué es lo que rige sus impulsos, pero tengo la impresión de que los hombres que… en fin, los hombres que pagan son mucho más inestables que los que cobran. Así pues, ¿cólera?

—¿Y lo de llevarlo a una parte de la ciudad frecuentada por prostitutas? —preguntó Brunetti—. Eso indica deliberación más que cólera.

Gallo respondió rápidamente al apunte de este nuevo comisario.

—Bien, quizá después de desahogar la rabia recapacitó. Quizá lo mató en su casa o en un sitio en el que uno de los dos era conocido y por eso tuvo que llevárselo. Y si es de la clase de hombres, me refiero al asesino, si es de la clase de hombres que frecuentan a los travestis, sabría dónde actúan las prostitutas. Quizá le pareciera que ése era el sitio más conveniente, para que se sospechara de otros posibles clientes.

—Sí —convino Brunetti lentamente, y Gallo esperó el «pero» que, por el tono del comisario, parecía inevitable—. Pero eso implica que el asesino no distinguía entre prostitutas y chaperos.

—¿A qué se refiere, comisario?

—A que para él eran lo mismo los hombres que las mujeres o, por lo menos, que imaginaba que trabajaban en el mismo sitio. Por lo que pude apreciar ayer, me parece que la zona del matadero sólo la frecuentan mujeres. —Gallo pareció reflexionar sobre esto, y Brunetti terminó, tanteándole—: Claro que ésta es su ciudad y usted la conocerá mejor que yo, que soy forastero.

Gallo sonrió ligeramente, tomándolo como un cumplido y asintió.

—Por regla general, en esos descampados de entre las fábricas sólo actúan mujeres. Pero cada día que pasa nos llegan más hombres, muchos de ellos, eslavos o norteafricanos, por lo que quizá hayan empezado a invadir nuevo territorio.

—¿Ha oído algún rumor?

—Personalmente, no, señor. Pero mi trabajo no tiene mucho que ver con las prostitutas, a menos que haya violencia.

—¿Y eso ocurre con frecuencia?

Gallo meneó la cabeza.

—Generalmente, las mujeres no presentan denuncias porque piensan que, quienquiera que sea el responsable de la violencia, irán ellas a la cárcel. Muchas están en el país ilegalmente, y, si tienen dificultades, no acuden a nosotros por temor a ser deportadas. Y son muchos los hombres que disfrutan maltratándolas. Supongo que con el tiempo aprenden a detectarlos, u otras chicas les avisan y tratan de evitarlos.

»Supongo que los hombres pueden protegerse mejor. En las fichas habrá visto lo corpulentos que son algunos. Guapos, sí, pero no dejan de ser hombres y no están tan indefensos.

—¿Tiene ya el informe de la autopsia? —preguntó Brunetti.

Gallo le entregó varias hojas de papel.

—Llegó mientras usted estaba en el hospital.

Brunetti empezó a leer rápidamente el informe, familiarizado con la jerga y los términos técnicos. No se observaban marcas de pinchazos, por lo que la víctima no consumía drogas por vía intravenosa. Estatura, peso, condición física, todo lo que Brunetti había observado allí se cuantificaba con exactitud. Se mencionaba el maquillaje, pero sólo para indicar que se habían observado considerables restos de barra de labios y de eyeliner. No había huellas de actividad sexual, ni activa ni pasiva. Las manos sugerían una ocupación sedentaria, las uñas estaban cortadas al ras y no había callosidad en las palmas. La situación de las magulladuras indicaba que lo habían matado en otro lugar y transportado al lugar en el que fue hallado, pero el intenso calor al que había estado expuesto hacía imposible determinar el tiempo transcurrido entre la muerte y el descubrimiento del cadáver; la estimación más aproximada lo situaba entre doce y veinte horas.

Brunetti miró a Gallo y preguntó:

—¿Lo ha leído?

—Sí, señor.

—¿Qué opina?

—Aún sigue abierta la opción entre cólera y premeditación, supongo.

—Pero ante todo hay que averiguar quién era —dijo Brunetti—. ¿Cuántos hombres trabajan en esto?

—Scarpa.

—¿El que ayer estaba al sol?

El apagado «Sí, señor» de Gallo indicó a Brunetti que el sargento había sido informado del incidente, y su acento daba a entender que no le había gustado.

—Es el único agente asignado al caso. La muerte de una persona que se dedica a la prostitución no tiene prioridad, y mucho menos, durante el verano, en que estamos escasos de personal.

—¿Nadie más?

—Fui asignado yo provisionalmente, porque estaba de guardia cuando se recibió la llamada, y envié la Squadra Mobile. La
vicequestore
de Mestre sugirió que se encomendara el caso al sargento Buffo, ya que él respondió a la llamada.

—Entiendo —dijo Brunetti con aire pensativo—. ¿Hay alternativa?

—¿Una alternativa al sargento Buffo, quiere decir?

—Sí.

—Podría usted solicitar que, puesto que su primer contacto ha sido conmigo y hemos debatido el caso largamente… —Gallo hizo una pausa, como si deseara alargar más aún el debate, y prosiguió—: Ahorraría tiempo que yo siguiera asignado al caso.

—¿Cómo se llama la
vicequestore
?

—Nasci.

—¿Se dejará… quiero decir, será fácil convencerla?

—Estoy seguro de que, si es un comisario quien lo solicita, estará de acuerdo. Máxime si ha venido usted a ayudarnos. —Bien. Que extiendan la solicitud y la firmaré antes del almuerzo. —Gallo movió la cabeza de arriba abajo, escribió unas palabras en un papel, miró a Brunetti y volvió a mover la cabeza—. Y ordene que empiecen a trabajar con la ropa y los zapatos.

Gallo asintió por tercera vez e hizo otra anotación.

Brunetti abrió la carpeta azul que había estado leyendo la víspera y señaló la lista de nombres y direcciones sujeta a la parte interior de la cartulina.

—Me parece que lo mejor que podemos hacer es preguntar a estos hombres por la víctima, si saben quién era, si lo reconocen o saben de alguien que pudiera conocerlo. El forense dice que debía de tener poco más de cuarenta años. Ninguno de los hombres de la carpeta es tan viejo, muy pocos llegan ni a los treinta, de modo que si era de por aquí, habrá llamado la atención por la edad.

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